domingo, 7 de octubre de 2018

254. Mono Rivillas, máquinas de escribir de la decadactilografía a la pulgotactilografía

Landó es el nombre de un ritmo afroperuano, y es también el nombre de un carruaje cubierto tirado por caballos; pero Landero es el apellido de un novelista español:


Y también el apellido de Andrés Landeros, cantautor vallenato del Departamento de Bolívar, considerado El Rey de la Cumbia:


Sin embargo, hay una guaracha compuesta por la puertorriqueña doña Margarita “Margot” Rivera García, esposa de don Luis Rivera Esquilín y madre de Ismael “Maelo” Rivera Rivera (El Sonero Mayor), que se titula “Máquina Landera” y no se refiere a ninguno de los dos.

Máquina Landera”, en versión de Víctor Piñero con la Sonora Matancera:


Chumba la candela, maquinolandera) 
(chumba la candela, maquinolandera) 
(chumba la candela, maquinolandera) 
(chumba la candela, maquinolandera) 

Oh, oh, oh, oh (maquinolandera) 
ay, maquinita landera (maquinolandera) 
ayer se fue con Chavela (maquinolandera) 
se fue pa’ la rumbandela (maquinolandera) 

Máquina, máquina (maquinolandera) 
máquina, máquina (maquinolandera) 
a gozar y a bailar (maquinolandera) 
con su maquinolandera (maquinolandera) 

(Chumba la candela, maquinolandera) 
(chumba la candela, maquinolandera) 
(chumba la candela, maquinolandera) 
(chumba la candela, maquinolandera) 

Oh, oh, oh, oh (maquinolandera) 
no me hables tanta bobera (maquinolandera) 
no seas tan pamplinera (maquinolandera) 
estoy plantando bandera (maquinolandera) 

Con la maquinolandera (maquinolandera) 
máquina, máquina (maquinolandera) 
pero maquinolandera (maquinolandera) 
pero maquinolandera (maquinolandera) 

Oh, oh, oh, oh (maquinolandera) 
ay, maquinita landera (maquinolandera) 
esa negrita rumbera (maquinolandera) 
se fue corriendo pa’ fuera (maquinolandera) 

Para que nadie la viera (maquinolandera) 
con tremenda borrachera (maquinolandera) 
máquina, máquina (maquinolandera) 
máquina, máquina (maquinolandera) 

Maquinolandera (maquinolandera) 
maquinolandera (maquinolandera) 
(maquinolandera, maquinolandera) 
(maquinolandera, maquinolandera) 

Oh, oh, oh, oh (maquinolandera) 
ay, maquinita landera (maquinolandera) 
me voy pa’ la rumbedera (maquinolandera) 
esa negrita Manuela (maquinolandera) 

Oh, oh, oh, oh (maquinolandera) 
maquinolandera (maquinolandera) 
máquina, máquina (maquinolandera) 
máquina, máquina (maquinolandera) 

Oh, oh, oh, oh (maquinolandera)...

La canción es un tema bailable muy pegajoso y alegre, cuya letra sirve para ilustrar la tesis de que no todos los poemas son musicalizados, ni todas las letras de canciones son poemas. Este no es un poema. Es una sucesión de frases cuya misión es llenar el espacio con palabras en vez del tarareo. Digamos que no es una letra que tenga argumento, pero las frases algo tendrán que significar. No sé si sea producto de mi mente pervertida, o en el Puerto Rico de aquellos años, y en el contexto de la canción de algunas personas que se encuentran en un baile, estar “plantando bandera” signifique que el hombre está excitado. No sabría decirlo. La palabra máquina y su derivación máquino, puede referirse a un maquinista de tren, a un conductor de automóvil o camión, a un mecanógrafo, o como apodo a alguien que maneje o repare cualquier tipo de máquina en algún taller. El título lo encuentro como Máquina Landera, como Máquina Landero, como Maquinalandera, como Maquinalandero, como Chupa la Candela, como Chumba la Candela, y como Chumalacatela. Cada quien le pone lo que le parece oír.

Chupar la candela, puede referirse a un fumador de tabaco, claro; o metafóricamente a cualquier cosa que se relacione con chupar, así como meter candela no sólo se refiere a hacer fuego sino a ponerle entusiasmo a cualquier cosa. En fin, ¿En qué estaría pensando doña Margot Rivera cuando escribió esa letra, en qué estaría pensando?

Su hijo Maelo no sólo fue contemporáneo de Daniel Santos, sino que con el tiempo terminó enamorado de Gladis Serrano, una exmujer del Inquieto Anacobero que tenía un hijo pequeño de Daniel. Maelo le planteó la situación a Daniel, pero éste no tuvo inconveniente en que su amigo se casara con su exmujer y criara al chico. Fue así como su amistad se convirtió en una especie de compadrazgo o amigable componenda.

Doña Vicenta Gómez Diago era hija de don Vicente Gómez Restrepo, y por lo tanto descendiente de don Alonso López de Restrepo Méndez, que en el siglo XVII llegó desde España con su primo Marcos López de Restrepo Águila al Valle de Aburrá, y cuya descendencia se regó por todo el país. Me refiero a la de don Alonso, puesto que la de su primo no, porque él no tuvo bisnietos hombres sino que todas fueron mujeres. 

Doña Vicenta era la madre de José Asunción Silva Gómez, el célebre poeta suicida que pidió a su amigo, el médico Juan Evangelista Manrique, en cuyo honor se nombra el barrio Manrique de Medellín, que le dibujara con mercurio una cruz en el sitio exacto del pecho donde queda el corazón. Fue sobre esa cruz donde descerrajó la bala que le quitó la vida. ¿Por qué lo hizo? Se dice que no pudo soportar la muerte de su hermana Elvira, de quien estaba incestuosamente enamorado. Son dos motivos suficientes: un amor imposible y la pérdida del ser querido. Estaba, además, el fracaso económico de sus negocios, con pérdida total de su fortuna, y demandas de los acreedores que incluían el pleito por mala administración que le puso la familia Diago, de su abuela materna. Duro eso de verse uno demandado judicialmente por su propia abuela. Y estaba algo que le ha pasado a muchos, aparte de él, pero no es consuelo para un poeta y escritor al que le sobrevenga esa desgracia, de ver perdido el trabajo de años, sepultado por el destino en las profundidades del mar, según cuenta doña Wikipedia de Google: 

“El 28 de enero de 1895, el barco a vapor Amérique, que lo trae desde Venezuela, naufraga frente a Barranquilla. Se hunden con él los manuscritos de su obra. El Libro de Versos y los Cuentos Negros, que pensaba publicar”.

Una cosa así, es como para deschavetar a cualquiera. Para finales del siglo XIX la máquina de escribir estaba inventada pero, supongo, su uso no estaba tan extendido y muchos escribían sus obras a mano, con anotaciones en fichas, en libretas y cuadernos, que luego los tipógrafos tenían que articular y componer al imprimir los libros. Eran tiempos en que no se entregaban los manuscritos en disquette, en CD o en USB, ni se sacaba backout o copias de seguridad por si las moscas se enloquece el disco duro. 

Supuesto el caso de que Silva tuviera una máquina de escribir, lo imagino con su meticulosidad y parsimonia introduciendo sus cuartillas en la máquina y escribiendo trabajosamente línea por línea con el golpeteo de esas trogloditas teclas que requieren fuerza de herrero en los dedos pero eran accionadas por las delicadas manos de Silva. Equivocándose. Corrigiendo. Acatando a agregar un párrafo imposible de insertar y, entonces, copiándolo en otra hoja con flechas y señales equivalentes a nuestro “cortar aquí y pegar allá”. 

Yo soy testigo del final de la máquina de escribir, cuando las mecanógrafas de las notarías desarrollaban habilidad para escribir con rapidez en los folios numerados de papel sellado en que se escribían las escrituras públicas, y ponían al final de la hoja notas, aclaraciones, explicaciones, otrosíes, erratas, y cosas de esas para dilucidar errores cometidos en la mitad de una página. Horrible tener que repetir hojas enteras porque el error cometido era insalvable e imperdonable. Horrible. Recuerdo eso. Pero también soy testigo de la llegada del computador personal y de los textos que se escriben hoy en día con el sin fin de posibilidades de cortar, pegar, trasladar frases y párrafos completos, cambiar el contenido, sustituirlo por otro, precisar, dar formato con diferentes tipos de letra, aplicar la bastardilla, quitarla, poner letra en negrilla, ponerla en subrayado, llevar todo a mayúsculas, regresarlo a minúsculas, cambiar la fuente, cambiar el color, dar sangría a los comienzos de párrafo, aumentar o disminuir tamaños, introducir viñetas, justificar, en fin. Creo que no soy capaz de regresar a escribir como lo hacían en los antiguos tiempos, que para mí equivalen a la escritura sobre piedra de las tablas de la ley, martillo y cincel en mano. Las viejas máquinas de escribir han pasado a ser, pues, unas piezas de museo; y algunos las compran para ponerlas en su colección particular, sobre todo aquellas que pertenecieron a escritores reconocidos y en las que se escribieron obras de la literatura universal. Son verdaderas joyas las de Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald, William Faulkner, Marguerite Yourcenar, etc. Un coleccionista, por ejemplo, es el actor norteamericano Tom Hanks que ve un modelo de esos y se le tira en voladora para adquirirlo. Tiene un técnico italiano que es especialista en restaurar, pero ese técnico dice que no son sólo los coleccionistas los que las están reviviendo esas máquinas sino que hay personas que las adquieren para dedicarse a escribir en ellas. Se declaran enemigos del facilismo y la agitación de los tiempos modernos y quieren regresar a los tiempos en que se escribía a la luz de una vela hasta que a uno lo vencía el sueño. No soy de esos.

Coleccionistas de máquinas de escribir y el técnico italiano que las recupera:


El británico James Cook es un artista cuyos cuadros no se hacen con pinturas y pinceles sino con impresiones en ¡Máquinas de escribir! La suya es una obra llamativa:
Hay un curioso concierto para máquina de escribir y orquesta, compuesto por Leroy Anderson, y una curiosa versión de ese concierto por el humorista o comediante norteamericano Jerry Lewis.


EL MONO RIVILLAS Y SU MÁQUINA DE ESCRIBIR

En el año en que cumplí los cinco mi adorada tía Gabriela Casas Restrepo, obrera de la fábrica de Coltejer, la mujer con quien yo de niño dormía en el rincón de su cama, se casó con Jesús Amador “El Mono” Rivillas Muñoz, mecánico de textiles y músico intérprete de la lira, bandola, o vihuela, el instrumento de cuerdas que acompaña al tiple y a la guitarra en las estudiantinas y en los tríos de serenata. Nacidos ambos en el año de 1918, tenían 32 años entonces, y ahora ella está próxima a celebrar su centenario, lúcida y entusiasmada por el soplo de las 100 velitas que su recientemente fallecido esposo no pudo celebrar. A él le faltaron unos meses para cumplir esa efemérides porque la muerte no quiso esperar. 

Treinta y dos años era una edad que según los parámetros de la época los calificaba de solterones y de “vestir santos”, como alusión a las beatas colaboradoras que había en las parroquias para ayudar al cura en los preparativos de la Semana Santa vistiendo las imágenes de procesión. Para un niño de cuatro años, el hombre que se está llevando a la mujer que le arrulla los sueños “es un ladrón que le ha robado todo”, como canta José Luis Parales; y mi infantil reacción fue ir a la cocina a tomar un cuchillo porque yo quería matar a ese infame. Cuatro años se demoraron en tener sus propios hijos, y yo fui durante ese tiempo como un hijo adoptivo de la pareja, un sobrino consentido.

El Mono Rivillas es un personaje al que hago referencia en el artículo “Maestro Rivillas entre vihuelas, liras, bandurrias, y bandolas”, insertado en este mismo blog. 

A los doce años, y convertido en lector incansable, yo pasaba vacaciones escolares enteras metido en la biblioteca del Mono Rivillas con sus colecciones de libros, con su enciclopedia por tomos, con sus bibliotecas básicas de Editorial Salvat y del Instituto Colombiano de Cultura, con su colección empastada por semestres de la revista Selecciones del Readers Digest en español a partir del primer número en este idioma que salió en diciembre de 1940. Allí me nutrí de conocimientos en una gran variedad de temas que para mí fueron el embrión de lo que llaman “cultura general”.

Máquina de escribir portátil Smith Corona Super, mod. 54

En un rincón de la biblioteca del Mono Rivillas, sobre un tablón que hacía las veces de mesa, había una máquina de escribir portátil Smith Corona Super mod. 54 de cinta bicolor en rojo y negro, y en ella hice mis primeros pinos mecanográficos, chuzografiando teclas con los dedos índice y buscando trabajosamente las letras en un desordenado teclado qwerty que vaya uno a saber por qué razón venían ordenadas así. Tenía, entonces 12 años de edad.

Seis años después mi madre me matriculó en un curso de mecanografía en el Instituto Comercial Antioqueño con la señorita Emilia Duque Yepes, septuagenaria mujer a la que acompañaba su hermano “Don Leo” en la enseñanza decadactilar. Las máquinas de práctica eran unos armatostes Remington 12 Standard, y Underwood Standard Typewritter de duras teclas, cuyos ejercicios del manual tenían por fin agilizar el conocimiento de la ubicación de las letras y fortalecer los músculos de los dedos para que golpearan con fuerza. Nuestra meta, porque juntos estudiábamos mi primo Chepe y yo, era lograr la mayor velocidad en cantidad de palabras por minuto que obtenían las escribientes de notaría. Ese era un punto muy alto de alcanzar.

Poco después entré al mercado laboral, y tuve acceso a una máquina de escribir Underwood Five, cuyo dominio tuve que demostrar antes de que me permitieran acceder a la máquina de escribir eléctrica de la marca Brother, que era del uso privativo de la secretaria de gerencia. Una auxiliar de contabilidad hacía uso de una máquina Burroughs que no tuvo el privilegio de recibir mis caricias porque, como dicen, las cosas se parecen a su dueña, pero que debía ser muy molesta porque la mujer a cada nada lanzaba maldiciones, tiraba una hoja arrugada al cesto, y ponía una hoja nueva en el carro. Tal cosa era un fastidio. Para ese momento el Mono Rivillas había cambiado su vieja portátil por una Olivetti Lettera 22 de última generación, que relucía como una joya en el mismo rincón de su antecesora. Y para ese momento, también, yo era ya un mecanógrafo decadactilar acreditado y avalado por mis experiencias de trabajo. 

Finalizaba la década de los años 60 y en la oficina teníamos una sumadora manual de escritorio Divisumma 24, de tirilla, que llamábamos la caminadora porque a medida que uno accionaba la palanca para calcular e imprimir la máquina se corría unos centímetros y al final ya iba llegando al borde de la mesa. Sus patas eran unas chupas de caucho que se suponía tenían que anclarla a la lustrosa fórmica del escritorio, pero el polvo y la grasa las inutilizaban. Le hacía compañía una calculadora Facit NTK de escritorio, para multiplicar y dividir subiendo y bajando unas clavijas por el respectivo riel de cada cifra decimal. Se volvía uno un experto en accionar la palanca a velocidad muchas veces hacia adelante y muchas otras hacia atrás para obtener el resultado.

No supe cuándo pasó el tiempo desde que yo tenía cinco años hasta llegar al septuagenario que soy ahora. Fue en un suspiro. El siglo XXI me encuentra pegado a un teclado de computador de escritorio, decadactilar y todavía qwerty, olvidado de mis viejas máquinas obsoletas y negado a entrar en el mundo de las Tablet y los Ipod táctiles de toque fino. No he podido acomodarme al uso de la mecanografía pulgotactilar.

Pulgotactilógrafo de teléfono celular

Ha pasado el tiempo, y cumplí 74 años en el mes de octubre de 2019. Mi tía Gabriela Casas Restrepo, viuda de Rivillas, cumplió 101 años en el mes de agosto, y con las limitaciones propias de su edad conserva la lucidez, el caminar sin apoyo, y se acicala sin ayuda en las mañanas. Su esposo, Jesús Amador “El Mono” Rivillas Muñoz falleció cinco meses antes de cumplir los 100 en estado de lucidez mental, así el corazón no bombeara ya con suficiente fuerza. Ambos nacieron en el año 1918. Queda como recuerdo del Mono Rivillas la entrevista que le hicimos en compañía de Víctor Bustamante y de Luisa Vergara en su casa del municipio de La Ceja, entrevista que puede verse en el siguiente enlace.

https://neonadaismo2011.blogspot.com/2019/12/teatros-de-medellin-en-los-anos.html?fbclid=IwAR0nV9Vis1LISX9npCmtlaMzp5Id_iNfdagYX-F_ETGVJue8CcpY5_FzGgo

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)




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