domingo, 8 de abril de 2018

246. Yeico, el perro que murió dos veces

PREÁMBULO

Mediaba el mes de diciembre del año 2008 cuando me pareció que era de elemental cortesía buscar al profesor Jairo Morales Henao en su oficina del mezzanine del segundo piso, al fondo de la Torre de la Memoria de la Biblioteca Pública Piloto. La Sala Antioquia era su sacro refugio donde se aislaba a concentrarse en sus tareas, dando instrucciones de no ser molestado; o donde accedía en el momento oportuno a recibir a los visitantes. 

Lo busqué por dos razones: La primera, para desearle una feliz navidad y darle las gracias por el año que terminaba como coordinador al frente del Taller de Escritura Literaria en el que había sido antecedido por el escritor Manuel Mejía Vallejo. El espíritu de don Manuel pareciera vagar aún por esos corredores que yo acababa de trasponer, y sus pasos parecieran traquear como traquearon los míos al subir por la escalera de madera. Era el cuarto año transcurrido por mí en ese taller, y eso me lleva a la segunda razón:

Anunciar al profesor Morales que para el año siguiente yo no estaría más en su taller. Me preguntó mis razones y le dije que yo no quería ser un eterno tallerista, y que consideraba que había llegado el momento de pasar a otra cosa. “Tengo claro que yo no voy a ser un nuevo García Márquez, ni me voy a convertir en un segundo William Faulkner. Lo que quería aprender, ya lo aprendí”. Él se sonrió, y aceptó mi decisión sin tratar de disuadirme. Estaba de acuerdo conmigo.

García Márquez me apabulla. Frecuentemente me encuentro queriendo contar algún suceder de mi vida, o algo que llega a mi conocimiento, y resulta que él ya lo ha contado y lo ha hecho de una manera mucho mejor que la mía. Eso desanima cualquier pretensión. Sucedió en Cien Años de Soledad con José Arcadio Buendía y su masculinidad inverosímil. Era igual a la del Manecoco en el café La Serranía que conocí en los días de mi niñez, pero yo no hubiera podido contarlo mejor. Y sucedió en Vivir para Contarla con la vez en que Gabo tuvo que volarse desnudo por el solar de la casa de una amante ante la intempestiva llegada del marido. A mí me había pasado por los días en que estrenaba mi cédula de ciudadanía en una casa de citas detrás del Cementerio de San Pedro. Tal cual. Tuve que cargar la ropa en brazos para vestirme en un callejón resguardado de la vista de los difuntos por una pared de aspecto tenebroso a esas horas de la madrugada.

En fin. Ha vuelto a sucederme. O algo así. En Doce Cuentos Peregrinos el sexto se titula “Espantos de Agosto”. Claro que en el caso de ese cuento –que él cuenta como si fuera una anécdota… y tal vez lo fuera–, García Márquez habla de un hombre que murió destrozado por sus perros y cuyo espíritu aún vaga por los corredores de su castillo. Y lo que yo cuento no me sucedió a mí sino a otra persona, pero como me lo contaron se los voy a contar. Lo haré, pero no ahora sino otro día cuando tenga la historia completa.

Sólo les adelanto que hace un par de días estuve hablando con un amigo al que se le atravesó en el camino un hombre de sombrero que podría decirse que era tuerto, manco, y cojo, a quien pidió que le tomara unas fotografías frente al Castillo de San Felipe en Cartagena. Él me asegura que ese no era un hombre sino un espíritu, el espíritu de don Blas de Lezo que quería ayudarlo en la reivindicación de su memoria. No vamos a cuestionar la existencia de los espíritus, porque aquí se trata de una vivencia contada por el hombre que la vivió. Dudar de su palabra sería una grosería que yo no voy a cometer por la sencilla razón de que yo ¡Creo en espíritus! Que los hay, los hay, y yo creo en ellos.

Claro que cuando hablamos de espíritus nos estamos refiriendo a almas de cristianos en pena que por alguna razón aún vagan en una segunda dimensión por el mundo de los vivos, amargándoles el sueño, porque ¿A quién se le ocurriría creer en espíritus de animales?

Conocí a una familia campesina del Bajo Cauca que sí cree en ellos, y como me lo contaron se los cuento.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)


YEICO, EL PERRO QUE MURIÓ DOS VECES
Orlando Ramírez-Casas (Orcasas)
Medellín, mayo 29 de 2016

Cayó la noche sobre el kiosko montado en parales de madera y con techo de paja, a orillas de la pavimentada carretera por donde algunos vehículos transitan veloces de uno a otro lado. Los mosquitos se levantaron en nubes haciendo su agosto, y los visitantes recostados en hamacas esperábamos el vehículo que habría de recogernos para llevarnos a la cabecera municipal, a una hora de camino desde el lugar. 

Los campesinos habitantes de la casa contaban historias, y cada quien ponía sobre la mesa su posición. “Lo que soy yo”, dijo alguno de nosotros, “soy un escéptico. No creo ni en lo que me como. Yo no creo en espantos”. Alguien alzó la voz para decir “Pues, yo sí creo. Yo creo que fuera del cuerpo las personas tienen su espíritu, y que ese espíritu queda rondando cuando se muere el cuerpo”. Un muchacho veinteañero, trabajador de la finca, aventuró su opinión: “Pues, a mi modo de ver, yo creo que hasta los animales tienen espíritu, y pongan atención a lo que les voy a contar”.

La parcela, situada en los adentros de la vereda Cacerí a orillas de la quebrada Vijagual, se sorprendió de ver al hombre apodado Patabrava abandonar la choza con techo de paja de palma, y abordar el bus de transporte colectivo que viniendo del municipio minero de El Bagre se dirigía a la lejana cabecera del puerto fluvial de Caucasia, por la entonces destapada carretera que tardarían unos años en pavimentar. En sus cincuenta y tantos años de vida sus pies descalzos no habían pisado jamás una ciudad, y su sobrina quería llevarlo a Barranquilla para que conociera a su nueva familia y, de paso, hacerle examinar los ojos que decían ya no ver tanto como veían años atrás. 

A Caucasia ya la conocía de antes, pero ni qué decir lo que se sorprendió al bajarse del bus después de viajar durante la noche, y ver ante sus ojos la gran ciudad que su sobrina cuidó de mostrarle en todos los detalles que sus medios económicos le permitían. Durante el viaje se despojó de sus maltratadores zapatos, pero volvió a calzarlos al llegar a la estación terminal. Ese sábado la mujer lo llevó donde el optómetra para el examen, y a mediados de semana estaría midiéndose los lentes y tratando de acostumbrarse a ellos para poder ver más de lo que se ve a simple vista. 

La fila para entrar a ver la película en el cine despertó su curiosidad, y la sobrina lo invitó a entrar a la sala. No alcanzaba a leer los letreros subtitulados que corrían a velocidad por el telón con el nombre del personaje escrito: “Jacob”, y sólo alcanzaba entre gallos y medianoche de un raro idioma a escuchar que a voces lo llamaban “Yeico”. Le pareció un nombre sonoro, y llamó su atención el perro pastor siberiano de ojos grises que acompañaba al personaje por todos lados.

El nombre de Yeico le sonaba en la cabeza con persistencia, y la tarde en que sus hijos encontraron a un maltrecho perro chandoso de carretera, triste y desconfiado, que se veía maltratado por sus anteriores dueños, no vaciló en autorizar su adopción ni en aplicarle el soñado nombre de Yeico. Por su tamaño de perro criollo mestizado infinidad de veces, por su pelambre amarilloso de blanco deslucido y su mirada triste, por las plaquetas alopécicas de pelo abatido por la sarna, por su suciedad acumulada, nada que ver con el pastor siberiano de la película. 

Poco a poco la familia se fue ganando el cariño y la confianza del animal, y los constantes baños en el río, la buena alimentación, los buenos cuidados, fueron transformando al animalucho en un lucido perro doméstico que jugueteaba con todos y mostraba hacia el patriarca de la familia una especie de veneración y reconocimiento como macho alfa de la manada.

La situación de violencia rural se fue volviendo complicada cada vez más, y cada vez más se sabía de guerrilleros merodeando la región y matando a todo el que sospecharan de ser colaborador con el Ejército. La política del hombre era ser atento con todo el que llegara, y colaborarle con lo que fuera menester, “porque yo no le niego un bocado de comida a nadie, y menos si son de los que hablan duro y miran feo porque llevan sus armas a la mano”. Parecería ser una política sensata, y tal vez lo fuera, pero era una política que lo convertía en enemigo tanto de los unos como de los otros, y lo señalaba de ser colaborador de uno y otro lado. De cualquier lado podrían llegarle las represalias, y una noche llegaron. 

Iba empezando la madrugada cuando Yeico se puso inquieto y empezó a corretear de un punto a otro, ladrando endemoniado. El hombre y la mujer levantaron a sus dos hijos adolescentes (los mayores ya habían formado rancho aparte) y se fueron por una trocha llevándose únicamente lo que tenían puesto, hasta alcanzar a varias leguas de camino la casa de uno de sus hijos mayores. 

Los vecinos que se acercaron al otro día, cuando los guerrilleros habían seguido su camino, no encontraron rastros de Patabrava y su mujer, pero reconocieron el perro descuartizado a machetazos que estaba regado en el patio, y la cabeza puesta sobre el saladero del ganado. La sangre derramada mostraba la violencia de la muerte del perro que con sus ladridos salvó la vida de los amos sacrificando su propia vida.

Yo fui el menor de ocho hijos”, me dijo el hijo menor de Patabrava, “y nací cuando el hermano que me sigue tenía veinte. Ni mi madre ni mi padre me esperaban”. 

Cuenta el muchacho que, aunque a él no le tocó vivir la violencia, sus padres y hermanos solían hablar de aquellos tenebrosos días en que tuvieron que huir y enterarse de la triste muerte de Yeico, “al que lloraron desconsolados porque era un miembro más de la familia”. Eran conscientes de que debían su vida al valor demostrado por el animal frente a los intrusos, y que si no fuera porque el perro los alertó otra habría sido su suerte. “Yeico murió, pero nos salvó la vida”, dijeron los viejos. 

Una tarde, al caer la noche, la familia levantó las miradas en alerta por causa de una visión increíble: Por el camino, a lo lejos, se veía venir un perro. Nadie dudó. Todos, a una exclamaron: “¡Allá viene Yeico!”. 

El perro traía un paso trotón y una mirada brillante, la piel lustrosa parecía que jamás hubiera tenido una brizna de polvo ni que jamás las garrapatas le hubieran hecho mella. Voleaba la cola y lamía las manos de los presentes, reconociéndolos, como si solamente hubiera estado de paseo. No lo podían creer. Dos meses después de su llorada muerte, el perro aparecía vivito y coleando, como se dice, “y reluciente”, como no dudaron en calificarlo. 

Así estuvo con nosotros otros dos días, dijeron mis hermanos”, según cuenta el muchacho, “y en la noche, cuando mis padres y mis hermanos estaban reunidos después de comida, el perro se echó en el centro de la familia y se durmió para siempre. Lo supieron porque su cuerpo dio una sacudida antes de ponerse rígido”. Yeico acababa de morir por segunda vez.

El muchacho me dejó anonadado con esa historia. 

¿Crees que el perro que mataron los guerrilleros no era Yeico, sino otro perro; o crees que el perro que apareció después era algún otro?” pregunté, queriendo forzarlo a alguna conclusión. 

Yo no sé, patrón, como me lo contaron mis hermanos se lo cuento. Yo lo que creo es que los perros también tienen su espíritu, y que Yeico buscó una segunda oportunidad para morir dignamente. Eso es lo que creo”. 

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)