Hay coleccionistas de discos a los que podemos denominar “acumuladores de vinilos o acetatos”, que así fue como denominé a la persona que vi posando para una fotografía parado sobre un arrume de discos de su propiedad. ¡Parado! Eso es algo que un riguroso coleccionista considera un adefesio, una irreverencia, una herejía, un exabrupto.
Entendamos que el verdadero coleccionista saca suavemente sus discos del estuche para que tengan el mínimo roce, y los sostiene delicadamente con la punta de sus dedos índices, tomándolos por el borde, para que los dedos no entren en contacto con los surcos del disco. Luego procede a pasarles un paño humedecido en líquido disolvente para retirar cualquier brizna de grasa o polvo que los hubiera podido contaminar, y son ellos los que no digo que los ponen sino que los colocan cuidadosamente en el aparato tornamesa vigilando que la aguja no descargue bruscamente sobre el ejemplar sino que se pose suavemente sobre su superficie. Una vez hecho esto, se disponen no digo que a oír como quien oye música ambiental sino a escuchar con atento oído los sonidos que saldrán del aparato. No permiten que nadie más que ellos toque estos elementos de su colección, y a lo sumo a que acceden, no sin dificultad, es a permitir que el visitante curiosee la carátula del estuche en que los conservan.
Un verdadero coleccionista se aprende fechas, anécdotas, nombres de casas grabadoras, marcas o sellos de grabación, año de prensaje, autor de la letra, compositor de la música, arreglista, integrantes de la orquesta acompañante… mil detalles; y sabe identificar de oído el título, el ritmo, el intérprete, el acompañamiento, y cuál de las versiones suena, en el caso de que haya dos o más. En tratándose de tangos, son los que el periodista Rodrigo Pareja Montoya denomina “tangueros de ley”, una categoría que va más allá de la de los simples tangueros.
Algunos gustan de escuchar música, y no son muy exigentes que se diga. Son personas que encajan más bien en el concepto de música cross over y no tienen inconveniente en que detrás de un bolero siga un pasodoble, luego un tango, luego un bambuco, luego un rap o un hip hop o un reguetón. Con tal de que por los altavoces salga algún sonido, y ojalá a mucho volumen, está cumplido su objetivo que es el de matar o disfrazar el silencio y sentirse acompañados por la música. Mientras otros diletantes, y diletante no significa refinado sino aficionado, exigen llenar el momento con el género en particular que quieren oír en ese momento. Consideran que hay un tiempo para todo, y que cuando es a escuchar tangos pues que se escuchen sólo tangos, que ya le llegará el momento a otros géneros, y estos aficionados no excluyen la posibilidad de que en algún momento quieran escuchar música clásica pero, como dicen, “cada cosa en su lugar y cada música en su momento”.
La clasificación que voy a proponer no está establecida, pero en gracia de ilustración diré que los anteriores gustosos, o gustadores, o degustadores de la música, son simples aficionados; y que hay una categoría especializada de nivel superior que es la de los melómanos; y llamaré melómanos a los que necesitan sentarse a oír música en un lugar silencioso, con buena acústica, ausente de ruidos y distractores, para concentrarse solamente en la escucha de la pieza o las piezas que quieren oír. Cuando están en esta tarea, no se ocupan de ninguna otra cosa como martillar suelas de zapatos, pedalear máquinas de coser, o forjar a golpes piezas de hierro entre el crepitar de las llamas de una caldera o el ruido ensordecedor de una turbina. Tampoco pueden hacerlo rodeados del teclear de máquinas de escribir, ni frente a una avenida de alto flujo vehicular, ni dentro de un estadio en medio de un partido de fútbol, ni al pie de la pista de aterrizaje de un aeropuerto, ni cerca de una cuadrilla de trabajadores callejeros operando un taladro rompepavimentos. Esos ambientes no están hechos para el melómano.
Hay personas que gustan de la música popular, y hago esta aclaración porque en el tema tratado la música popular y la música culta, o seria que llaman, son excluyentes. Por lo general, los amantes de un género no gustan del otro, y viceversa. Especialmente los amantes de la mal denominada “música clásica” que incluye los períodos barroco, clásico, y romántico, suelen gustar poco o inclusive abominar de la otra música que no cumple con sus parámetros de lo que para ellos es el buen gusto. Ni siquiera la llaman popular sino que la apodan despectivamente como populachera. Se da el caso de que para los musiculteranos la música de los Beatles sea considerada como muy popular, mientras que el pueblo pueblo califica esa misma música como ¡Música Clásica! Los Beatles parecen estar en una franja neutra, una tierra de nadie. Para el pueblo pueblo la música instrumental orquestada, que denominamos estilizada, es considerada no sólo música clásica sino barroca. No se andan con remilgos a la hora de descalificar la “música de la gente apergaminada”.
Pero hay más. Algunos se audodenominan melómanos coleccionistas porque tienen discos “que no los tengo sino yo”, y porque saben cosas “que no las sé sino yo”, disgustándose si algún otro se atreve a opinar sobre el tema de su especialidad o a hacer sonar lo que consideran de su exclusiva propiedad particular. Se creen poseedores de la verdad absoluta y los non plus ultra sobre el asunto en cuestión. Los sumos pontífices. Los guardianes del dogma. Es esta una posición que no merece ningún respeto porque, a decir verdad, el verdadero coleccionista no es el que guarda las pinturas en una caja fuerte oculta en lo más profundo del sótano de su castillo, sino el que los cuelga en un museo o galería para que puedan ser observados por mucha gente. El verdadero poseer está en el amplio compartir, y los conocimientos no deberían ser propiedad intelectual de unos pocos sino patrimonio inmaterial de la humanidad para aprovechamiento de todos.
Eduardo “Edoceb” Ceballos Arango no es un coleccionista y melómano convencional; pero, más que muchos, él es estas dos cosas. Y digo que no es coleccionista, porque comparada con la de los denominados coleccionistas la cantidad de discos de larga duración que él conserva se considera exigua. Según él reconoce, “en la actualidad poseo o conservo cerca de mil LPs de los artistas de mi agrado”. El grueso de la música que ha acumulado se encuentra en formato digital dentro de sus aparatos de computación.
Ceballos no tiene discos sino que todo lo tiene grabado en el computador, pero no de cualquier manera sino clasificado por carpetas, intérpretes, géneros. No sólo lo tiene guardado allí, sino que lo tiene resguardado en varias memorias de respaldo denominadas “discos duros externos”, cada uno de varios terabytes de capacidad de almacenamiento. Estos discos duros no los hallará uno puestos en una repisa sobre la máquina lavadora, ni sobre el lavaplatos de la cocina, porque para él son un tesoro que no puede exponer a riesgos. Son un tesoro, pero el verdadero tesoro está dentro de su cabeza en sus prodigiosos memoria y oído, y en el buen gusto con que selecciona lo que quiere guardar. Tiene la ventaja de que su formación de Ingeniero de Sistemas lo hace autosuficiente a la hora de solucionar problemas de los que plantean la electrónica y la sistematización. Sumado a esto, está su habilidad para transmitir sus conocimientos, que no cualquiera la tiene. No solo tiene la habilidad sino el gusto porque, desprovisto de egoísmos, comparte con agrado lo que tiene y lo que sabe. Vistas las cosas desde estos puntos de vista, Eduardo puede ser considerado como un “coleccionista y melómano ideal”.
Proviene él de una familia muy musical en la que padre, madre, tíos, abuela, tocaban uno o varios instrumentos y en la que las reuniones familiares de todos los días terminaban interpretando música. “Mis tías tenían estudiantina”, dice Eduardo, “y mi abuela recibía la visita de sus hijos y nietos mientras tejía y cosía en las tardes. Al dar las seis guardaba las lanas y agujas de tejer y decía ¡Saquen los instrumentos! Entonces, mientras la señora de la cocina preparaba la cena para todos, la casa se convertía en una sola serenata, en una audición musical en que todos se esforzaban por demostrar su virtuosismo para el solaz familiar. Desde su cuarto de costura la abuela le gritaba a sus hijas que estaban en la sala: La del tiple súbale a la tercera, la de la guitarra tiene la quinta desafinada, bájenle al tono que así es más difícil de cantar, e instrucciones de esas que su fino oído le hacía notar”. El Dr. Germán Ceballos, médico padre de Eduardo, que ya murió, tocaba el violín y el tiple. Su madre está próxima a cumplir cien años en plena lucidez, y tocaba el piano, el violín, el tiple, y algo de guitarra. Todos los días ella lee capítulos de algún libro de música, y cada dos o tres días doña Sofía Elena Arango y su hijo se sientan a ver juntos algún video musical y a comentarlo. El padre de Eduardo, temeroso de que él se le volviera un músico serenatero y bohemio, incapaz de estudiar alguna carrera profesional, le hizo prometer que no se dedicaría a la música. Eduardo se convirtió en ingeniero de sistemas y no aprendió a tocar ningún instrumento, pero como traía la música en la sangre y en el oído ha sido un guardador de música desde siempre y habla con propiedad –ha dado charlas y conferencias– de muchos temas, como decir la vida de Benny Moré, o la de Felipe Pirela, o la historia de Los Melódicos, o de la Billos Caracas Boys, o de la Sonora Matancera, o de la Sonora Santanera, o de María Luisa Landín, o de Toña la Negra… Son innumerables las charlas que le he oído sobre música soportadas en rarezas musicales que él guarda pero no celosamente sino generosamente porque a la hora de compartir es un hombre sin egoísmos. Eduardo pone en el equipo de sonido dos o tres versiones de un mismo disco y le hace notar a sus escuchas las diferencias: “Ojo, que ahí va a entrar la segunda trompeta; fíjense que su sonido es más brillante que la primera; oigamos ahora esta otra versión que está apoyada en la flauta traversa, le hace la segunda el sonido del trombón y fíjense cómo suena de bien cuando entra el saxofón…”. Eduardo sabe oír y tiene oído para oír, y nos sabe enseñar a los que somos sordos musicales y no distinguimos el sonido de una tuba del de un clarinete. Es un melómano muy completo y vuelvo a la idea de que aunque tiene guardados pocos vinilos o acetatos, es a mi modo de ver más y mejor coleccionista que muchos.
ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
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