VIAJE A LA SEMILLA (DE GGM)
Dasso Saldívar (Darío Antonio Sepúlveda Ochoa)
1ª edición, mayo de 2014
Editorial Planeta Colombiana S. A
576 páginas
En entrevista concedida a la revista Manifiesto del Instituto Caro y Cuervo de Bogotá, Gabriel García Márquez dijo sobre su viaje a la Guajira que era “Como el viaje de regreso a las raíces, como el viaje a la semilla…”. De allí tomó la revista el título para el primero de los dos artículos del reportaje, y de allí tomó Dasso Saldívar el título para la biografía de García Márquez que él escribió pero, ¿De dónde le salió a Gabo esa expresión del viaje a la semilla, cuando pudo decir viaje a los ancestros o viaje a los orígenes o cualquiera otra cosa parecida? Pues, al parecer esa expresión la tenía guardada en el subconsciente por cuenta de haber leído un cuento que Alejo Carpentier publicó en el año de 1944 con el título de “Viaje a la semilla”.
Según la contraportada de este libro, Gabriel García Márquez le dijo a Dasso Saldívar que “Si lo hubiera leído antes, no habría escrito mis memorias”. Gabo se devoró el voluminoso libro en tres días, y no contradijo ni desautorizó ninguna de las afirmaciones que encontró en su lectura. Todo lo contrario, muchas de ellas contradecían o se desviaban de las que GGM tenía guardadas en la memoria (“Porque la vida no es la que uno vivió; sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla”, según dijo en su autobiografía), resulta ser que las informaciones del biógrafo estaban mejor sustentadas por documentos o por testimonios de los familiares que las que el biografiado tenía guardadas en la memoria.
En el libro de entrevistas a Gabo (“Para que no se las lleve el viento”, de Fernando Jaramillo Echeverri) uno se encuentra con que debido a las fragilidades de la memoria, y a veces a falta de cuidado al buscar algún dato o al verificarlo, Gabo se contradice y en unas dice haber nacido en 1927, lo que es cierto; mientras en otras dice haber nacido en 1928, lo que es inexacto. Dice haber ido con su madre a Aracataca a vender la casa de los abuelos en 1950, pero Saldívar encontró pruebas de que tal cosa ocurrió en marzo de 1952. Dice haberse casado en 1959, cuando en realidad se casó en 1958. Dice haber viajado a Bogotá a estudiar bachillerato en enero de 1943 cuando tenía trece o catorce años; cuando en realidad, y así lo dice Saldívar, tenía dieciséis. Dice haber llegado a Ciudad de México el mismo día de 1961 en que Hemingway se suicidó, cuando en realidad llevaba una semana de haber llegado a esa ciudad. No sé si la versión que le dio a Juan Gustavo Cobo Borda en su entrevista sea la real, pero allí dijo que:
“Nunca tenía plata para comprar libros, pero siempre aparecían amigos que me los prestaban. Uno de ellos era Jorge Álvaro Espinosa, rosarista, hoy asesor económico de grandes empresas, y que no tenía nada que ver con el mundo intelectual, posee una de las culturas literarias más grandes que conozco. Él me prestó el libro… y empecé a leer –Al despertar, Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto…–. Cerré el libro y me dije ¡Ah!, carajo, yo no sabía que eso se podía hacer. Si la vaina es así, yo también puedo”.
Varias versiones da sobre la persona que le prestó “La Metamorfosis” de Kafka, que Gabo considera como crucial para encontrar su vocación como escritor, cambiando el nombre de la persona que lo hizo, pero la anécdota en su esencia no cambia, ni cambian las palabras de Kafka que tiene grabadas en su memoria.
Muchas cosas hay así en las entrevistas concedidas por García Márquez, pero en el libro de Dasso lo que es, es; y tiene proliferación de llamados de pie de página en los que explica por qué lo dice, y de dónde lo sacó. Alguna vez le oí decir a Nelson Pinedo que “El Dr. Héctor Ramírez Bedoya sabe más acerca de la agrupación Sonora Matancera que nosotros mismos que fuimos sus cantantes”. Tenía razón, y yo creo tenerla al afirmar que posiblemente Dasso Saldívar sepa más sobre detalles de la vida de Gabriel García Márquez que el mismo escritor o que muchos de su entorno familiar. Ni qué decir de los que no fueron tan cercanos. También Gerald Martin, el otro gran biógrafo del escritor, que junto con Saldívar y Fernando Jaramillo Echeverri son las tres personas más documentadas sobre el novelista colombiano.
Una satisfacción muy íntima, tal vez una emoción, debió sentir el escritor al saber que tenía un admirador tan consagrado que había dedicado una buena parte de su vida a recabar la información y a escribir este que es tal vez el segundo mayor homenaje que un hombre le puede hacer a otro; o el tercero, porque el segundo es el de José Palacios que dedicó su vida a ser la sombra abnegada de Simón Bolívar; y el primero es el de que “No hay amor más grande que el de aquel que da su vida por sus amigos” (San Juan 15-13). En tercer lugar, pues, están Dasso Saldívar y Fernando Jaramillo Echeverri de Memorabilia GGM, que han dedicado una buena parte de sus vidas a seguir con devoción la obra y las andanzas del Premio Nobel colombiano de literatura, ya que García Márquez tiene en ellos no uno sino dos seguidores devotos.
Dice William Ospina Buitrago en el prólogo que, desde sus años de bachillerato en el Liceo de la Universidad de Antioquia en el barrio San Germán de Robledo, Saldívar ya estaba entregado a coleccionar recortes de prensa y todo lo que se relacionara con GGM; y eso nos remonta a las proximidades del año 1970 porque el biógrafo nació en 1955 en la vereda San Julián del municipio de Amalfi, y el primer año de bachillerato lo podemos calcular por los días en que salió la primera edición de “Cien años de soledad”. Según cuentas, la idea de hacer seguimiento a la huella de García Márquez le vino a Saldívar cuando al escritor le fue concedido el Premio Nobel de Literatura en el año de 1982. En la contraportada se lee que:
“Duró veinte años investigando, viajando a los lugares esenciales, realizando centenares de entrevistas, e indagando en archivos de varios países para obtener respuesta a su obsesión de saber quién era el hombre que escribió ese libro y cuál es la realidad histórica, cultural, familiar, y personal que subyace en Cien años de soledad”.
“Duró veinte años investigando, viajando a los lugares esenciales, realizando centenares de entrevistas, e indagando en archivos de varios países para obtener respuesta a su obsesión de saber quién era el hombre que escribió ese libro y cuál es la realidad histórica, cultural, familiar, y personal que subyace en Cien años de soledad”.
Se dice fácil, pero sabiendo que Saldívar no provenía de una familia adinerada sino que hizo esos viajes costeándolos de su propio bolsillo, literalmente con el sudor de su frente, puede concluirse el ingente esfuerzo que tal tarea le demandó no desde un escritorio sino montado en camiones de pasajeros por carreteras polvorientas y pueblitos de calor abrazador, hablando con la gente conocedora, y buscando fotografías y documentos relacionados con el hombre que se le había convertido en fijación.
Cuatro días me demandó la lectura de corrido de esta biografía y hoy, que es el quinto, me encuentro haciendo esta reseña y caigo en la cuenta de que en su medio millar de páginas no encontré errores de ortografía, de puntuación, de sintaxis, o párrafos densos y difíciles de leer. Es un libro limpio y de fácil lectura con apenas tal cual palabra que para otros puede ser conocida pero a mí me requirió ir al diccionario, como decir: Indehiscente, valetudinario, endivias, animes, tarullas, demiurgo, abrigo con tirabuzones, o cama de Procusto. Algunos significados me los dio el contexto, como es el caso del “animes” que equivale a nuestros “fantasmas o espantos” y que se explica por las diferencias en el habla de una región a otra. Me dijo el diccionario que “tarullas” son algas o natas que tapizan la superficie de un río; que “endivia” es una planta comestible que también llaman achicoria y mi paladar se queda en las mismas porque su sabor es uno que no he probado. Más dificultad tuve para entender por qué a los comunistas sectarios encabezados por Aníbal Escalante, que GGM consideraba unos mamertos marxistas de escritorio, falsos, intrigadores, instigadores, comunistas de corbata; los acusa de querer meter a copartidarios como Jorge Ricardo Masetti, Gabriel García Márquez, y otros, “en una cama de Procusto”. Tuve que hacer un curso wikipédico para entender la analogía. Encontré que algunos le dicen tirabuzones a un tipo de rizos o trenzas capilares, pero por mi montañerada no logré saber qué es un “abrigo con tirabuzones de cuero”.
Cada que Dasso menciona a Juan Roa Sierra el asesino de Jorge Eliécer Gaitán lo tilda de valetudinario, pero no sé si por considerarlo un enfermo mental, un asmático, o un hombre desnutrido. De todos modos, nada qué ver con valentía ni con envalentonamiento, que son otra cosa. En un par de lugares encontré la palabra “indehiscente”, que es un término botánico para frutos que aunque estén maduros no se abren espontáneamente. Creo que se refería a los meses de aprendizaje cinematográfico de GGM en Roma, pero no estoy seguro. El caso es que, al parecer, se trata de una palabra para iniciados.
Mientras hacía estos repasos me topé con un asunto de puntuación. En la página 328 aparece el párrafo:
“Tres años después de que el Gobierno conservador de Laureano Gómez hubiera decidido enviar cuatro mil voluntarios a la guerra de Corea, muchos habían regresado convertidos en mil kilos de cenizas y otros, en ciudadanos inadaptados, marcados por la cruz de ceniza de la guerra y la soledad…”.
Me quedé pensando, y no sé si me equivoque; pero creo que, para resolverlo, allí hace falta un punto y coma después de la palabra cenizas:
“Tres años después de que el Gobierno conservador de Laureano Gómez hubiera decidido enviar cuatro mil voluntarios a la guerra de Corea, muchos habían regresado convertidos en mil kilos de cenizas; y otros, en ciudadanos inadaptados, marcados por la cruz de ceniza de la guerra y la soledad…”.
Pero no importa. Fueron mínimos los casos en que requerí de estas aclaraciones, y en este recuento están todos. Me fue mejor con Saldívar que con el Germán Espinosa de “La tejedora de coronas”, ese admirable y erudito libro que leí cuando no tenía Internet en casa, y me tuve que desplazar a la biblioteca pública para aclarar dudas.
No sé si al compartir con ustedes estos detalles de mi lectura dé la impresión de haberme embarcado en ella con intenciones de cazar gazapos. Para nada. No fue esa mi intención, y creo que el único gazapo propiamente dicho que pillé en todo el recorrido es uno que asaltó mis oídos al recordar el tango “Anclao en París” en el que Carlos Gardel desde Francia (el letrista Enrique Cadícamo, para ser más precisos) añora la zona central de su lejano Buenos Aires que desde que él emigró a Europa:
“¡Cómo habrán cambiado tus calles Corrientes,
Suipacha, Esmeralda, y el mismo Arrabal!
Alguien me ha contado que estás floreciente
y un juego de calles se da en diagonal...”.
La avenida Santa Fe se dirige hacia la avenida 9 de Julio, y se cruza con la calle Suipacha en el sector donde está ubicado el Consulado de Colombia en el centro de la ciudad. El cruce es conocido por el edificio Olivetti o Brunetta con sus imponentes 35 pisos que fueron una novedad para la época de su construcción. Mi geografía bonaerense es solamente de oído, de oído tanguero, pero me permite percatarme de que en la página 483, cuando se habla de que García Márquez “una mañana, mientras desayunaban en un café del cruce de Santa Fe y Suichapa…”, contiene una transposición de letras porque no es Suichapa sino Suipacha. Por tratarse de un libro prestado, contuve a mi bolígrafo para que se abstuviera de corregir.
En el libro de Dasso está clara la situación del encuentro de Gabo con Lisandro Pacheco (páginas 24 y 25), cuyo abuelo había muerto en duelo con el abuelo de García Márquez. Dice en la página 45 que:
“Nicolasa Daza, la joven viuda, se trasladó al vecino pueblo de Fonseca con los restos de su esposo y una hija de éste en el vientre: la que habría de ser madre de Lisandro Pacheco el nieto de Medardo Pacheco Romero que, cuarenta y cinco años más tarde, acompañaría a García Márquez por la región para que supiera dónde y cómo el abuelo de Gabo había matado al suyo de dos disparos la lluviosa tarde del 19 de octubre de 1908”.
Sigo extrañando que en vez de enfrascarse los dos nietos en pelea a duelo por códigos de honor como se acostumbra en los territorios wayuu de la Guajira, se hubieran hecho amigos y hubieran recorrido juntos parte del camino de recuperación de la memoria en lo que estaba empeñado el escritor. En Vivir para Contarla dice Gabo acerca de esos códigos que:
“Era la ley guajira: el agravio a un miembro de la familia tenían que pagarlo todos los varones de la familia del agresor”.
Me sorprendió lo de los semáforos en Barranquilla en el año de 1929 (página 89), hasta que caí en la cuenta de que no se trataba de semáforos eléctricos sino de aquellos púlpitos esquineros en los que un agente enguantado y armado de dos paletas de color rojo y verde regulaba el tráfico y daba vía en uno u otro sentido. En mi niñez en Medellín también los conocí en la carrera Junín con la Avenida La Playa. Resulta que García Márquez dijo recordarlos por el año de 1929 cuando tenía dos años, en cuyo caso se agrega a unos primeros recuerdos que él sitúa cuando tenía un año y ensució su pañal de tela con florecitas, cuando tenía tres años y vio en lo alto del cielo un avión militar celebrando el centenario de la muerte de Bolívar, y cuando tenía cinco años y se disfrazó de soldado para salir gritando ¡Viva Colombia y abajo el Perú!, por coincidir con el enfrentamiento colomboperuano de esas fechas. En entrevista a Rita Guibert dijo que su recuerdo más antiguo en la memoria es que dibujaba comics. Según Gerald Martin en el primer capítulo de su biografía:
“… De hecho, el niño no sería bautizado oficialmente hasta los tres años y medio, junto con su hermana Margot que para entonces vivía también apartada con los abuelos. Gabito conservaría un nítido recuerdo de su bautismo que fue oficiado por el padre Francisco Angarita en la iglesia de San José de Aracataca el 27 de julio de 1930…”.
Pero, además, escribe Gerald Martin, supuesto también que se basa en declaraciones del biografiado, que:
“Uno de los recuerdos más tempranos de Gabito era el de los soldados que pasaban frente a la casa del coronel cuando la matanza de las bananeras…”.
Si tal hecho sucedió en diciembre de 1928 y Gabo había nacido en marzo de 1927, para esos momentos le faltarían tres meses para cumplir dos años.
Es decir que los recuerdos más remotos del escritor se remontan a edades tempranas inusuales para la gente del común que sitúa los suyos más allá de los tres años, y puede deducirse de sus declaraciones que García Márquez no tenía muy claro cuál era su recuerdo más antiguo y sacaba a relucir, de entre muchos, el primero que se le venía a la cabeza frente al interlocutor de turno.
Me temo que para Dasso Saldívar tampoco quedó claro cuál venía a ser el recuerdo más antiguo del que tuvo memoria el escritor, habida cuenta de la cantidad de recuerdos que entran en la categoría.
GGM fue izquierdista confeso, pero los 90 días que pasó tras la cortina de hierro infiltrado en su ballet folclórico por Manuel y Delia Zapata Olivella lo decepcionaron y eso dio pie a la publicación de una serie de artículos periodísticos relatando sin tapujos lo que vio (páginas 371 a 378).
En las páginas 416 y 417 se relata su encuentro con el cubano Félix B. Caignet quien, entre otros buenos consejos, le dijo que:
“Para mantener cautiva la atención del lector tenía que suceder siempre algo en cada párrafo (una mosca que vuela, un vaso que se rompe), porque a la gente lo que de verdad le gusta es que le cuenten cuentos, no que le hagan prolijas descripciones y tediosas disquisiciones… La licencia del hipérbaton no siempre se aviene con la felicidad de la narración, por lo que el autor y el lector encontrarán en cada párrafo frases incómodas, estorbosas, sobre las que deseamos pasar como esquivándolas. Que cuando esto ocurra, no queda más remedio que colocar las frases según el orden riguroso de la sintaxis castellana y que los complementos circunstanciales hay que colocarlos de menor a mayor según su número de palabras. Por ejemplo, que no debe escribirse `en la casa de María, ayer´… sino `ayer, en la casa de María´… esto, que parece una tontería en el fondo no lo es porque así se evita que el lector se fatigue eludiendo frases incómodas, contrarias al ritmo natural de la respiración, y hace que este acepte fluida y naturalmente todo el párrafo”.
En las entrevistas a GGM se habla de la novela “La mala hora” escrita en hojas sueltas y atada con una vistosa corbata. Aquí sabemos cómo era esa corbata (página 437):
“Fue entonces cuando en agosto o septiembre de 1961 decidió mandar La mala hora al concurso de novela que patrocinaba la empresa petrolera Esso en Bogotá… había viajado entre París, Caracas, y Bogotá, en una maleta y amarrada con una corbata azul a rayas amarillas…”.
García Márquez ganó ese concurso (página 440):
“Con todo, una de las satisfacciones más grandes que debió de darle a su autor la legendaria `novela de los pasquines´… fueron los tres mil dólares del Premio Esso, pues con ellos conoció la primera abundancia de su vida de escritor e hizo tres cosas prioritarias: comprarle camisas y pijamas a Álvaro Mutis que después de seis años seguía sin terminar de asentarse en el país azteca, comprarse un coche Opel blanco para enfrentar el tamaño cada vez menos humano de la ciudad de México, y pagar la clínica de Gonzalo, su segundo hijo, que nació el 16 de abril de 1962, él sí con la casa y el pan debajo del brazo”.
Saldívar averiguó (página 516) que el nombre del funcionario del gobierno que concedió una beca a Gabo para estudiar bachillerato en Zipaquirá fue el abogado Adolfo Gómez Támara; averiguó que GGM fue en otros tiempos un inveterado tomador de Coca Cola y de ron con Coca Cola, cuando el whisky era un trago de ricos. De hecho, extrañó mucho no encontrar Coca Cola en Rusia cuando estuvo por esos lados, y que una de las primeras cosas que se acabaron en Cuba con la llegada de la Revolución fue esa bebida. Escribió un artículo titulado “Allá por aquellos tiempos de la Coca-Cola". Averiguó Saldívar que Juan B. Fernández Renowitzky (páginas 141 y 182) confirmó que en sus tiempos de estudiante Gabo vestía con colores chillones y corbatas estridentes que le merecieron el apodo de “Trapo loco” (página 251), antes de ponerse el frac y el liqui liqui en Estocolmo. Que cuando mataron a Gaitán a García Márquez tuvieron que atajarlo para que no se metiera en la incendiada pensión donde vivía y tenía todos sus haberes convertidos en cenizas. Luis Villar Borda se lo encontró con cara compungida y lágrimas a punto de brotar y le dijo (página 201):
“¡Oye, Gabriel! Yo no sabía que tú eras tan gaitanista”.
La respuesta de Gabo es de antología:
“No, qué va, lo que pasa es que se me quemaron mis cuentos”.
De las entrevistas publicadas en “Para que no se las lleve el viento”, y de alguna información complementaria que aparece en Internet, se deduce que don Gabriel Eligio García y doña Luisa Santiaga Márquez tuvieron once hijos dentro del matrimonio, incluido el Nobel que fue el hijo mayor (Gabriel José de la Concordia, Luis Enrique, Margot, Aída Rosa, Ligia, Jaime, Gustavo, Hernando, Rita, Alfredo Ricardo, Eligio Gabriel); más los cuatro hijos que el padre tuvo por fuera del matrimonio, dos antes y dos después, que aparecen en el cuadro genealógico elaborado por Dasso Saldívar con las informaciones que logró recabar (página 321): Abelardo García Ujueta, Carmen Rosa García Hermosillo, Antonio García Navarro, y Germaine (Emy) García Mendoza. Gustavo Tatis Guerra en su artículo “El hermano invisible de García Márquez” habla de Rafael Olimpo García Miranda, otro de antes del matrimonio, el primero de todos, que apareció posteriormente.
En las entrevistas no tuve claro cuál de los Zapata Olivella fue el compañero de viaje de Gabo a la Guajira. Supuse que era Juan, el escritor que fue amigo de Gabo, pero me equivoqué. Fue el médico Manuel, que también era su amigo. Ya corregí esa información (nota 31 de la página 539).
Por cierto que en alguna parte me pareció leer algo relacionado con “torcerle el cuello a la literatura en favor del periodismo”, aconsejado por Héctor Rojas Erazo en El Universal de Cartagena, pero no fue Rojas el de la recomendación, sino José Salgar en El Espectador de Bogotá (página 312).
Con mucha prudencia se refiere Dasso al pleito que le puso el náufrago Luis Alejandro Velasco al reportero Gabriel García Márquez por derechos de autor de la novela “Relato de un náufrago”. García Márquez algo le estuvo reconociendo no jurídica sino amistosamente durante doce años al náufrago, pero algún abogado agalludo le lavó el cerebro al protagonista y éste le puso pleito al escritor por derechos de autor quien, de inmediato, suspendió todo tipo de ayuda… Dice en la nota 31 de la página 550 que:
“En marzo de 1986 se estableció una correspondencia entre los abogados de las dos partes, con propuestas y contrapropuestas, en un largo y complicado proceso que terminaría en febrero de 1994 a favor del escritor, en el sentido de que los jueces consideraron que éste es el único autor del libro”.
Según el periodista Óscar Alarcón Núñez, amigo de Gabo (primo lejano de García Márquez por la rama paterna), su abogado el Dr. Alfonso Gómez Méndez solicitó al juez en la audiencia de cargos que pidiera al demandante Velasco escribir una página sobre algún tema propuesto, y logró demostrar que si no fuera por García Márquez la historia del naufragio no se hubiera escrito de la forma como se escribió.
En la página 523 hay una nota de Saldívar relacionada con “el valetudinario Juan Roa Sierra” a quien su víctima no pudo ayudar consiguiéndole un empleo, pero lo remitió a la Secretaría General de la Presidencia del Dr. Mariano Ospina Pérez. En “Vivir para contarla” García Márquez relata con detalles el asesinato de Gaitán y el linchamiento del asesino, porque estaba tan cerca que fue prácticamente testigo del hecho. “Lo sospechoso”, dice Dasso en su nota, “es que de pronto Roa pasó de ser un pobre desempleado a ser un hombre con proyectos de viaje al oriente del país, y con cientos de pesos que le permitieron días antes del crimen comprarse un revólver de segunda mano sin mayores regateos”. Para más es Dasso que, en sus recorridos sobre la vida de García Márquez, logró averiguar más de lo que las autoridades de los organismos de inteligencia han conseguido en medio siglo con sus exhaustivas investigaciones. Coincido con él. Sospechoso sí es ese asunto.
Oí decir que, cuando mataron a Gaitán, Fidel Castro era un joven cubano que se encontraba en los alrededores de donde cayó el cadáver, y eso es cierto (página 202). Como estudiante activista político viajó a Bogotá buscando coincidir con el encuentro de estadistas americanos que dio origen a la OEA, y Castro había quedado de reunirse con Gaitán para pedirle ayuda, pero se le adelantaron las balas de Roa Sierra. Castro no fue autor intelectual ni material del hecho, sino uno de los primeros sorprendidos con el asesinato.
Gabo era un melómano, al punto que en el primero de los tres artículos con la entrevista que concedió a la revista Manifiesto, de Caracas, agrupados bajo el título Viaje a la Semilla, dice que:
“Oigo no menos de dos horas diarias de música. Es lo único que me relaja, lo único que me pone a tono, y paso por etapas de toda clase. Dicen que uno vive donde tiene sus libros, pero yo vivo donde tengo mis discos. Tengo más de cinco mil”.
Dice en la página 364 que a García Márquez no sólo le gustaba la música, sino que en París:
“Encontró una ocasión digna de sobrevivir cantando en L´Escale, un club nocturno de la Rue Monsieur le Prince, adonde acudían los cantantes y aficionados latinoamericanos varados en París, pero no cantaba vallenatos con la guitarra y la dulzaina, que es lo que mejor sabía hacer después de escribir, sino rancheras a dúo con el pintor venezolano Jesús Rafael Soto”.
La novedad es saber que Gabo cantaba y tocaba instrumentos para un público, y lo hacía de manera tan decorosa que:
“La noche en L´Escale era generosa, y ganaba un promedio de quinientos francos por noche, equivalentes a algo más de un dólar”.
Eso significa que el dueño del negocio le prestaba micrófonos y lo dejaba subir a la tarima, y que el público no se espantaba sino que retribuía sus canciones de manera si no generosa, por lo menos aceptable.
Dice en la página 361 que García Márquez en sus días de penurias en París (llegó a pedir en el Metro alguna moneda para completar un pasaje que le hacía falta):
“En las callecitas del barrio Latino había siempre un olor a castañas asadas que, de pronto, se volvía indefinible junto al otro olor persistente a coliflores hervidas, y se oía música de acordeones nostálgicos antes y después de donde brotaban las canciones de Georges Brassens tan preferidas por los asiáticos, africanos, y latinoamericanos que, como Gabo, hacían cola para comer en el Crapulade y el Acropole, los restaurantes baratos del barrio”.
Hay que entender que las canciones de Brassens eran narraciones en su voz, acompañadas de las notas de su guitarra, y eran un reconocimiento a “La mauvaise réputation” (la mala reputación) o en “Le pornographe” al hecho de ser el boquisucio malhablado de los fonógrafos:
“Antes, cuando era niño,
le tenía fobia a las palabrotas;
y si pensaba en mierda bajito,
no llegaba a decirlo.
Pero hoy en día,
que mi medio de sustento
es hablar como un bufón,
ya no pienso en mierda –¡Por Dios!–
pero… lo digo.
Soy el pornógrafo del fonógrafo,
el polizón de la canción”.
Brassens debió ser adorable para García Márquez en los días en que andaba empeñado en aprender a hablar francés.
Si bien a GGM con los años en las entrevistas se le oyeron hijueputazos y mierdas y coños salidos del habla cotidiana, Saldívar se enteró de que (página 529) en sus primeros tiempos de periodista no toleraba ninguna palabra vulgar en su presencia. Tuvo que aprenderlas a usar para no desentonar con la mano de mamagallistas que le tocó en suerte lidiar en sus noches y días de bohemia de La Cueva de Barranquilla. Dice Dasso que:
“En nuestro encuentro en Bogotá, Gustavo Ibarra Merlano recordó que todavía en Cartagena, hacia 1949, García Márquez `no era mamagallista´, es decir bromista, `sino que además de serio no podía oír ninguna palabra vulgar”.
Ser serio en sus primeros tiempos fue una característica que le valió a Gabo el apodo de “El viejo” desde muy temprano, desde cuando oía a la criada guajira Chon, Encarnación, hablar con lo que él denomina una precisión viciosa en su autobiografía Vivir para Contarla:
“Los guajiros, por su lado, hablaron siempre una especie de castellano sin huesos con destellos radiantes, como el dialecto propio de Chon, con una precisión viciosa que mi abuela le prohibió porque remitía sin remedio a un equívoco: “Los labios de la boca”.
La criada sabía de cuales labios estaba hablando, y con seguridad la abuela también, aunque el niño de entonces se tardaría muchos años en entender la diferencia porque primero su abuelo lo llevaría a conocer el hielo.
Bueno, pero tal vez esté yo equivocado porque en la vida de Gabo, aparte de la Lucía que en lo que en su autobiografía él llama “los albores de la vejez” compartió en intereses con Joan Manuel Serrat, hubo otra Lucía que menciona en Vivir para Contarla:
“Las muchas mujeres de la servidumbre que pastorearon mi infancia. Eran de carácter fuerte y corazón tierno, y me trataban con la naturalidad del paraíso terrenal. Entre las muchas que recuerdo, Lucía fue la única que me sorprendió con su malicia pueril, cuando me llevó al callejón de los sapos y se alzó la bata hasta la cintura para mostrarme su pelambre cobriza y desgreñada…”.
Descubrir eso equivale a enterarse uno del secreto mejor guardado de la primera niñez, como lo dice el mismo Gabo:
“La pérdida de la inocencia me enseñó al mismo tiempo que no era el Niño Dios quien nos traía los juguetes en la Navidad, pero tuve el cuidado de no decirlo”.
Toda la vida escuché la expresión “mamar gallo” en su acepción blanca de “tomar el pelo o bromear”; y en la adolescencia la escuché en la acepción verde, verdísima, de la práctica cunilingual consistente en succionar el clítoris; pero sin saber realmente en dónde se originaba eso de llamar “gallo” al punto G de Gräfenberg, porque en realidad no le encontraba el parecido con el macho gallináceo. Gracias a Dasso Saldívar se me reveló el gran misterio de esa expresión coloquial ampliamente difundida en los dos lados de la frontera colombovenezolana, y que García Márquez prácticamente divulgó por todo el mundo. En este libro apareció una acepción gris, de mediatinta, que viene a ser la semilla del mamar gallo en este viaje a la semilla (nota número 6 de la página 514):
“…Según algunos etnolingüistas, es una expresión procedente de Venezuela y parece que tiene su origen en la costumbre de los galleros de mamar o chupar la cresta de los gallos de pelea…” (para insuflarles buena suerte, aclaro yo) “…También significa en algunas regiones colombianas acariciar o besar la vulva de la mujer”.
¡Ah!, pero ¡Claro!, primero la emplearon los galleros y después los cunilingüistas, ¡Qué bárbaros tan mamagallistas!
Conocí el reportaje que a mediados de los cincuenta le hizo el reportero García Márquez al escultor Rodrigo Arenas Betancourt, pero resulta que según Dasso Saldívar ese fue el inicio de una amistad que llegó hasta los tiempos en que el novel reportero ya era un consagrado Nobel (nota 42 de la página 554). Los primeros tiempos de Gabo en México coincidieron con los últimos tiempos de Arenas allá, y Saldívar encuentra una gran cantidad de coincidencias y paralelismos entre los dos personajes, al punto de decir en la página 329 que “…Este reportaje se planteaba en parte como un autorreportaje…”.
En entrevista que GGM concedió a Daniel Samper Pizano en diciembre de3 1968 afirma que:
“Con El Coronel no tiene quién le escriba ocurrió algo similar… Dos años después, estando tirado al pie de la piscina del Hotel Prado en Barranquilla, le dije a un botones que me solicitara una llamada a Bogotá porque tenía que pedir plata a mi señora. Alberto Aguirre, un editor antioqueño que estaba ahí –no sé por qué estaba, pero estaba ahí– me dijo que no le pusiera sebo a mi señora, y que más bién él me daba quinientos pesos por el cuento ese que había aparecido en la revista Mito. Ahí mismo le vendí los derechos en quinientos peros, y hasta la fecha…”.
De esta entrevista se deduce que el encuentro de Gabo con Alberto Aguirre en la piscina del Hotel Prado de Barranquilla, de donde surgió el pago de los derechos de publicación de “El coronel no tiene quién le escriba”, fue fortuito; pero Saldívar en la página 411 de este libro aclara que el encuentro no fue fortuito sino que ellos se hicieron amigos por estar asistiendo como delegados a un encuentro de cineclubes en esa ciudad. Por cierto que quien estaba necesitado de dinero no era Gabo sino su esposa Mercedes, a la que en Bogotá ya iban a cortarle el suministro de los servicios públicos, y por cierto que, al parecer, la suma pactada fue de ochocientos pesos y esos quinientos fueron el anticipo.
En la página 365 del capítulo 11 cuenta Dasso una anécdota relacionada con un billete de cien dólares que para sacar a su amigo de la estacada le enviaron los amigos de la Cueva de Barranquilla a México, camuflado dentro de una tarjeta postal que Gabo tiró a la basura. Cuando recibió una carta explicándole que abriera la tarjeta para sacar el billete de su interior, él tuvo que ir a rescatarla del basurero pero, dice Saldívar en la nota 43 de la página 555:
“Curiosamente no es una anécdota, que yo sepa, que haya referido García Márquez en sus entrevistas y artículos de prensa, tal vez por ese pudor de la miseria que asiste también al coronel a quien nadie le escribía”.
En cuanto a la Tachia Quintanar que se menciona en las entrevistas a García Márquez, Dasso Saldívar la tiene como Tachia Quintana (nota 48 de la página 555), pero resulta que ese apellido se encuentra escrito de ambas formas en las diferentes menciones que aparecen en Internet.
En la nota 10 de la página 557 encontré confirmación de que Mercedes Barcha:
“Los cursos primero, segundo, y tercero de primaria, los estudió en el colegio de los Niños Cruz, de Magangué, entre 1942 y 1944. El cuarto y quinto de primaria, y el primero y segundo de bachillerato, en el colegio del Sagrado Corazón de Jesús de Mompox, entre 1945 y 1948; el tercero y cuarto de bachillerato, en el Colegio de la Presentación en Envigado, entre 1949 y 1950; y el quinto y sexto de bachillerato en el colegio de María Auxiliadora de Medellín, entre 1951 y 1952. Las notas de calificación de tercero y cuarto de bachillerato sugieren que era no sólo una excelente estudiante, sino una de las dos o tres mejores alumnas durante estos dos cursos”.
Si García Márquez no viajó en esos años a Medellín y Envigado para visitar a su novia, fue porque en esos días no estaba el palo para cucharas, o el bolsillo para ser más exactos. Cuando El Espectador lo mandó a cubrir el derrumbe de Medialuna en 1954, ella ya se encontraba de nuevo en su tierra costeña y por eso él publicó sólo tres artículos sobre el derrumbe y catorce sobre Ramón Hoyos Vallejo. De haber ella estado en el Valle de Aburrá, el derrumbe habría dado para veinte crónicas y a lo de Ramón le hubiera sacado por lo menos cien.
Me dispongo a leer la biografía “Gabriel García Márquez, una vida”, escrita por el inglés Gerald Martin, y llama mi atención que los dos libros tienen en su portada fotografías en la misma pose estilo cédula, sobre fondo negro, para ilustrar dos libros en los que cada autor ocupó veinte años de su respectiva vida, documentándolos. La descripción de la fotografía es válida, para ambos:
Pelo entrecano, hasta las mediopatillas, sin entradas en la frente; cejas negras, pobladas; mirada penetrante hacia la cámara del fotógrafo y la mirada del lector; comisuras de los pómulos en V invertida, partiendo de la base de la nariz; bigote cano, poblado pero sin mostachos; semihoyuelo en la barbilla; camisa negra que se confunde con el fondo negro.
Hasta siento como si las portadas hubieran sido hechas por el mismo diseñador, si no fuera porque en el caso del libro de Saldívar la carátula fue diseñada por Óscar Abril Ortiz del Departamento de Diseño de Editorial Planeta, y la fotografía pertenece al Hulton Archive de Getty Images; mientras que en el libro de Martin la ilustración estuvo a cargo de The Douglas Brothers y el diseño de Karl Brownlie para la Editorial Bloomsbury Publishing de Londres.
Lamento que este libro que acabo de leer sea prestado, y me propongo adquirirlo en la primera oportunidad para incorporarlo a mi biblioteca como libro de referencia. Es un libro extraordinario y una clara demostración del prolijo trabajo de veinte años que requirió el autor en su escritura.
ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
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