Manuel Mejía Vallejo, nacido el 23 de abril de 1923, a los 19 años ya estaba escribiendo “La tierra éramos nosotros”, su primera novela que publicó cuatro años después, cuando tenía 22. Fue entonces cuando conoció a Socorro Santamaría Abad, cinco años menor, y se enamoró de ella. También ella. En 1948 tuvo una gran alegría, y una gran decepción. La gran alegría le vino por cuenta de la publicación de esa novela. La gran decepción, por el matrimonio de su enamorada con el médico Alfredo Londoño Upegui. Nunca superó tal frustración. Ella tampoco. La historia la supe en Cúcuta por boca de Socorro en el año de 1989, y me pareció una historia bonita, digna de escribirse. “No es posible, Orlando”, me dijo, “porque yo llevo una vida de casada en Pereira y tengo hijos crecidos. A mi esposo no le gustaría. Por otra parte, Manuel es casado. Sería un irrespeto a su situación”. Sentí un poco de dolor de que así fuera.
Cuando enviudó, un año después, le pedí que la escribiera. “Escríbela tú”, me dijo, “pero no la publiques, por el momento”, y el resultado es esa entrevista que divulgué entre mis amigos años después, cuando ya Mejía Vallejo había muerto; y que refrenda la historia que Socorro acaba de contarme para el video que Víctor Bustamante y yo realizamos en su apartamento en agosto de 2014, cuando ella es una mujer de 86 años con los achaques naturales propios de su edad, pero con la mente lúcida. “Gracias, Orlando, por airear cosas que tenía guardadas en el corazón”.
Escribí la historia en vida de don Miguel Escobar Calle, cuando él trabajaba en la Sala Antioquia de la Biblioteca Pública Piloto, y cuando doña Claire Lew de Holguín estaba a cargo de la Sala Manuel Mejía Vallejo que guarda los archivos documentales del escritor. Sabedor de que ellos habían sido sus amigos cercanos, les pedí que me confirmaran la veracidad de lo que se cuenta en ese escrito. Me remitieron donde la viuda del escritor, arquitecta Dora Luz Echeverría Ramírez de Mejía Vallejo, que resultó ser una mujer muy descomplicada y franca, que no tuvo inconveniente en confirmar lo allí dicho porque “A decir verdad, todas las mujeres que conocieron a Manuel se enamoraron de él. Pero es cierto eso de que Socorrito fue un gran amor en su vida”.
Me invitó a visitarla un jueves en su casa de Villa Grande en El Poblado, en compañía de Socorro; y allí ellas, que ya habían tenido trato telefónico en otras oportunidades, se saludaron con efusividad y afecto; en una grata tertulia que compartieron las hijas María José y Valeria Mejía Echeverría; y el hermano, Carlos Echeverría Ramírez. Su madre, la pintora Dora Ramírez (Dora Ramírez-Johns Gutiérrez), quería estar en este encuentro “pero no pudo asistir, porque no alcanzó a llegar”, nos dijo Dora Luz. Fue una agradable velada y el reencuentro de dos mujeres que en su momento, y a su modo, amaron a Mejía Vallejo y le entregaron el corazón.
Cuando entramos fuimos recibidos por María José, a quien acompañaba su pequeño hijo Mateo de tres años, que Socorro encontró que era “vaciadito del molde del abuelo”. Recordó Dora Luz cuando en la finca “Ziruma”, en el sector de La Fe del municipio de El Retiro, la familia rodeaba al inmóvil Manuel sentado en una silla de enfermo y cubiertas sus rodillas por una manta, después del derrame cerebral que lo dejó inmóvil y, peor aún, acalló su voz.
Estando en esas entró una llamada telefónica de Socorro, desde Pereira, preguntando por la salud de él. Contestó Dora Luz y dijo: “Pondré la bocina en su oído, Socorro. Háblale que, aunque no pueda contestar, él te escucha”. Dijo Valeria que cuando le acercaron la bocina al oído de su padre fue la primera vez que lo vieron sonreír desde el insuceso. “So… co… rri… to…”, balbuceó, y escuchó las palabras de aliento que Socorro le daba desde el otro lado de la línea. “Al colgar”, dijo María José, “a papá le rodaron lágrimas por la mejilla”. Se mencionó el hecho de que cuando Manuel se enteró del matrimonio de Socorro, en aquel diciembre de 1948, “estuvo durante un mes en la finca Casablanca de su hermano Carlos en suroeste, a orillas del río Cauca, y bebió y lloró hasta el cansancio por las cantinas de los alrededores”.
Estando en esas entró una llamada telefónica de Socorro, desde Pereira, preguntando por la salud de él. Contestó Dora Luz y dijo: “Pondré la bocina en su oído, Socorro. Háblale que, aunque no pueda contestar, él te escucha”. Dijo Valeria que cuando le acercaron la bocina al oído de su padre fue la primera vez que lo vieron sonreír desde el insuceso. “So… co… rri… to…”, balbuceó, y escuchó las palabras de aliento que Socorro le daba desde el otro lado de la línea. “Al colgar”, dijo María José, “a papá le rodaron lágrimas por la mejilla”. Se mencionó el hecho de que cuando Manuel se enteró del matrimonio de Socorro, en aquel diciembre de 1948, “estuvo durante un mes en la finca Casablanca de su hermano Carlos en suroeste, a orillas del río Cauca, y bebió y lloró hasta el cansancio por las cantinas de los alrededores”.
Dora Luz contó, entonces, sobre la vez en que iba para esa finca el matrimonio con sus hijos Adelaida, María José, Valeria, y Pablo Mateo. Pablo Mateo era un adolescente que acababa de romper con la que tal vez fuera su primera novia de adolescencia, y reprimía sollozos dejando adivinar un taco que le obstruía la garganta, mientras su padre lo miraba de reojo. En cierto momento, acabado de pasar el puente de Bolombolo, Manuel le pidió a Dora Luz que detuviera el carro en la berma, a orillas de la carretera, y se bajaron. Abrazó entonces a su hijo diciéndole “Llore, mijo, que yo sé lo que es eso. Uno no puede ir por el camino ahogándose con un taco así”. Acompañar al muchacho en ese angustioso momento debió ser conmovedor para los ocupantes del carro, pero para Manuel significó revivir (y resufrir) aquel momento en que supo que Socorro se había casado con otro para siempre.
Resultado de estas conversaciones son mi entrevista, titulada “Manuel, igual que una sombra”, que puede leerse en este blog; y este video que queda como registro testimonial de vida de una mujer que, al igual que Florentino Ariza en “El amor en los tiempos del cólera”, remontó el río de la vida una y mil veces de ida y vuelta, cargando el pesado fardo de un viejo amor de juventud que se negó a irse del todo, en lo que los psicoterapeutas llaman “amores no resueltos”.
ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
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