domingo, 14 de mayo de 2017

204. Las cenizas de mamá

[Al empezar la década de los setenta yo trabajaba con don Gonzalo Toro Escobar y Compañía Ltda., y él era el representante en la ciudad de Medellín de la empresa Hornos y Equipos TKF de propiedad del inmigrante Tony Katalenic, un futbolista yugoeslavo que como jugador del equipo América de Cali había llegado a Colombia en los años sesenta, contratado junto con otros compatriotas suyos, y se quedaron a vivir acá. 

TKF tuvo la idea de fabricar hornos crematorios, y el primero que instalaron en el país fue en la ciudad de Bucaramanga, pero fracasaron porque culturalmente los santandereanos no le marcharon a la idea. El segundo, y luego el tercero, fueron instalados en el Cementerio Universal de la ciudad de Medellín; siendo el tercero consecuencia de la exitosa acogida obtenida con el segundo. A los paisas les encantó la idea. De todo esto fui testigo, y de la historia del suicida que no logró ser el primer incinerado de Medellín, y la de la señora que sí fue la primera en ser cremada pero sus cenizas desaparecieron, y de lo de las hieleras que cambiaron de oficio. Como trabajador de don Gonzalo, y él como representante del fabricante, tuvimos que vivir muy de cerca el proceso de los primeros días de esos hornos en nuestra ciudad. 

Esto que acabo de contar es una crónica, escrita de la manera como la escribe un cronista; y es también un testimonio, relatado de la manera como lo relata un testigo.

En el año 2005 yo asistía a talleres de escritura literaria, para aprender la manera de escribir literariamente; y escribí esta historia según las pautas y parámetros impartidos en esos talleres, cambiando algunas cosas y recreándolas de manera diferente a como sucedieron. La Literatura tiene licencias que no se le conceden a la Historia. El resultado viene a continuación]

LAS CENIZAS DE MAMÁ

Cada uno cuide de su entierro, que imposibles no hay”. 
       (Quincas Berrido Dagua –Jorge Amado).

EL FABRICANTE DE HORNOS

Era un niño de cinco años en 1940, cuando su padre lo envió a donde un lejano primo residente en España, para que lo criase. Presentía que a todos esperaba un futuro infeliz, y quería que escapase al cruel destino familiar que compartían las familias judías de la localidad centroeuropea. 

Creció amando a su familia de España como propia, pero no le fue ocultado que su padre y su madre murieron en la cámara de gas. España tampoco era un paraíso, y los estragos de la guerra civil española se respiraban en el ambiente cuando era un adolescente deseoso de buscar tierras más tranquilas. Se embarcó para América y llegó a Colombia en busca de un vecino que había hecho el tránsito antes que él. Se hizo ingeniero. Leyó con dolor todo lo que pudo acerca de la Segunda Guerra Mundial, y tuvo conciencia de la importancia de esta contienda para todo el mundo, y para él en particular. En eso pensaba cuando asistió a los oficios de celebración del día de difuntos con su mujer y sus dos hijos y vio que el cementerio, que estaba atestado de nichos, apenas podía contener algunos miles de cadáveres cuando los habitantes empezaban a contarse por millones. No podía apartar de la mente las cámaras de gas y el aparato consiguiente: la disposición de los cadáveres en lo que los nazis eufemísticamente llamaron “la solución final”. 

Los alemanes no sabían qué hacer con esos seis millones de muertos; y con tan pocos cementerios, tan pocas lápidas, tan pocos ataúdes. Idearon los hornos crematorios. Fue un invento práctico. Los cadáveres en putrefacción son contaminantes de la tierra, pero las cenizas se convierten en abono. 

Cuando al ingeniero le fallaron los negocios y buscaba qué hacer, se le ocurrió montar una fábrica de esos aparatos en Colombia, previendo que algún día los cementerios tendrían que ser insuficientes en todos lados. El primer pedido se lo hicieron de la ciudad de Bucaramanga porque en Cali no les sonó la idea, pero la funeraria adquiriente quebró por falta de clientes. (“Todo el mundo no piensa igual” –se le ocurrió–. “Me aterra la idea de que me entierren vivo como a tantos que he conocido, y me molestan las incomodidades de una `sacada de restos´ a los cuatro años de fallecida cualquier persona. Lo que a otros, tan apegados a tradiciones, no asusta. Es algo cultural”). 

Creyó que se tendría que limitar a la fabricación de incineratorios de material hospitalario, cuando recibió un nuevo pedido. El siguiente fue para la ciudad de Medellín. Ambiciosa, la empresa de funerales paisa no paró mientes en el fracaso del primero. 

EL FRUSTRADO PRIMER USUARIO

El vecino del Cementerio Municipal, de paso para su casa, tomaba seis o siete aguardientes en la cantina del frente por las tardes, la que ostenta el lúgubre aviso de “La última lágrima”. De allí veía esa obra extraña que progresaba a su vista y dio en averiguar con los albañiles de qué se trataba. “Eso qué es. El sistema en qué consiste. Cómo funciona. Cuándo estará listo”, los interrogaba.

Ya instalamos resistencias eléctricas, ya están los revestimientos. Mañana viernes ensayaremos con el cadáver de un perro y los ingenieros entregarán la obra al contratista. A partir del domingo se podrán recibir cadáveres de personas.

La noticia los dejó aturdidos:

¿Huy, hermano, sí sabe que el señor ese que preguntaba, se disparó en la sien y dejó una carta pidiendo que él fuera el primer incinerado de la ciudad?

¿Y lo será?

No es posible porque se necesita un permiso de la Curia Arzobispal, y no lo han dado. Y porque sólo se pueden cremar fallecidos de muerte natural.

Ese hombre lleva la mala suerte pegada al cuerpo.

EL FABRICANTE DE HIELERAS Y SU PRIMO

Quico gana unos pesos cuando puede. Algunas veces obtiene algo a cambio de cartones, frascos y materiales de reciclaje. Otras veces, le permiten lijar, por pocos pesos, unas tablillas de madera que se pulen, pintan con pintura color caoba, rocían con laca, unen alrededor de un tarro de aluminio cubierto por una lámina de material aislante y cubren con tapa de lujo.

¿Qué es esto, para qué sirve?

Son hieleras. Se pone una botella de licor en su interior y se recubre con hielo. La hielera no deja escapar el frío y lo conserva por un tiempo. Cada hielera se acompaña con una de esas pinzas metálicas que están allá y sirven para poner cubos de hielo en los vasos.

Esos usos los entenderán los que toman champaña enfriada en la mesa o whiskey en las rocas, pero uno que a duras penas pasa el aguardiente con un sorbo de agua del grifo queda como en las mismas ante ese aparato. Apuesto a que más de la mitad de este pueblo no sabe para que sirve el tarro ese.

Vas a decirme que nunca has visto una hielera.

En películas, sí. Pero en mi casa no sabría qué hacer con una. Alguna que hubo terminó sus días como guardadero de botones, agujas y alfileres en el costurero de mamá.

Parece un contrasentido, pero Quico es el hombre más ilustrado de la familia. Lo fue desde los primeros tiempos cuando llegaba de la escuela con medallas y citaciones para izar bandera. Fue el encargado del discurso en el acto de graduación de bachilleres e inició, becado, la carrera de Licenciatura en Idiomas y Literatura.

Te vas a tirar en la carrera –le dijeron sus compañeros de estudio cuando descubrieron que los episodios de fumada de marihuana rebasaban las fiestas de fin de semana y se extendían al campus universitario entre clases.

No crean. Este vicio yo lo manejo. Soy capaz de dejarlo cuando quiera.

No le creyeron. Solamente había uno en el grupo que era capaz de creerle y le creyó: él mismo. Pero se equivocó. No fue capaz de dejarlo y se tiró en la carrera. Escribía de un modo agradable para ayudar a los amigos con las tareas a cambio de un pucho de marihuana, un asiento de licor en la botella, un bocado de comida, preferidos en ese orden. Los periódicos y revistas le publicaron tal cual contribución graciosa llegada a la sección de cartas a la redacción. Mantenía varios cuadernos con apuntes de frases ingeniosas y versos iluminados, para emplear en alguna ocasión. No era más. Leía. De un modo incansable mantenía en su pieza, junto con una botella de aguardiente a medio consumir y un pucho de marihuana para cuando le acometiera la necesidad, varias revistas y uno o dos libros a medio leer. Leía más que los demás miembros de la familia juntos y sabía de literatura más que todos ellos. Era un buen conversador, que no podía ser disfrutado por ninguno de sus parientes porque habían tomado la costumbre de mirarlo con desprecio y de hacer caso omiso de su existencia. Pero sí podía lucirse en reuniones de amigos que apreciaban la finura de sus apuntes, la profundidad de sus conocimientos y la gracia que tenía para exponerlos. Sólo uno en su familia lo disfrutaba a plenitud y no se cansaba de oírlo: su primo Pacho.

Nada de raro tiene. Pacho es tan vicioso como él. Francisco es un nombre que trae mala suerte.

Tanto así, no. Pacho fumó marihuana una sola vez en su vida, y no le gustó. Se cerró a la posibilidad de cualquier vicio, llámese pastillas, crack, perico, bazuco, o cualquier otro. Se cerró a todas esas posibilidades menos a dos: el cigarrillo y el aguardiente.

Es que esos vicios están permitidos por el Estado y, es más, contribuyen con sus impuestos a la paga de los maestros y la educación de la niñez.

Como enfrascados en un duelo de pulso en una mesa, solían reunirse frente a la botella de aguardiente y sentir el placer de destaparla señalando con una tiza de sastre el nivel después de cada ronda; con un paquete de cigarrillos como padrino, el uno; con un pucho de marihuana, el otro. Conversaban a los gritos tratando de acallar el bullicio del traganíquel que sonaba a todo volumen. Si el dinero alcanzaba, conseguían comprar otra botella y llevarla hasta la mitad, o un poco menos, la voz enronquecida de tratar de dilucidar si es mejor equipo de fútbol el Nacional del alma o el poderoso DIM.

¿Hasta qué horas estuvimos juntos anoche?  Yo no recuerdo.

No sé, Primo. Hasta la mitad de la segunda botella llegan las marcas. Yo apuré el resto.

MAMÁ SE HA IDO

Quico llegó a su casa a medianoche y no encontró a nadie. Se encerró en su cuarto y quedó en sueño profundo. Hacia las once del día siguiente despertó y dio un par de chupadas al puchito que tenía para prevenir los malestares del guayabo. Tomó un libro para avanzar en la lectura y sintió que golpeaban la puerta con temor de despertarlo, por si durmiese (“No lo despierte que de pronto se aparece borracho y es el horror. Cerciórese de que esté sobrio, para decirle...”). Entonces se enteró por la mujer del aseo de que la familia estaba en el hospital acompañando a la madre que había sufrido un infarto y se encontraba en estado de coma. No acababa de asimilar esa noticia cuando sonó el teléfono y le informaron de “la muerte de mamá”, pidiéndole que se vistiera “con algo decente”. Sabiendo que no tendría nada que hacer, aparte de continuar la lectura, puesto que sus otros hermanos se harían cargo de la situación, y previéndose deambular como un zombie estorbando el paso de los otros, resolvió sacar el juego portátil de ajedrez del estuche y empacar en él, como si fuera un misal forrado en cuero y cremallera, el libro de cuentos brasileños que lo tenía entretenido y la extraña historia de Jorge Amado sobre un muerto que es sacado del ataúd para seguir bebiendo con sus amigos callejeros. Poco consciente Quico de que mamá era el último reducto que lo mantenía unido a esa familia que no esperaba otra señal para lanzarlo a la calle, y más bien resentido por la continua cantaleta, por haberle reducido cada vez más las mesadas y ser capaces, inclusive, de hacerlo detener por la pérdida de una grabadora hasta sacarle información sobre la prendería en donde la tenía “guardada” en garantía, se encontró con que no sentía dolor ni nada, sino una especie de estupefacción.

Llegó a la sala de transición del Hospital y recibió dos o tres fríos abrazos de condolencia de parte de hermanos que, un segundo después, se abrazaban entre sí y prorrumpían a llorar en lágrima viva la pérdida de la madre. Encontró, sentado en una esquina, a su primo del alma quien, conforme a la costumbre establecida entre ellos, se limitó a saludarlo arqueando una ceja y haciéndole espacio para compartir, apretujados, la misma silla. Su primo, tratando de hablar entre susurros, pero con tono audible por la costumbre de alzar la voz, le informó que “mi tía dejó instrucciones de que no la enterraran, sino que quería ser incinerada. Están averiguando por la disponibilidad del horno de cremación”. Este método, desconocido hasta ahora, acaba de ser inaugurado en la ciudad. 

HIELERA FRÍA PARA SUS CENIZAS CALIENTES

Cuando inauguraron el horno crematorio, descubrieron que no tenían cenizarios, entonces compraron a la fábrica de artesanías, la misma en donde Quico hace sus trabajos ocasionales, algunos de esos estuches de madera mientras diseñan y fabrican las urnas apropiadas que, por el momento, son aún más extrañas a los ojos de la gente que las mismas hieleras. El cortejo fúnebre se dirigió a los hornos cargando el ataúd y expresaron al encargado su pedido:

Queremos que incineren a mamá y aquí está el permiso. Esperaremos sus cenizas.

Con todo gusto, pero es un procedimiento que tarda entre cuatro y seis horas, según el caso. Sugerimos que las reclamen esta tarde después de las seis.

¿Y esperar todo ese tiempo?

O dejar un encargado de reclamarlas.

Yo me quedo –propuso Quico.

Yo lo acompaño –dijo su primo Pacho.

Los demás aceptaron, aliviados, el endoso de la carga. Los primos se instalaron en una mesa de “La última lágrima”.

Dos aguardientes, por favor.

Otros dos, o mejor, tráiganos una botella.

La botella llegaba a su fin cuando, desde la acera del frente, les hicieron señal de que podían pasar. Reclamaron la urna (¿o la hielera? ¿o el alfiletero?) y regresaron para acabar de consumir la botella. Abordaron un taxi. 

Pare aquí, por favor. La noche es joven. ¿Compramos otra?  ¿Tomamos dos tragos, para no sentirnos pasmados?

Listo, primo. ¿Tomamos otros dos?

Estuvieron en varios sitios. La noche avanzó. Al abordar otro taxi, horas después, trató de farfullar algo que su primo no entendió, ni él mismo reconocía en las pastosas palabras que escurrían salivosas de su lengua pesada, tratando de articular un pensamiento lento que salía desde las profundidades del cerebro:

–  ¡Huuuuuy, hermaaaanooo, creoooooo que perdiiiiií el librooooo!

Ni uno ni otro eran conscientes de haber olvidado su memoria “sabe Dios dónde”, cuando al llegar a casa de madrugada encontraron a la familia reunida y escucharon, como un eco entre chillidos, esa extraña pregunta:

Los hemos buscado por todas partes, ¿Dónde estaban? ¿¡Dónde dejaron las cenizas de mamá!?

¿Las cenizas? ¡Mierda! ¡LAS CENIZAS!

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)

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