domingo, 31 de diciembre de 2017

237. El sastre de Obdulio y Julián

–MÚSICA CELESTIAL, PARA LOS OÍDOS 
DE ORCASAS–

Celebrando la navidad en la musiteca de Raúl Burgos por los lados de la iglesia de La Consolata, sin licor “porque la prostatocirujana me lo prohibe”; vino a mi encuentro el amigo melómano Joaquín Eduardo Álvarez, que resolvió que “Yo tampoco voy a tomar, porque si vos no me acompañás no me animo a tomar solo”. 

Tangueros los dos, nos resignamos a una noche de música parrandera “porque es la única que los clientes habituales permiten poner en diciembre”, dijo el barman Raúl; a lo que Joaquín comentó que “maluco también es bueno; y, cuando no toca tango, toca bambuco”. 

Fue el momento en que los contertulios se deshicieron en elogios hacia la música colombiana “que quedó arrinconada en los establecimientos públicos”, y entonces afloraron los recuerdos que recogí en el libro “Buenos Aires, portón de Medellín”:

“La primera canción que yo escuché, digamos que de recién nacido, pero posiblemente desde antes de nacer, fueron las Brisas del Pamplonita del maestro Elías M. Soto. Jesús Amador “El Mono” Rivillas Muñoz, esposo de mi tía Gabriela Casas, es músico; y cuando estaba de novio le entonaba serenatas que comenzaban con esa canción. Yo dormía en el rincón de la cama de ella, junto a la ventana que da a la calle, y recibía la serenata junto con la agasajada novia”.

Cercanos a la celebración de su septuagésimo aniversario de matrimonio, y preparándose para cumplir el centenario de vida con dos meses de diferencia el próximo año, mis tíos conservan la lucidez y siguen en pie. A las serenatas del Mono Rivillas debo mi gusto por la música colombiana; y a sus ejecuciones de la lira, bandola, o vihuela, instrumento que sigue tocando semanalmente con un grupo de amigos que se reúnen para ensayar los números que van a presentar en la próxima reunión familiar.

–MÚSICA CELESTIAL, PARA LOS OÍDOS 
DE JOAQUÍN EDUARDO–

A medida que los hijos se fueron casando uno a uno y, al decir de la abuela viuda, “formaron rancho aparte”, ella se fue quedando sola. Sola sí, o casi sola, pero satisfecha de verlos realizar sus vidas y tomar su propio vuelo. Amén de que empezaron a llegar los nietos que colmaban de alegría la casa en los días de navidad porque la suya, como casa de abuelos que se respete, les daba cabida a todos. No vivía totalmente sola, porque tenía ayuda. Una hija que nunca se casó “porque no puedo dejar sola a mi mamá”, hija que celebró las bodas de oro de su partida bautismal porque no quería bullas ni fiestas sociales en ese día, y prefirió mandar a celebrar una misa de seis de la mañana en la iglesia de La América, a la que asistió acompañada de su madre. 

Esta hija cuidaba de la abuela; y otra hija ya cuarentona, de la que decían a sus espaldas que “se quedó para vestir santos”, madrugaba todos los días a su trabajo en la fábrica de confecciones de camisas para caballero, y volvía por las tardes sola, “porque es mejor andar sola que mal acompañada”, según decía, y porque “es mejor vestir santos que desvestir borrachos”. Era su modo de decir que las uvas estaban verdes. Ella era la proveedora de la casa, y los días de pago se iba al mercado y llegaba con bolsas y bolsas de provisiones para que en casa de la abuela no faltara nada.

La abuela, de la que con ojos humedecidos por el recuerdo dice su nieto que “era la mujer más maravillosa del mundo”, se hizo cargo de este chiquillo de siete años venido al mundo a mediados del año 1944 en el municipio de Gómez Plata, pues no fue admitido para estudiar en la escuela del pueblo por no tener la edad requerida. Su madre no quería dejarlo por ahí vagando en los alrededores de los cafetines del parque, y su padre le había dicho a la madre que hiciera lo que a ella le pareciera mejor para el chico. La abuela de la ciudad se hizo cargo, y lo matriculó en la escuela Cristóbal Colón del barrio La América de Medellín. 

Los años en casa de la abuela y de mis tías fueron años felices”, recuerda el septuagenario hombre que ahora los rememora.

Pablo “Lindo” era sastre, pero no un sastre cualquiera sino uno de los mejores. Obtuvo el apodo porque su cara picada de viruelas y llena de tolondrones era de una fealdad antológica. Quizás para encarar esta falta de gracia facial se propuso vestir bien, como un dandy, pero ese era un gusto que no cualquiera se podía permitir; y menos un hombre que aspiraba a estrenar vestido cada semana y a lucir impecable. Aprendió, entonces, a confeccionarse sus propios vestidos de chaleco y saco cruzado; a lustrar sus zapatos con brillo esplendoroso; a limpiar en seco, con varsol, su docena de sombreros Stetson, y a aplancharlos al vapor con paños húmedos y plancha caliente. Pero no aprendió a hacer camisas de cuello duro y puños de mancornas, como las que le gustaban, y entonces acudió a la fábrica de Camisas Primavera para comprarlas, donde resultó que la mujer que lo atendía era su vecina de los lados del café El Segundo Danubio. Se hicieron amigos y, poco después, se hicieron novios. 

La mujer se veía feliz con el pretendiente que le resultó al cabo de las quinientas, pero para la abuela fue una catástrofe. “Usted verá si se labra su propia desgracia, mija, pero ese borrachín que no sale del bar Segundo Danubio no le va a traer sino disgustos. De lindo ese hombre no tiene sino el apodo”, dijo la abuela con cara agria. No le faltaban razones a la abuela para imaginar tal situación; pues, después de dos o tres meses de sobriedad, Pablo Lindo se dejaba venir abruptamente con doce o quince días de embriaguez continua. La mujer le perdonaba tal cosa al único hombre que la había hecho sentir como una reina, y le perdonaba el hecho de que a meses de sobriedad malhumorada le siguieran semanas de serenata tras serenata.

Pablo Lindo se hizo amigo de Julián Restrepo, un cliente frecuente que tenía en él su sastre preferido. A la sastrería cercana del Segundo Danubio llegaban Julián y su compañero de música, guitarra y tiple en bandolera, a medirse vestidos y a escoger paños; y a rematar las sesiones de prueba rasgueando tiples y entonando bambucos. En esas sesiones era cuando Pablo Lindo resolvía acabar con la abstinencia, y de esas sesiones salió el acuerdo de “Ustedes me pagán los vestidos con serenatas, y yo les pago las serenatas con vestidos”. Fue un arreglo a satisfacción de ambas partes, muy a propósito por los días en que Pablo Lindo había resuelto dejar la soltería.

Joaquincito llegó del pueblo, y la abuela lo acomodó a dormir en la primera habitación, la que da a la calle, mientras puso a las dos mujeres a dormir juntas en el cuarto siguiente, y ella conservó para sí la pieza del lado del comedor.

Eso fue lo mejor que pudo pasarme”, dice Joaquín, “porque gracias a Pablo Lindo conocí el bambuco”. No fue para menos, puesto que las serenatas del dueto de Obdulio y Julián en las madrugadas al pie de la ventana se volvieron frecuentes. “¡Tía, tía, despierte que le trajeron serenata!”, fue un reclamo habitual, y habitual se volvió recoger la tarjeta tirada bajo la puerta con la lista de los bambucos interpretados en otra madrugada musical de las muchas que la vida habría de regalarle a Joaquincito por cuenta de una tía que al fin se casó “con un hombre que era feo, pero elegante, y que era una caja de música cuando no estaba sobrio”, el hombre que la conquistó a punta de serenatas. Los bambucos de Obdulio Sánchez y Julián Restrepo marcaron el encuentro de Joaquín Álvarez con el bambuco.

Y, ¿Recuerdas, Joaquín, cuáles eran esas canciones de serenata que cantaban Obdulio y Julián en la ventana de tu tía?”, le pregunté.

Eran muchas, muchas”, me respondió. “Como decir, por ejemplo…”:

Amor inútil (bambuco)

Anhelo infinito (pasillo)

Anhelos (pasillo)

Beso robado (bambuco)

Como si fuera un niño (bambuco)

Corazones sin rumbo (pasillo)

Dolor sin nombre (bambuco)

Pobrecita mía (bambuco)

Qué puedo hacer (bambuco)

Ruego (bambuco)

Tu piel morena (bambuco)

El repertorio es amplio: 

“Cuatro preguntas, Antioqueñita, Primavera en Medellín, En el fondo de tus ojos, Tu recuerdo, Al caer de la tarde, En el alma de una flor, Adoro niña tus ojos, El trapiche, Serenata del campo…”. 

Es amplio.

“Desde entonces colecciono sus discos, hombre Orcasas, y los oigo cuando me acomete la nostalgia. Te invito a oírlos cuando la prostatocirujana haya salido de tu vida”.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)



domingo, 24 de diciembre de 2017

236. Sayonara, puesto que así ha de ser -Ann Morrow Lindbergh-

Ann Morrow Lindbergh (1906-2001) fue una escritora y aviadora norteamericana que contrajo matrimonio con el aviador Charles Lindbergh, pionero de los vuelos trasatlánticos. Con él tuvo seis hijos, de los cuales Charles Augustus de 20 meses fue secuestrado y asesinado en una sonada tragedia que dio lugar a la expresión “Más perdido que el hijo de Lindbergh”, que aplica a algo que no tiene posibilidades de encontrarse. Fue común en las décadas de los años cuarenta y cincuenta, cuando entre nosotros no se acostumbraba poner nombres de seres humanos a las mascotas, bautizar a muchos perros con el nombre de “Límber”, sin que sus dueños supieran por qué o por quién los llamaban así.

Fallecida a los 94 años de edad, en los últimos años la viuda de Charles Lindbergh se distinguió por su temperamento flemático o estoico, aparentemente inconmovible. No solo la tragedia del secuestro y muerte de su hijito y otras visicitudes templaron su carácter de tal manera, sino el tardío descubrimiento –después de la muerte de su esposo– de que éste había tenido tres hijos con una amante que mantuvo en secreto durante 17 años, uno con una hermana de esta, y otro con una secretaria. Cinco hijos por fuera del matrimonio y tres traiciones no son pocos para ser sacados de la nada cuando ya no había a quien hacerle el reclamo, y llevaron a la escritora a exclamar que: 

“Creo que una mujer no se resiente tanto de entregarse por completo, sino de descubrir que se ha entregado en vano”.
(Anne Morrow Lindbergh).


Alguna vez a comienzos de la década de los cincuenta leí en un número antiguo de la revista Selecciones del Readers Digest un corto escrito de esta escritora que llamó poderosamente mi atención, y quiero ahora compartirlo con los lectores. Es un texto que hace parte de su libro “De norte a oriente” (North to the Orient):


Selecciones del Readers Digest en español
febrero de 1948
Anne Morrow Lindbergh
North to the Orient
(Harcourt, Brace)

SAYONARA

De todas las despedidas que conozco, la más bella es el sayonara japonés (“Puesto que así ha de ser...”). A diferencia del auf wiedersehen alemán y del au revoir francés, no acude a ninguna esperanza aleatoria (“hasta que volvamos a vernos”), ni a ningún sedante para posponer la pena de la separación. No evade el hecho principal, como el farewell inglés, que es la despedida del padre (“ve al mundo y pórtate bien, hijo mío”). Encierra estímulo y advertencia, pero pasa por sobre la significación del momento: no dice nada de la partida. El good bye inglés y el adiós español, dicen demasiado; tratan de tender un puente sobre la ausencia, casi de negarla. Adiós es una oración: “¡No debías marcharte! ¡No puedo soportar tu separación!  Pero no irás solo ni sin vigilancia. Dios estará contigo”  Pero sayonara no dice ni mucho ni poco; es una simple aceptación del hecho (“Puesto que así ha de ser...”). Dentro de sus límites está toda la comprensión de la vida: detrás de ella, latente y refrenada, toda la emoción. Es la despedida silenciosa, la presión de una mano... sayonara.

Ann Morrow Lindbergh

Medio siglo después, este texto aún me conmueve.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)



domingo, 17 de diciembre de 2017

235. Regalo de los Reyes Magos, cuento para los días de navidad

Al iniciarse la navidad del año 2017, este blog está próximo a completar cuatro años de haberse iniciado. Por estos días se ajustan las 100.000 visitas en 1430 días, de lectores que han puesto sus ojos sobre los cerca de 235 artículos montados en él. Aunque ha tenido altibajos en el número de visitantes, calculo que para el momento hay unos 210 lectores fieles que después del domingo ingresan cada semana para ver qué hay de nuevo, aparte los lectores ocasionales que lo visitan por algún tema de su interés encontrado en el buscador. El primer artículo es un índice de los títulos de su contenido, que mantengo actualizado para los nuevos lectores.  

He estado pensando qué regalar a los lectores como presente navideño, y me encuentro con un cuento del norteamericano William Sidney Porter (1862-1910) que me sedujo en la década de los años cincuenta, cuando yo era un niño que me iniciaba en el hábito de la lectura. Este escritor no es reconocido por su nombre, pero es famoso por el seudónimo que adoptó gracias a un gato que le hacía travesuras haciéndolo exclamar a cada nada: ¡Oh, Henry! ¡Oh, Henry! El seudónimo de O´Henry se le pegó desde entonces como una marca indeleble. 

O´Henry, que aparte del inglés nativo dominaba el idioma español, se fue a vivir a Honduras por culpa de un desfalco laboral o malversación de fondos, y con el tiempo fue a parar a la cárcel en Nueva York por culpa de ese desfalco. Allí escribió gran parte de su obra. Pero no fue la cárcel lo que lo mató sino la afición al licor, que le produjo la cirrosis hepática que lo llevó a la tumba. Murió viudo, dejando sólo una hija de nombre Margaret, quien al parecer no tuvo descendencia, y estaba solo y pobre porque su adinerada segunda esposa ya lo había abandonado por culpa del licor.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
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REGALO DE LOS REYES MAGOS


O. Henry

Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.

Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.

Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.

Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de "Señor James Dillingham Young".

La palabra "Dillingham" había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de "Dillingham" se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde "D". Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían "Jim" y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.

Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad -algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un departamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.

Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.

La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.

Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.

Donde se detuvo se leía un cartel: "Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases". Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la "Sofronie" indicada en la puerta.

-¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia.

-Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.

La áurea cascada cayó libremente.

-Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la masa con manos expertas.

-Démelos inmediatamente -dijo Delia.

Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim.

Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto... tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.

Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca.

A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.

"Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?."

A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.

Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: "Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita".

La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.

Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.

Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.

-Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime "Feliz Navidad" y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!

-¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.

-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?

Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.

-¿Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota.

-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y seria dulzura-, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.

Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.

Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.

-No te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.

Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del departamento.

Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.

Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:

-¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!

Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:

-¡Oh, oh!

Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.

-¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.

En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.

-Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.

Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios -maravillosamente sabios- y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un departamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos.

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Ediciones en español:

O. Henry 1960. Obras selectas. Barcelona: Planeta.

O. Henry 2005. Cuentos de Nueva York. Madrid: Espasa Calpe. ISBN 978-84-670-1861-5

O. Henry 2008. Esto no es un cuento: y otros cuentos. Sevilla: Barataria. ISBN 978-84-95764-84-3



domingo, 10 de diciembre de 2017

234. Corrientazos de estrato seis

(En este artículo haré mención de dos establecimientos de comidas. No se trata de una mención comercial ni de publicidad pagada, sino de un reconocimiento a su calidad y del hecho de compartir una experiencia de usuario)

Hay unas expresiones coloquiales antioqueñas que se refieren a los restaurantes de almuerzo para trabajadores y empleados. Los almuerzos corrientes de bajo precio para obreros, tipo casero, se denominan “corrientazos”; los almuerzos un poco mejor presentados de precio medio, para empleados, se denominan de “tipo ejecutivo”; y están los de alto precio para estratos altos, como también los de bajísimo precio de venta ambulante para trabajadores informales callejeros, no aptos para consumo del jet set.

Nos gusta, a mis amigos y a mí con nuestras respectivas esposas, almorzar por fuera los domingos. Casi siempre salimos a pueblear, y ya hemos conocido muchos restaurantes de carretera. Ustedes saben que los hay buenos, malos, y regulares. Pero somos, mis amigos y yo, de “hacha y machete”. Cuando nos toca de tres tenedores, pues que vengan los tres tenedores. Pero, cuando nos toca bandeja con cuchara de palo, que se venga la cuchara de palo; que no nos andamos con remilgos. Si almorzamos en una cafetería cerca de la plaza de mercado donde va la mayoría, pues se entiende que no tiene nada de raro que saquen porciones de fríjoles precocidos de la nevera y los calienten en el horno micro ondas. El bajo precio ($3.500 con juagadura de limón, o $4.500 con gaseosa) no da lugar a reclamos ni a discusiones.

Fue para mí, pues, una sorpresa cuando mi amigo nos contó que estuvo comiendo con su esposa en un exclusivo restaurante de estrato seis en el sector de Llanogrande en Rionegro, donde los precios por persona son de $45.000 el plato, más la propina. Casi $100.000 la cuenta de dos personas es una cifra que para mí tiene sus peros y sus pelos. Muchos pelos y sudores. Lo que se espera en un lugar así es un producto de altísima calidad y una demostración de fina gastronomía. No se excluyen los fríjoles, pero tienen que ser señores exquisitos fríjoles, sin nada de chambonadas ni choroteces. ¿Pueden creer que se dejaron venir en ese elegante restaurante de estrato diez donde estuvieron mis amigos, con unos fríjoles calentados en horno micro ondas? ¡Como para matarlos! “Me di el gusto de no dejar propina e hice retirar de la tirilla el porcentaje de servicio que la registradora factura automáticamente”.

Por mi parte, nunca he ido a ese restaurante… ¡y no vuelvo! Desconocen esos restauranteros que la vox populi es la mejor vitrina publicitaria, y que “cliente satisfecho atrae a más clientes satisfechos”.

Hablemos ahora de pizzerías. Las hay de todos los colores, pelambres y texturas, según los gustos. Muy afamada es la de un alemán que tiene negocio en el área de comidas de la urbanización Carlos E. Restrepo, bautizado con su apodo: “Pizzería Bigotes”. A mí me gusta, particularmente, la pizza de Pizzotas. Fue fundada por una pareja cuyo esposo trabajaba en el área contable del periódico El Colombiano. Alguna vez pasé con mi esposa por allí y ella me dijo “Mirá, montaron una nueva pizzería”. Entramos y ¡nos encantó! La pasta en su punto de asado, ni muy delgada ni muy gruesa, ni muy blanda ni muy tostada; los ingredientes frescos, esparcidos sin mezquindad. Hemos vuelto muchas veces y alguna vez la dueña nos dijo que “Ustedes son unos clientes especiales. Fueron los primeros en entrar a este negocio”. Un negocio que se creció, fue vendido, y tiene ahora sucursales en muchas partes de la ciudad. La calidad no ha mermado, y los precios son razonables. La pizza de ciruelas, que recientemente pusieron en la carta, me pareció particularmente deliciosa.

Creí que en cuestión de pizzas todo ya estaba inventado, y que las pizzerías son lugares de término medio, ni muy elegantes ni muy de corrientazo. Me equivoqué. Acabo de reunirme con un grupo de amigos en un restaurante cerca del parque Lleras de El Poblado. Queda en la esquina de la carrera 32 D con calle 10, en la “Y” que conduce a Vizcaya, diez metros a la derecha hacia la transversal inferior. Se trata del Restaurante Romero, que se anuncia como comida artesanal. Es elegante y de buen gusto, y la carta contiene una oferta de platos generosa de estrato seis, con precios razonables que oscilan entre $18.000 y $32.000, dependiendo de si uno se decide por una oferta sencilla o si prefiere algo cargado de mariscos. Pero lo que me descrestó fue su carta de pizzas con un sabor que me dio la impresión de ser asadas al carbón. Son una exquisitez, y ofrecen variedades con ingredientes exóticos, como decir frutas cristalizadas, o la pizza con variedad de tres quesos que incluye por ejemplo el queso azul, el gruyère y el camembert. Esa es mi dieta preferida. Con perdón de mi dietista en el club de hipertensos, lo recomiendo.


ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)


domingo, 3 de diciembre de 2017

233. Rapero de autobús al desnudo

Una tarde abordé el autobús, rumbo a mi casa, mientras atendía una llamada telefónica de celular. Me senté en la tercera fila, junto a la ventanilla, y estuve completamente desentendido de la perorata que iniciaba un rapero de autobús acompañado por el monótono ritmo que salía de su enorme grabadora de costa playera. Ya iba terminando mi conversación, cuando percibí que el rapero era un improvisador a la manera de los trovadores paisas, y hacía alusión con su letra a la chica de la primera banca y a su bufanda gris a cuadros. Siguió con la señora del bolso marrón y pelo cano, y luego aludió al caballero medio calvo de la segunda banca y a su bigote entrecano. Me percato, entonces, de que ha llegado mi turno; y los pasajeros dirigieron sus miradas hacia mí porque evidentemente yo era “el caballero de camisa roja y pinta a lo bien, / que tiene porte de galán que va o viene de su chica, / que solo le falta una flor en la camisa, / y cubre la cabeza con un sombrero a lo Gardel”. Lo premié con una sonrisa, y los pasajeros lo premiamos con unas monedas más generosas que de costumbre. Me alegró la tarde, y a manera de disculpa dije a mi vecina de asiento: “Se las ganó, no hay duda de que se las ganó”. Mi comentario la motivó a meter la mano al bolso y aportar, ella también, unas monedas.

El guatemalteco Ricardo Arjona es el cantautor preferido de mi hijo, y eso hizo que Arjona irrumpiera en nuestro hogar mañana, tarde, y nochemente por cuenta de que mi hijo quería aprender a tocar guitarra al son de que "Jesucristo es verbo y no sustantivo". Creo que desistió por la dificultad para aprenderse las larguísimas letras de Ricardo Arjona. Me he puesto a analizar y llego a la conclusión de que, a mi parecer, Arjona es compositor de una sola música a la que le cambia de letra cada vez que va a grabar un nuevo disco. Tal vez no sea mucha música la suya, pero lo que sí hay que reconocer es que tiene letras, y ¡Qué letras! Esa película del taxista que se engancha con la elegante rubia que lo abordó en el camino, y al llegar a una discoteca con apartados para dos descubre que la joven que hay al fondo con un caballero mayor es ¡la esposa del taxista! es como para un programa de esos de no te lo puedo creer, por aquello de que el caballero es también el esposo de la rubia. Tú con la mía y yo con la tuya, estamos en paz. En fin, cada letra de Arjona es una película y sólo por las letras vale la pena Arjona. Acabo de escuchar otra canción suya. La música es la misma, pero la letra es de las de decir tan bueno anoche y hoy también.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
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Fotografía tomada de Internet

DESNUDA
(Ricardo Arjona)


No es ninguna aberración sexual,
pero me gusta verte andar en cueros
al compás de tus pechos aventureros
víctimas de la gravedad.

Será porque no me gusta la tapicería
que creo que tu desnudez
es tu mejor lencería.

Por eso me gustas tal y como eres;
incluso ese par de libras de más.
Si te viese tu jefe desnuda, y por detrás,
no dudaría en promover tu cintura.

Déjame llenar de tu desnudez
para afrontar los disfraces de afuera
de una mejor manera.

Desnuda,
que no habrá diseño que te quede mejor
que el de tu pìel ajustada a tu figura.

Desnuda,
que no hay un ingenuo que vista una flor
porque sería como taparle la hermosura.

Desnuda,
que la naturaleza no se equivoca
y, si te hubiese querido con ropa,
con ropa hubieses nacido.

Déjame llenar de tu desnudez
para vestirme por dentro
aunque sea un momento.

Y ahora que por fin te tengo así,
desnuda y precisamente de frente,
desnuda también un poquito la mente.

Pon tus complejos junto a tu ropa,
y si te sientes un poquito loca,
ponte loca completa;
que verte será solo el inicio
antes de perder el juicio.

Desnuda,
que no habrá diseño que te quede mejor
que el de tu pìel ajustada a tu figura.

Desnuda,
que no hay un ingenuo que vista una flor
porque sería como taparle la hermosura.

Desnuda,
que la naturaleza no se equivoca
y si te hubiese querido con ropa,
con ropa hubieses nacido.

Déjame llenar de tu desnudez
para vestirme por dentro,
aunque sea un momento.