domingo, 2 de diciembre de 2018

260. Mario Escobar Velásquez y los Premios Nobel de Literatura

En estos días he estado ocupado removiendo papeles y desocupando estanterías de mi biblioteca, producto de lo cual hay una bolsa grande con papeles que van para el cuarto de reciclaje del condominio, y una caja repleta de revistas leídas que obsequié a un vecino que comparte conmigo la afición por la literatura. Creo que quedan en buenas manos. 

Es esa una tarea dispendiosa, porque hay papeles que tengo treinta, cuarenta, y más años guardando y ocupando espacio sin que me hubiera atrevido a deshacerme de ellos. Cada documento es releído y examinado antes de tomar la dolorosa decisión de descartarlo, o la muy meditada decisión de conservarlo, sabiendo que el espacio para ello es muy limitado. Tomo un papel en mis manos y lo someto a la prueba ácida del bibliotecario casero:

1. Este documento, ¿Ya lo leí?
2. Si no lo he leído, ¿A estas alturas de la vida amerita que lo lea?
3. Si ya lo leí hace ya varios años, ¿Lo he vuelto a leer en los últimos dos años?
4. ¿Espero releerlo por lo menos una vez en el año que se avecina?

Si el documento respectivo no pasa la prueba de fuego, independientemente de lo bueno que pueda ser, indefectiblemente va a la bolsa de reciclaje; aún a sabiendas de que muchas veces pasa que un papel que uno envió a la basura lo precisa dos días después de haberlo botado. Es una Ley de Murphy. Después le tocará el turno a los libros, y después a los discos. Cuando termine, mi maleta estará liviana de equipaje y habré seguido el camino de los que recomiendan el desapego. “Mientras menos apegos, mejor se vive”, fue algo que me dijo alguna vez don Mario Escobar Velásquez que fue mi profesor en el Taller de Escritura Literaria del Politécnico Jaime Isaza Cadavid en los años 2000 y 2001. 

En un comienzo éramos trece en su taller, pero uno a uno fueron desertando. Para finales de año solamente quedábamos Juan Carlos Salazar Henao y yo, y el Politécnico quería cerrar ese taller por sustracción de materia. Don Mario lo defendió como un león. “Si quieren un equipo de fútbol”, dijo a las directivas, “futbolistas se encuentran en las esquinas; pero si quieren escritores, solamente se encuentra uno en un millón y a ese hay que respaldarlo”. Consiguió que el taller se prolongara por el siguiente año en unas clases casi que personalizadas, y al final me dijo: “No tengo nada más qué enseñarle. A partir de ahora, siga por su cuenta y encuentre su estilo. Aprenda a revisarse usted mismo y no dependa de nadie. Nadie conoce mejor las cosas de uno que uno mismo”.

Él tenía los suyos, y yo tuve el privilegio de conocerlos cuando toqué el timbre de la puerta de reja que daba entrada a un pasillo que pasaba por un lado de su vivienda donde puse mi mirada en una fotografía colgada de la pared: “Esa es mi esposa, y ese es mi hijo menor”, me dijo. Una mujer joven y un niño me miraban desde los ojos de esa fotografía. Fuimos al fondo y subimos unas escaleras hacia una terraza que daba a la margen suroriental de una quebrada en cuya margen nororiental estaba la parte trasera de La Casa Gardeliana. Al fondo de la terraza, una amplia pieza dividida en dos con un mobiliario muy simple. En la de la derecha un par de cajas. “En esa caja están los libros que no he leído, pero que pienso leer”, me dijo. “En esa otra están los libros que ya leí pero no pienso conservar, y su destino será el de regalarlos”. La de la izquierda estaba subdividida. Junto a la ventana, el escritorio con el computador, muchos papeles y libros, y un vaso grande de cerámica con una buena cantidad de lápices afilados y de resaltadores de varios colores, entre otras cosas. En la pared la fotografía de unas personas adultas. “Esos son los hijos de mi primer matrimonio”, dijo, y no me dio más explicaciones. Era su forma parca de conversar, sin entrar en detalles de su vida personal, y en dos o tres frases yo ya tenía una visión de su vida y recorrido. Me llevó luego al fondo de ese mismo cuarto, para mostrarme las tres o cuatro estanterías que a manera de biblioteca pública tenían libros a lado y lado cuidadosamente ordenados. “Estos son los libros que considero que vale la pena conservar porque los consulto y los releo de tarde en tarde”.

Don Mario, un verdadero maestro, era un hombre de temperamento calificado por algunos como hosco, retraído, reservado, con quien encontré tener empatía. Le di las gracias por su acogida, en la segunda o tercera vez que lo visité en el cuarto  trasero de la terraza del sancta sanctorum de su casa de Manrique, y él me marcó a hierro candente el alma con una frase que suelo citar con bastante frecuencia: “La amistad es cuestión de afinidades. No a todo el mundo le abro las puertas de mi casa”. La cuestión estaba clara. Si a mí me gustaba la literatura y me gustaba escribir, a él también. Entonces, éramos amigos, cosa rara en un hombre que se autocalificaba de ser “Cusumbo solo”.

A propósito, en mi barrida de papeles me encontré con unos cuadernos y libretas de mi puño y letra, de cuando yo manuscribía mis escritos y no los mecanografiaba en el computador, que contienen ejercicios de escritura de los que hacía en el taller de don Mario. Tomé, naturalmente, la decisión de conservarlos. Algún día mis nietos querrán ver cómo era la letra del abuelo. 

No quiero seguir adelante sin antes contar que hace muchísimos años llegó a mis manos una revista con un cuento de Mario Benedetti titulado algo así como “Ajá, mamá, ¿Y tú qué?”. Era el saludo irónico y falsamente afectuoso de una nuera que se encontró con su suegra en los pasillos de un supermercado. Los sureños, como se sabe, le dicen mamá a la suegra. Sólo que, en este caso, la nuera o hija política en cuestión resultaba ser una muchacha del servicio de la familia, de quien el hijo calavera se enamoró y se le hizo fácil casarse con ella. El matrimonio, como es obvio, no resultó ser de buen recibo para la suegra; y el saludo de la nuera, como vemos, era una bofetada ardorosa. En una de las barridas de estantería en mi biblioteca no me di cuenta y salí de esa revista cuyo contenido no he podido recuperar por más que me he esforzado. Su pérdida es una de las cosas que lamento porque ese cuento para Internet no existe. Quién sabe cuándo alguien lo rescate y yo pueda volver a leerlo.

El año pasado, 2017, un escándalo sacudió a la Academia del Cine que entrega los prestigiosos Premios Oscar: Harvey Weinstein, quien con su hermano Bob conformaba un dueto de reconocidos productores hollywoodenses sin cuya bendición ninguna aspirante a actriz de cine podía prosperar en ese entorno, fue enjuiciado por acusaciones de acoso sexual. La polvareda no termina de aplacarse.

Tengo mis dudas sobre la legitimidad de los méritos con que se otorga el Premio Nobel de Paz, que es concedido por la Academia respectiva en Noruega para ser entregado en Oslo, y mi olfato de sabueso me dice que esos son premios políticos que se entregan según intenso lobby efectuado por los interesados y sus áulicos. El sistema de concesión se asemeja a la forma como se adjudican, o adjudicaban, las sedes de los mundiales de fútbol por parte de la FIFA. Recientemente tuve la sensación de que el galardonado con el Premio Nobel de Paz no ameritaba que le hubiera sido otorgado, y de que la Academia se demeritaba por habérselo otorgado. "Más intrigado que el Mundial de Fútbol de Qatar", oí que decían de ese Nobel de Paz.

Conmemorando la fecha del fallecimiento del inventor y filántropo sueco Alfred Nobel, los premios instituidos por él se entregan cada año el día 10 de diciembre en Estocolmo. Este año de 2018 no habrá entrega del prestigioso Premio Nobel de Literatura porque la corrupción llegó también a esa respetable institución sueca. La razón aparece en un artículo escrito el 4 de mayo por Alexander Mahmoud para la Revista Diners de Colombia:

“La Academia Sueca de los Premios Nobel anunció que no entregará este premio por escándalos dentro de la organización, y pérdida de la confianza del público… la corrupción, los escándalos sexuales, y la vergüenza, llegaron a la Academia que entrega los premios más loables del mundo… llegó una noticia por medio del diario sueco Dageus Nyheter, que publicó una acusación en contra del francés Jean Claude Arnault, miembro de la Academia, por acoso a esposas, hijas, y trabajadores de sus colegas. La prensa bautizó al francés como el `Harvey Weinstein´ de la literatura…”.

Varios despidos laborales, entre ellos el de la escritora Katarina Frostenson que es la esposa del acosador, y Sara Danius que era la secretaria permanente de la Academia, siguieron como corolario a este estrepitoso escándalo.

Estrepitoso fue el escándalo cuando Jean Paul Sartre se negó a recibir el Premio Nobel de Literatura porque iba contra sus principios ya que él había sido crítico demasiadas veces del sistema de la concesión de esos premios. No se consideró con autoridad moral para recibirlo. Otro escándalo hubo cuando el Premio no le fue concedido a León Tolstoi que un gran número de personas consideraban que se lo merecía. Y aunque desde 1974 existe la regla de que el Premio no puede ser concedido póstumamente, en 1931 se dio la excepción de concedérselo al sueco Erik Axel Karlfeldt, que era un mediocre literato con el mérito de haber sido Secretario Perpetuo de la Academia; en 1961 se concedió póstumamente el de paz al sueco Dag Hammarskjöld, que había sido Secretario de las Naciones Unidas; y en 2011 se concedió el de medicina al fallecido canadiense Ralph Steinman. Ha habido, pues, algunas excepciones a la regla.

Mucho se habló de que el filósofo colombiano Fernando González Ochoa había sido postulado al de literatura por prestantes personalidades, pero que las oposiciones del gobierno colombiano de entonces, que no lo veía con buenos ojos; las de la alta Curia Episcopal, que tampoco; y las de su paisano el jesuita Félix Restrepo Mejía, que era presidente de la Academia Colombiana de la Lengua y la regía con criterios religiosos, se opusieron. Total, que ese Premio Nobel de Literatura se enredó en zancadillas. 

Alguna vez en uno de mis correos hice alusión al hecho de que don Mario Escobar consideraba que los premios de literatura eran unos premios que la Academia concedía teniendo en cuenta consideraciones políticas, y él contaba el caso de lo sucedido con el colombiano Gabriel García Márquez, que lo obtuvo gracias a que los premios no se conceden en forma póstuma; y a que el cubano Alejo Carpentier falleció cuando le iba a ser concedido. García Márquez entró como suplente.

Estaba en la tarea de clasificar papeles entre las opciones de conservación o descarte, cuando abrí un paquete que contenía apuntes, anotaciones, fotocopias, ejercicios, que recogí durante los dos años que estuve en el taller de don Mario y, ¿Con qué me encuentro? Con un escrito suyo mecanografiado en máquina de escribir portátil cuya fecha de escritura antes del año 2002 ignoro, en el que habla de su tesis de que los Premios Nobel de Literatura tienen un alto componente político. 

Paso a compartirlo con ustedes, después de reconstruirlo cuidadosamente desde las borrosas páginas fotocopiadas que tienden a difuminarse con el tiempo. Ese es, para mí, un documento valioso por provenir de él; y por llevar, así sea fotocopiado, su nombre escrito de su puño y letra. Es algo que quizás para algunos no tenga importancia, pero que a mis ojos presta el valor de una firma auténtica sobre un original.

Este artículo suyo fue publicado en uno de los libros que Sílaba Editores publicó en el año 2015, ocho años después del fallecimiento de don Mario, con el título de “Itinerario de afinidades: perfiles”. Al respecto dice María Alejandra Arcila Yepes en un artículo escrito como resultado del Seminario de Trabajo de Grado para optar por el título de Magíster en Hermenéutica Literaria, en su condición de candidata  a Magíster  en  Hermenéutica  Literaria  de  la  Universidad  EAFIT  y  Comunicadora  en  Lenguajes  Audiovisuales  de  la Universidad de Medellín, que:


Dice la autora del artículo titulado “Revelación de una poética de autor a partir de Itinerario de Afinidades” que:

“Al  afirmar que  el  Premio Nobel es un premio político, y al intentar probarlo, Escobar escribe: 

“Se dice que (...) Colombia pudo tener a su primer Nobel de literatura en el esmirriado y cabezón de Fernando González. Que fue  postulado  al  honor  por  dos  grandísimos  de  las  letras: Jean-Paul  Sartre y  Thornton  Wilder. Pero Fernando, que usaba un áspero jetabulario no verecundo, y que no tuvo ni un solo amigo y sí todos los contrarios en los gobiernos de Eduardo Santos y Alfonso López Pumarejo, (...) no tuvo el V° B°” (Escobar,  2015: 119)... 

En  el  ejemplo se  completa lo  propuesto con  una  anécdota  conocida; además, el tema sirve  para  nombrar y  abordar  la  vida  de  otros  autores.  En  este  caso se  alude al físico y al temperamento de González, y al recordar su postulación al Nobel por esos talentosos hombres de letras, se alude también a su talento”.

No menciona don Mario en su artículo al escritor sueco Artur Lundkvist (1906-1991), a quien el colombiano Juan Gustavo Cobo Borda considera que era “… Un hacedor de Premios Nobel en lengua española”, y de quien el escritor boliviano asilado en Suecia Víctor Montoya dice que era “un puente entre dos continentes… que jugó un rol determinante en la concesión de Premios Nobel de Literatura a los poetas y narradores latinoamericanos… un hombre que nunca recibió el Premio Nobel pero su obra multifacética hace de él un escritor para escritores y un autor al que se debe leer y respetar”. 

https://www.auroraboreal.net/actualidad/la-columna-de-victor-montoya/692-artur-lundkvist-un-puente-entre-dos-continentes


Según el artículo de Montoya, Lundkvist conoció y trató profusamente a los escritores españoles y latinoamericanos. De hecho vivía por temporadas en España. Conoció a Gabriela Mistral, fue buen amigo de Pablo Neruda, y conoció y trató a Jorge Luis Borges con quien mucho compartió, llegando a traducir al sueco algunos de sus textos, pero de él dijo que "Borges se ha convertido en un mito… sobre todo en Europa, pero pienso que su trabajo no está a la altura de un Nobel". Es posible que esta opinión hubiera sido el escollo para Borges, convirtiéndolo en el gran ausente latinoamericano de esa exclusiva lista de premiados.

Ignoro si posteriormente al texto que él me entregó fotocopiado a comienzos de siglo sufrió ajustes y modificaciones, pulimentos de los que se suelen hacer, antes de ser publicado en el libro referido, pero aquí, en este borrador, se encuentra la esencia de lo que él pensaba al respecto.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
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LOS PREMIOS NOBEL DE LITERATURA,
¿SON TAMBIÉN POLÍTICOS?

Por Mario Escobar Velásquez

Muy en breve, como en todos los años, menos en los de guerras mundiales, las agencias de noticias transmitirán el nombre de un nuevo ganador del Premio Nobel de Literatura.

Aunque el Premio se otorga también de Medicina, Física, Química, y de La Paz, ninguno copa tanto la atención multitudinaria como el de Literatura. Quizá porque más personas en el mundo son capaces de entender los méritos de una novela, que los abstrusos formulamientos de una teoría de la mecánica cuántica, o un complicado asunto de los genes en la doble espiral de la cadena reproductora de la vida.

Empero, el lector corriente, ese que lee empujado por la propaganda sobre la novela de moda, o por el otorgamiento de un premio, o por la fama erigida meticulosamente por un autor o por sus áulicos de la publicidad, suele creer que el merecedor de un Premio Nobel de Literatura es el ápice del arte literario. Que la concesión del Premio conlleva de necesidad a esa presunción. Puede ser así, y suele. Pero no siempre. Cuando los conocedores hacen balance hallan que figuras máximas no lo tuvieron, cuando sí algunas de cuya primacía literaria es lícito dudar.

Por ejemplo, Sir Winston Churchill, que tuvo ese gaje literario. Nadie duda de las extensas cualidades del guerrero de mirada rampante, en verdad ganador él de la Segunda Guerra Mundial, con su tesón infinito. Pero su obra escrita más debiera llamarse crónica que literatura, como solemos entenderla a ésta. Quien quiera que sea imparcial sabe que ese Premio se otorgó por cualidades políticas, no literarias.

Ahora mismo, en Estocolmo, las cancillerías de todo país que tiene a una figura máxima en literatura, y que saben todo lo que le representa a su país un premio así, se encuentran moviendo tendenciosas y a veces melifluas campañas de prensa, campañas mañosas de la diplomacia, campañas políticas del más alto nivel. Así, en veces, el observador acucioso tiene razones suficientes para dudar de que el Premio Nobel de Literatura se otorgue “únicamente”, o se niegue, por méritos de las letras: medran en él demasiadas influencias positivas y negativas.

Por ejemplo, Rómulo Gallegos. Sin dudas, el venezolano merecía el galardón. Una obra extensa y meritoria respaldaba la nominación. Empero, la Cancillería de su país se excedió en lo de mover campañas de prensa e influencias de otra índole, y la Academia Sueca, mañosa como un montón de gatos y celosa en lo de admitir presiones no cautas, vetó al candidato a pesar de que su obra llenaba todo requisito. Y a pesar de que en esa ocasión el Premio le tocaba a Latinoamérica. Porque, según se presume, el Premio rota países como flecha de ruleta, pero no al azar sino con sistema. A algunos países les toca en forma unitaria. Digamos que a Francia, digamos que a Inglaterra. Pero a otros en bloque. Digamos que a Latinoamérica le dan a ella entera los mismos derechos que a una sola nación europea.

Otra cosa: es cierto que Jorge Luis Borges vivió sus últimos años en el deseo muy demostrado de que le fuera adjudicado el Premio Nobel de Literatura, él que había obtenido otros tan meritorios aunque no tan estruendosos. A ese deseo lo iteró en más de un reportaje en que la flecha de la pregunta era maligna y la diana de la respuesta puede ser calificada de ingenua. Tanto y tan claramente lo manifestó, que su porfía llegó a parecerle indecente a más de uno, que se encocoraba. Y tal vez ese más de uno tuvo razón, porque, según algunas éticas muy inextricables, unas cosas no son para manifestarse por el merecedor.

Pero es certísimo también que nadie –o muy pocos- ha sido tan merecedor de ese Premio como Borges. Iteramos: nadie, o muy, muy pocos. Es también cierto que si hay en este mundo de manejos oscuros alguna justicia literaria, vale decir que el que ese Premio no le haya sido concedido al cegato conspicuo, demerita al Nobel de Literatura y no al literato eximio que fue Jorge Luis Borges. Porque él fue uno de los escasos escritores que dignificaban a cualquier galardón, y no de los dignificados por los galardones, como suele ocurrir en demasiadas veces.

Y cabe sugerir: ¿por qué no conceder póstumamente ese Premio al argentino? No es desusado, no, ni inaudito. Ya se ha concedido póstumamente. Digámoslo con precisión: a uno de los Secretarios Perpetuos de la Academia Sueca, que también hacía gorgoritos de letras.

La Academia Sueca, que otorga esa presea del Premio, nunca, que lo sepa este comentador, ha manifestado las normas por las cuales se rigen. Se limita a determinar cada año el nombre del literato afortunado –y a menudo merecedor del Premio–. Y por esto todo lo dicho acá puede considerarse una ristra de chismes. Se limita a entronizar en la fama y el dinero a un escritor. Iba a escribir que lo “inmortalizaba”, pero la inmortalidad literaria no existe, como tampoco otra ninguna. Los ganadores de los Premios Nobel de Literatura son olvidados en unas escasas décadas, tanto como los otros millares de escritores a quienes no les sonó la flauta de oro. ¿Que no? ¿Quién recuerda ahora, y lee, a Selma Lagerlöf? ¿Y quién a Ivan Bunin? ¿Y quién a Juan Ramón Jiménez? ¿Y quién a Gabriela Mistral? Y eso que todos son Premios Nobel de este siglo XX. La discreción diplomática de la Academia Sueca no publica anales, digamos. Pero casos y cosas se filtran. Lenguas de algunos que se dicen merecedores aseguran que antes de notificar al mundo, cada año, al nuevo ganador, la Academia ha pedido al país del literato afortunado, la anuencia. Sin el fiat del gobierno respectivo, no hay Premio. Parece escandaloso, pero en ese caso no solamente no se premiaría a opositores de un gobierno, sino que se daría a los gobiernos –a todos– un poder desmesurado sobre los escribidores.

El Premio Nobel de Literatura sería entonces también un premio político.

En algunos casos lo ha sido. Y claramente. Y sonadamente. Cuando la Guerra Fría estaba en toda algidez, el Premio se dio a Boris Pasternak y también a Alexander Soljenitsyn. En este caso no hubo petitorias de permiso a Rusia, pero sí presiones del bloque norteamericano. Y si es claro que ambos merecieron el Premio (a Pasternak no se lo dejaron recibir los rusos) estuvo suficientemente claro que la intención del otorgamiento envolvía a la política mundial. A Rusia le escocieron esos premios porque ambos escritores eran disidentes.

Político parece haber sido el motivo para no haber premiado a Borges. Anduvo enredado con unos gobiernos y oponiéndose a otros. No tenía suave la lengua para decir verdades amargas, y sí cáustica a veces para hacerse con enemigos que ni lo merecían como tal. Y cuando se pidió el “hágase”, en la Argentina lo negaron. O eso dicen las lenguas ahorquilladas y bífidas.

En otras palabras: no basta ser el mejor literato del mundo, o uno de los mejores, para merecer el Nobel. Y si eso no es una injusticia, ¡Que me aspen! Se dice que en un año ya tan lejano como 1946 Colombia pudo tener a su primer Nobel de Literatura en el esmirriado y cabezón de Fernando González. Que fue postulado al honor por los grandísimos de las letras Jean Paul Sartre y Thorton Wilder. Pero Fernando, que usaba un áspero jetabulario no verecundo, y que no tuvo ni un solo amigo y sí todos sus contrarios en los gobiernos de Eduardo Santos y Alfonso López, y menos aún en la poderosísima Compañía de Jesús, tan jesuitica, no tuvo el visto bueno porque también dizque se opuso el arzobispo primado de la nación, si no estamos mal también de apellido González, por razones tan sabidas.  

Y a propósito: el único escritor que ha sido capaz de rechazar el Nobel cuando le fue otorgado fue Jean Paul Sartre, un galo muy bragado. Al parecer, antes de él, no se creía posible la enormidad de un hecho tal, y no se consultaba al favorecido que lo sabía como otro cualquiera por las noticias de la radio. Pero después de él sí que se consulta, y con mucha antelación, para que no haya escándalo bis.

Sartre, un escritor-filósofo rabiosamente libre e incapaz de aceptar seducciones, un independiente absoluto frente a los poderes que querían comprarlo, adujo que los Premios y las medallas son una mordaza con la cual se acaba el derecho a disentir. Cariciosa, pero mordaza. Que así los gobiernos y los poderes mundiales efectúan compras de conciencias de escritores y les silencian la voz. Cierto o no lo anterior, y quien esto escribe cree que es cierto, esa altivez de gonfalón que tuvo Sartre, que en más de una vez estuvo en desacuerdo con más de un gobierno, puso la nota insólita de los Premios Nobel de Literatura. Las razones suyas de saber el otorgamiento: 

“El escritor debe negarse a convertirse en institución, incluso si ello tiene lugar bajo las formas más honorables, como es el caso del Premio Nobel. En la situación actual, el Premio se presenta objetivamente como una distinción reservada para los escritores del Oeste, o para los disidentes del Este. No quiero decir que el Premio Nobel sea un Premio “burgués”, pero es lo que se hace de él. Ya sé que el Nobel en sí no es un Premio del Bloque Occidental. El único combate posible en coexistencia pacífica de las dos culturas, la del Este y la del Oeste. Sin embargo, (añadía como buen escritor de izquierda) espero por supuesto que gane el mejor, es decir el socialismo”.

Que las razones de su razón no eran deseos de figuración lo había probado desde antes, cuando rechazó a la Legión de Honor, una de las más ambicionadas distinciones por todo francés. ¡Loor a la osamenta de Jean Paul Sartre!

La sabiduría no es improvisación, sino acumulación. La Academia sabe que al ganador de un Nobel no se le puede improvisar, pero también que algunos tienen el mal gusto de morir antes de recibir notificación. Y es por eso, alega la lengua viboresca, que –por si las moscas– suele tenerse a candidatos sustitutos. Ese, se dice, fue el caso de García Márquez. Al parecer el candidato que primaba para esa vez, para este Tercer Mundo, era Alejo Carpentier. Se dijo que Fidel Castro había desarrollado por años una ingente campaña diplomática, secundado por otros países de política socialista. Pero que Alejo Carpentier murió 26 meses antes de su presunta exaltación, y el sustituto premiado fue el bigotudo de Aracataca, también apoyado por Castro. Y también, con mucho entusiasmo, por Belisario Betancur y por Colombia. Por Belisario, que es el más liberal de todos los conservadores del mundo.

Así, para el Premio, la suerte es también un factor. Suerte no han tenido demasiados escritores eximios. Tasando escrupulosamente se puede jurar que hay más escritores de primera línea sin nobelizar que nobelizados.

El Premio no lo tuvo Somerset Maugham, un inglés prolífico. No lo tuvo Erich Maria Remarque, un teutón romántico. No se lo dieron a Truman Capote, un megalómano gringo. Tampoco lo tuvo Joao Guimaraes Rosa, un escritor brasileño fuera de serie. No Jorge Amado lo ha tenido, brasileño igual. Ni se lo han dado a Augusto Roa Bastos, un paraguayo cuya novela “Yo el supremo” es, como dicen las señoras, “para invitados”, y por la cual merece dos nobeles. Ni a Mario Vargas Llosa, ese peruano polifacético, cacheteador. Todos lo merecieron o merecen sobradamente. 

(Nota del transcriptor Orcasas: 
El escritor Mario Vargas Llosa lo recibió después de la muerte del comentarista Mario Escobar Velásquez)

Tampoco se lo dieron a Graham Greene. Se rumora que porque en un fiestononón no saludó al Secretario Perpetuo de la Academia Sueca, que sí estaba siendo zalamereado por una innúmera cohorte de otros escritores. Que no lo saludó porque no lo vio, o porque no le dio la gana. O porque pensaba que si algo merecía el Premio era su obra y no la obsecuencia. Se dice por los bífidos que desde ese momento se supo que no irían a premiarlo. Cierto o no, cuando le tocó a Inglaterra le dieron el Premio a William Golden, uno cuya obra no tuvo indudablemente la talla de la de Greene. Golden murió hace unos días revestido del “Sir”. Pero, pese a ello, sus libros no convencen. Por lo menos a mí. ¡Loor a la osamenta de Graham Greene!

En conclusión: Después de una persona como Mario Escobar Velásquez aprender a escribir endemoniadamente bien, y de hacerlo profusamente, debe tener suerte, buenas relaciones con los gobiernos, y saludos afectuosos… O eso dicen. 

(Mario Escobar Velásquez)