domingo, 4 de octubre de 2015

119. Eric Hoffer, filósofo estibador

Decía Eric Hoffer que “Para el viejo, lo nuevo son por lo general malas noticias”. 

Cuando me miro en el espejo, próximo a volverme septuagenario, y pienso en mi resistencia al cambio y mi negativa a dominar los Smart Phones de pantalla táctil y seguir aferrado al viejo teléfono celular Nokia que llamo “mi panelita”, viene a mi mente el recuerdo de mi abuela a la que el modernismo siempre atropelló y zarandeó. Nunca aceptó comprar tabacos hechos en fábrica, e insistió en fumar solamente los que ella hacía con hojas de cosecha compradas en la plaza de mercado. Nunca aceptó las arepas precocidas de los supermercados, e insistió en cocer ella misma el maíz, y molerlo, y armar las arepas entre sus manos, y ponerlas en la callana, y asarlas al fuego de la leña, o del carbón de leña, o del carbón de piedra que a veces usó en su cocina llena de humo y de la ceniza y del calor de las brasas. Lidia le dio aceptar la estufa eléctrica, y tiempo tardó en reemplazar la vieja plancha de calentar al carbón por la plancha eléctrica que le producía pavor al tratar de conectarla, por miedo a electrocutarse. El manejo de la lavadora lo dejó en manos de mi madre porque los comandos, secuencias, y botones, la asustaban. Uno de los últimos aparatos electrodomésticos que entró en casa fue un horno micro ondas, que ella convirtió en un decorativo cajón para guardar el pan protegido de moscas y de hormigas, y nunca fue otro el uso que le dio porque partía la tajada de pan que iba a comer y se iba a calentarla en el fogón del otro extremo de la cocina. No iba ella a arriesgarse a que esa cosa le explotara en la cara, cosa que nunca había pasado pero que ella le había oído decir a alguna señora de las que rezan el rosario en la iglesia antes de la misa.

Un horno micro ondas que no sirva para calentar, es como un alicate que se usa como martillo, como un compresor que sólo se usa como sacudidor, o como la inteligencia de algunas personas que nunca han trabajado pero son muy hábiles para jugar ajedrez. Como tiempo les sobra de su vagancia, desde temprano están en la esquina jugando ajedrez y juegan hasta bien entrada la noche. Son muy inteligentes… para jugar ajedrez. O como un señor a quien veía sentado en la puerta de su desvencijada casa de paredes desconchadas a punto de derrumbarse, de techo de tejas quebradas a punto de venirse al suelo, de puertas que olvidaron la última vez que recibieron una mano de pintura, de ventanas cerradas para que los transeúntes no vieran el reburujero que había en el interior. Desde las seis de la mañana, cuando yo pasaba para mi trabajo, ahí estaba él sentado leyendo. Al medio día, cuando yo pasaba para la cafetería a almorzar ahí estaba él con su libro en la mano, y por la tarde cuando yo pasaba a buscar el bus que me llevaría de regreso a casa ahí estaba él sentado leyendo. Ese señor no hacía otra cosa que leer, y no conozco a ninguna otra persona que leyera tanto como él. Su cabeza debía ser una cabeza pletórica de ideas y de memorización de párrafos de lectura. Cuando la muerte lo sorprenda, si aún no ha muerto, posiblemente él sea la persona que más libros haya leído en el mundo. ¿Para qué? Quizás él lo sepa. Yo no alcanzo a imaginarlo, puesto que jamás ha hecho otra cosa frente a mis ojos que leer.

Al decir de Eric Hoffer, “Una cabeza vacía no está en realidad vacía, sino que está rellena con basura. De ahí la dificultad de que una cabeza vacía haga algo”.


Video “La tiranía de los intelectuales”:

En la edición de la revista LIFE en español del mes de junio de 1967, correspondiente a la edición norteamericana del mes de marzo, salió un artículo que me impresionó (lo recuerdo como si fuera hoy), sobre el carguero bulteador o estibador portuario Eric Hoffer que llevaba muchos años descargando barcos cargueros en el puerto de San Francisco en California (USA). Hijo de padres alemanes venidos de la región de la Alsacia en la antigua Alemania, cuando tenía siete años su madre se cayó con él en brazos y a consecuencia de esa caída murió. Él quedó ciego y algunos años después, cuando andaba por los diecisiete, su padre murió. A los quince años recuperó milagrosamente la vista, y el temor de volver a perderla lo convirtió en un lector empedernido que leía tanto en el alemán nativo aprendido con sus padres, como en el inglés aprendido con la gente en las calles, un inglés que al decir de sus biógrafos siempre habló con un pertinaz acento o dejo alemán. Nunca estudió en instituciones académicas y su educación fue autodidacta, “hombre hecho a sí mismo” que dicen los norteamericanos, producto de sus insaciables lecturas. Por su educación burda de hombre poco cultivado en el roce social, curtido en las calles y tallado en la supervivencia, se hizo carguero o estibador portuario y ducho en el manejo de esa jungla o mundo aparte que es es el ambiente marinero. En los momentos libres del almuerzo o de los coffee break laborales siempre estaba leyendo o escribiendo en una larga sucesión de cuadernos de notas garrapateadas en su estilo. Para cuando la revista LIFE le dedica su artículo, ya los reporteros se han fijado en él y lo consideran un sociólogo y filósofo callejero. En 1951 había publicado su primer libro, de los más de diez que publicó, con ensayos sobre sus observaciones de la vida. Al salir el reportaje de la revista, a finales de los años sesenta, el presidente Johnson lo nombró en un comité asesor presidencial o “Comisión Nacional sobre las Causas y Prevención de la Violencia”; y en 1983, tres meses antes de morir a los 84 años, el presidente Reagan lo condecoró con la Medalla Presidencial de la Libertad. Sin ser siquiera diplomado como bachiller, y con una nula escolaridad, entre muchos otros honores recibió el Doctorado Honoris Causa en Humanidades otorgado por el Stonehill College; después de haber sido a mediados de la década de los sesenta profesor invitado en la Universidad de Berkeley en California, durante las acciones del Movimiento por la Libertad de Expresión. Largo trayecto de lecturas y de pensamiento había recorrido en su prolífica vida. Tal vez las oportunidades de estudiar como se debe, asistiendo a una institución educativa, no se le dieron, pero él tenía el deseo intenso de salir adelante o, para decirlo con sus propias palabras, “Cada deseo intenso es tal vez el deseo de ser diferentes de lo que somos… El deseo intenso crea no sólo sus propias oportunidades sino además sus propios talentos”.



Otro ejemplo de sus aforismos y filosofía de vida lo da la frase: “Es más fácil amar a la humanidad, en general… que al vecino”. Muchas otras frases suyas se encuentran en el siguiente enlace:



Su primer libro “El verdadero creyente”, es un libro que tiene que ver con el fanatismo y con la sicología de masas. Julio Seoane es el autor del prólogo para la edición española, al que tituló “El fanatismo de antes y el de ahora”, donde dice que “Sabemos desde hace tiempo que cuanto más se cita a un autor, menos se lee. Esto es precisamente lo que ocurre con Eric Hoffer, siempre citado, siempre presente en los repertorios de frases célebres, con cientos de páginas sobre aforismos en Internet, pero en general poco leído y mucho menos entre nosotros. Por eso merece la pena publicar ahora su principal obra”.


Dice Seoane, analizando la filosofía de Hoffer, que: 

El fanatismo nunca desaparece, pero a veces se disfraza de progreso y modernidad, de conocimiento verdadero y voluntad de creer, hasta que el verdadero creyente vuelve a enseñar sus afilados dientes y una vez más nos coge de sorpresa. Por eso necesitamos reconocerlo, antes y ahora, y Hoffer es una ayuda inestimable para espabilar nuestra conciencia y refrescar nuestra memoria sobre la multiplicidad de formas que adopta el fanatismo, incluidas las del momento actual”.

Su copiosa obra, incluidos los innumerables cuadernos de apuntes tomados a la hora del almuerzo o mientras esperaba la llegada de algún camión o algún vagón de ferrocarril, fueron adquiridos por el Instituto Hoover para su cuidado, bajo la vigilancia de la Sra. Lili Fabilli Osborne, su compañera permanente por largos años y albacea testamentaria. Mujer separada de su marido, y madre de un hijo que el escritor tomó como propio, había conocido a Eric como compañero de su ex esposo entre las estibas del muelle portuario . Ella y su anterior esposo siguieron siendo amigos, y la amistad de éste con Hoffer tampoco se alteró por la nueva relación al punto que a la hora de morir Hoffer era él quien le hacía compañía en la habitación, en un ejemplo de civilizada convivencia tal vez impensable para los hispanodescendientes portadores de la caliente sangre latina.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)


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