domingo, 31 de julio de 2016

163. Del Cerro del Moral al Cerro del Padre Amaya, un triste cambio de nombre

¿Por qué el antiguo Cerro del Moral pasó a llamarse Cerro del Padre Amaya?

En la decisión de hacerse sacerdote hay dos componentes: uno espiritual, y otro material. Esto era aún más claro en los albores españoles de ocupación del territorio de Antioquia. De una parte estaba la vocación y el deseo de dedicar la vida al servicio de la religión católica y del Dios Creador, propagando la doctrina de su hijo Jesucristo que es Dios, es Cristo, y es Salvador. De la otra, estaba la necesidad de ganarse la vida con una profesión digna que garantizara buenos ingresos y compensaciones económicas materiales por el hecho de ocuparse de esa tarea espiritual. Ambas cosas tendrían que estar unidas.

Hay apellidos que han sufrido modificaciones en su escritura con el transcurrir del tiempo. Tal el caso por ejemplo de los Echavarría, Echeverría, Cheverría, y Chavarría, que tienen un mismo origen genético. Es el caso de los Rublas y los Arrubla. El de los Betancourt y Betancur. El de los Córdoba y los Córdova. El de los Escobar y los Escovar. El de los Echeverri y los Echeverry. El de los Olguín y los Holguín. El de los Mauris y los Amaury. El de los Acevedo y los Acebedo. Y el de los Maya y los Amaya de Antioquia que, al decir del genealogista Rodrigo Escobar Restrepo, son lo mismo.

Según las Genealogías de Antioquia y Caldas de don Gabriel Arango Mejía, la rica familia de los Álvarez del Pino en Antioquia, origen de los Álvarez antioqueños, proviene del español don Diego Álvarez del Pino que casó con doña Justina de los Arcos Cortés. Fueron padres, entre otros, del capitán Mateo Álvarez del Pino y Arcos que casó con doña Isabel de Lezcano Heredia y de estos desciende el alférez don Mateo Álvarez del Pino Lezcano, casado con su prima doña Ana María Álvarez del Pino y García de la Sierra, la que una vez viuda fundó el Convento del Carmen en Medellín. A estos se les reconoce como ricos propietarios en la población de Amagá y en las fracciones de Altavista, Belén, La América, y San Javier, en el Valle de Aburrá.

Hijo también del capitán Mateo y de doña Isabel fue don Carlos Álvarez del Pino Lezcano, que casó con doña Tomasa García de la Sierra y fueron padres de la mencionada doña Ana María. 

Hermano del alférez fue don Carlos José Álvarez del Pino Lezcano que casó con su prima doña María Antonia Álvarez del Pino y García de la Sierra, hermana de doña Ana María, y fueron padres entre otros de don Bernardino Álvarez del Pino-Lezcano y Álvarez del Pino-García de la Sierra, que casó con doña Lorenza Gaviria Mazo y Ochoa Londoño. Estos fueron padres, entre otros, de don Ángel María “Angelito” Álvarez del Pino y Gaviria Mazo, el conocido viejo dueño de las salinas de Guaca (hoy Heliconia).

Don Juan de Flórez y Paniagua, que contrajo matrimonio en Medellín el 1º de mayo de 1720 con doña Rosa Maya Álvarez del Pino, fue propietario de tierras en la Loma de San Javier o San Cristóbal, colindando con su parentela de la familia Álvarez del Pino. Al dar libertad a sus esclavos, ellos agradecidos por la libertad y por las tierras que recibieron, adoptaron los apellidos de sus ex-amos. Son los afrodescendientes Álvarez y Paniagua, fundadores de la famosa Banda Paniagua.

Don Ventura de Maya y Suárez contrajo matrimonio el 28 de octubre de 1669 con doña Juana de Acevedo y Vibancos y fueron padres entre otros de don Juan José de Maya y Acevedo, nacido en 1670 y casado en 1698 con doña María Álvarez del Pino Lezcano. Tuvieron once hijos relacionados en la ”Genealogía Maya”, de don Ramón Arturo Vélez Arango, a saber:

Rosa (1699), casada en 1721 con don Juan de Flórez y Paniagua; Teresa (1701); Catalina (1703); Juan José (1706); Bárbara (1708); Isabel (1710); María Sabina (1712), casada con don Juan Manuel Tamayo Piedrahíta; Manuel Ignacio (1715), ordenado sacerdote en 1740, que anteponía una A a su apellido en reemplazo de la I de Ignacio; Salvador (1721), casado en 1766 con doña Tomasa Ochoa Tirado; María Victoria (1723); y María Micaela (1725).

De la rica familia de los Álvarez del Pino descendía por línea materna el padre Manuel A. Maya y Álvarez del Pino. Ignoro por qué él, siendo bautizado Manuel Ignacio, anteponía la letra A a su apellido, tanto en la firma como en el reconocimiento público; pero tal letra dio lugar a que las gentes lo conocieran como “el padre A. Maya”. Dicen los historiadores Zamira Díaz López, Daniel Gutiérrez Ardila, Roberto Luis Jaramillo Velásquez, Armando Martínez Garnica, y María Teresa Ripoll Echeverría; en su obra “Quién es quién en 1810, 1ª parte –Guía de forasteros del Virreinato de Santa Fe para el primer semestre de 1810, Gobernación de Antioquia y Cabildos“; de la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, que en 1810 fue nombrado como Alcalde Pedáneo de San Cristóbal el Sr. José María Maya Ochoa:


San Cristóbal: don José María Maya Ochoa, hijo de don Salvador Maya Álvarez del Pino y de doña Tomasa Ochoa Tirado. Está casado con doña Antonia Posada Restrepo y emparentado con las mejores y más poderosas familias del Valle de Aburrá. Es sobrino del padre don Manuel de Maya, que se firmaba anteponiendo una A a su apellido, dueño del cerro más alto de esta jurisdicción”.

Ese alto cerro tenía por nombre, en vida del padre Amaya, el de Cerro del Moral, tal vez por algún matorral de moras silvestres que hubiera en él; y en la actualidad, por su altura de 3100 mtrs. sobre el nivel del mar, es apetecido para instalar transmisores y antenas repetidoras de las estaciones de radio y televisión que cubren el Valle de Aburrá. El Sr. Juan Guillermo Llano, que al igual que lo fue su padre era técnico de RCN Televisión, contó al Dr. Mario Ceballos Zuluaga, gerente local de la cadena, que alguna vez oyó a los baquianos de la zona narrar que:

El padre Amaya recorría en mula el camino desde Santa Fé de Antioquia hasta su predio de la Loma de San Javier; y cuenta la leyenda que un día venía cargado con oro en la faltriquera y se perdió en el cerro “El Moral”, de su propiedad, fragoso monte en límites de San Cristóbal con San Antonio de Prado al que, tras infructuosa búsqueda, siguieron llamando Cerro del Padre Amaya”. 

No volvieron a encontrarse ni el tesoro, ni la mula, ni el cuerpo del sacerdote, de cuyo recuerdo sólo vino a quedar el nombre del cerro que sufrió cambio de nombre por tan triste motivo.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)


domingo, 24 de julio de 2016

162. Guayaquil es un peligro

Preámbulo:

Después de haber contado en algunos correos dos o tres anécdotas de mi vida, una amiga me propuso que: “¿Por qué no escribes tu autobiografía?”. Le di las gracias y lo acepté como un cumplido, pero decliné la propuesta porque mi vida no da para biografías ni para autobiografías. Una biografía que interese a los lectores ¡Es cosa seria! De todos modos, todo lo que uno escribe está cargado de datos autobiográficos, y acabo de encontrarme este ejercicio de mis primeros tiempos en los talleres de escritura literaria que contiene muchos datos autobiográficos contados con apariencia de cuento. Claro que eso de que me atropelló un carro en la calle San Juan sí es puro cuento. Aparece en este texto mi padre cuando no había muerto, pero ya lo aquejaba el Alzheimer que lo acompañó hasta más allá de la tumba, que yo sepa. Eso lo sé, porque después de muerto no se ha vuelto a dejar sentir. Todo lo que cuento en este texto es verdad, aunque naturalmente está adornado en el intento de volverlo literario. Hasta la muerte del atropellado es cierta, así sea prestada o extrapolada. No le hice modificaciones a la luz de mis criterios y exigencias literarias del momento, y preferí dejarlo tal como lo escribí en febrero del año 2004. De todos modos, pinta una experiencia de lo que era el barrio de Guayaquil en Medellín, en los tiempos en que a mí me tocó guayaquilear.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
Medellín, julio 24 de 2016

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GUAYAQUIL ES UN PELIGRO

(Relato en 13 episodios, escrito en febrero 15 de 2004)

1.

Octubre de 1957

La abuela se encontraba dando lanzazos a las ascuas del fogón de leña, y soltó la varilla de hierro que esgrimía a manera de florete. Acomodó las piedras recalentadas que servían de soporte, asiéndolas y soltándolas con premura, como si fueran ascuas, y equilibró el recipiente de aluminio en el que burbujeaba el agua para ablandar los ingredientes de la sopa. Si le hubieran dicho que a pocos años estaría encendiendo los botones de una parrilla eléctrica, no habría alcanzado a imaginar tales y liberadoras comodidades. El cocimiento iba llegando a su punto, y acomodó la tapa, sostenida la olla por una herradura de alambre que formaba el asa. Había dejado de agitar la “china” o abanico de fibra tejida como un rombo que agitaba para atizar el fuego. Sentía avanzar las horas de la comida y atropellarse la cocina con el pedido de las bocas abiertas de una familia hambrienta por costumbre.

¿Qué dice, m´hijo? –detuvo el movimiento y rodeó con la palma de la mano el pabellón de la oreja, para escuchar mejor–.

Que hay manifestación política en la Plaza de Cisneros, en Guayaquil, y yo quiero ir a ver cómo es.

¡Qué va a saber ir allá!

Yo sí sé. Es al frente de la Farmacia Pasteur. Con el anuncio en el techo del “Dril Bucanero” y la amenaza de un pirata tuerto que guiña sus luces por la noche.

¿Qué tiene que hacer un culicagado de doce años en una manifestación de políticos bulliciosos? Y liberales, para peor desgracia. Esos son aires que no debe respirar. Somos conservadores. Por culpa de los discursos de los políticos mataron a Gaitán y casi acaban con el país, los porquerías. Que porquerías son todos los políticos, liberales y conservadores, los que quieren vivir a costa del pueblo. No se unte de necedades.

Pero, abuelita, es que… 

Es que nada. Lo sorprende la noche por allá. Guayaquil de noche es peligroso y no es cosa de que usted ande por ahí buscando perderse entre peligros. “El que ama el peligro, en él perece”. Una persona decente no tiene nada que hacer de noche en Guayaquil.

¿Acaso va a ser de noche?... Será a las cinco de la tarde. ¿Cómo cuando tenía siete años sí fui solo a la Catedral a ver los restos de San Pedro Claver que habían traído desde Cartagena, y a andar en procesión? Tomé el bus de Buenos Aires y aquí volví.

Usted dijo que lo iban a llevar los maestros del colegio y se fue solo. Su mamá lo dejó ir, por alcahueta.

¿Qué culpa tengo de haber llegado tarde y de que se hubiera ido el bus de mi colegio? No iba por eso a regresarme hacia la casa. ¡Yo no soy bobo!

No es porque sea bobo, es porque un niño corre peligros frente a las alimañas de la ciudad. ¿No recuerda sus cinco años cuando lo llevé a la procesión de Cristo Rey en Guayabal y se me perdió de vista? Casi me mata del susto, m´hijo. Casi me mata de la angustia.

Pero aquí volví, abuelita. Aquí volví. Usted es que se mantiene asustada desde que le raptaron el hijo a su sobrina, como si tuviera que vivir en una selva. Ese niño era un bebé que no sabía hablar, pero yo sí. Si algo me va a pasar, ya me sé defender. Yo grito. Llamo la policía para que se los lleven a la cárcel de La Ladera.

Deje de hablar ingenuidades y no se vaya a buscar lo que no se le ha perdido. Guayaquil es una selva llena de peligros. Yo no lo dejo. Espere a que llegue su papá, que él verá si le da el permiso. Yo no le voy a poner el pecho a esas responsabilidades.

2.

Noviembre de 1963

Pedrolo, el administrador, lo miraba de reojo preguntándose si debía pedirle que se retirara. No quería problemas con las autoridades, por su edad. Si algo llegara a pasarle a ese muchacho, le remordería la conciencia por sentirse culpable. Algo había de desvalido en él, que le recordaba su propio naufragio en las aguas borrascosas de la adolescencia. Las miradas de los clientes del bar diagonal a El Perro Negro mordían. Sobre el pabellón enrojecido de sus orejas, el muchacho sentía palpitar las sienes por la sangre agolpada que quería salirse de sus venas. A sus dieciocho años, se sentía por fin en Guayaquil sin las mantillas protectoras del sol y de la abuela. Desde el frío metálico de su mesa de café, percibido por los codos, sentía hervir su sangre y reverberar al calor de un aguardiente que prefirió despachar de un solo golpe, para no tener que lidiar con la cantidad de tragos amargos que contiene una botella de cerveza. Era el precio que tenía que pagar para demostrarse que ya era un hombre. Pagó con unas monedas de baja denominación y dijo con aire displicente a la mesera: “Guárdese los vueltos”. 

Guayaquil es peligroso –le parecía oír la voz de la abuela– y el que ama sus peligros en él perece.

Guayaquil está lleno de peligros. De ladrones, de atracadores, de mujeres que transmiten toda clase de enfermedades, de mujeres que se enamoran de los muchachos y los enyerban. Guayaquil es un antro de vicios adonde un muchacho sano no tiene por qué ir –decían sus padres, decían sus maestros, decían todos–.

3.

Diciembre de 1963

Se había prometido que algún día iría a Guayaquil a enfrentar a los demonios en persona y a matar el tigre de sus miedos, y aquí estaba. “A todo santo se le llega su día”. En el bolsillo de la camisa, la tarjeta laminada certificaba que ya tenía definida su situación militar. Si algún agente aparecía para solicitársela, podría mostrarla sin temores. Desde la pianola, “rockola” vociferante tragamonedas, la voz argentina de un tango suplicaba: “Un tropezón cualquiera da en la vida. / Por favor, lárgueme agente. / No me haga pasar vergüenza. / Yo soy un hombre decente, / se lo puedo garantir. /  He tenido un mal momento...”.  El amigo apareció preguntando:

¿Trajiste plata?

No mucha, pero sí, vengo preparado. ¿Cuánto puede costar?

Hablaré con mi amiga. No creo que cobre mucho.

Su amigo era el guía, el conocedor. Tenía experiencia. Mientras él descubría su nuevo continente, el amigo se quedó apurando una cerveza y viéndolo subir las escalas embaldosadas y frías de ese segundo piso de pensión en donde el joven iba a graduarse de hombre sobre el catre caliente de una meretriz.

¿Quién había aquí?

¿Por qué, m´hijo?

Porque siento la cama tibia.

Sonrió maliciosa y contestó:

Nadie. Aquí no ha entrado sino usted. Lo que pasa es que tiene la misma sangre caliente de su amigo.

Mientras ella separó el pulgar de la mano derecha, para envolver ágilmente los otros cuatro dedos extendidos adentro de los pliegues de medio metro de papel higiénico del ordinario, y procedió a secar lo poco que quedaba de sus vergüenzas; él sintió que las suyas se le subían a la cara en el momento de salir y que los transeúntes que cruzaban por la acera lo miraban censuradores. Se sintió empequeñecer a un tamaño menor que el más enano de los Liliputienses y deseó que se lo tragara la tierra para no tener que caminar hacia el bar en donde lo esperaba su amigo. Debería sentirse orgulloso por su graduación de hombre, pero se sentía disminuido a su mínima expresión.

Le quedaron $1,50 en los bolsillos.

4.

Enero de 1964

Un cancel lo separaba del mostrador y las estanterías de la “Farmacia Pasteur”, la más antigua de Guayaquil, a un lado de El Pedrero, mientras él se tragaba los últimos restos de la vergüenza que había tenido que exhibir al ingresar en el establecimiento. El doctor terminó de secarse las manos en el lavabo y entró al cuartucho improvisado. A las 9 de la mañana su aliento ya golpeaba aguardientoso. Pertenecía al grupo de médicos de los que Jorge Franco Vélez contaba en su novela que se desayunaban con aguardiente. “Hildebrando”, la historia de un médico guayaquilero.

Déjame ver el lugar de tus dolencias...

¿Me la quito toda?, doctor Gabriel, ¿toda la ropa?

Déjate la camisa y los zapatos, que ahí no te duele nada.

Le recetó antibióticos inyectados y cápsulas, para la supuración. Lavatorios. Ungüento para la mancha ardorosa de los muslos. Insecticida para rociar el pubis recién estrenado de parásitos. Le prohibió el alcohol, que sería lo único que pudiera calmar los remordimientos. Aunque estaba la confesión, pero no iba a presentarse al sacerdote con su alma supurosa. No le quedó nada en los bolsillos.

5.

Febrero de 1966

Salió de las oficinas gerenciales del banco y se acercó donde su amigo, el que lo había recomendado.

Está listo. Me aceptaron para trabajar.

¡Cuánto me alegra! ¿Y a dónde te asignaron?

A la oficina de la Plaza de Mercado, en Guayaquil.

¡Uy!, zona caliente.

No es problema –Dijo con la suficiencia de los veinte años–. Estoy acostumbrado. Yo he sido guayaquilero desde antes.

En otros tiempos las calles del Guayaquil de día “eran” un peligro, con tantos raponeros que arrebataban los bolsos en donde guardaban las señoras el dinero del mercado. Resolvieron ellas enrollar los billetes y anudarlos en un pañuelo que depositaban en su pecho, cuñado por las curvaturas de sus senos, las más jóvenes. O sostenidos bajo la flacidez de los suyos, las más viejas. Por eso las calles del Guayaquil de día “son” un peligro en la actualidad, con tantos raponeros mandando la mano a los pechos, pero no para acariciarlos, sino para despojarlos de sus medallas y pañuelos. Su abuela lo sabía.

¿A la señora no le da miedo bajar a Guayaquil?

Lo único de valor que yo tenía era la virginidad y la perdí hace ya tiempo. A mi edad dejé de preocuparme por apariencias.

Entonces usted hace su mercado en el interior de la plaza de Guayaquil que tuvo un conato de incendio en días pasados. Es un peligro. Cualquier día puede incendiarse con uno adentro.

A veces compro. Pero me gusta más en El Pedrero. Es más barato.

El interior de la plaza, con sus galerías o pasillos plagados de negocios, situados en pequeños espacios de dos metros de frente por dos de profundidad y tres de altura. Con entarimado de madera para almacenar mercancía por encima de las cabezas del propietario y su ayudante; hacinados detrás del mostrador entre bultos, cajas y paquetes de todos los tamaños. El espacio, insuficiente, obliga a depositar más mercancía en las afueras, invadiendo la vía de circulación. Las compradoras, sabedoras de que tienen que acercarse haciendo piruetas y eludiendo el hormiguero de otros compradores, acostumbran ponerse ropa informal apropiada para ensuciar y sandalias cómodas capaces de sortear esos estorbos. Por la galería que conduce a las carnicerías, no es raro divisar en la entrada un camión furgonado de aluminio que se detiene y abre sus puertas traseras. Descienden dos cargadores fornidos, semidesnudos, enfundados en sus pequeñas pantalonetas abajo de sus torsos al aire. Se calzan una ruana de cuero a manera de delantal. Sus brazos destilan sangre de los novillos acabados de matar y descuartizados en el matadero. Sus músculos potentes y acostumbrados, engarzan un cuarto de res en cada brazo, e impulsados por su peso, trotan rumbo a la carnicería cuyo propietario contrató su transporte. Previniéndose de tumbar a alguna señora o embadurnarla con sangre a medio coagular, emiten sus gritos de advertencia: “¡Cuidado las ensucio! ¡Vean que las ensucio!”, con vozarrones potentes que restallan como cornetazos de camión y las obligan a lanzarse sobre los bultos de papas, para no ser arrolladas por una tromba sanguinolenta que las rebasa disparada. 

6.

Junio de 1966

Algunas prefieren mercar en El Pedrero, en las afueras. Dos calles en “L” alrededor de la plaza; invadidas por ventorrillos armados con restos de maderas, latas y cartones. Con techo improvisado con plásticos, para rechazar el sol y escamparse de la lluvia. Mercancías regadas por todos lados. Breves espacios reservados para circulación, tapizados de hojas de plátano, guascas de amarre, cáscaras, restos de empaques de todas clases. Lodos traídos en las suelas de los zapatos desde todos los barrios de la ciudad, mezclados y apelmazados con aguas lluvias y hasta con aguas negras. Podredumbres compostadas de deshechos orgánicos. Olores pestilentes. Piso de pavimento resbaladizo. Es un bazar de regateo. A diferencia de los supermercados en donde las compradoras encuentran gajos de bananos de cáscara amarilla y reluciente, contramarcada con una pequeña calcomanía que indica la marca de su procedencia. Gajos debidamente empacados en bandejas al vacío, para preservarlos y señalar su precio con un tiquete adhesivo que tiene además código de barras porque sus precios son fijos. A diferencia de estos, los gajos de banano en El Pedrero corresponden a deshechos de la producción que vienen maltratados y golpeados en diferentes momentos; desde su producción, recolección y transporte; hasta el manejo que se les da en éste, su lugar de destino. 

¿Cuánto valen estos siete bananos y medio que vienen a medio macerar?

Esos valen $2.oo

No. Muy caros. ¿No me los deja por $1.oo?

No puedo. Llévelos por $1.80

Le doy $1.50

Bueno. Déjelos. ¿Qué puedo hacer con usted? –Aparenta resignación el vendedor–.

En el fragor del regateo, pasan por su lado hombres y mujeres de todo tipo, de todas las edades. Todos parecen tener necesidad de recostarse, de frotar sus cuerpos contra los de los compradores. Es parte de los riesgos que se aceptan por comprar en este lugar y hacer todo un mercado a precios que pueden ser la mitad o menos de los de un supermercado. En ese roce, muchas manos entran imperceptibles en sus bolsillos. Palpan, imperceptibles, su pretina. Buscan, imperceptibles, los resquicios en donde pueden encontrar el pequeño tesoro. Ellas lo saben, las compradoras, y por eso su mano derecha examina los artículos y su mano izquierda se recuesta al pecho en actitud piadosa, que parecería estar pidiendo perdón al cielo por sus pecados veniales, pero que tiene como encargo ser guardiana de los pequeños ahorros que han sido destinados a comprar la provisión de su cocina.

El edificio es la Plaza del Mercado Cubierto de Guayaquil, construida por el arquitecto Charles Carré para el Sr. Carlos Coriolano Amador frente a la Estación Cisneros del Ferrocarril, en la calle de San Juan. Los tenderetes de la calle en L que rodean la plaza por el exterior, son el mercado callejero de El Pedrero. Todo el territorio, más la plaza de Mercado Sucre, también demolida, constituye lo que hoy son el Parque de las Luces en el sector gubernamental de La Alpujarra y la biblioteca de las Empresas Públicas de Medellín.

7.

Junio de 1968

Las calles de Guayaquil son un peligro”. De noche, los atracadores ponen cuchillos en el pecho de sus víctimas y las obligan a entregar sus pertenencias. “Tarzán el del celuloide”; con su cuerpo musculoso, sus cabellos rubios y sus ojos azules; tomaba los árboles por las lianas, dispuesto a defender sus dominios de los cazadores que invadían el territorio de la selva. Así se veía en las películas. “El Tarzán de Guayaquil”, con su boca desdentada, era un negro fornido que atracaba a todo el que se ponía a su alcance y ponía de huida a todo el que le disputaba sus terrenos. El novel empleado de banco había oído sobre él.

¿Cuánto tiempo llevas de trabajar como cajero de banco en Guayaquil?

Dos años ya.

¿Es peligroso?

Uno se acostumbra. Nunca me ha pasado nada. Ya me conocen. Aunque no dejo de sentirme extraño vestido de saco y de corbata, con traje de ejecutivo; entre gentes sencillas de pantalón de dril y camisa de algodón, que son mis clientes.

8.

Octubre de 1968, jueves

Tarzán lo vio venir, a un parroquiano de camisa y chaqueta de cuero deportiva, y lo intimidó poniendo su cuchillo en las costillas. Su estatura de atracador, muy superior a la de la víctima.

- ¡Entrégueme lo que tiene!

- Sí, sí, tranquilo, yo le entrego –alcanzó a modular la víctima, asustada–.

Empezó a despojarse de sus anillos, y los entregó. De su reloj, y lo entregó. De su billetera, y la entregó. Iba esculcando bolsillos y entregando contenido. Puso la mano en el interior de la chaqueta, para tomar el objeto allí guardado.

Lo segundo que vio Tarzán en la mano izquierda del detective, que tal era el parroquiano, fue la placa que lo identificaba. Lo primero, en la mano derecha, el revólver que vomitaba fuego y golpeaba su pecho, astillando las costillas que lo recubrían. Lo tercero, a la dama de la muerte que le estiraba sus brazos.

9.

Octubre de 1968, viernes

Esa noche el cliente del banco, de piel negra con facciones blancas. Enfundado en pantalones, camisa, zapatos y sombrero blancos, que le eran su traje habitual y por lo tanto lo apodaban “Negativo”; presidía el mostrador del bar, del que era dueño, en lo más tenebroso de El Pedrero en Guayaquil. Se sentía seguro; puesto que su generosidad con indigentes, callejeros, y personas de toda laya lo hacía conocido y le aseguraba protección. Agradeció a los dos cajeros por haberse tomado la molestia de llevar hasta su negocio ese recibo de consignación, que bien hubiera podido esperar hasta mañana. Pero es que eran sus amigos y le gustaba recibirlos con su aspecto de magnates, por refrescar el aire de sus clientes habituales, descamisados. Cargadores de cotizas, enfundados en pantalones untados con la mugre de los días anteriores; sin camisa, pero con un trapo rojo que terciaban doblado sobre el hombro, a manera de poncho, y les servía como cojín para amortiguar las talladuras de los bultos pesados. Se les veía apurando copas y enfrascados en el juego de cartas, en donde algunos solían perder las ganancias del día, y otros solían ganar alguna vez, de tarde en tarde. Negativo saludó con apretón de manos a sus dos amigos, y en eso hizo una excepción (“Raro que Negativo le dé la mano a alguno, él que no se deja contaminar de nadie”). Negativo también tenía la pasión del juego, pero no las migajas que salían de los bolsillos de sus clientes. A veces se encerraba toda una noche con acaudalados y propietarios de negocios. Jugaban casas, fincas, carros, almacenes. Como montado en una montaña rusa de las de los parques de diversiones, Negativo se ha visto propietario de muchos bienes como producto de su juego. Y se ha visto arruinado, sin un peso, por haber perdido todo lo suyo en la suerte de una sacudida de dados. A eso estaba él acostumbrado, pero no su familia, que vivía en la zozobra de esperar su llegada cada noche; para explorar si venía con una sonrisa, o si un rictus amargo les indicaba que tenían que desocupar la casa. Recibió a los dos cajeros con la sonrisa de los días triunfadores y les brindó un par de copas. Ya iban apurando la tercera, cuando entraron dos meretrices callejeras, de las que se rebuscan la vida en las tenebrosidades de la noche.

¿Podrían obsequiarnos unas monedas? Han matado a Tarzán, el proxeneta que protegía a mi compañera, y no tenemos con qué sepultarlo.

¿En dónde lo tienen?

Al lado de la Farmacia Pasteur, en “El Naranjal”. 

El Naranjal era un cobertizo con escaleras y piso de madera, en cuyo segundo piso almacenaban los camioneros sus bultos de naranjas traídos del campo, mientras los distribuían a los vendedores de detal. A estas horas siempre estaba desocupado.

Los cajeros se miraron.

¿Vamos a verlo?

Solos no vayan –dijo su amigo–, Guayaquil es peligroso. Mejor yo los acompaño.

A diferencia del sector de bares de Guayaquil, que era un hervidero, esta parte dedicada al acopio de productos agrícolas iniciaba movimiento después de las 3 am., cuando llegaban los camiones cargados. A las 11 pm. se veían apenas unas pocas personas con aspecto de indigentes. Los dos cajeros, acompañados de su amigo, llegaron a las puertas del establecimiento que tenía la luminaria de la calle rota y, por lo tanto, a oscuras. El interior estaba en penumbras, alumbrado con luz tenue. El servicio de energía estaba suspendido. El aspecto era de antro.

Es que es un negocio cooperativo. No hemos podido reunir el dinero para el pago del arriendo.

Las escaleras crujían, con sus tablas desajustadas, marcándose en el silencio de la noche los pasos de los visitantes que llegaron a la entrada y se detuvieron a contemplar el cuadro que se ofrecía ante sus ojos. En la parte superior, una luminaria de trapos empapados en petróleo, colgada de un alambre, azotaba el aire con su llama amarillenta y su humareda de hollín, desde el fondo de un tarro de hojalata abollado. Una tarima con un cajón de tablas burdas, enmarcado entre cuatro cirios baratos, aguardaba el cadáver que habría de ser velado. Parecía que en cualquier momento el aire iba a cruzarse con el aleteo asustador de un murciélago inoportuno, y que al salir por alguna de las ventanucas, se escucharía la risa terrorífica de una bruja que abandonase el aquelarre. Unos pocos dolientes, con cara circunspecta, más bien que compungida, cuchicheaban en un rincón mientras aspiraban aromas del contenido de una botella de pegante químico alucinógeno. Tosían con sus inhalaciones. Parecían ahogarse. Tres de ellos se pasaban de boca en boca la colilla de un cigarrillo de marihuana que, con seguridad, ya quemaba los dedos manchados de los comulgantes. El olor dulce impregnaba el lugar, fastidiando a los que no estaban acostumbrados a ese ambiente. Es decir, a los recién llegados. En otra tarima, al fondo, yacía el cadáver del negro que en vida se veía imponente, pero que ahora tenía un algo disminuído, al carecer ya de su aliento. Tenía el pecho abierto y parecía manar sangre, restos de sangre, lo que era inverosímil por las horas transcurridas desde su muerte. Era un efecto producido por el ayudante que dejaba caer con su mano izquierda, desde la boca de una jarra sucia, un chorro de agua. Con su mano derecha secaba con una toalla deshilachada los restos de aguasangre que rodaban al piso, dejando ver la carne rosada del difunto. El embalsamador de oficio era un travestido de cara “pintarrojeada”. Pintura rosa que ocultaba sus ojeras moradas de trasnochador y el color verdoso de su piel aguantahambres, bajo la cortina de rubor cosmético. Un lunar negro en la mejilla, tan falso como todo él, de los pies a la cabeza. Como un torero disponiéndose a matar con sus fuertes dedos agarrotados a la espada, los dedos afeminados del señorito aguardaban el momento de acometer su tarea, armados de una aguja gruesa y un cordel. Se veía desvalido el embalsamador, pero su desvalidez era engañosa. Con esas mismas manos suaves y desgonzadas había abierto con un tajo de navaja la cara de un enamorado que le fue infiel, y en estos momentos estaba recién salido de la cárcel. Con la mirada vidriosa de los ojos cuyos párpados nadie se había molestado en cerrar, el difunto se disponía a mirar sin ver, la cosida de la mueca macabra florecida en su pecho desafiante, que aparecía a la vista como la boca descosida de cualquiera de los sacos de naranjas que horas antes, apenas unas horas antes, ocupaban el lugar de ese cuerpo despreciable que llenó de terror las calles vecinas, cuando era todavía joven y vital. 

Es que no hemos tenido con qué comprar el cajón para enterrarlo, ni tuvimos con qué mandarlo a arreglar de un funerario, después de que le practicaron lo de la autopsia –Dijo con voz pastosa un informante no requerido, con una lenta pasada de su mirada torva–.

Otro informante, también de mirada turbia, acuchilladora, que tampoco había sido requerido, se creyó en la obligación de aclarar con estocada:

No se extrañen, “doptores”, que a los ricos “jijueputas” de saco y de corbata no les interesa pagar el entierro de un descamisado “como uno”.

Los cajeros se miraron sus corbatas y levantaron la mirada para hacerse una seña con los ojos. Sentían que su presencia no era bienvenida ni mucho menos agradecida. Era evidente que este deudo con solidaridad de clase se estaba alineando a un lado y los estaba alineando a ellos en el otro.

No supieron cuándo, cómo, ni de qué manera balbucieron una despedida que quiso ser cortés, pero que sonó falsa en la premura con que abandonaron el sitio.

Era mejor salir –dijo uno ya afuera, mientras consumían una salchicha caliente de carnes rosadas en el ventorrillo de la esquina y le ponían suficiente salsa de tomate rojo sangre–.  Este Guayaquil siempre ha sido peligroso.

Se puede uno morir de un tiro. O de una puñalada –respondió el otro, mientras observaba las manos sucias con que el ventero preparaba los alimentos, recogía el dinero y daba los vueltos, todo en uno–. (... O de infección por las manos engrasadas y orinosas de este vendedor, que no respetan a nadie... Ni siquiera a uno que tiene estómago de vagabundo y un ángel en el cielo, para cuidar de que nada le pase acá en la tierra). –Agregó por lo bajo, al oído de sus compañeros, sintiéndose fuera de lugar–.

10.

Noviembre de 1985

Si ese domingo hubiera habido tarde de toros, los alrededores de la Plaza de Toros de la Macarena estarían llenos de gente haciendo el remate de corrida al calor de muchas botellas de licor. Pero no, ese domingo a las ocho de la noche todo se veía muy solitario. Desde que dejó de trabajar en el banco se había hecho vendedor. El vehículo que lo trajo desde los pueblos del oriente, que seguiría su recorrido de norte a sur por la autopista, paró para permitirle descender frente a la plaza. Se proponía ascender por las escalas y recorrer el largo puente peatonal para acercarse hasta la calle de San Juan. Allí abordaría un taxi que lo condujera hasta su casa. Había separado en dos fajos los billetes, producto de sus ventas, para que no le hicieran estorbo en los bolsillos del pantalón. Pero, al caminar, algo se notaba. Era evidente que allí tenía un dinero que cualquier necesitado podría averiguar con solo hacerle levantar los brazos, poniendo en sus costillas la punta de un cuchillo sostenido por la mano derecha firme, y esculcando con la izquierda temblorosa. Para un atracador, es pan comido. Ascendió las escalas e inició el recorrido, cuando vio que no estaba solo. Diez o doce indigentes, recostados a las barandas del puente, compartían los vapores de una botella de químicos alucinantes y clavaban sus miradas en él para darle la bienvenida. No se pudo dar el lujo de dudarlo. Le fue preferible continuar su paso firme, que dar marcha atrás; puesto que habría sido presa fácil de la jauría. 

¡Buenas noches!, permiso –dijo con la voz firme y el alma estropajosa–.

Buenas... Buenas... Buenas... –le contestaron tres voces, con voz cansada y displicente–.

Bajó las escalas del descenso hacia la vía, eludiendo un carromato con restos de basura reciclada que estorbaba,  y esperó el taxi que tardó no más de tres minutos largos, lentos, eternos, en llegar. Ciento ochenta segundos. Mil ochocientas décimas, medidas con el cronómetro golpeante, galopante, del pecho. El taxi se detuvo. Sentía quince, veinte, qué sabía él de pares de miradas a su espalda.

¡Por Dios! ¿Qué hace en este lugar, y a esta hora, dando oportunidad de que lo roben? –dijo el taxista–.

Uno que es arriesgado, sin pensarlo.

Si usted fuera un niño nada digo, pero un hombre cuarentón debe saber por dónde anda. Este lugar es prácticamente Guayaquil y los peligros de Guayaquil no son un juego. Perdóneme el regaño, pero no vuelva a hacerlo. Decía mi abuela que “El que ama el peligro, en él perece”.

Le agradezco. Igual decía la mía.

11.

Diciembre de 1995

No es posible que a sus cincuenta años ese desgaste de rodillas lo tenga caminando tan cojo. Muchos conoce que a esa edad, y más allá, caminan con paso firme y seguro. Pero él, no; su paso es vacilante. Los médicos le han dicho que “economice rodillas”, que gaste poco. Que se abstenga de subir o bajar escaleras, porque el esfuerzo lo perjudica. Y de subir o bajar por planos inclinados. “Qué sé yo de recomendaciones que son más fáciles de decir que de cumplir”. Las estaciones del Metro. ¡Cómo le gusta viajar en Metro!, pero son sólo escalas. Por todas partes. En el parque de Berrío han instalado unas escaleras eléctricas que sirven sólo para subir. Como si las personas como él no necesitaran también de bajar. Y como si solamente pudieran abordar por esa estación. O someterse a la vergüenza de ser alzado en andas por los brazos jóvenes de los policías de servicio. Los puentes peatonales. Escalas y más escalas, la mayoría. Y unos pocos con planos inclinados. ¡Planos inclinados! (“Ni escalas ni planos inclinados, sus rodillas ya no están para eso”. Sí, doctor)

Cuídese de dar un mal paso. En sus condiciones, es un peligro.

Sí, doctor.

12.

Junio de 2003

Sólo tiene cincuenta y siete años, pero tal cual achaque ya ha azotado sus mejillas. Recibe una palmada, y pone su cara para recibir la otra con cristiana resignación, como dice el Evangelio. Que si ya se acostumbró al dolor de rodillas. Que si va a esperar a que se caigan todas sus calzas y a seguir aguantando dolores de muela. Que si el dolor de riñones es cada vez más pronunciado. Que si la úlcera. Que si el mal genio. No demorarán en aparecer las fallas de memoria que su padre ha soportado con la paciencia del Santo Job. Él no tanto, sus familiares.

Mi papá, cada vez más achacoso e irritable. Todo lo incomoda y por todo le da rabia. Y caprichoso como ha sido, insiste en salir solo al centro y no dejarse acompañar por nadie. No recibe consejos y todo se le olvida. Eso es lo peor. Ya ni siquiera recuerda a veces quién es él o cuáles son sus limitaciones. No es raro oírle preguntar por el nombre de alguno de sus hijos que tiene traspapelado en la memoria –decía de su padre como si él estuviera muy lejos de alcanzar su misma edad. Veinte años los separaban–.

La gente no aprende. Cuánto tiempo hace de esa campaña de pintar en la vía estrellas negras bordeadas de amarillo, en donde quiera que ha ocurrido una muerte por accidente de tránsito. Es una advertencia para los peatones que cruzan con imprudencia. Pero no aprenden. Siempre hay más estrellas, al lado de las primeras. Es increíble. Los puentes peatonales se parecen a los hoteles que promocionan las corporaciones de turismo. Los hay con tres, con cuatro, con cinco estrellas por debajo. Los peatones no aprenden.

El anciano que se sentó dos sillas por delante de la suya empezó a mascullar. Se sintió mortificado porque a duras penas el conductor del bus lo dejó subir y arrancó de nuevo, sin esperar a que él ocupara su asiento.

No tengo tiempo. Tengo que marcar el reloj de control, para que no me sancionen, y tengo que apurarme a recoger pasajeros porque de sus pasajes es que vivo.

El anciano hizo un comentario a su vecino de asiento al sentirse mortificado porque el bus corría que daba miedo y frenaba intempestivo para sortear los peligros.

El anciano mostró en su cara la mortificación porque el conductor, al llegar, a duras penas esperó a que descendiera, para arrancar de nuevo a toda velocidad. Casi arranca, dejándole adentro el medio cuerpo que aún no se bajaba. Él, que había descendido un poco antes por la puerta trasera, acudió a sostenerlo en su trastrabilleo. 

Son unos irresponsables –rezongó el anciano– cuántas personas han perdido falanges de sus dedos que se quedan atrapadas en el bus por culpa de un anillo. Por eso no uso anillos. Y menos con esos estribos que los hacen cada vez más altos y más difíciles de abordar.

Los viejos, todos iguales. Me parece que veo a mi papá –pensó, sintiéndose joven a los cincuenta y siete años–.

13.

Enero de 2004

La avenida, en pleno Guayaquil, tenía tres carriles triples con cortos separadores. Los peatones debían ir dos cuadras adelante o una atrás, para atravesar por la cebra señalada en los semáforos. O dos más, para cruzar por el puente peatonal.

¡Eh!, yo no voy a dar esas caminadas tan largas. Que las den los viejos. Es cuestión de apurarme y atravesar cuando no vengan carros o vengan distanciados –se propuso con la determinación de sus reflejos activos en tiempos no lejanos–.  En mis tiempos ésta era apenas una calle de dos carriles y fácil de pasar. No había tantos vehículos ni habían tumbado tantas construcciones. Eran tiempos en que se vivía más tranquilo. En esos tiempos Guayaquil no era tan peligroso.

Vio cambiar el semáforo más adelante y los carros de turno arrancar velozmente. Vio la calle despejada y los carros detenidos en el semáforo de atrás. Impulsó los cincuenta y ocho años de ganas de vivir sostenidos en sus dos rodillas bien vividas, y emprendió veloz (¿veloz?) carrera hasta el separador central.

La viejecita de la esquina sintió el golpe sordo, con el consabido chirrido de frenos, y empezó a musitar en su latín de oídas, escuchado en los días de la primera comunión, una oración cuya pronunciación imitaba, cuya traducción desconocía, pero que entendía como una fórmula mágica para ayudar a que las almas de los fieles difuntos descansen en paz: “Ré-quien-eterna-dona-y-dómi. / Luz-per-petua- luce-a-Dei / réquies-cátin- paz. Amén”.

Las autoridades de la Inspección de Policía de Guayaquil se acercaron a acordonar el sitio y a tenerlo despejado de curiosos. Una sábana cubrió el cadáver para alejarlo de la morbosidad ajena. Un funcionario trazó un croquis con tiza, delineando los contornos del cuerpo en donde después se pintaría otra estrella negra con bordes amarillos. El conductor, compungido, no sabía qué hacer.

Yo estaba pendiente del semáforo –dijo– y había muchas personas en la acera. No pensé que al hombre le fuera a dar por avanzar en el último momento. Los pasajeros son testigos de que él fue quien se lanzó.

En la confusión del atropello, una mano desconocida extrajo del bolsillo de la víctima la cartera con sus documentos. El agente de policía que llegó de primero, trataba en vano de identificar quién podría ser el que yacía sin vida sobre el piso. Tendrían que hacerlo registrar como N. N. y llevarlo hasta la morgue por tres o más días hasta que apareciera algún familiar a reconocerlo. Los curiosos querían desbordar el cordón que lo rodeaba. Su estrella negra bordeada de amarillo sería pintada justo al frente de donde antes estuvieron la Plaza de Mercado, La Pasteur, El Pedrero, y El Naranjal, que le perdonaron la vida cuando era joven, y que desaparecieron antes que él.

¡Gente tan vieja de vivir en Medellín y todavía no sabe que Guayaquil es un peligro! Se les tiene advertido, pero no aprenden–.

Comentaron los vendedores de baratijas de la esquina, mientras regresaban a sus lugares. No era cosa de perder ventas por culpa de otro entre muchos accidentes. Si así lo hicieran, tendrían que parar su trabajo y dedicarse a velar cadáveres ¡Carajo!
  
ORLANDO RAMÍREZ–CASAS (ORCASAS)


domingo, 17 de julio de 2016

161. Los González son de La Loma

Fanny González Álvarez, la esposa de mi tío Ernesto Ramírez Toro, era nonagenaria pero lúcida la última vez que la vi recluida en el lecho de enferma en que pasó los últimos días. Alguna vez, recién quedó viuda, hizo una confidencia: 

El que me pretendía era su hermano José, pero a mí el que me gustaba era Ernesto. Lo sometieron a votación, y quedaron empatados. El voto mío decidió lo del matrimonio”.

Delio Ramírez Toro, mi padre, nació en 1923. Un día me contó que:

Yo me vine de La Ceja cuando era un muchacho entrado en la pubertad. No recuerdo en qué año, pero recuerdo que una vez estaba en casa de mi hermano Ernesto en la Loma de los González cuando vi un tren de la línea del Ferrocarril de Amagá que se acercaba en la distancia de Medellín hacia Caldas, y vi otro que venía de Caldas hacia Medellín. No sé qué pasó, pero se chocaron. Quise ir a ver de cerca el accidente, pero mi hermano Ernesto no me dejó porque yo estaba muy chiquito para ir tan lejos a buscar lo que no se me había perdido. Y recuerdo otra vez en que estaba mirando hacia el río cuando se levantó una humareda en el aeropuerto Olaya Herrera de Belén-Las Playas y tampoco me dejaron ir a curiosear. Yo tenía doce años. Ese fue el día en que murió Gardel”.

Al llegar a Medellín José María, José, y Ernesto, tres de los catorce hermanos de mi padre, junto con mi padre, se fueron a vivir a la Loma de los González; donde mi tío Ernesto emparentó con casi todo el mundo por esos lados por cuenta de su matrimonio con Fanny González, que debió ser una de las muchachas más bonitas y pretendidas de los alrededores.

Mamá, ellos son de La Loma; mamá, ellos cantan en llano”. 

Recuerdo a Luis Eduardo “El Payino” González, hermano de Fanny, un albañil al que algún ahijado que apenas aprendía a hablar resultó acomodándole el apodo a su padrino. Muy amigo de mi padre, y compañero a la hora de jugar chicos o partidas de billar que a veces jugaban en un lugar que había en la Loma de los González, en El Poblado. Así lo cuento en el libro “En Altavista se acaba Medellín”:

La muerte no le llega a uno ni antes ni después, sino en el día que es. Eso lo descubrió papá con su amigo billarista, “El Payino González”, hermano de Fanny su cuñada. De humor festivo, era una alegría jugar con él. Solía jugar a dos parejas, cuatro tacos, hasta la medianoche. No hacía pausa sino para ir al baño, que buscaba el de su casa porque no quería poner su humanidad en el mismo asiento íntimo, sucio y público, en donde la ponían sabe Dios quiénes. Así lo hizo en el último día de su vida.

¿Qué tal, Payino, aliviadito?

¿Cuándo no? Vos sabés que a mí no me duele ni una muela.

Entonces juguemos una partida de billar a ocho manos.

Habiendo ensartado muchas carambolas seguidas, el Payino iba camino de seguir la serie por tener a la vista una que le era fácil de hacer. Sintió un espasmo en el pecho que no dejó reflejar en la cara, cubriéndose con un pañuelo como si fuera a estornudar, y dijo al compañero: 

Ahí te dejo ésa, ya armada, que salgo para mi casa. Voy con intenciones de morir allá.

¿Es que te pensás morir?

Pues tengo un presentimiento porque acaba de sacudirme en el pecho un estornudo.

Sacudió su mano para despedirse desde la puerta y, dirigiéndose a su casa, murió. Poco faltó para morir con el taco entre las manos e ignorante de su tacada, pero lo hizo alejado del billar y presintiendo el resultado".

El Payino tenía la muerte escrita en su destino, y era su destino morir aliviado, que es la mejor manera de uno morir.

Donde González se ven /los patos buchacareando; /no tienen con qué comer, /y siempre andan cojalando. /Ya los ves, muchacho, /los patos tirando al tajo; /empeñan los pantalones, /franela, camisa, y saco…”.

“La buchaca”, porro de Pedro “Peyo” Salcedo, interpretado por Pedro Laza y sus Pelayeros:


Este porro es una metáfora que compara a los ánades que buchacarean o buscan comida en los resquicios de las orillas de los ríos, con los mirones que frecuentan los billares donde se juega al billarpool buscando meter las bolas en las buchacas o huecos. Estos patos de billar miran y miran, pero no compran nada porque, a la hora de la verdad, “no tienen con qué comer, y siempre andan cojalando” o cogiéndola suave con el taco aferrado a sus manos.

Como si hubiera sido compuesto para ellos, en los años sesenta se bailaba este porro una y otra vez en la celebración de una nochebuena con marranada aguardentosa que compartí con los habitantes pobres de la Loma de los González. Y es que, claro, hay que hacer distinción entre los habitantes pobres de estrato tres que viven allí desde tiempos inmemoriales; y los habitantes ricos que llegaron a invadir el entorno con sus edificios de apartamentos de estrato seis, porque allí la invasión se dio al revés: los ricos invadieron las tierras de los pobres. 

En aquel tiempo don Carlos J. Echavarría Misas, que era de los dueños que heredaron de su padre don Alejandro Echavarría Isaza la fábrica de textiles Coltejer, era su presidente y tenía en la Loma de los González una finca llamada “Los Naranjos”, donde montó un afamado criadero de perros con pedigree de las razas bóxer y pastor alemán.

Con ese antecedente, a los funcionarios de la Alcaldía de Medellín se les hizo fácil bautizar el sector con el pomposo nombre de “Los Naranjos”, pero los habitantes nativos se oponen a esa denominación porque lo suyo siempre se conoció como la “Loma de los González”. En el lema de su Junta de Acción Comunal hacen ellos precisión diciendo que “Ni invasores, ni clandestinos, sino pioneros”.

1.

2.

Igual cosa ocurrió con los residentes humildes de la Loma de los Parra, descendientes de los primitivos habitantes del lugar, que tampoco quieren dejarse clasificar por los funcionarios de la Alcaldía con nombres estratoseisonantes. 


Sobre la Loma de los Parra no se encuentra mucha información, aparte del escrito de Martiniano “Martín” Montoya Benjumea para el concurso “Historia de mi barrio” sobre la Loma del Tesoro, en el que escribe que en la Loma de los Parra vivían “las familias de Pastor Gaviria, la de los Gaviria, los Taborda, los Berrío, y los Parra; pues según Luis Eduardo Saldarriaga que es un gran conocedor del barrio el origen tiene mucho que ver con la señora Jacoba Parra, quien dejó pocos descendientes y él es uno de ellos”. 

http://martimont.blogspot.com.co/2011/08/loma-del-tesoro-historia-en-el-poblado.html

Según el periódico “Vivir en El Poblado.com” de julio 4 de 2006 en su artículo “Serie barrios de El Poblado (1997-1998) –La loma de los 870 González–” en el sector pobre de la Loma de los González, compuesto por los subsectores de La Olla, El Morro, El Chispero, y Puerto Escondido, habitan 275 familias y viven 870 personas que tienen el apellido González en algún grado:


http://www.vivirenelpoblado.com/periodico/los-barrios-de-el-poblado/los-gonzalez

¿De dónde sale ese nombre? Para averiguarlo hay que remitirse al libro “Remembranzas de mi tierra, la Loma de los González”, que obtuvo el tercer puesto en el 4º concurso de la Alcaldía de Medellín denominado “Escriba la historia de su barrio o vereda”, evento que se realizó en el año 1998. Como autores principales aparecen Luz Marina Gaviria Gaviria y Bernarda González Gaviria, con el apoyo de la Junta de Acción Comunal y de numerosos vecinos que dieron su testimonio para la escritura del libro que, para su publicación, contó con la asesoría de Hugo Bustillo Naranjo y un nutrido equipo de trabajo y de coordinación del cual hizo parte mi primo Carlos Alberto “Cuchilla” Ramírez González, hijo de Fanny González Álvarez, nacidos y criados en la Loma de los González.

Del Evangelio según San Mateo (1:1-4):

Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judá y a sus hermanos, Judá engendró a Fares y Zara en Tamar, Fares engendró a Esrom, Esrom engendró a Aram, Aram engendró a…”. 

El primer González llegado a la Loma de los González fue don Florentino González y su esposa doña Florentina Cano que, según dice este libro en la página 15, “venían de España”. No es fácil de confirmar este dato de la tradición oral porque en los registros genealógicos más conocidos no aparecen estos nombres; porque sus nombres no son citados con los apellidos completos a la usanza española para los españoles de sangre; y porque, a diferencia del Restrepo que tiene su claro origen en don Alonso López de Restrepo Méndez, del Ochoa que tiene el suyo en don Lucas de Ochoa López Alday, o del Ramírez de Antioquia que tiene el suyo en don Juan Ramírez de Cuy; al decir de las “Genealogías de Antioquia y Caldas”, de don Gabriel Arango Mejía, “Varios son los troncos de familia que llevan el apellido González en Antioquia”.

No sé si sean don Florentino y doña Florentina los que tuvieron la primera gran finca de la familia en el sector, y la lotearon para repartirla entre sus hijos, dando origen al nombre; pero habiendo sido un hombre campesino que no tuvo ejecutorias históricas es claro que no se trata del político santanderista Florentino González Vargas, el noctiseptembrino jurisconsulto considerado “segundo mejor abogado del país”, que en el año de 1857 era Procurador de la Nación y propició la fundación del Municipio de González, a un lado de la quebrada de la Loma, al sur del departamento y cerca de Ocaña. Ese es otro Florentino, y es otro González, y es esa otra Loma de González, por allá en el departamento del Cesar.

Florentino González y Florentina Cano, de la Loma de los González en El Poblado, engendraron a Pascual González Cano, entre otros.

Pascual González Cano y Mariana Castaño Córdoba (prima segunda del general José María Córdoba) engendraron a Benjamín González Castaño, entre otros.

Benjamín González Castaño y María Álvarez engendraron a Hernando, Luis Eduardo “El Payino”, Graciela, Fanny, Lucía, y Antonio.

Fanny González Álvarez se casó con Ernesto Ramírez Toro y engendraron, entre catorce hijos, al primogénito Carlos Alberto “Cuchilla” Ramírez González, que fue uno de los informantes testimoniales para la escritura de este libro barrial. Los Ramírez González emigraron como fundadores al barrio de Belén Fátima, pero Carlos Alberto se quedó viviendo en la loma de sus ancestros como representante de la sexta generación de la estirpe iniciada por sus tras-tátara-abuelos, que se prolonga en sus hijos con la séptima generación que viene a ser la de los tras-tras-tátara-nietos y se traslada a la siguiente, la octava, que ya es la de los tras-tras-tras-tátara-nietos.

Con tantos espíritus de la ancestrogonzalería por ahí rondando, ¿Cómo van a querer ellos que la tradicional Loma de los González pase a llamarse la Loma de los Naranjos?

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)



domingo, 10 de julio de 2016

160. Venturas y Buenaventuras de la dinastía musical de los Henao

(Nota: En conversación con mi concuñado Arturo Henao Buitrago, él hizo algunas precisiones al texto que yo había montado en este blog, y a la luz de esas aclaraciones procedí a hacer las respectivas correcciones. Pido excusas por tal circunstancia debida a que "A los setenta uno ya no oye bien, hombre Arturo"; debido a que "A los setenta, uno ya no recuerda bien, hombre Orlando"; y debido a que "A los setenta uno ya no entiende las anotaciones que hace de afán en una servilleta, par de setentones").

El periodista Oscar Domínguez Giraldo en su columna del periódico El Colombiano de Medellín, el domingo 3 de julio de 2016, se ocupó de la musical familia de los Ramírez Arboleda, que fueron sus vecinos en el barrio de Aranjuez.

http://www.elcolombiano.com/opinion/columnistas/musica-debajo-del-brazo-AG4484714

Ver el nombre de la prima Amanda reseñado con su prole en el periódico prendió las luces de mis recuerdos porque resulta que “la prima Amanda” no es prima mía por sangre sino por una especie de paisanaje.

Pueblo Rico (Risaralda) y Pueblorrico (Antioquia) suenan igual pero se escriben distinto. Por razones matrimoniales mis oídos oyen hablar de la gente pueblorriqueña del suroeste antioqueño desde que me casé. Así es que mi suegra doña Elvira (QEPD); y Mamá Carmelita (QEPD), la suegra de mi cuñada Edilma (QEPD); solían hablar a veces de "la prima Amanda que está viviendo en Aranjuez". Un día mi concuñado me dijo que "A vos que te gusta tanto la música, tenemos que ir donde la prima Amanda. Allá casi todos tocan y cantan. Esa casa es una fiesta". Empecé a soñar con el soñado día, pero el soñado encuentro nunca se dio. Después por cosas de la vida, y como el mundo es un pañuelo, resultó que la imponente mujer que dominaba el escenario con la presencia y la voz que le hicieron ganar el título de "La Dama del Tango", resultó ser Carolina Ramírez Arboleda, la hija de la prima Amanda que a los noventa ya debe tener su libreta de teléfonos llena de QEPDs. Me le dejé ir a Carolina para dármele a reconocer, o mejor dicho a conocer, como de la cuerda de Mamá Carmelita y de doña Elvira. Le hice un pedido que desde entonces repito cada que la veo subirse al escenario. Me paro de la segunda mesa y me acerco a ella para decirle al oído: "pst, pst, Carolina, cantáme Sin Lágrimas". Ella sonríe y habla y habla y habla, y da vueltas y vueltas y vueltas. Cuando parece haberse olvidado de mí, anuncia que "Con todo gusto, para el ocupante de la mesa número 743, ¡Sin lágrimas!"; y empieza a cantar, con esa voz que me emociona, el tango que me emociona; y que yo canto a coro con mi desafinada voz de tarro salida de lo más profundo del corazón: "No sabes cuánto te he querido, ¿Cómo has de negar que fuiste mía? Y sin embargo me has pedido que me vaya, que te deje, que te hunda en el olvido...". Para ese momento yo, que le prometí que la iba a escuchar Sin Lágrimas, ya tengo los ojos encharcados y tengo que sacar pañuelo que a poco escurro como si fuera un trapo de cantina. Ese es nuestro juego preferido, y lo practicamos siempre que nos vemos. Es nuestro secreto compartido. Ella sabe que ese tango me llega al alma.

“Sin lágrimas”, tango con letra de José María Contursi y música de Charlo, interpretado por Nayla Danchuk:

https://www.youtube.com/watch?v=pz2qKkaJuxo

Santiago Santamaría, y su hermano José María “Don Pepe” Santamaría Bermúdez de Castro, junto con otros colonizadores del suroeste antioqueño como don Gabriel Echeverri Escobar, obtuvieron en 1825 la concesión de tierras en donde actualmente está el municipio de Jericó, que fue fundado como tal en el año de 1851 y del que en 1911 se independizó el territorio del actual municipio de Pueblorrico en Antioquia. En este territorio nació el segundo Ventura Henao picado por el virus de la música, aunque no sé si haya constancias de que hubiera otros Henao de tal estirpe infectados de ahí hacia atrás. El primero fue su padre, del mismo nombre, pero él no nació allá sino en San Vicente en el oriente antioqueño. Que los antioqueños somos migrantes, no es un secreto; y que los músicos son andariegos, tampoco lo es.

Buenaventura I

El sanvicentino Buenaventura “Venturita” Henao Osorio, casado con Alejandrina “Gunina” Herrera, vivió a finales del siglo XIX y es como un moderno Padre Adán o Patriarca Abraham para la descendencia que de ellos se deriva, y que podría denominarse la “Dinastía de los Henao”; aunque no sé si sea más apropiado llamarla la “Dinastía de los Ventura”.

El primer Ventura del que se tiene memoria es él, y no vamos a entrar en una relación de los nombres de sus hijos porque no se trata en este artículo de hacer un árbol genealógico. El caso es que en el bautismo el patriarca familiar fue bautizado como Buenaventura Henao Osorio, pero fue su destino que desde niño se le conociera como “Venturita Henao” y se le reconociera como músico integrante de bandas de pueblo; esas bandas que, aunque pueden variar en su composición, en general están compuestas, según Wikipedia, por Trompeta de pistones, Trombón de pistones, Saxofón, Clarinete, Tuba de pecho, Bombardino, Tambora o bombo, Caja o tambor redoblante, y Platillos.

Banda Paniagua de Medellín, a principios del siglo XX:

Banda pueblerina de la comuna Santa Clara de San Millán en Quito (Ecuador):

https://www.youtube.com/watch?v=YAdUktIxqg0

No sé si un Buenaventura Henao que figura en la historia de la fundación del municipio de Pensilvania en el Departamento de Caldas sea de sus ancestros o de su estirpe. Nada se sabe, pero si ese Buenaventura no era músico, tal vez nada tenga qué ver porque la música es la impronta genética en esta familia.

Entre los muchos músicos hijos del viejo Venturita estaban Juan Bautista “Tista”, Martiniano “Nano”, y El Mono Ventura Henao Herrera, a quien algunos le decían Venturita como su padre.

Aunque Ventura, el hijo, dirigió por tres años la banda de música de Pueblorrico, el fundador fue su padre y por tal razón la Escuela de Música fundada el 25 de mayo de 2010 por el acuerdo 007 del Concejo Municipal lleva el nombre de “Buenaventura Henao Osorio”, que era el nombre de pila, pero según su destino todo el pueblo se refiere a ella como la “Banda de Venturita Henao”.

El viejo Venturita fundó en Pueblorrico la banda de música para animar las navidades, las fiestas patronales, las bodas, y los velorios, en varios municipios a la redonda; como decir Andes, Jardín, Betania, Hispania, Bolívar, Tarso, Támesis, Caramanta, y otros del suroeste antioqueño. Hubo un momento en que todos en esa banda eran Henao de la descendencia de Venturita, incluido Rafaelito Henao Chavarriaga el hijo de Ladislao Henao Herrera; e incluidos Rafael Cardona, Rafael Martínez, y Gabriel Ríos, los únicos chupacobres de la banda que no eran de la familia. A lomo de bestia se desplazaban con sus instrumentos a cumplir compromisos que los tenían por fuera de casa hasta por ocho o quince días, bebiendo antes de tocar, tocando antes de comer, y comiendo antes de dormir, “Porque músico que se respete toca mejor borracho que sobrio. Póngale la firma”, como dicen los serenateros.

Buenaventura II

Pueblorrico todavía hacía parte del viejo Jericó en 1901 cuando nació el otro Buenaventura, hijo del viejo Venturita, que fue el “Mono Ventura”.

El Mono Ventura, o Venturita hijo, fue un músico reconocido que tocó en la banda de su hermano Juan Bautista “Tista” Henao Herrera. Tista, que se recuerda porque tocaba descalzo y en cuya banda de Betania, también conocida como la Banda de Venturita, todos los músicos eran de la familia Henao menos Ramón Vélez y su hijo Gildardo. Con el tiempo el Mono Ventura emigró a Pereira donde se hizo corista de la catedral. Un hijo del Martiniano Henao Herrera “que tocaba el trombón en la banda del abuelo”, y hermano del otro Martiniano Henao Buitrago “que tocaba la tuba en la banda del ejército”, dice que “en casa de mi tío el Mono Ventura todos los primos son músicos: Jorge, Amparo, Estela, Regina; con decir que no hay sino una sala de recibo y un comedor, pero tienen cinco pianos de los que llaman organetas, e instrumentos colgados de las paredes por todos lados. Una novena navideña en esa casa es como una serenata familiar”. El tío Ventura Henao, aparte de la música, tuvo otra debilidad: le gustaba hacer pesebres. Eran de fama los pesebres que salían de sus manos, finamente elaborados durante todo el año. Pesebres de concurso.

http://wwwlisandrolopez.blogspot.com.co/2011/04/un-caballero-llamado-don-buenaventura.html

Este Buenaventura Henao Herrera, Ventura II o “El Mono Ventura”, es mencionado por el historiador Heriberto Zapata Cuéncar en su libro “Compositores antioqueños” donde dice que: “Buenaventura Henao Herrera “Venturita” era un maestro, director de una banda de música… que siempre estuvo a la cabeza de la Banda de Venturita”.

Y es también registrado por el genealogista Álvaro Gallo Martínez en su libro “Diccionario biográfico de antioqueños” donde dice que:

Buenaventura Henao Herrera nació en Pueblorrico el 15 de agosto de 1901, y era hijo de Buenaventura Henao y Alejandrina Herrera. Su padre fue músico, de quien heredó el gusto por este arte. Organizó y dirigió las bandas de Pueblorrico, Concordia, Jardín, Caramanta, y Anserma. Compositor de algunos pasillos como “Desengañados”, “Luceros, y “Cineraria”. Casado el 20 de marzo de 1927 con Julia Raigoza Bustamante, fueron padres de 15 hijos con los que formó un coro”.

Fuera de las citadas el Mono Ventura fue autor de otras obras, como decir la marcha “Amanda”, que suele interpretarse en los encuentros familiares.

Buenaventura III

Buenaventura Henao Agudelo, hijo de Tista, es otro Ventura Henao de la familia. Aunque su padre fue soplaflautas de banda en banda, y de pueblo en pueblo; y aunque los hijos del tío Ventura heredaron la música pero no el nombre del abuelo; este Ventura III heredó el nombre pero no la música. En vez de tocar teclas en el piano para sacarles música, él era finquero de agricultura y de ganado que acariciaba las tetas de las vacas para exprimir a las ubres "la lechita que nos da mi Dios".

Buenaventura IV

El cuarto Ventura de la dinastía viene a ser hijo de la prima Amanda Arboleda de Ramírez y pertenece a otra familia musicalmente afamada porque allá “casi todos cantan o tocan algún instrumento”. Varios de los hermanos son tangueros reconocidos, como decir Carolina Ramírez “La dama del tango”, como decir Luis Ovidio Ramírez y su hermano Nicolás, tangueros, cantantes de todo, e intérpretes instrumentales.

Como herencia cultural, aparte el amor por la música que transmitió a sus hijos, Amanda se plegó a la tradición de hacer pesebres artísticos, tradición que transmitió a sus hijas Natalia, Diana, y sobre todo a la tanguera Carolina, que también organizan las novenas navideñas con pompa y esplendor al son, ¡Cómo no! de la música familiar. Los cantos de villancicos en esa casa se convierten en un concierto de pianos y violines que atrae público de varias cuadras a la redonda.

Buenaventura V

El quinto Ventura de la dinastía aún no aparece, pero no hay que perder las esperanzas. Por lo pronto, Simón el hijo de Luis Ovidio, toca el piano, toca el violín, y aunque todavía se encuentra haciendo el bachillerato en el Instituto Musical Diego Echavarría donde dirige la orquesta de la institución en sus prácticas como estudiante, el próximo año empezará su carrera musical en EAFIT donde al parecer se enrutará por la dirección de orquesta de cámara; Natalia, la hija de Nicolás, es pianista profesional graduada en EAFIT, y cursa la maestría de piano con nadie menos que con la pianista Blanquita Uribe Espitia; Samuel, el hijo de Diana, es violinista y cursa el bachillerato musical en Bogotá.

Tal vez estos muchachos no sepan que su talento para la música les viene en las venas desde el lejano tatarabuelo sanvicentino que en el siglo XIX tocaba música por los lados de Pueblorrico en Antioquia. No sabía él que algún día ese talento iba a llegar a los tataranietos, y quizás más allá a los trastataranietos. Con una herencia así, nunca se sabe.

Luis Ovidio Ramírez Arboleda

Primero conocí a Carolina Ramírez, la "Dama del Tango", y luego conocí a su hermano Luis Ovidio. Sólo que cuando lo vi en el escenario no estaba cantando tangos sino tocando tiple y guitarra con su compañero el jurista Tulio Elí Chinchilla con el que había hecho un trabajo de reposición de las canciones que bailaban Bolívar y Santander con las muchachas de los pueblos que salían a recibirlos durante la guerra de independencia. Las contradanzas (country dances) La Vencedora, La Libertadora, La Trinitaria, resucitaron en sus dedos maravillosos después de un trabajo de arqueología musical que despertó mi admiración. Saber que era hermano de Carolina me dio alegría, y desde eso nos tratamos como primos que aunque no lo seamos de sangre sí lo somos por contagio. Luis Ovidio también canta tangos, y lo hace en una de las noches de familia que los Ramírez Arboleda programan los jueves en el Patio del Tango. Alguna vez oí cantar tangos a su hermano Nicolás, y entonces entendí que los genes de esta familia debieron llegar cargados de corcheas y semicorcheas, de fusas y semifusas, por aquello de que lo que se hereda no se hurta.

“La libertadora”, danza bicentenaria de los días de la Guerra de Independencia, bailada por el grupo Tuzui Kunki:

https://www.youtube.com/watch?v=5mQsC0Xqx18

Encontrar, pues, que el artículo de Oscar Domínguez en su columna desvertebrada está dedicado al combo de la prima Amanda y de la parentela de Mamá Carmelita, me dio alegría.

(¡Eh, no jodás hombre Arturo! ¿Vos por qué no me cogiste amarrado con una cabuya y me llevaste de la ternilla a conocer a los hijos de la prima Amanda? Si yo lo hubiera sabido, no sólo hubiera ido de visita, sino que me hubiera quedado a vivir allá).

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)


domingo, 3 de julio de 2016

159. Apartadó ya no es un río tan apartado

[...Orillas del río San Juan. A estas aguas los indios las llamaban Docató, río de los yuyos...]. 
(De La casa de las dos palmas-Manuel Mejía Vallejo)

Aunque no fue pionero del cultivo del café en nuestro país, el manizalita don Manuel Mejía Jaramillo (1887-1958) sí fue su gran impulsor, haciéndose merecedor en los foros mundiales del grano al título de Mr. Coffee. El café, un cultivo exótico, fue introducido al país por los jesuitas en el siglo XVIII llevándolo en primer lugar a la misión de Santa Teresa de Tabage, entre los ríos Meta y Orinoco. 

En 1835 un jesuita, el padre Francisco Javier Romero, era párroco de la población de Salazar de las Palmas en Norte de Santander, cuando optó por imponer penitencias confesionales a su feligresía que abarcaba los actuales municipios vecinos de Gramalote, Villa Caro, Arboledas, Chitagá y Santiago; penitencias que consistían en “la siembra de tantos palos de café por pecado cometido”. Según la gravedad, y según las veces en que el pecado fuera cometido, los feligreses se fueron convirtiendo en caficultores; pero fueron los colonizadores paisas de la región que ahora conocemos como “el eje cafetero” (Manizales, Quindío, Risaralda, y suroeste antioqueño) los que dieron el mayor impulso y tecnificación al producto, mientras el cultivo disminuía en otras partes.

Igual pasó con el plátano o banano (Musa paradisiaca, de Linneo) que constituye el segundo cultivo en el mundo, después de la naranja. Empezó en la zona bananera del Departamento del Magdalena, pero se desplazó a la región del golfo de Urabá, gracias a los intereses de la United Fruit Company. Urabá fue bautizada por Martín Fernández de Enciso con la palabra indígena que significaba “lago de agua dulce”, debido a la baja salinidad de las aguas en el lugar de desembarque cuando las primeras fundaciones españolas en Colombia, que fueron los poblados de San Sebastián de Urabá y Santa María la antigua del Darién. Algunos quieren acomodar el significado de Urabá como equivalente indígena de la expresión “tierra prometida”, como si los indígenas precolombinos hubieran previsto que algún día iban a ser sacados de su territorio por los sembradores de banano. Me parece un poco traída de los cabellos esa denominación, como me parece traído de los cabellos el significado que quieren darle a la palabra indígena “Apartadó” como río del plátano (pata: plátano). Eso lo entenderíamos si el cultivo no hubiera sido traído desde la Guinea africana y fuera originario de aquí, o si hubieran sido los indígenas sus propulsores en la región, y no los ingenieros agrónomos de la United Fruit Co.; aunque cabría la posibilidad de que los fundadores del primer caserío le hubieran dado nombre indígena derivado de la palabra plátano, siendo los blancos y no los cobrizos los bautizadores. 

El caserío existía desde 1907, pero se convirtió en corregimiento de Turbo en 1965, y en municipio independiente en 1967.

En el lenguaje nativo de las tribus Emberá (Chamí y Katío) la partícula “do” significa río o agua, de donde todo riachuelo que atraviesa sus caminos lleva esa raíz como componente, casi siempre como sufijo; lo que da nombre a los caseríos y poblaciones aledañas a la corriente respectiva: Churidó, Chichiridó, Tasidó, Turindó, Baudó, Tadó, Murindó, Chibiridó, Chigorodó, Apartadó. Son tantos los que uno se encuentra en el camino, que termina leyendo algún aviso de advertencia como “Charco Hondó”. Pero de los estudios lingüísticos sobre la comunidad Emberá Katía de Dabeiba realizados por la Hermana Estefanía Martínez de las religiosas de la Madre Laura, se desprende que la partícula “do” en lengua emberá significa “río”; “parata” significa “plata”; y “Apartadó” significa “río de la plata”. Parata es una posible deformación fonética de la palabra plata escuchada por los indígenas de labios de los primeros españoles y adoptada para el metal que los conquistadores apreciaban junto con el oro; palabra que luego sirvió para denominar el lugar por donde corre el río Apartadó cuya toponimia es de designación relativamente reciente. Según la Hermana Estefanía, “Nendó” es “Río de oro”, puesto que “nen” significa “oro”.

Los fundadores oficiales de Apartadó son los colonos recolectores de tagua (madera dura, apreciada por los carpinteros), encabezados por José Cardales y Dionisio Cuello; y por Emito Saúl, Nicanor Sepúlveda, y Medardo Moreno. Esto da a entender que no tuvo una fundación oficial y ceremoniosa a la española, sino que se reconoce como fundadores a los que habitaban la región por los días en que por generación espontánea se originó el poblado.

El medellinense don Gonzalo Mejía Trujillo fue el gran impulsor del desarrollo de la región, gracias a la idea que se le ocurrió: hacer del Municipio de Turbo un puerto de embarque para exportación e importación de productos agrícolas, muy cerca del canal de Panamá; y hacer de la carretera al mar una vía de acceso a ese puerto y una supercarretera de cuatro carriles que atravesara la selva del Darién y se uniera a Centroamérica por el occidente, y a la Patagonia por el sur, en una gran Vía Panamericana. No le alcanzó la vida a don Gonzalo, ni nos alcanzará a nosotros, para ver realizado su sueño; pero es posible que algún día nuestros descendientes vean la carretera tal como él la soñó. Por lo pronto en 1951, en vida suya, se inauguró la carretera al mar en el tramo que une a Turbo con Medellín. Era, dicen los que la conocieron, un tenebroso carreteable de una sola vía sin pavimentar donde “cuando dos vehículos se encontraban en el camino, uno de los dos debía retroceder cien o doscientos metros para orillarse en un lugar que diera paso al que venía en sentido contrario. Mejor dicho, patrón, eso era una trocha”. Esta opción me parece asustadora porque hay conductores que son malos para reversar; y porque en un terreno resbaladizo por el fango, y plagado de derrumbes por el invierno, cualquier maniobra equivocada puede dar con uno en el fondo del corrientoso y profundo “Cañón de la Llorona”, así llamado por un espanto que según dicen aúlla lamentos de madrugada en las noches de luna. Aseguran que el Río Sucio en ese lugar se tragó muchos camiones cargados y buses de escalera con pasajeros, sin que se haya rescatado de sus aguas la menor farola o el más pequeño escarpín de niño de brazos. Se los traga y no los devuelve nunca más, ni enteros ni en pedazos. 

Las cosas han cambiado un poco; un poco no más, para que no se confíen. Ahora es una vía de dos carriles, lo que implica una amplitud, y está en su mayor parte pavimentada. Los derrumbes son removidos por la maquinaria de carretera y se le da mantenimiento aceptable. En siete u ocho horas se viaja entre Apartadó y Medellín. Se espantó el fucú.

En mi carácter de mensajero de una empresa, fui de un día para otro a Turbo en 1964, montado en una avioneta. Turbo, la capital de la región, era un descuidado caserío que lideraba un puñado de caseríos menos desarrollados que aquél. Las aguas estancadas del puerto olían a mil demonios y a pescado descompuesto. Tuve que contener bascas mientras iba de la notaría al juzgado saltando, por entre tablas y de piedra en piedra, para no sumergirme en las aguas pantanosas y fétidas pobladas de gusarapos. Me refugié por esa noche en la cabaña que me prestó sus servicios hoteleros, y no vi la hora de que la avioneta me regresara a Medellín al día siguiente. Apartadó, en donde quedaba la instalación cuyo embargo yo había ido a tramitar por cuenta de abogados, quedaba casi inaccesible. No me pidieron que fuera, ni me tomé el trabajo de ir a Apartadó, porque eso hubiera retrasado mi regreso. 

Para este momento Turbo sigue siendo un descuidado caserío, que apenas si ha hecho el esfuerzo de cambiar las tablas de las paredes y los techos de paja por materiales de construcción más sólidos. No es mucho lo que ha progresado. Apartadó, en cambio, se creció a lado y lado de la vía, y es una floreciente población donde se mueve mucho dinero proveniente de las inmensas bananeras y los cultivos de tagua. Le falta en urbanismo para ser una ciudad de calles pavimentadas y alcantarillado de aguas lluvias; pero creció a más de cien mil habitantes y opacó a su antigua capital, de la que ahora apenas es vecina, puesto que tienen administraciones independientes. 

De Apartadó a Carepa y a Chigorodó se va en un ya (15 minutos a Carepa, 15 más a Chigorodó); y de Apartadó a Turbo, Currulao, y Necoclí, en otro ya; por buenas vías. En Necoclí está el mar para los bañistas, puesto que el de Turbo no pasa de ser un embarcadero ribereño.

La historia oficial de Apartadó habla de unos fundadores o primeros habitantes de la región moderna, tomada como tal la que viene desde el desarrollo de las bananeras. Pero al parecer la cosa depende del lugar adonde uno llegue y en esta vez mi viaje lo hicimos por carretera. A primera hora de la mañana me senté en la mecedora, en la acera, a recibir un poco de brisa fresca antes de que el sol asomara su cabeza redonda y me hiciera esconder bajo el sombrío. Pasó el vecino, un hombre más o menos de mi edad (65 años). Comenté que era éste mi segundo viaje, y que el primero había sido en 1964. “Fue ése el año de mi llegada a la región, a los 20 años de edad, cuando resolví dejar de ser campesino de café en el Quindío y me vine a ser campesino de banano en Urabá”, me dijo, y continuó, como se suele decir de casi cualquier lugar que uno visite:  

Esto eran mangas, y hasta donde alcanza la vista, a uno y otro lado de la carretera, sólo tenía dos dueños que fueron los fundadores del poblado. Don Tomás Osorio, el uno, era un señor alto, elegante, de hablar educado y pausado, de modales cultos, que inspiraba respeto. Por la acera donde él venía, los demás bajábamos a la calle para cederle el paso, cortesía que él aceptaba con una inclinación de cabeza, una amable sonrisa, y un `muchas gracias, hijito´. Para él, todos éramos sus hijitos. El otro era el ronco don Ramón Jaramillo. En su presencia era `Don Ramón´ para todos, pero a sus espaldas era `El ronco´. Un hombre alto, fortachón, y pendenciero; al que le gustaba medir fuerzas con el que le diera lugar y ganarle, porque no le gustaba perder y nunca perdía. Ventajoso en los negocios, y mujeriego lleno de hijos dentro y fuera del matrimonio. Cuando llegaba a algún establecimiento de cantina se fijaba en la mesera más bonita y ésa tenía que ser la que lo atendiera, considerando un irrespeto si la muchacha ponía sus ojos en otro que no fuera él. Hasta que un día El Ronco llegó al lugar donde se encontraba un estibador bajo y de apariencia, comparada con la del patrón, endeble; obrero a quien llamaban “Marimonda” o “Mono Negro”. El estibador tenía ocupada a la mesera con requiebros, y el patrono supuso que el otro debía hacerse a un lado y cederle el paso. Se equivocó. A poco estaban enfrascados en pelea, y a poco más el bajito iba perdiendo frente al fibroso y curtido brazo del jefe que le estaba atornillando la nuca y estrangulando la cara morada, y se encorbataba la lengua del peón que oía ya los últimos conteos estertorosos del round perdido por knockout físico. Nadie se atrevía a meter basa. De pronto el bajito, en un sacudón como de muerte, estiró su mano callosa acostumbrada a anudar sogas, hurgó hasta encontrar lo que buscaba, y apretó fuerte por debajo de la pretina del otro, aprisionándole los testículos. Apretó fuerte. El otro fue aflojando su brazo y desmadejando el cuerpo para caer al piso donde su derrota fue sellada con un par de patadas callosas del de pie limpio. `Es para que aprenda a respetar a los hombres, patrón´, gritó altanero; pero el patrón ya no lo oía. Pasaría El Ronco semanas en el hospital, antes de enterarse de que el bajito se fue de la región sin cobrar prestaciones, pero llevándose la muchacha para apartarla de irrespetos patronales. No se supo de más hijos del ronco Ramón Jaramillo después de esa apretada, ni de que hubiera vuelto a atravesarse en el camino de ningún bajito”.

Escribí este texto en enero 6 de 2010, y el sábado 25 de junio de 2016 recorrí de nuevo la antioqueña carretera al mar hasta el municipio de Frontino, que queda a cuatro horas de la ciudad de Medellín en automóvil, por la misma vía que antes los camiones se tardaban días en cubrir. Pasamos por un aviso que señala el sitio donde se construirá la entrada al “Túnel del Toyo”, una vía que acortará aún más el recorrido. Apartadó queda a media hora de Chigorodó, Turbo queda a poco más de media hora de Apartadó, y Necoclí queda a una hora de Turbo, por buenas carreteras. Los tiempos de la trocha a Urabá son cosa del pasado.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)