domingo, 12 de junio de 2016

156. Muy caribe está, de Mario Escobar Velásquez

(Junto en este inserto para el blog anotaciones y reseñas hechas en distintos momentos, lo que explica que en algún momento manifieste mi interés por leer algún libro, y párrafos más tarde se encuentre con que ya lo he leído, o que haya ideas que se repiten en algún otro párrafo más adelante. Pido me excusen estas licencias y aspiro a que no estorben en su lectura. Complementa este inserto los tres anteriores sobre libros de Isabel Allende, Doris Lessing, y Simone de Beauvoir, debido a que en la novela “Muy caribe está”, de don Mario Escobar Velásquez, la vejez y la muerte están muy presentes en la visión del escritor. Algunas anotaciones o reseñas de lectura fueron hechas cuando el lector, Orcasas, asistía a talleres de escritura literaria orientados por el profesor Escobar Velásquez).


URSÚA – MUY CARIBE ESTÁ – EL CARNERO – ATAHUALPA

Son historias contemporáneas, ocurridas en el lugar del mundo que comprende el “Cono Norte” de Suramérica, si acaso puede oponerse tal denominación a lo que se llama el “Cono Sur”. El territorio va de Panamá al Imperio Inca, en el período que comprende el Descubrimiento y la Conquista, o sea el siglo XVI. Los cuatro se sitúan en ese escenario.

1 Juan Rodríguez Freyle, con "El Carnero", centra lo suyo en los sucesos relativos al Nuevo Reino de Granada, desde la fundación de la capital, Santa Fe de Bogotá, en 1538, hasta poco antes de su muerte en 1638. Nació en 1568 y es un cronista que, como tal, cuenta hechos que se suceden unos a otros en fechas determinadas. No son relatos novelados, no es novelista, ni tuvo pretensiones literarias. Intercala párrafos en donde expone sus puntos de vista y modo de ver las cosas. Allí se muestra como un hombre que ha leído la literatura disponible hasta su época. No profundiza. Se limita a reseñar los hechos de su tiempo. Por tocarse los reinos, y por haber llegado los españoles por la Costa Caribe para adentrarse en el continente, menciona Rodríguez a Francisco Pizarro, Diego de Almagro, Pedrarias Dávila, Vasco Núñez de Balboa, Pedro de Ursúa (Juan Freyle, su padre, anduvo con Ursúa). Es, El Carnero, un hito en la historia de su época y de su región; pero no es esta obra un escrito literario ni usa de los adornos y licencias que la literatura autoriza.

2 William Ospina, con su novela "Ursúa", se interesa por contar la historia de este hombre, don Pedro, que se relacionó con esos otros mencionados. Es la novela de Ospina el escrito de un poeta. Sus descripciones son embellecidas por él y escritas con una corrección literaria que soporta cualquier análisis. Sus datos están apoyados en fechas y lugares de corrección histórica irreprochable en cuanto a historiador. En la historia de Pedro de Ursúa, cuya realización más conocida es la fundación de la ciudad de Pamplona en el hoy departamento de Norte de Santander, Ospina profundiza y escribe una biografía del personaje, aunque incompleta, puesto que anuncia una trilogía (con otras dos novelas: "El país de la canela" y "La serpiente sin ojos", que está por escribir). Esta biografía está escrita, naturalmente, desde la óptica de don Pedro de Ursúa y de los conquistadores españoles, contada en un lenguaje literario de escritor y poeta de gran calidad. 

(Nota: en el momento de escribir esta reseña, las últimas dos novelas de la trilogía no se habían publicado).

3 J. B. House, tituló su novela con el nombre de "Atahualpa, el cacique del imperio inca", y sí, es su historia, pero igual lo es, y más, la historia de Francisco Pizarro. Aunque habla de los dos, no quedó bien titulada con el nombre de Atahualpa, ni lo habría quedado con el simple de "Pizarro". Centra su acción en el Perú. Por lo sucedido en el lugar y por la importancia de las dos masacres que en él ocurrieron, que transformaron dos civilizaciones, debió titularse "Caxamalca", el lugar en donde Atahualpa acabó con el gobierno de su hermano Huáscar y en donde Pizarro acabó con el gobierno Inca. Años después la población tendría interés histórico en la guerra de independencia porque Bolívar en la campaña libertadora del Perú pasó por allí. De hecho, la voluntad póstuma de Atahualpa transcrita en esta novela: "A Quito dejo mis despojos, y a Cuzco mi corazón", se transforma en labios de Bolívar en su famosa: "A Venezuela dejo mis cenizas y a Colombia mi corazón". House enriquece su relato con un buen número de palabras quichuas, con su respectivo significado. En esto ya hay un mérito porque contradice la intención de los españoles de acabar con los vestigios de la cultura que encontraron y sobreponer la suya sin contemplaciones. No es ducho House en el conocimiento del alma humana, pues en las situaciones que recrea pone a los indígenas a pensar como europeos, lo cual no es verosímil; y los pone a hablar como europeos, lo que es una deficiencia literaria. Pero, sobre todo, lo que no es de mi gusto es el lenguaje meloso, florido, de novela romanticona, que encuentra uno en gran parte de la obra.

4 Mario Escobar Velásquez, en su novela "Muy Caribe está", se refiere también a Pizarro, a Almagro, a Vasco Núñez de Balboa, a Pedrarias Dávila. En esto coincide con los otros autores. Pero lo hace desde la perspectiva de los indígenas. Hace buenas semblanzas de los conquistadores, es buen sicólogo del alma española, y lo es del espíritu indígena. Su lenguaje literario y poético cautiva, con un poco de molestia para los que no aceptan los arcaísmos a los que “en veces” recurre, como tildar la palabra “úno” cuando tiene el uso de pronombre. No vale la pena. Es como si uno se molestara por la manera que tienen los españoles de pronunciar la “Z”. Escobar escribe, a manera de biografía, la historia de la conquista del golfo de Urabá en la región Caribe, metiéndose en la piel de un personaje renegado, español de origen, que entrega su corazón a los caribes y termina pensando como ellos. La misma historia de Ursúa, por así decirlo, desde otra perspectiva. Del material que utiliza Escobar, Rodríguez hace apenas unas menciones, las suficientes para que Escobar apuntale su idea y profundice, y lo cuente con su lenguaje literario. La costumbre que tengo de copiar las frases que atraen mi atención por algún comentario, por su belleza, por su mensaje filosófico, por alguna inexactitud detectada, o por ser un gazapo ortográfico-sintáctico-gramatical, me permite cuantificar el número de anotaciones. Encuentro que, de las cuatro, la obra de Escobar es la que más registros tiene (356), de los cuales alguno o ninguno es un gazapo. Es la que tiene las más bellas descripciones y frases de contenido filosófico. Le sigue la obra de House (191) en la que los gazapos son altos en número y las descripciones bellas son pocas. Es la más pobre en contenido filosófico, pero es la más rica en vocabulario indígena. Luego está la de Ospina (154) con una o dos inexactitudes, y muchas descripciones bellas. Por último está la de Rodríguez Freyle (38) que es la más rica en información histórica y registro de crónicas, lo que no da lugar a resaltar frases bellas o filosóficas y por mis conocimientos tampoco estoy en capacidad de detectar errores históricos, si los hay. 

Consultaron los novelistas, aparte de "El Carnero", a don Juan de Castellanos, a fray Pedro Simón, a fray Bartolomé de las Casas, al padre Mencio de Leguízamo, al padre Pedro Cieza de León, al Inca Garcilaso de la Vega, a otros varios o muchos. Rodríguez menciona específicamente algunas fuentes de su época. Ospina y Escobar mencionan a Rodríguez y a estos otros. Con seguridad hay más. "Memoria del fuego", de la trilogía de Eduardo Geleano, puede ser uno de ellos. No lo mencionan. El uno, porque no lo conoció. Los otros, porque tomaron muy poco de su obra. Tiene un mérito Galeano: su bibliografía es un mapa muy completo para el que quiera recorrer esos caminos distantes en el tiempo. Tiene un propósito: denunciar los abusos cometidos por “los invasores” que es un título que los españoles no hubieran querido acomodarse. O sí, hubieran, pero no dicho en su cara. Y es otro estilo. Un maestro de la síntesis. De contar muchas cosas, en pocos renglones, sin prescindir de la belleza literaria. La época es la misma. El Reino es el mismo. Es el tiempo en que los españoles robaron su territorio a los indígenas. Robaron su oro. Robaron su dignidad. Desde la óptica de Rodríguez, se trató de La Conquista. Desde la de Ospina, se trató de la audacia. Desde la de Escobar, se trató del despojo. Pero desde todas se trató del valor y de la cobardía. El valor con el que los españoles se adentraron en territorios desconocidos y hostiles, pero también el valor con el que los indígenas, mal armados, se defendieron. El valor con el que los individuos afrontaron las vicisitudes, pero también la cobardía y el miedo y la traición. El valor con el que los indígenas se suicidaban para no ser esclavizados. “Eso no es valor, es cobardía”, explicaban los españoles contrariados porque así se veían privados de una fuerza de trabajo que les costaba muy poco. Era por “pereza de trabajar”, dice Rodríguez. Eso no es cierto, aclara Escobar, los caribes eran tan valerosos que cuando de alguien se quería ponderar su valor se decía que "Muy caribe está". Lo que pasa es que ellos no miraban a la muerte con los mismos ojos del europeo. Para ellos morir no era una cobardía ante la vida, sino una forma de escamotearle su alma con cuerpo y todo al invasor. Una forma de ir a otro lugar y dejarle este campo de miserias al otro. Los reproches del Dios español no eran problema para ellos, porque no creían en él. Su mirada era distinta. Para ellos el oro no pasaba de ser un adorno, símbolo de la vida. Para los españoles el oro era estiércol del demonio, y se peleaban por él. Para los indígenas era sudor del sol, y se desprendían sin disgusto. Lo que causaba su dolor era el despojo de la dignidad. No fue fácil la conquista. La cobraron a precio de oro. Con cada gramo entregado, entregaron uno de veneno debidamente impregnado en una flecha. Y ante esto los otros se sentían impotentes. Por eso les hicieron fama de demonios. Sólo un enemigo logró robarle dos años a la muerte siguiendo el camino de la flecha con un hierro enrojecido de calor. No murió de veneno sino de las secuelas de la quemadura. Cumplió su propósito. No quería morir de lo que murió su compañero alanceado con untos de veneno por todo el cuerpo. Éstas y otras historias encuentra uno en esa lectura. El lanzamiento del libro de Ospina fue publicitado en televisión vía satélite, y sus entrevistas observadas por todo el país en los noticieros. Es un libro compuesto en un computador con la tecnología de los medios electrónicos de la actualidad. En diciembre de 1580 hubo una irrupción del volcán Galeras, al pie de Pasto, cuyas cenizas llegaron hasta Quito y Popayán, dos ciudades de suma importancia para la época. El libro de Rodríguez, que abunda en tantos detalles, ni siquiera la menciona. Si se enteró, se enteró tarde y no le dio mucha importancia. Rodríguez y Ospina, como escritores, pertenecen a mundos tan diferentes como los de los españoles de Ospina o los indígenas de Escobar como protagonistas. “Si usted hubiera sido mi maestro”, dije a William Ospina durante la presentación de su libro, por la amena forma que él tiene de contarlo, “yo no habría perdido la materia de Historia en mi época de escolar”. La Historia, leída así, es un gusto. Cuando se celebraron los quinientos años del descubrimiento de América hubo dos grandes ausentes: don Germán Arciniegas, y los grupos representantes de las etnias indígenas. “Es que no había nada que celebrar. Uno celebra los triunfos, pero no los despojos”. La lectura de estos cuatro libros ayuda a entender esa afirmación acerca de una historia que durante quinientos años hemos llamado “gloriosa”, pero que en nuestro fuero interno cada vez calificamos más de “vergonzosa”.

En un libro se encuentran personajes que el lector ha visto mencionar en otro, y vuelve a encontrarlos en el siguiente. De ellos, el Inca Atahualpa, Francisco Pizarro y Diego de Almagro, coinciden en los cuatro. Así el que es protagonista destacado en uno, sea apenas mencionado en el otro.


MUY CARIBE ESTÁ

(Mario Escobar Velásquez, primera edición agosto de 1999).
(Colección Antorcha y Daga, Fondo Editorial Universidad Eafit, segunda reimpresión marzo de 2002)

Con el mismo deleite del músico que se dispone a oír variaciones de compositores sobre un mismo tema; después de haber leído a "Ursúa", de William Ospina Buitrago; quiero releer "El Carnero", de Juan Rodríguez Freyle; y "Muy caribe está", de Mario Escobar Velásquez. Quiero leer a "Atahualpa, el hijo del sol", de J. B. House. El tema es el mismo, pero cambia la manera de tratarlo. El mismo, digo, considerado con un criterio amplio, por cuanto los cuatro hablan de los conquistadores y sus hechos, de los cronistas de Indias y sus escritos. William Ospina se refiere a don Juan de Castellanos, como cronista de la historia de don Pedro de Ursúa (el padre de Rodríguez Freyle fue soldado de Ursúa). Escobar Velásquez inicia con dos epígrafes de Pedro Cieza de León y de Fray Bartolomé de las Casas, cronistas de Indias. El narrador en primera persona en Ursúa es “un personaje de ficción que conjuga la experiencia de varios veteranos de la expedición de Orellana, que volvieron después con Ursúa al Amazonas, y la personalidad de Juan de Castellanos”. El narrador en "Muy caribe está" es también un personaje de ficción que conjuga a varios otros, pero principalmente a ese Mencio Lejesama que menciona William Ospina o Mencio de Leguízamo, que menciona Mario Escobar Velásquez. El tejido de las fuentes es amplio y, en el caso de Escobar, incluye con seguridad la "Geografía general y compendio histórico del Estado de Antioquia", publicado en 1885 en París por el Dr. Manuel Uribe Ángel. Varios de los elementos reseñados por Uribe Ángel se encuentran, ampliados, en Escobar Velásquez. El cronista Juan Bautista Sardella, compañero del Mariscal Jorge Robledo, es con seguridad también fuente de información.

Personajes históricos mencionados en "Muy Caribe está":

1 Vasco Núñez de Balboa
2 Francisco Pizarro
3 Alonso de Ojeda
4 Diego de Nicuesa
5 Diego de Almagro
6 Pedrarias (Pedro Arias) Dávila
7 Martín Fernández de Enciso
8 Juan de la Cosa (El piloto, el padrino)
9 Valderrábano
10 Capitán Becerra (Llegado con el coronel Pedrarias)
11 Mancio Serra de Leguízamo (puede ser el mismo Mancio Lejesamo mencionado por William Ospina en Ursúa, pag. 464)
12 Padre Vera (capellán llegado a la expedición el Seis de Reyes)
13 Inca Atahualpa
14 Careta (cacique de una tribu del Sur)
15 Cemaco (cacique cuna, pacífico)
16 Comogra (cacique indígena)
17 Panquiaco (príncipe, hijo de Careta)
18 Pocorosa (cacique indígena, tomó como amante a una española, casada, para mayor ofensa)
19 Tirupí (cacique caribe, guerrero)
20 Yana (indígena, exfavorita del cacique Pocorosa)
21 Ananyasi, hija de Cemaco, una de las esposas de Balboa
22 El narrador (el ahijado)

ALGUNAS FRASES QUE LLAMARON MI ATENCIÓN

1 Este año será, seguramente, ése en el cual deba morir. Ya he cumplido noventa años, que es una edad engorrosa. (pag. 11). 

(En la primera frase Escobar da un trasunto sobre el narrador, que lo hace en primera persona).

2 (Con la edad) Con ella me enfado a menudo, como si fuera una persona, porque está llena de menguas. Le abundan, como a un jardín en otoño las hojas caídas. La osamenta se me ha vuelto frágil, como de vidrio delgado, y fría. Y la piel seca y correosa. Ésta, en algunas partes, se ha estirado de tal modo que parece la de otro, y cuelga, quedándome ancha. Como si ese otro presunto hubiera sido más robusto. (pag. 11).

3 Por no decir de los achaques del pecho. Resuena con las frías toses del invierno, hondamente como una caverna. Lleno de ecos y de otras cosas repugnantes que la pulcritud veda nombrar. (pag. 11).

4 Primero por las toses, y luego por el frío verdugo, que me es doloroso como una muerte dura. He escrito “muerte”, en otra vez. Es que está acá, conmigo. (pag. 11).

5 (De joven) Ella, mi muerte, como una tigresa, me tuvo zarpazos. Escapé de ellos por un pelo, apenas. (pag. 11).

6 Construida solamente de dientes y de huesos... no dejo de verla en cuclillas... vieja también mi muerte. Envejeció esperándome. Ya no la urgen los zarpazos. Moriremos juntos. (pag. 12).

7 (De cuclillas) Si tuviera carnaduras, en esa su posición favorita pudiera verle los grandes labios a su sexo, y la bella hendidura de entre ellos que siempre me perturbó. Esa hendidura en donde empieza la verdadera boca de la mujer, la boca más boca. (pag. 12).

8 (El fraile de enseguida) Añadió que me agradece con rezos a su Dios, impetrando para mí numerosas bendiciones. Pero yo no creo ya en dios ninguno. Diré después la ristra de mis razones. (pag. 12).

9 Mi muerte, como una amante cariñosa, se me abraza. (pag. 77).

10 A veces, como los indios del Darién, que así lo hacían, he querido morir por el deseo de hacerlo como única causa. Pero nunca pude lograrlo, sin que sepa por qué. No era carencia de deseo, ciertamente. (pag. 13). 

(La pérdida del deseo de vivir o del amor a la vida. Las enfermedades no se interesan por los que tienen ganas de morir, dice Lawrence Durrel en Justine. El tema de los indígenas que mueren a voluntad también está en Ursúa. Y el de los aburráes que se ahorcaban con sus faldas en Medellín, ciudad tricentenaria).

11 Tampoco he podido saber nunca por qué sí ellos podían: les bastaba con el desear. No requerían de arma, ni de ponzoña, ni de tósigo, ni de hondas aguas azules para ahogarse. (pag. 14). 

(Ellos sí podían suena mejor a mis oídos, pero don Mario tiene su estilo un poco arcaico que también es válido. Eso él lo sabe con razones).

12 Sí que podían. Pude verlo en más de una vez. Uno de esos indios, uno que estuvo muy cercano a mi corazón, cansado un día de su fardo de agobios, causados todos ellos por la carga que nosotros los españoles les éramos, decíame despidiéndose que iba a morir. Decíame que lo haría en uno o dos días más. Decíame que suavemente, cayendo a la muerte desde el caminar como cayendo al sueño. Decíame que sin violencia. Sí, lo suyo fue un suicidio, y la única arma empleada fue su voluntad de morir. (pag. 14). 

(Este narrador de la tropa conquistadora que terminó sus últimos días como fraile en un convento de España, también tuvo un indio de confianza a su lado como Ursúa a su Oramín).

13 No era, pues, ni tristeza ni enfermedad lo que los hacía morir cuando el agobio los aquejaba. Era la voluntad de irse cuando no querían soportar más las cargas que el amo imponía... deseo de burlarlo, privándolo de una posesión... voluntad de irse cuando no querían vivir más, estuvieran o no cargados de las cargas que el amo imponía. (pag. 14 y 15).

14 Cuando lo comenté con otros indios no tuvieron extrañeza: todos parecían tener conocimiento de ese don. Me dijeron que les era connatural (pag. 14).

15 Alguno de ellos pudo hasta vaticinarme el instante. Pero “Vaticinio” no es la palabra adecuada. “Señalamiento” sí lo es. (pag. 15).

16 A la hora en que las guacamayas regresan”, dijo. No faltaba para eso mucho más de una hora, y yo me estuve con él. Conversábamos de todo lo usual en cada día. Cuando esas grandes aves descendieron de un cielo de nubes bajas hasta sus perchas en el bohío, él se fue a llenarles el cuenco con el cariño de la harina habitual. Y volvió a sentarse en el banco en donde yo estaba. Nada más antes de desmadejarse me puso su mano cálida en el hombro, no fría como la de uno que iría a morir en segundos. “Ahora va a ser, amigo. Sé feliz”, me dijo. Apenas si cerró los ojos para irse. (pag.15).

17 Después, los Cronistas de Indias, que a veces desaciertan porque escribieron de oídas y no de vividas... (pag. 14).

18 A mí eso me parece de una maravilla inalcanzable. Algo capaz de burlarse sin violencia de las ignominias de una edad longeva... Por ejemplo de la odiosa incontinencia goteante de la orina, que ahora me castiga cuando el frío muerde más duramente y me humilla hasta hacer salir otras gotas saladas: las de mis ojos. A veces me parece que en los más hondos adentros de mi cráneo tengo a un lago que desagua y desagua intérmino. (pag. 15). 

(Bella manera de decirlo).

19 (Es cierto que existen muchas maneras de suicidarse)  Pero de ninguna de esas maneras de morir me fío: todas suelen acercarse sin elegancia, plenas de lentas agonías y dolores... a muertes así les temo... La muerte que deseo es la que los indios tenían, intacta la dignidad. En conciencia y con la facilidad con que un soplo apaga una vela. (pag. 16).

20 (A Escobar, por boca de su narrador, le parecen las guacamayas aves de contraste. Son amigas, y con su amigo el indio parecen entenderse)... ordenadas de unos colores muy vivos y unas combinaciones difíciles, pero que en ellas “armonizan violentamente”, si es que me son permitidos los términos que parecen excluírse mutuamente. (pag. 16).

21 Combinan caprichosamente los rojos, los azules, los amarillos y los verdes. Tal vez no haya dos que distribuyan iguales sus colores. Parecería que las hubiera decorado un pintor locato, pero con una asombrosa sabiduría de las combinaciones que intenta... En ese entonces creía en Dios y me pensaba que se divertía coloreándolas a una por una. Todas distintas, pero todas obras de un pintor que fuera un colorista eximio. Ya no creo en Dios, pero sí en esas aves como obra de sus manos. Y qué importa que sea contradictorio. (pag. 16). 

(Se recrea Mario Escobar en las contradicciones).

22 Llegaban volando bajo y lento, en fila y conversando cosas de comadres en cuchicheos. Parecían un chal de colores vivos, desplegado. Una de ellas solía luego de comer los granos o las féculas de su comedero, volar al hombro de mi amigo. Allí se dedicaba a decirle cosas al oído, como en secreto. Muy paso (pasito) la voz mascullada. A veces le mordisqueaba el colgante lóbulo de la oreja. A veces él ponía uno de sus dedos entre los filos del pico córneo capaz, a mi ver, de trozarlo. El ave lo palpaba con los filos. Parecía imposible esa suavidad entresacada de la potencia de morder. (pag. 16 y 17).

23 Cuando le preguntaba por esos manejos, me respondía: “Me dice... de un un gran pez que ha muerto y que las olas arrojaron cerca de la playa. Me dice que ese olor ofensivo de la descomposición sube alto, creyéndose nube. (pag. 17).

24 El cansancio demasiado es acumulativo, y es así como creo tener todo el posible. (pag. 13).

25 Vi a las naves enormes, ancladas. Oí a las voces de ustedes, tan inentendibles, y sentí al miedo subiendo desde el suelo, y cayéndome desde arriba, y viniendo de los lados. Me subía por las piernas, como un bejuco... Estuve mucho tiempo tratando de entender. Mucho. Y, en el yéndome del camino, a cada ratito quería esconderme. (pag. 18).

26 A veces los dioses buenos olvidan hacer el bien. Ensordecen. No oyen las súplicas. Pero los dioses malos se gozan en el mal. Lo practican sin olvidarlo. (pag. 18).

27 Juan de la Cosa, el piloto casi brujo, trazaba y trazaba trazos en un papel clavado sobre una tabla ancha... Era la prudencia misma. (pag. 18). 

(A Juan de la Cosa lo menciona William Ospina, de paso, por la circunstancia de su muerte).

28 Al golfo de Urabá lo llamamos “El Lago Dulce”, por los ríos que desembocan en él. No volveríamos al golfo recién bautizado sino dos años después, cuando Alonso de Ojeda fue nombrado Gobernador de estas tierras del Darién, como así las llamaban los indios... (pag. 21).

29 La brisa persistente que llegaba del sur había cambiado, viniendo cargadas las manos del olor a tierra y a vegetaciones, y me sabía deliciosamente a verde en las narices. (pag. 21 y 22).

30 Cansado del tocino en cecina que más sabía a sal que a tocino. (pag. 22)... Un trozo de tocino que más sabía a sal que a grasa (pag. 20).

31 Siempre se dijo en la Hispaniola que esos animales lo son de agua dulce... (Caimanes, me dijo Juan de la Cosa) “¿Era amarga el agua que tomaste anoche en el golfo? Aprende a ver. Ciego no es solamente el que carece de ojos, sino el que no sabe ver con los suyos. Úsalos a tus ojos, o llegarás a ser un ciego con ojos”. (pag. 23).

32 (Con Juan de la Cosa)  Con mi padrino se aprendía mucho. Uno, por eso, le toleraba su tono desapacible de a veces. Pese al tono, era un gozo estar a su lado, y servirle. (pag. 23).

(Parece como si Mario Escobar Velásquez quisiera autodescribirse).

33 Lo mejor es que no te aficiones a lo que no puedes tener. (pag. 23).

34 Súbito, en el borde mismo de los matorrales, vi al venado. Ramoneaba por entre la vegetación baja que hay en donde la arena acaba y aun no empieza la selva... Hubiera querido poder moverme como él. De lograrlo, sería casi príncipe, divagué. (pag. 23 y 24).

35 En la normalidad de la selva, nadie tiene afán. Y luego dos garzas que sisaban entre las olas que la playa se chupaba alzaron también ida sobre sus alas, fuga blanca. Yo me concentré. Movía lenta la mirada, barriendo desde donde estuvo el venado hasta donde las garzas se colgaron de sus alas. (pag. 24). 

36 La gracia, esa cualidad de los dioses y de las reinas, tenía mañas de amarrarme a ella. (Pag. 24).

37 No lo vi salir. Cuando lo capté, estaba en cuclillas, acuclillado en la arena, como surgido del verdor, verdor él. Ningún temblor de ramas lo anunció. Como el venado, me pareció hermoso. Miraba hacia las naves con un gesto de asombro indescriptible. Entre sus piernas brillaba el oro de un cuenco en forma de caracola. Contenía a sus genitales. Sostenido de un cordel. Los guardaba de espinas, de picaduras de insectos según pude saber al tiempo. Eso me pareció imposible. Me preguntaba: ¿Qué ser es éste, y cuáles sus riquezas muchas, que lleva a príapo encarcelado en oro? Me sonreí: ¡Qué aprecio desmesurado debe tenerle a su falo! Ciertamente yo no apreciaba tanto así al mío, pero la verdad es que aún no había explorado sus posibilidades. Pero después, días después, cuando hube conocido a las indias, y sabido lo que me hicieron sentir por virtud de lo que ése encapsulaba, le entendí sus cuidados. (pag. 24 y 25).

38 Porque ningún placer, ni aún el placer esclarecido de la mesa bien abastecida y condimentada para un rico goloso y guliento, es como el placer que príapo entrega si la mujer compañera en el goce siente también a su sexo. (pag. 25).

39 Para saber leer en los hombres se precisa de mucha vida vivida... Se sabe sin saber que se sabe. (pag. 26).

40 Hace poco vine de un lento paseo por las alamedas dilatadas del convento. Ahora están llenas de las hojas de que los árboles se despojan para afrontar el invierno, que se anuncia ya tocando todo con sus manos de frío. Esas hojas que cecean con el menor vientecillo, y que amarillean, leprosas, carcomidas de su descomposición. (pag. 61).

41 Sonrió con amplitud. Y entonces pude verle los dientes: eran negros, sin brillo, como el carbón vegetal... era bello, pese a la oscuridad de su sonrisa... Sentía a sus ojos, clavados en mí como leznas. Me estudiaba. (pag. 25).

42 Más adelante supimos que a los dientes los teñían así con el jugo de una planta, de nombre enredado como el de un bejuco: “Pukurrukida”. Ese jugo los esmaltaba magníficamente y los hacía inmunes a las caries y al sarro. Pero yo nunca pude acostumbrarme al efecto que su color producía al mirarlos, y por eso no lo usé. (pag. 30).

43 No todos los venidos a estas tierras eran pobretones. Muchos ricos de verdad, que armaron barcos y expediciones, porque, insaciables, querían más y más. De ellos Vasco Nuñez llegó a decir que eran pobretes, porque, decía, la verdadera riqueza no está en tener, sino en el contentamiento con lo tenido. (pag. 33).

44 Francisco Pizarro, en su colosal incomprensión de todo, salvas la guerra, la codicia y la crueldad, decía que morían de la tristeza. Como la torcaz, esa ave zahareña, cuando la enjaulan. (pag.14).

45 (Balboa) sabía hacerse querer y respetar, dos cosas que no suelen armar yunta. (pag. 22).

46 Muchas cosas los separaban: no sólo el nacimiento, sino también sus distintas ambiciones. Pizarro en todo quería ser el primero, y quería que todo el mundo lo notara. Balboa quería ser el mejor y serlo sin pregones. Ambas cosas consecuentes con sus cunas, con la sangre que a cada uno le corría por los túneles de las venas. Con la prosapia del uno y la suma vulgaridad del otro. (pag. 27).

47 Con una ballesta descendió Vasco Nuñez de Balboa. Toda su prosapia era indigna de su pobreza. Francisco Pizarro se sentaría adelante. Lejos, lo más, de Balboa. Porque alguna cosa interna los desunía desde entonces. Descendió con un hacha en cuyo mango estaban la deslealtad y la bajeza, y tal vez el destino. Tal vez con esa misma, él, muy apegado a lo suyo, cercenaría después la inocente cabeza de Balboa. (pag. 26).

48 Entre los observadores yo distinguía a Vasco Nuñez de Balboa, un hidalgo pobretón que, perseguido de deudas insolutas, había huido a la Hispaniola. Pero las deudas navegan más y mejor que las carabelas más veloces, y a la isla habían llegado, desembarcadas, esas deudas, acrecentadas de intereses de mora. Viéndolo se me hizo que miraba si su fortuna estaría entre la maraña... huyendo de las deudas que lo acosaban y mordían perramente... pero vinieron en otras nave, persiguiéndolo, azuzadas de tinterillos. Para evitar la cárcel se había alistado en la expedición. (pag. 20 y 22).

49 Pizarro fue un expósito. Es decir un hijo, no solamente no buscado, sino no aceptado. Apenas nacido en una de esas barriadas de miseria, lo arrojaron a la puerta de una mujer que criaba puercos. Con la leche de puercas paridas lo crió, en ausencia de otras que no podía adquirir. Se levantó en zaquizamíes, porquerizo en toda su vida, y con manejos de puerco en toda ella. Acabó de Marqués de un marquesado inexistente, aún sin nombre, pero murió de estocada en el cuello por haber traicionado. Solía decir que, con su gente, supo de ratas comidas, y de ranas. Como muchos extremeños, además. Porque es una tierra dura y pobre. Esas alimañas comidas no serán de mucho apetecer, pero son lícitas si de satisfacer la panza se trata. La diferencia entre ellas y el cocido de vaca no irá más lejos que la costumbre. Pero solamente un porquerizo encontraría jactancias en decirlo con pregones orgullosos. Hay muchas cosas que el pudor calla. Pero es sabido que el pudor no es planza que crezca en tabucos. (pag. 27).

50 Balboa era hidalgo, por ambas ramas, como se acostumbra decir, por la sábana de arriba y por la de abajo. Noble mucho, de ancestro, y flaco de fortuna, como miles en Castilla, pero deseoso de la fortuna como todos los que hollábamos el Nuevo Mundo. De hecho, es probable que también hubiera digerido guisos de rata o de rana, pero jamás hubiérase jactado. (pag. 27).

51 Y era que Pizarro aspiraba a subir, impacientemente. Nuñez de Balboa, que se quedó abajo no propiciando petitorias, también. Pero con paciencia, sabiendo que sus pergaminos no importarían tanto si no los ilustraba con el brillo amarilloso. Todos venidos por él. Yo, igual, Yo, hijo segundo, segundón que se dice peyorativamente. Mi familia con títulos y dineros, pero todos irían a recabar en el mayor de los hijos, el mayorazgo. Esa era la costumbre. Con todo, si fuera a detallarlos, yo tendría que escribir acá a trece nombres y a doce apellidos. (pag. 33).

52 ¡El oro! Todos estábamos allá por él. El oro es mágico: básteme decir que si un perro tiene mucho oro es llamado “Señor don Perro”. Si alguno creció en las porquerizas de extramuros, hijo de ayuntamientos miserables en los cuales la certeza habida es nada más que sobre la madre, pero llega a hacerse con el oro, halla francas las puertas de mansiones pese a las dudas o ignorancias que se tengan sobre el padre, y acabará si lo quiere con un título y con blasones de muchos cuarteles. El oro lava prontuarios ominosos, envolviéndolos en olvidos sordos como el terciopelo. A muchos que tuvieron el alma atravesada y la mano que maneja el trabuco untada de sangres vertidas, el oro les pone el alma con derechuras en un almario que no muestra máculas. Y lava las sangres ajenas de la mano asesina. (pag. 32 y 33).

53 Escribo todo eso, y dibujo, porque la mente olvida muchas cosas, pero el papel recuerda siempre. (pag. 31).

54 Cuando Vasco llegó puso su mano derecha en el hombro del primero. Hizo lo mismo con los demás que eran siete. A partir del segundo le correspondieron, manos muy morenas en su hombro. A mí eso me emocionó. Después hubo una sorprendente tempestad de señales con los brazos. Tal vez sí. Las señas son un lenguaje universal que todos sabemos por dentro. (pag. 40).

55 Luego bajó Pizarro. En la derecha la espada desnuda. Fingía una cojera estruendosa y se apoyaba en la tizona como en un bastón, avanzando desconfiado como un gallo tuerto. El Piloto sonreía. Me dijo: “Fíjate en cómo los actos de esos dos hombres dibujan de lo más bien sus modos de ser. Creo en el valor de ambos, pero el extremeño teme”. Yo le respondí: Lo que teme es ser sorprendido: porque él mismo es un taimado. Teme a la doblez, porque él es doble. (pag. 41).

56 Pero oí el “aguarda” en la voz de Pizarro. Me entregó una daga en su vaina de cuero, diciendo: “Hasta desnudo, llévala. En el lecho, ténla. Y nunca te confíes: guárdate siempre una desconfianza”. (pag. 45).

57 Nunca le oí antes aconsejar: esos no eran sus usos. Ni pedía consejos, después. Él se bastaba con sus pensares. (pag. 45).

58 En la playa, los indios, quietos, mostraban la carrera dispuesta. (pag. 40).

59 Juan de la Cosa, prevenido... Yo lo admiraba. Yo almacenaba en mí todas las cosas que él usaba, para mi uso en los después... El me daba sus ejemplos y sus razones, que se me estaban adentro, pero que seguían estando en él. Al contrario de las monedas: cuando las doy a cambio de algo me quedo con el algo pero sin las monedas. (pag. 28).

60 La enorme trabazón de troncos que las olas mecieron y arrumaron, muy pulidos por la acción persistida de la arena, uno leía en ellos la fuerza que las olas escribían... Mientras pisábamos la negrez de la arena que se desmoronaba bajo la alpargata, muy crujimentosa, seguíamos yo pensando en las cosas del saber: yo las tomaba del Piloto y las hacía mías almacenadas. Si era cuidadoso, y yo procuraba serlo, las tendría conmigo para siempre por mucho que las usara. Pero que no dejaban de estar con él, muy suyas, muy tenidas. Me las daba, y yo las recibía, pero él seguía teniéndolas. El saber, por más que de él se diera, seguía estando. (pag. 28).

61 De la arena él me enseñaba, silencioso, y de la arena yo aprendía. La arena contaba bien del paso del indio, de su venir, de su estar acuclillado, de su irse entre ramas, escurrido sin agitarlas. Y así aprendí, con el idioma mudo de las señas, que también, mudas, las huellas hablan. Que se oyen sin sonidos. (pag. 28).

62 Tirupí les dijo que en el aire exhalado por ellos (los españoles) no había indicios de miedo, que no pudo olérselo a pesar de que el miedo huele fuerte como una prutrefacción. (pag. 31).

63 Vi a una ratica royendo algo, entretenida. Vino a percibirme cuando alargué el bastón hasta casi tocarla. El miedo la poseyó enorme, y salió de estampida. Más que ratita parecía una raya alargándose... (pag. 61).

64 (Sobre llevar un diario) “Será un oficio diario, ese tuyo. No lo olvides. En cada uno anotarás lo aprendido en él, y lo fecharás. Así no te perderás en el tiempo, y yo te controlaré”. (pag. 43).

65 Inicialmente vinieron buscando adobos para la comida. Algo así como la sal. No los hay por acá. Pero en cuanto vieron el oro pensaron que mejor el oro. El oro es el mejor de los adobos. (pag. 114).

66 Todo objeto de oro que llega a la Hispaniola es fundido. Lo vuelven lingotes. Todas las llegadas son cosas hermosas, no únicamente por ser oro, sino porque el orfebre, que era un artista refinado, lo hizo más bello vertiendo en él su alma. Muchas de esas joyas, es sabido, tienen siglos. Los hijos las heredan. Y las legan. Yo creo que es pecaminoso destruir a esas cosas hermosas por hacerse a la materia de que están hechas. O para hacer monedas. “Ocupan mucho espacio. Deberías saberlo”, respondió, “Tienes alma de poeta”. (pag. 34).

67 En la Hispaniola los indios aseguran que el oro es el sudor del sol. Aguas del sol. (pag. 34).

68 Antes de preguntarle más miré hacia el sol, ya muy caído. A esa hora uno podía atreverse a mirarle la cara sin sufrimientos de los ojos. (pag. 35).

69 El padrino me abrazó... “Es en la soledad en donde un hombre se hace su armazón. No tendrás por un tiempo afinidades con nadie de la isla, y esa es la soledad más verdadera. Te puse en esa bolsa mi Biblia. Léela toda en muchas veces. Y un rosario”. (pag. 45).

70 Pero ellos, los nativos del Darién y de todo el Continente, probaron luego que en los más de los aspectos eran más civilizados que nosotros, mejores en todo sentido. Por no saberlo el miedo me ablandaba los huesos y me parecía estar parado sobre dos varitas flexibles. (pag. 44).

71 Estaba pensando en las naborías de Cuba. Son haciendas, todas trabajadas por indios esclavos. Cada peninsular que desembarca quiere una. Y entonces organizan cacerías para capturar a los pocos naturales que hay libres. Es fácil, porque de la isla no pueden salir. (“¿Y qué?”)  Todos esos habían aceptado la Fe. Todos fueron bautizados. En cada domingo van a misa. Y sufren látigo y cepo. (pag. 35). 

(Me parece que en este habían y en este fueron hay un lapsus de concordancia y debe ser han y son, en presente, como viene la frase, el párrafo todo. Como corresponde al tiempo en el que sucedieron los hechos).

72 ¿Qué de esos pensares tuyos, ahijado? “Mis pensamientos no son soldadesca. No van hacia donde se les ordena. Son libres y discurren como les place, señor". (pag. 39).

73 Bueno, eres un pensador. Piensa entonces que la riqueza que viniste a buscar no se logra con el trabajo. Trabajando se subsiste, apenas. Si quieres ser rico tienes que quitarle a otros lo suyo. Por trueque de engaño, como dijiste, o por la rapiña. O poniendo a otros a trabajar para ti en una naboría, o en una mina. O engañándolos en los negocios, o aprovechando sus necesidades. Una cosa sé: la riqueza no es afín con la piedad. (pag. 36).

74 Ahijado: me duele que tengas que entender algo que es doloroso para muchas sensibilidades: mira que hay la razón del fuerte y la que tiene el débil, y que no se puede conciliarlas. Son opuestas, como el arriba y el abajo, que tampoco pueden unirse. Hay la razón del cuchillo y la razón de la herida. Cada una es justa en sí misma, y es injusta para la otra razón. (pag. 36 y 37).

75 No era tanto mi atrevimiento como para preguntarle al Piloto qué tan lejanos estábamos de la isla en la cual me dejaría. (pag. 43). 

(Tengo la sensación de que le tenemos miedo al “dequeísmo” y, aunque la fórmula empleada por Mario Escobar es válida porque el sabe de lo que escribe, me parece que suena mejor qué tan lejanos estábamos de la isla en la que me dejaría).

76 Pero dos días después yo, que estaba en la cofia, la vi, lontana... “Tus deberes serán sencillos. Aprenderás la lengua de estas gentes, y anotarás en el libro todo lo aprendido. Aunque sea en desorden. La gramática me importa menos que el vocabulario. Y los verbos y los sustantivos mucho más que los adjetivos. El adjetivo es siempre algo nebuloso, pero verbos y sustantivos son tangibles". (pag. 43).

77 (Desde el barco) La isla crecía y parecía ser ella la que venía. Creo que nada más al verla aprendí mi destino, entendí la separación que tendría. En la playa, algunos. No más de seis o siete. Viéndolos pensé en la separación que se acercaba con la isla. Pensé que iría a ser el único de mi raza, allí. “Entre salvajes”, pensaba, ignorando aún la injusticia de ese dictamen. (pag. 44). 

(Bellamente expresado: la isla “se acercaba” al barco, pero “la separación” por quién sabe cuanto tiempo del ahijado y su padrino, también. Pero sobre todo “la separación” de este hombre solitario que se aleja de sus congéneres).

78 Me senté sobre el baúl a pensar... En la verdad se cava, como cavando en un pozo hondo. En lo hondo está lo cierto, como una agua brillante. (pag. 49).

79 El anciano se fue hacia donde estaba Vasco Núñez y le puso la mano en el hombro. Balboa le correspondió... No encuentro palabra para describir la acción de gesticular a tiempo que decían cosas, y sé que a las palabras no las entendían, pero hasta yo pude saber que estaban llegando a un acuerdo sobre mí. (pag. 44). 

(El historiador dice que “los españoles propusieron a los indios de la isla recibir entre ellos a uno de los suyos, el joven señalado, con el propósito de que aprendiera el idioma y les sirviera de intérprete”. El novelista nos hace sentir testigos presenciales del encuentro).

80 Cada uno de los de la tripulación vino a despedirme. Cada uno decía de lo bien que iría a pasarla, pero ninguno se ofrecía a suplantarme... Vasco Núñez me dijo: "Ten por cierto que tu padrino sabe lo que hace. Yo sé que estarás bien. Aplícate a aprender la lengua. Ese conocer irá a hacerte muy importante entre nosotros, cuando volvamos en plan de conquista". (pag. 44).

81 Le dije adiós con la mano, no con la voz, agradecido. Creo que porque yo ya tenía cascada a la voz como una taza de porcelana caída y rota. Si mi pundonor no me hubiera puesto su mano con guantelete de hierro en la garganta, apretadora con fuerza, creo que hubiera gritado que no, que no quería separarme. Veía a las naves quedándose. Ya iba aprendiendo yo lo que era partirse, yo ido-quedando. En varias veces en la vida me habría de ocurrir esa partición, y siempre me fue dolorosa. (pag. 45).

82 Luego las dos naves arriaron la bandera y volvieron a subirla, y a mí se me antojó fúnebre el saludo (pag. 45). Cuando las blancas velas se perdieron lontanas, como gaviotas que la distancia borra... (pag. 49).

83 En la mano la espada, y en el cuerpo todo, regado, escrito en cada tendón, sabido por los movimientos del brazo y el torso, el arte antiguo de la esgrima, pleno de tretas, de añagazas de defensa, de socaliñas para matar... y entonces entraba la estocada, rápida como una cabeza de culebra que tira a picar. (pag. 50).

84 En ese día los indios mataron a más de 120 invasores. Escaparon los de pies ligeros, los piernilargos, los que eran como los venados, los que corrieron como galgos. Y los que supieron esconderse entre los lodos, como Alonso de Ojeda. (pag. 50).

85 Y lloraba callado, yo, un mocetón que para enero cumpliría veinte años. Porque había naufragado: hay muchas maneras de hacerlo. (pag. 50).

86 Oí unos pasos que venían de atrás, menudos, quebrantando a las arenas. Miré. Era una india. Llegaba desnuda, enteramente, como salida de un paraíso. Le pensé, antes que nada, los años: sería apenas mayor que yo. Puso a mi lado un atado de hojas y un jarrito de arcilla, y me indicó que comiera. Ante su espléndida desnudez yo estaba todo ruborizado, pero en ella parecía connatural. Cuando vio que ni siquiera desenvolví las viandas se sentó a mi lado, abrió las hojas y sacó un gran trozo de pescado y me lo puso en las manos. Se sonrió cuando empecé a comerlo. Me hizo señas de que bebiera del jarro. Al ver que comía con apetito se desentendió de mí. Puso a un lado un trozo de madera pulida en el cual había clavadas muy simétricamente unas espinas de pescado muy lisas (su peine), y se fue al mar, a retozar nadando. Parecía una nutria en lo desenvuelto de su agilidad. El agua le abrillantaba la piel, que parecía de un cobre rojo muy pulido. La comida, muy buena, no me era tan grata como verla. El agua le abrillantaba también la cabellera larga que le caía como un chorro de esmalte sobre la piel de cobre. La mata de su pelo, espesa, era negra como la lignita, como la noche más espesa. Fuera de esa espesura de cabellos de la cabeza no tenía ni otro pelo en todo el cuerpo. Yo dudaba en decidir si esa desnudez de las axilas y del monte venusino era impúdica, o hermosa sumamente. Supe después que se arrancaban cada vello con un par de cilindros pequeños, de madera, muy pulidos y ajustados entre sí, que a modo de pinzas servían para tirar (su depilador). Casi toda mujer tenía unos, lo mismo que un peine como el que estaba a mi lado, ingeniosamente fabricado. Con el tiempo ella, que consideraba sin limpieza los pelos del cuerpo, arrancó uno a uno los míos: todos. Eso fue lo primero que, de indio, tuve. (pag. 51). 

(Dos cosas se relatan en este largo párrafo: el encuentro amoroso de un español con una indígena, y la asimilación de un español a esa cultura. William Ospina también relata el encuentro de Pedro de Ursúa con Z´bali, sin tantos detalles, aunque los dos, Ospina y Escobar, con sensibilidad de escritores más allá de la simple crónica. Ninguno de los dos vio los detalles y ambos recrearon las situaciones con su imaginación, pero de un modo verosímil trasladándose a la época en que ocurrieron, o imaginan que ocurrieron, los hechos).

87 Recogió a las caracolas, varadas como naves en la arena parda, y me dio algunas para que las llevara. (pag. 52). 

(Esta metáfora de “los caracoles”, que llamamos nosotros, denominadas caracolas varadas como naves en la arena parda me parece bella).

88 Pero mi prudencia, montada en mi hombro como una cacatúa, me platicaba “cálmate, no sabes de quién sea. Porque una maravilla como ésta no va a estar horra. Dueño tendrá, y si no eres prudente vas a dejar por acá los huesos enamorados”. (pag. 53).

89 Pero ella seguía jugando con el agua. A veces se sumergía, tragada de verdes traslúcidos, malaquitas. Reaparecía lontana. A veces con un gran caracol en las manos. Nadaba con él hacia la orilla, y lo ponía en ella, varado en la sequedad. Se comían, y eran una delicia. Me acerqué hasta donde las olas rompían en espumas con lengüetazos, con regüeldos. Me lavé las manos. Desde su verde de ensueño ella me hizo señas de que fuera, entrado. Pero yo era entonces muy mal nadador, y era tímido como un cangrejillo. Ella vino entonces hacia mí. Por encima de los brazos me sacó la camisa y la tiró. Antes estuvo observando su hechura, y las costuras, pulsando entre los dedos la textura de la trama. Me indicó que me quitara los zapatos. Saqué de ellos los pies. No sabedora ella de los modos del pantalón, tiraba hacia debajo de la pretina. Aflojé el cinturón, y salí de ellos... Se puso a mirarme. Primero a los ojos. Los míos son verdes, malaquitas, claros. Ella señaló al agua más profunda, que igualaba ese color Miraba y miraba, y no creía. Después quiso frotar en la córnea a ver si se borraba, pero era doloroso y le aparté la mano. Empezó a tocarme. Los vellos de la cara, los del pecho, las axilas, la ingle. Puso entre sus manos mis testículos, y los sopesó. Engreído, me pareció que aprobaba. Palpó mis músculos para sentirles la dureza: eran duros. La vida no fácil me los había endurecido. Y con las palmas me recorría la piel, como tasándola, como aprendiéndole la textura. Después me arrastró hasta el agua. Con ella al cuello, me dejó. Se hundió. Reapareció lejos. Volvió a hundirse. Luego sentí a sus uñas en mis tobillos. Salió justo junto a mi cara, riéndose. Volvió a meter su desnudez entre la verdura inmensa. Cuando no la ví en un rato muy largo, me asusté. Miraba hacia fuera, hacia la llanura encrespada, cuando de la orilla me llegó un su gritito burlón. (pag. 52). 

(Aquí hay una traspolación. Mario Escobar dejó su vida ciudadana y estuvo varios años en Urabá, empapándose, para poder escribir la novela. Estas escenas solamente pueden describirse desde las páginas de la memoria. No pueden inventarse por quien no las haya vivido. Lo estoy copiando todo. Es que, una vez que se empieza, uno no puede deternerse hasta el orgasmo).

90 Me hizo señas de que la siguiera. Recogí el baúl y los perendengues, puse los caracoles entre la hamaca, y la seguí. Mis ojos, con una verdura codiciosa, lamiéndole cada trozo de piel. Calificándole la gracia de los hombros, la línea dolorosamente bella de las caderas, los muslos, las piernas. Digo que dolorosamente, porque a mí lo que es hermoso me ha dolido siempre como una estocada, pero bellamente... mi mente y mi cuerpo la querían mía como nunca antes deseé a nada. La deseaba con un ansia que era también un dolor inmenso como el cielo, o como la mar innúmera. Mi mano, mis dedos, querían asirla. Mi piel que la estrechara contra ella. (pag. 53).

91 Se acercó para mirarme una vez más a los ojos. Se acercó tanto como para verme los adentros, y uno de sus pechos me punzó. Era tibio y firme, y lo sentí como a una quemadura deliciosa. Pero cuando se apartó me dolió. (pag. 54).

92 (Un bohío). En él barría con una escoba que era una hoja de palmera el remero proel que estuvo en el barco, con El Viejo. (pag. 53). 

(La lectura de esta frase me planteó algunas dificultades. Primero, la referencia a El Viejo, que yo había olvidado y es el indio que estuvo en el barco recibiendo al huésped. Segundo, la expresión el remero proel cuyo significado desconozco y apenas después el contexto me hace caer en la cuenta de el primer hombre de una barca de remos,  de una que no tiene timón, el que va en la proa marcando el rumbo, por lo tanto uno de los indios que iban con “El Viejo” en su barca. En tercer lugar, me parece que la expresión que era una hoja de palmera es un complemento que se refiere a una escoba y entonces debe ir entre comas y sobra la coma antes de con El Viejo. La frase puede quedar así: 

"En él barría con una escoba, que era una hoja de palmera, el remero proel que estuvo en el barco con El Viejo". 

Esto lo digo con timidez, porque no me atrevo a corregir al maestro Mario siendo yo su aprendiz, un aprendiz que puede tener simplemente un error de lectura y de comprensión).

93 Sin más, la india y el proel se fueron. Me senté sobre el baúl a aprender la estupefacción. Estaba solo, en un territorio extraño, sin nada a mi alrededor que me fuera familiar. Desconocía el lenguaje, los modos, las costumbres, y todo eso se me clavó como una lanza... yo no sabía estar solo... De la india me había aferrado, como una garrapata de una piel, y la piel se había ido dejándome como despatarrado. (pag. 54). 

(Mario Escobar enseña las metáforas, insistente, y aplica lo que él sabe. Estas imágenes son bellas).

94 Una estrella apareció, como a las diez de la noche, en la parte más baja de la ventana, y fue subiendo lenta, lenta. Al fin se subió al techo, creo. En eso se tardó media noche... (pag. 57)... Nunca he tenido, después, una noche más larga que esa primera tenida en mi bohío. Pensando que tal vez en su palabrerío el anciano me dio noticias de la muchacha, que no supe yo oír. Eso me amargó los ojos, que no durmieron, y la saliva que me ponía amarga la noche, y la hamaca, y puso arrugas verticales y contrariadas en mi entrecejo. Porque cada parte mía la anhelaba... Y más luego estaba también el silencio... aturdía más que muchos ruidos... Y, todavía en el bohío, el aire suave, delgadito, puro... En el barco, la nariz mía estaba acostumbrada a la espesura de olores... a quesos que se ranciaban, llenos de cabelleras grises suministradas por los hongos. Al del aceite, que se filtraba por juntas invisibles. Al de la harina seca... a la carne cecinada, que llegaba para que la sintiera como al cuerpo sudoroso que no ha recibido un baño. Y a los sudores, las respiraciones, y las ventosidades ampulosas de muchos durmientes. (pag. 56 y 57).

95 Yo he aprendido que hay muchas cosas de la vida que uno sabe con anticipo. (pag. 57).

96 Si tengo todo lo que quiero o requiero, y me sobra fortuna, y estoy tanto tan viejo que no alcanzaré a gastarme lo tenido, todo más sobra absolutamente. Todo más es inútil, y lo que haría sería oxidarme el corazón: porque la ambición es un ácido. (pag. 56).

97 A poco vino el viejo... dibujé la cara de la muchacha-ondina... él se deshizo en palabras que no entendí... a una de ellas la tomé como el nombre de la muchacha... traduce algo así como “de varios”... así llamaban los caribes a la mujer que había sido de más de un hombre. No era una prostituta como las que... se dan por unas monedas, baratas, no. La de “más de uno”, no se vendía. Era una mujer que en el tiempo de unión con uno no adquiría compromiso de permanecer con él, y rompía la unión cuando dejaba de placerle. No solían tener hijos. Los evitaban tomando cocidos de unas plantas que, desprecavido, no me cuidé de conocer. O, si la preñez se daba, se libraban tomando pociones de otra planta que era un abortivo muy eficaz, sin contratiempo. (pag. 55 y 56).

98 Y aun cuando en las tardes lucía una especie de faldellín blanco, de un algodón sin aprestos, que más era incitante que recatador, cuando iba al mar pasaba desnuda, vestida apenas de su gracia... que cuando ella fuera al mar la siguiera... Así lo hice en varias veces... Sus manos me tocaban enteras. Indagaban no sé cuáles cosas en mi piel. Sopesaban mis atributos de varón, y su boca se pegaba de mis tetillas, mordisqueando suavemente sus dientes en una delicia torturante. O succionaban. Yo aprendía en su piel las caricias. No hay aprendizaje más grato, sobre todo en la dureza turbadora de unos pechos jóvenes. Pero cuando intentaba el abrazo de penetración se reía. Su risa picaba como pimienta. Y se escurría de entre mis abrazos como un agua esquiva, entre roja y morena... Dejé de ir al mar con ella, porque me dañaba... de cada uno de los juegos que imponía, de incitación y de rechazo, salía yo malherido, con odio por la vida, por la isla, por el mar, por ella. La creí imposible, y por eso, cuando al pasar me invitaba con los ojos, y a veces con toda la frase linda de “ven a que nos dé caricias el agua”, me retraía dentro de mí como el caracol. (pag. 57 y 58).

99 En las noches dejé de esperarla, o al menos esa mentira me mentía. (pag. 58).

100 Entró guiada por sus oídos que recogían el chirriar de las cuerdas de la hamaca en los postes. Y creo que hasta por los chapaleos de pez caído en la arena que daba mi corazón... empecé a sentir un chillido a mi alrededor y tardé en saberlo como al de mi sangre por los oídos... afuera la noche inmensa, sin brisas. Tibia. Y llegando en hordas el sonido de las múltiples lenguas del agua lamiendo la playa como cien mil lebreles. (pag. 58).

101 Se dedicó a excitarme haciendo uso de una sabiduría erótica muy refinada. Yo percibí de inmediato mi torpeza, que era una ausencia de saberes. Ella la sabida, la más lujuriosa, la seductora. Yo el maravillado de la infinita riqueza de los sentidos. (pag. 58).

102 Luminosos, chorreando resplandores, salimos del agua. Apenas en el rompiente, en donde el líquido salado endurece a la arena, apelmazándola, me hizo tender. Había traído una vasija pequeña con un aceite... el olor que tenía... a coco. Se lubricó el sexo, hasta en sus honduras, con una despaciosa minucia. Y me trepó, sin empalarse. Abrió las puertas-piernas guardianas, y destapó el paraíso, Eva volviendo. (pag. 59, 116).

103 Luego, lenta, sabedora de lo que hacía, aplicada, fueme poseyendo. Lenta, lenta, lenta. Se apoyaba con sus manos sobre mis hombros, y cuando el orgasmo la copó gimoteó por un rato, clavándome las uñas. Y luego, sin romper la unión, fue volteándose hasta que quedó debajo, yo el jinete ya. Algo en mi sangre quería urgencias y las aupaba, pero esa milagrosa lentitud suya se me había aferrado. Sólo cuando ella empezó a agitarse conmigo me aceleré. (pag. 59).

104 Creí que había explotado, y que en todo el ámbito no había todo el aire que estaban necesitando mis pulmones. Jadeé un rato como un perro afiebrado, desplomado sobre su cuerpo. Entonces me sacudió de sí con suavidad, y, como si no fuera capaz yo de valerme, fue llevándome hasta que estuve de cara al cielo estrellado cuyas constelaciones no conocía aún. Ella se puso boca abajo, paralela, y me acariciaba las orejas. (pag. 59).

105 No sé por qué me puse a llorar, callado. Solamente unos sollozos que me agitaban. Solamente los ojos expulsando gotas. Sentía a la felicidad en mí, venida, llegada, aposentada, inconocida antes, grande como el mar, inmensa como el cielo. Cuando sus dedos percibieron las lágrimas, alzó hasta mis ojos la boca y empezó a chuparlas. Sabrían a mar, supongo. Su lengua lamiendo las comisuras, prolija. (pag. 59).

106 Sé cómo y cuándo y dónde me llegó la inmensidad del amor que le tuve, que aún está en mí, en mis viejos huesos de vidrio, en mi sangre floja, en mi entraña cansada. Fue en la playa de esa isla Caribe, y en ese momento de esa noche. Atroz, el amor me llegó como un dolor. Como si me atravesara el pecho con una azagaya descomunal. Algo doloroso, pero dulce, violento y tierno. (pag. 60).

107 No sé cuándo me dormí. Yo no quería en esa noche entrar en el país oscuro del dormir. Quería que me duraran todas las sensaciones habidas. Analizarlas. Me tocaba el cuerpo: todas sus partes, que ella acarició, y agradecí al cielo por ese cuerpo. Lo agradecí devoto y pío... el cura de mi pueblo, que desde el púlpito escupía sus sermones, amonestaba que el cuerpo era pecaminoso. Que era perverso, y que el camino del infierno pasaba por él. Ahora yo sabía que él no sabía nada del cuerpo, o que adulteraba su saber, si era que lo tenía. Qué el corrompía a la naturaleza para sus sermoneados. Porque esa belleza del sentir no podía ser mala. Era evidente que los cuerpos estaban diseñados para complementarse, y que cuando se unían como se unieron los nuestros esa noche, era un solo cuerpo. Serlo, dos uno solo, era la completa felicidad. (pag. 60 y 61).

108 No vi a la chica en dos días. Entonces me fui a donde El Viejo... Me dijo: “Si ya supieras lo que yo sé de las mujeres, sabrías que lo que quiere es que vayas por ella. Ve aprendiendo tu esclavitud. Amar es ser ajeno”. (pag. 66).

109 Subí la ligerísima pendiente, muy azorado... caras me miraban sabedoras de mí desde hacía más de tres meses, muchas sonriendo maliciosas. Pero no la suya, ausente con estruendo. (pag. 67).

110 Era por ser tan celosos de su intimidad que los indios construían tan apartados unos de otros a sus bohíos, y cuando requerían ir a uno que no fuera el propio iban dando voces que prevenían... Creo que también el alma se me iba poniendo india, y mucho.  (pag. 69).

111 Cuando dio con la mar, que desde antes se había avisado con sus voces de ola en la arena. (pag. 63).

112 Estaba hermosísima, y parecía tan joven... los pechos le detonaban en el pecho... “Entra. Van a creer que te salieron raíces hondas. O, peor, que mi fealdad te asusta”... eso hice... 
¿Por qué no has vuelto?
¿Es que acaso tienes ya una hamaca para mí? ¿Tienes unas ollas con maíz? ¿Hay un fogón? –alzó los ojos negros brillando como chaquiras.
Yo no tenía. (pag. 67).

113 Abajado, yo le veía el sexo: nunca antes había mirado uno de mujer, y me pareció hermoso. Parecía una gran nuez, oscura, apenas rugosa y tajada como de sable airado. (pag. 72).

114 En los bordes la herida empezaba a sonrojarse y parecía, satinada, de esa color como la de las caracolas de las aguas que acababa yo de largar de vuelta a su profundidad verde. Una lengüeta casi roja asomaba como entre labios asoma una lengua, y esta de ella de donde manaba el líquido amarillo que daba alivio (la orina contra la aguamala). Pensé entre los fuegos del veneno de la medusa que era como una boca, la más verdadera y la mejor de las dos. Antes de izarme puse en esa su boca más verdadera un beso largo que me dejó una temblorosa emoción que todavía no acierto a clasificar. Un beso tan largo. Mientras que lo depositaba puso su mano en mi cabeza, y apretó las piernas como dos lianas de impudor ciñendo un tronco. Mano y piernas me acariciaron suavecito. Cuando me alcé pude pensar que entonces sí la conocía ya y verdaderamente. (pag. 72).

(Dos veces en esta novela recurre Mario Escobar Velásquez a la metáfora de la boca más boca o más verdadera, refiriéndose a la vagina. En esta página 72 cuando habla de que “Antes de izarme puse en esa su boca más verdadera un beso largo que me dejó una temblorosa emoción que todavía no acierto a clasificar”; y en la página 12 cuando habla de “Esa hendidura en donde empieza la verdadera boca de la mujer, la boca más boca”).

115 Cuando me estiré a su lado, se me ciñó entera, como una liana que se envuelve en un tronco. (pag. 91).

116 Las sombras fueron saliendo de los rincones y fueron espesándose y subiendo, hasta que fueron multitud y se volvieron noche. Entre las piedras del fogón las llamas viboreaban. Su resplandor alcanzaba hasta el lecho y la inventaba en rojos, tanto como la luz inventa las cosas sacándolas de lo oscuro. (pag. 90).

117 Es raro: allá tenía la sensación de paz, la de estar bien. Pero no percibí a la felicidad como a tal. Creo que no se la reconoce sino cuando se la pierde. (pag. 124).

118 Así me convertí en esposo... Y encontré la felicidad, esa hermosa realidad tan precaria... Felicidad y juventud solamente se entienden cuando se han perdido. Ambas, más que un estar, son un ir. (pag. 68 y 69).

119 (Su nombre era “Miel”). Cuando viajaba... no demoró nunca más de quince días... en esos de ausencia me sentía como fuera de mí. Como sin mí. Una extraña sensación conmigo: la de estar partido. La de ser yo apenas una mitad. (pag. 71).

120 Ser yerbatera era su oficio, que era el mismo de un médico, pues era también  partera... solía ir a todo poblacho cuando era llamada. Así, permanecía meses fuera de la isla. Supo tener marido en casi todos, pero antes de mí. Después no sé, pero lo temo. Eso me quema todavía como la lava de un volcán, tanto como me quemó cuando lo supe. (pag. 70).

121 Como a los cinco meses de mi estancia empecé a mostrar los signos de la sífilis, una enfermedad de la que ni siquiera tenía yo noticias, y que después arrasó a Europa, matando a tanta gente, o más que el cólera morbo. En el Mundo Nuevo era endémica, y tal vez todo indio la tenía, sin que apenas dañara. Sabían tratarla, y tan pronto como Miel percibió en mí unas llagas en la lengua, sus agudos ojos inquisidores no sabía desapercibir a nada, me trató. Me dijo que, como pudiera ser recurrente, aprendiera por mí mismo la terapia, que era fácil, a base de la cortesa cocida de un árbol que en su lengua llamaban “guayacán”. Su efectividad era mucha y la gente de Europa bautizó a la piel del árbol como “santa” y acabaron llamando al producto “palosanto”. (pag. 83).

122 Miel me aseguraba que la enfermedad la causaban unos animalillos que no podían verse, y que así se lo habían enseñado. Pero esa a mí me parece pura fantasía. ¿Cómo se puede saber de algo que no vemos? (pag. 84).

123 De uno de sus viajes de rutina Miel vino áspera conmigo. Se había enterado de los asaltos en los cuales murió mi Padrino en las cercanías de lo que luego fue Cartagena, y “se cocinaba en un infierno de odios” (que me incluían)... Casi no accede... Creo que lo hizo cuando pudo convencerse... de que mi corazón había dejado de ser español. (pag. 85). 

124 La fuerza que tienen las cosas que se reproducen es inmensa. La vida es lo más empecinado en permanecer, dividiéndose. (pag. 90).

125 Ella era apasionada. A su cuerpo lo usaba para el placer carnal. Sabía buscarlo, a ese goce, en mi cuerpo, y, encontrado, demorarlo. Los rasgos de su cara eran bellos. Pero no escribiría que fueron delicados o pulidos, al modo de los rasgos españoles. No eran plácidos, sino bravos, fieros. Bellamente fieros, como una lanza o una tizona. (pag. 89).

126 En unos días en que una ternura desparramada nos unió con una unión que nunca jamás he vuelto a tener, me había dicho, los ojos como dos pozos insondables llenos de la dulzura que saben dar a las abejas los robledales: “¡Hagamos el hijo!” ¡La voz que tuvo para decirlo! Algo más de setenta años de pronunciadas las palabras, y aún sigo oyéndolas en su extraña mezcla de almíbares y música. De música de flauta, imprecisa entre llanto y canto. (pag. 88).

127 Podía ella decir ese “hagamos el hijo” con la certeza de su cumplimiento, porque conocía muy bien el mecanismo de sus órganos, y el de las mujeres que trataba. Solía, en los períodos prolongados en que no se deseaba a la preñez, recetar (o tomar) un cocimiento de plantas de que ella sabía y que esterilizaban a la mujer durante algunas lunas. Otro tenía para quienes, habiendo ejercido el placer carnal sin haberse preparado para evitar la preñez, que se tomaba el día siguiente al de haber ejercido el placer. (pag. 88).

128 Pero en esa tarde del “hagamos al hijo” sí que se dulcificó su cara. Y en ese día no fue el amor feroz. Dulcificados los rasgos, transparentes como un alabastro moreno transido de luz íntima, se me untó como unas cucharadas de miel y así, untándoseme, se estaba, recibiéndome. (pag. 89).

129 Y apenas entonces supe yo lo que la ternura es. Con ella el amor copulado era una batalla, un asalto dado y recibido, en que la fatiga llegaba después como un premio, y en el que el sudor abrillantaba las pieles, y se hacía trencillas en algunas partes. Nos agredíamos de amor, nos peleábamos los goces, y la batallaba y me batallaba... Pero en esa vez fueron suaves sus rasgos. Sus voces fueron cariciosas, y estuvo plácida, los ojos como rezándome agradecimientos. Yo, igual. Y sé, desde entonces, que hay bellezas feroces, y que las hay serenas. (pag. 89).

130 Cuando sentí el espasmo curveteándome la espalda, uniéndose al suyo que le llegaba profundo y caudaloso como un gran río, me pareció que de mí brotaba miel, que era yo la colmena más dulce. (pag. 89).

131 A esos mundos los acabó La Conquista española..., los borró la ambición, unida a esas aliadas satánicas que fueron la viruela y la gripa (para las que los indios no tenían inmunidades). (pag. 70).

132 Pedrarias dijo a Panquiaco, el cacique, de purulentos y llagados lejanos queriendo encontrar compasiones. No las logró. El indio no le contestó lo deseado, pero a mí sí, porque a mí podía: “Mientras más españoles mueran de muertes terribles, mejor estará el mundo”. (pag. 84). 

(Los narcotraficantes acallan su conciencia con las mismas razones respecto a los gringos).

133 (Los españoles) Si hubieran permanecido unidos... no hubiera sido fácil vencerlos... Pero, en carrera, se dispersaron, cada uno dueño de su miedo, caballos del miedo que los cabalgaba. (pag. 61).

134 Desde una laguna, entre las raíces de un mangle, entre el lodo y el agua, Ojeda lejano vio y oyó... el miedo chuzándole la garganta y ascos de los canguejos peludos que lo caminaban a ratos... boca arriba, apenas somada la nariz para el respiro... (pag. 62) el día casi entero metido entre las aguas fétidas del manglar... (pag. 64).

135 Y, cuando la noche empezó a brotar de las raíces de los matojos y a escalar ramazones como una extendida inundación negra, vio que se recogían hacia la aldea. (pag. 63).

136 Los indios habían ido de un cuerpo caído a otro y machacaron con sucesivos y bastantes golpes de sus clavas... Dejaban una masa asquerosa e irreconocible en donde hubo cada cabeza, escribiendo a golpes su odio por los invasores ladrones. (pag. 63).

137 En la mano izquierda sostenía un arco y un haz pequeño de flechas. Cada punta protegida por un tapón de lanas vegetales. Así supe que eran de las ponzoñosas de que teníamos habidas noticias. La guarda protegía al dueño de raspones: el más leve era mortal. Así lo aprendieron, muriendo, muchos españoles. El arco no era grande: esas flechas no requerían de mucha penetración. A nada en el Nuevo Mundo llegaría la españolería a temer más que a esos dardos. (pag. 25).

138 Muchos trataron de saber el nombre del árbol que yo descortezaba. Pero aunque casi todo indio lo conocía, y conocía del árbol, fingían ignorancia solamente por el odio que tenían al peninsular. (pag. 84).

139 En una sola de las cosas que el Piloto apreció tuvo error: con las flechas. No requerían de potencia en los arcos los indios caribes porque embadurnaban la punta de la flecha con un tóxico que mataba siempre, así el que la recibía tuviera de ella nada más que un rasguño. Mataba en medio de sufrimientos espantosos. (pag. 31).

140 Él, el Piloto, moriría de flechazos como esos. Aún muerto siguieron disparándoselas, clavándoselas, odiadores. El último que vio el cuerpo de De la Cosa lo vio como a un puercoespín. (pag. 31).

141 Ella se dedicó a preparar la ponzoña para la punta de la flecha, lo cual hacía un asunto delicado y peligroso. Había ponzoñas de dos clases. Una empleaba doce elementos, y la otra casi el doble. Ella, empujada de su odio quería el más letal. Los elementos eran difíciles de colectar en la cuantía que una guerra demandaba, y se tuvo que viajar en más de una vez al continente. El preparado me pareció cosa de brujas. Recuerdo miríadas enteras de una hormiga cuya dolorosa picadura podía inhabilitar por dos o tres días (Las congas, pag. 121). Dos o tres clases de gusanos, cuyos pelos, si se rozaban, hinchaban hasta desfigurar el miembro que rozaban. Recuerdo igual a una fruta muy parecida a una manzana reducida, que se daba por las costas. Era de tentadora apariencia y hasta de buen oler, pero que aún con apenas morderla y tener el masticado en la boca ya entrababa la respiración. El aire parecía haberse ido de los pulmones, y de la garganta nacían unos jadeos estrepitosos. “Fruta del diablo”, le decían. Si me salvé fue porque no alcancé a tragar el bocado, demorado en masticarlo para hallarle el buen sabor. También alacranes. Moraban en raíces en pudrición, y su recolección era difícil y lenta. Negros, algunos parecían tallados en ónices. Joyas malignas, costaba mantenerlas prisioneras porque se escapaban como el agua, fluyendo por la menor imperfección en el cierre de la vasija. Otros eran del color del tabaco cuando empieza a secar, casi transparentes como el ámbar. Eran los más bellos, y también los mayormente letales. De ambas clases no se usaba para el cocido mortal más que la botija rematada en uña al final de la cola con nudos, porque era el depósito del veneno. Se necesitó de meses para tener los suficientes. Requerían de poca comida, al parecer, porque a los cientos de ellos que hubo en un gran recipiente de barro bastaba con echarles de vez en cuando unas cuantas cucarachas. Las roían enteramente, hasta a las alas duras. Si al recipiente cerrado le aplicaba el oído, podía oír como se rozaban esos cuerpos duros. Sonaban como el raspar de uñas contra madera dura. Un sonido apagado, difuso, como si el barro de la olla se frotara consigo mismo. Era inevitable que algunos consiguieran escapar cuando la olla se destapaba para enjaular a nuevas piezas, o echarles cucarachas. Entonces corrían bastante, alargados como rayas, con la cola ponzoñosa en alto. Con manos rapidísimas las mujeres los agarraban de la cola, y olvían a meterlos en la olla. Se requería de mucha vivieza de ojo, y de manos rapidísimas. Pero eso no fui nunca capaz de hacerlo yo. Mirarlos nada más me hacía enconger el estómago al tamaño de un limón y a las acideces del limón las sentía brotándome. Un asco arcaico me raspaba las manos como si por ellas me anduviera una de esas arrastradas criaturas. Cuando se dispuso de los materiales suficientes hubo que esperar a los ventosos días de enero, cuando la prisa del aire mueve sus moles. En las mañanas una brisa regular soplaba sin variaciones, y se aprovechaba para que se llevara a la parte solitaria de la isla las emanaciones del recipiente en que hervía ese amasijo de cosas terribles. Mataba sólo el aspirar un poco de ese vapor del infierno. Una hora antes de que la brisa cambiara se dejaba solo al recipiente, y Miel, la alquimista, le regulaba los hervores y se retiraba. Al día siguiente ponía nuevos fuegos debajo, y nuevas aguas arriba. Creo que esa mezcla mortal hirvió por diez días. Cuando terminó de borbotar había medio recipiente de un producto negro, pegajoso, húmedo, que no perdía su viscosidad. Parecía alquitrán, pero más fluido... Miel dijo que en esa vasija había veneno para flechas tantas como dos cabelleras. Pude pensar en unas cincuenta mil... Cuando, días después, pasé por el sitio en donde se preparó el unto maligno, pude ver a una extensa parte de matojos muertos, secándose en amarillos requemados. Las emanaciones que la brisa arrastró mataron a todos los arbustos en un frente de treinta metros y más de cien de profundidad. (pag. 85 , 86 y 87).

142 (Los indios) Después cantaron sus cantos, embriagados de la alegría de la victoria, que es un licor muy potente. Y de a uno fueron haciéndose con sus arcos y las flechas, ésas de las ponzoñosas puntas, ésas dolorosas, que infiernan en dolores al que las recibe. Ésas que hacían que se quisiera no haber estado ahí para recibirlas, no haber venido, no haber invadido ni saqueado. (pag. 61 y 62).

143 El indio sabía llevar el unto en un canuto delgado. Lo hacía de bambú, y le ponía de tapa un ajustado tarugo de madera. Espeso, el unto no se corría del fondo. Bastaba hundir la flecha y removerla un poco. Pero eso se hacía únicamente a poco antes del disparo. Si la flecha hería, mataba siempre, y en medio de atroces dolores. El que paraba con su carne a uno de esos virotes deseaba con deseares imposibles algunas cosas difíciles de que ya he dicho, pero que repito: como no haber nacido, o no haber venido. Y morían pronto. Esa flecha caribe era así (pag. 87).

144 En la playa se agruparon, los torsos protegidos por las cotas, en las cabezas los cascos, y en las manos las armas. Solamente las blancas, espada, lanza. En el cinto el puñal recursivo. En el brazo el escudo y en el corazón la ira. (pag. 65).

145 Y luego empezaron a disparar las flechas... cuando una se clavaba el dolor ponía gestos imparables en el rostro del Piloto, y alzaba griterías de los flecheros, que asustaban a las nubes que iban altas. Después de recibir cuatro o cinco de esos virotes de infierno mi padrino se derrumbó, como una torre se derrumba, pero a medias. Cayó de sus pies a las rodillas. Clavó la espada en el suelo para sostenerse en ella, las manos puestas en la empuñadura, y oró... cada uno, ahora girando, le disparó todas sus flechas. De una en una se clavaron hasta que Juan de la Cosa más pareció un puerco-espín que el Piloto Mayor. Cuando lo miraron, dos o tres días después, estaba verde. Completamente verde como una iguana joven. (pag. 62).

146 Alonso de Ojeda, el de los pies ligeros como los de los venados... fue el único que logró salvarse... no tanto como evitar a la muerte por la ponzoña caribe, sino retardarla... porque ese Ojeda tuvo el valor inaudito de hacer pasar el rubí encendido de un hierro sacado de la fragua por el agujero redondo que le dejó la flecha, y hurgar en él como limpiándolo. El olor a carne asada llenó el recinto de San Sebastián de Urabá. A cambio de dos años de vida de más que el hierro incandescente le dio al quemar el tósigo con la carne, Ojeda recibió la cojera. Y perdió la osadía: toda la que tuvo antes, que fue desmesurada. De bravo que éra y ágil como un toro de lidia, se volvió manso. ¿Y qué cojo puede ser ágil? Abandonó a los suyos en San Sebastián, y se fue a Santo Domingo sin ganas de volver. (pag. 87).

147 Entonces fueron por entre la hediondez de los cuerpos pudriéndose. Una hediondez más espesa que gachas. Y que afrentaba: esos olores fueron todos amigos. Cuando se dio el silbido prendieron las teas, rodeando el rancherío, más callados que el silencio, y fueron arrimándolas a las pajas del techo resecas por el verano... pronto fue como el día la hoguera inmensa que aullaba. Los indios salían aturdidos, e incendiados, entontecidos por el sueño. Los aparaba la estocada o el lanzazo. Guerreros todavía pintarrajeados, y no. Mujeres humeantes con cabellera de llamas, y niños soasados. (pag. 65).

148 Tal vez no escapó ni uno. Y después al olor de los podridos se unió el de los asados... cuando el día breve del incendio se apagó. (pag. 65 y 66).

149 Luego lo mordió el frío como docenas de perros. Y después ardió en la fiebre, hoguera de sí mismo. (pag. 63).

150 Después le cayeron los mosquitos zumbadores, como un ácido con alas. (pag. 63).

151 Lo durmió el cansancio de los ojos que lloraron, y aprendió el beneficio del olvido transitorio que es el dormir. (pag. 64).

152 Ya entonces entendía que no tener ambiciones, o tener todo el dinero suficiente a satisfacerlas, era lo mismo. Pero que el camino del dinero está lleno de maldades, y el de no ambicionar es un camino digno. (pag. 69).

153 ¿Por qué no?, me digo. Esos muertos no estaban para poseer. La muerte es la carencia de necesidades. (pag. 66).

154 Vastas nubes grises se apiñaron súbitas... el trueno rodaba aludes de peñas. Cárdeno, el relámpago múltiple iba entre ellas. Cárdeno como una serpiente ubicua. (pag. 80).

155 He pasado algo más de treinta años en este convento, sin que haya sido nada parecido a un monje. Soy un huésped que paga su estancia... Pero a más Jehová era sádico: exigía el sacrificio de Isaac a tres días de distancia del hogar, para que su acto no fuera irreflexivo sino meditado. A tres infiernos de distancia. A tres eternidades. (pag. 81).

(Alguna vez dijo don Mario Escobar Velásquez que: "Hay cosas que no comparto, leyendo la Biblia, como la orden de Jehová a Abraham de que le ofrezca en sacrificio a su hijo").

156 El convento está dirigido por un músico muy experto, y las antífonas que ha compuesto son de una belleza que no sé ponderar. Oyéndolas he pensado con razón que el cielo está en esta capilla. (pag. 81).

157 Para eso tuve que aprender el latín y el griego... Porque todo el saber, todo dogma, toda especulación moral o filosófica, está escrita en esos idiomas y no en otro ninguno. (Pag. 83).

158 Apenas si recién empiezan a traducirse a lenguas vernáculas esas catedrales de lenguas. La elegancia del latín me seduce. Como no tiene reglamentado el uso de las partes en la construcción de las frases, en cualquiera parte se puede colocar el sustantivo o el adjetivo. Nada hay tan hermoso como estos usos. En ellos Cicerón era descollante. Frases suyas hay que he leído en múltiples veces buscándoles la luz de hermosura que derraman. (pag. 83).

159 Sus pechos habían perdido su gracia pícara y cada pezón habíase puesto negro-morado como una mora cayendo a la pudrición. Le dolían. (pag. 92).

160 Ahora sé que la vejez es apenas otra cosa que un largo recordar, que además amarga. (pag. 66).

161 Y de pronto me puse a llorar, callado, abundoso, doliéndome la vida con un dolor de belleza y de contento. Ya se va viendo que yo soy una lágrima con patas. (pag. 92).

162 Ella se dulcificó hasta ser casi la de antes, y en las noches se tendia en las esterillas sobre el suelo de arena menuda y me llamaba al amor. Era difícil con el atado del hijo sobresaliéndole en el vientre, ella sin fuegos ahora, apenas una ternurosa afición, apenas su devoción cumpliéndole a mi cuerpo. Después se me amarraba y yo sentía al hijo que se rebullía, y entonces reencontraba el llanto de cada vez: yo estaba, siempre, pluvioso. (pag. 94).

163 Sí, habíamos venido a conquistar. Sí, creíamos que todo el territorio era nuestro. Sí, ansiábamos el oro más que nada. Todo lo que el indio tuviera nos pertenecía. Sí, veníamos a quedarnos. Sí, estábamos autorizados a matar o esclavizar a todo el que no aceptara nuestra religión. No, no traíamos mujeres: para el placer las había por acá. Las tomaríamos como el oro. (pag. 93).

164 No se extrañaba, ni lamentaba. Eran esas las prácticas del guerrero. Las tenía sabidas desde niño, las traía en la sangre: así era el pueblo Caribe, igual. Así trataba a los otros pueblos, salvo lo de la religión, que no entendía. Antes los caribes atacaban, y ahora era al contrario. Se defenderían y le abrirían al invasor la resistencia fiera. (pag. 93).

165 El Caribe no temía a la muerte. La sabía como una consecuencia de la vida. Pero sí temía a la invalidez y a la fealdad. Y por eso odiaba a la serpiente venenosa capaz de dar esas horribles cosas, y que las daba conscientemente por hacer el mal. Se la temía precisamente porque escatimaba la muerte, dosificando su veneno. Pero los pocos que inyectaba eran peores que la muerte misma. (pag. 106).

166 Cuando todos estuvieron, un indio joven informó de una (serpiente) mapaná. Cómo odiaba la tribu Caribe a la tribu Mapaná. No porque diera la muerte con sus colmillos huecos, eso no. Casi toda tribu daba muerte. La tribu de las Aguas, llamada río o estero o mar, la daba. La daba el pueblo de Árboles con alguno que podía caer entero aplanando, o desgajar una rama y dejarla caer sobre una testa que pasaba encima de hombros. A la mapaná la odiaban porque mezquinaba la muerte que podía dar. En las más de las veces no daba todo el venero necesario con la mordida, sino una partecita, esa maldita ahorradora de gotas. Pero esa partecita insuficiente  para matar era peor que la muerte: pudría toda la carne de una pierna o de un brazo y derruía el miembro. O dejaba grandes huecos, feos e inllenables, en un muslo o una nalga. (pag. 105 y 106).

167 Luego toda la tribu, tal vez setenta. Cuando le pregunté a mi amigo el proel por los significados de todo, me contestó: “Vamos a enseñarle crueldad a la serpiente. Y así todas las de su tribu aprenderán a no ser crueles con nosotros...” ¿Van a matarla? “Morirá aquí, pero muy lentamente”. (pag. 106). 

168 Caminaban despacieando, asentando lento el pie. De pronto lo entendí: no querían que el suelo vibrara como vibra cuando una tropa marcha. Eso despertaría a la colmilluda. Yo cuidé igual mis pasos. El proel, en llegados, me la señaló de inmediato. Yo admiré los entrenamientos de sus ojos, porque lenteé en verla. Dormía. La facetada cabeza, grande, de hocico romo, sobre el rollo de su cuerpo. Opaco el ojo que le veía cubierto del párpado del sueño, opaco. Dormía con la tranquila confianza de los fuertes. (pag. 107).

169 Le ordeno a mis recuerdos que me vuelvan a la isla, y allá van conmigo. Soy llevado por ellos, en legión. (pag. 94).

170 Me gustaba estar en esas arenas tibias, bajo la sombra de un almendro, palpado por las innumerables manecitas de la brisa. (pag. 94).

171 Oteando el horizonte de agua, casi siempre vacío... hacía ratos que no alzaba mis ojos... cuando los alcé, y tiré al mar una mirada larga como una liana. (pag. 95).

172 Me adentré en la isla en busca del Viejo. Lo encontré liando cuerdas de arco. Era la habilidad misma. La cuerda amarilla ly húmeda se veía crecer entre sus dedos, brotando retorcida. (pag. 95).

173 Ahora tendremos todos que cuidarnos de las serpientes... “yo no sabía que nadaran” Sí, nadan, y muy bien. Las grandes cazan peces grandes, y los chicos son comidos por las chicas. En la vida comes o eres comido. (pag. 96).

174 Un miedo pequeñito acurrucado en el pecho, tanto tan pequeño que casi no era miedo. (pag. 101).

175 Entré a la mar entre los lametazos del agua... (pag. 101). Sentí las lenguas frescas del agua dándome caricias. (pag. 96).

176 Para acá me vengo cuando la vida me duele... cosas hay a las que no me resigno –dijo El Viejo–. A la ausencia de mujeres en mi lecho, por ejemplo. Antes las mujeres me buscaban... todavía las deseo, y puedo... pero todas creen que estoy de tirar. Si me les insinúo, se ríen picaronas, pero su carne no desea a mi carne. A veces preferiría estar muerto. Creo que las viejas son más afortunadas. A ellas se les apaga el fuego de su horno cuando no sangran más. Ya no se inquietan por el hombre. Pero mi padre, que vivió mucho más de lo que he vivido yo, me confesaba todavía sus deseos. (pag. 97).

177 Se rió un poco, apenas con los ojos que destellaron su risa brillando como pecesitos azabaches. (pag. 97).

178 La guerra es un infierno, sí. Pero conozco uno peor. Es la falta de mujer. Traigo áspera la vida sin una. (pag. 218).

179 ¿Dijiste que las indias son muy cariñosas?” Son muy apasionadas. Todas. Cada una vale por un harén. Cada una un paraíso concupiscente. No conocen la vergüenza. Al cuerpo lo tienen para el placer, y lo usan. No cambiaría a una de ellas por cinco españolas. (pag. 218).

180 Ninguno de nosotros ha tenido mujer en meses. Eso agría la vida, ¡caray! El semen guardado se reseca, y reseca el ánimo. Es venenoso. Y algunos no la han conocido nunca. La mujer, en España, es un lujo. (pag. 131).

181 Ve a bañarte con ella. Más adentro hay una laguna propicia. Ella sabe. A un hombre no le hace ningún bien el estar sin mujeres... eso se lo agradecí, y cómo. Ya mis jugos me estaban llegando a los pulmones y amenazaban ahogarme. (pag. 228).

182 Se discutió el asunto de si dejarían a las mujeres en poder de la tropa, para que muchos se descargaran del semen que tendrían ya entelarañecido. (pag. 228).

183 Yo –le dije– antes de tener a Miel tenía a mi mano derecha como mujer. La dulcificaba para los frotes con mi saliva. Es un sustituto, pero alivia de esos jugos espesos nuestros que si no salen, amargan. (pag. 97).

184 Si vuelves a necesitar de tu mano, usa el aceite de coco. Es mejor que la saliva, y la boca no se te seca. Y, sí: la mano es la fidelidad constante, la disponibilidad de siempre, sin condiciones. Es más fiel que la mujer más fiel: no se va nunca. Es un recurso, como ya dijiste que sabes. Y de eso sabrás mejor cuando estés viejo. (pag. 98).

185 Recién llegado tú –continuó– una muchachuela, a la que me le ofrecí requiriéndola se me encrespó como una ola brava contra una proa y me salpicó todo de improperios. Me dijo que si se me diera de confiada no será capaz: yo no daría. Me fui a la playa, y lloré. Y luego avancé aguas adentro buscando morir untado de sal. Pero me era imposible hundirme. Mi cuerpo ha sabido flotar desde siempre. No quiere aprender a estarse abajo. Entonces me puse a nadar mar adentro. Pensé en hacerlo hasta que las fuerzas no me dieran más y me ahogara... si mi hijo no me hubiera alcanzado con la chalupa. Derrotado subí, no queriendo parecer derrotado ni nada. (pag. 97).

186 Al alzar los ojos, la cara del Viejo, tan ancha, me mostró súbita y casi de tocar su sabiduría rancia. En ella se mostraban muchas cosas: aparecía el amor por su mar, ancho como el mar. (pag. 98).

187 En ese instante entendí un poco al saber: era ser. Ser arena, a fuerza de entenderla. Mar, por la constancia de su uso y entendimiento. La sabiduría no era conceptos, ni babosas palabras de universidades, sino la integración con algo. Como la de Miel con su ciencia médica, y la del proel con la navegación. (pag. 99).

188 Tibia, el agua susurraba sus cancioncitas líquidas. (pag. 101).

189 No viene la serpiente. Vámonos”.
Me reconvino con una voz suave:
Tú no sabes tener paciencia. No es esa una buena cosa. Esperemos. Mientras, aprende a los pecesitos, sus modos. Al agua los suyos. Todo es tan importante. Todo es necesario. Aprende del viento sus movimientos: el viento es movimiento. De la arena, la dureza, y el calor húmedo. De los árboles la permanencia. De las piedras la duración. Aprende a ser agua, sol, peces, árboles. De cada cosa irás a necesitar su sabiduría. Pero antes, sábelo, tienes que aprender la paciencia. Ella es la puerta de entrada a todas las otras". (pag. 98). 

190 Vi que en el extremo más alejado de la escollera había encallado uno de los árboles que habían sido isla flotante. Las aguas lo mecían empezando su lento trabajo de pulimento y desgaste. En unos meses perdería parte de su enormidad y estaría tan suave al tacto como los pechos turbadores de una muchachuela. La arena gustaba de lisuras. (pag. 101).

191 Al rato de estar mirando la entraña del agua con esos sus ojos apartados me hizo señas de que mirara yo también hacia abajo, y vi a los chorros innúmeros de pecesitos que fluían por entre los acantilados del coral. De tantos, parecían cuerdas... A poco la vi (a la serpiente nadadora): otra cuerda de anillos rojos, amarillos y negros. Rápida como los pecesillos, parecía empujarlos más que perseguirlos. Vi que iría a pasar rozándome las piernas y pensé recogerlas. El Viejo leyó en mi gesto y me puso una mano en el hombro. Me dijo: “No te muevas”. La serpiente pasó junto a mí como un largo escalofrío de anillos, y se perdió entre recovecos. (pag. 99).

192 Salí del agua somera, lento. Al extremo de la vara que volvía a llevar al hombro sentía, amortiguados, filtrados por el trapo, los movimientos de la coral... grande entre corales... como un palillo comparada con una boa. (pag. 102).

193 Medirá algo más del largo de un brazo y medio. ¿Qué es lo que entiendes tú por inmensa cuando eso me dijiste?” –lo reproché. 
Es la más venenosa de todas las serpientes. Más, incluso, que la mapaná más talluda. No hay otra como esa. Debe ser la tatarabuela de todas las corales... persiguiendo astillitas de luz con escamas, fascinante. La mayor de todas las que la siguen tendrá su mitad de largo... cuando se dice inmenso o pequeño es con relación a algo determinado. (pag. 99).

194 Vi que la culebra no nadaba con gracia. Carecía de aletas, y ondulaba para impulsarse. Cuando le puse súbita la red ante la chata cabeza en la cual fulgían negrísimos los ojillos, no pudo frenar ni retroceder. Entró entera. Imaginé la cabeza chocando con la tela fruncida al final, y alzando la red la tuve fuera del agua, un nudo de anillos agitándose iracundo en el fondo. (pag. 102).

195 Mírale los colmillos, atrasados. Por las canalitas resbala la muerte. (pag. 103).

196 He querido cazarla. Con su piel tan grande, minuciosamente retorcida, haría unas ajorcas muy bellas. Con ellas cazaría a alguna jovenzuela, seguramente. Pero no he podido verla saliendo del mar. Debe tener alguna cueva con entrada acuática... esas culebras tan viejas saben mucho: de peces, y de sobrevivir. Es por ese saber que llegaron a viejas. (pag. 100).

197 (Con la piel de la serpiente en la mano) Te traigo un gran presente, en prueba del mucho respeto que tengo por ti. (pag. 102)... ¿Qué es?... Abrí mi sonrisa hasta que lindó con las orejas, y le susurré, cantándome interiormente mi alegría: “Te traje a tu muchachuela, Viejo, Ahí la tienes enrollada". ¡Demonios, qué astuto eres! (pag. 103).

198 Se vino a mí y me puso una mano en cada hombro. Lo sentí al Viejo como fluyéndome hacia adentros míos. Como siendo yo y él, yo-él. (pag. 103).

199 Como a los ocho días le vi al Viejo en la cara unos arañazos crueles. Se le veía orgulloso de ellos, luciéndolos como una condecoración. Y vi que la muchachuela que se los hizo, sádica y lúbrica como una gata, se había instalado en la casa del Viejo. Lucía, no unas ajorcas en las muñecas delgadas, sino exquisitamente retorcido un collar de la piel de la coral. Y tal vez aprendido de ella, sinuoso, un caminar ladino. (pag. 104).

200 Todo lo que uno necesita es la oportunidad de demostrarse. A esa oportunidad la compré con tu regalo. Ahora ella me anda muy apegada. (pag. 104).

201 Le miré la entrepierna, y noté de inmediato el cambio: príapo, su órgano viril que le veía, cuando estaba descaracolado, escaso y flaco, estaba ahora crecido. No quiero decir erecto. Quiero decir crecido, grueso y largo como el de todo marido que se ejercita. Creo que ahora llenaba la caracola. (pag. 104).

202 Me sonreí yo, muy complacido. Lo miré a los ojos y le aprendí a su mirar el mirar de la lujuria. (pag. 104).

203 La llamada era insólita, y de cada lugar de la isla llegaban, como gotas a un cazo, los habitantes. (pag. 105).

204 Me dirigí a la casa comunal. Era un amplio pabellón sin paredes, fresco, en donde estaban todos los vientos de la isla de entrada por salida y se llevaban al calor de paseo. (pag. 104).

205 Creo que (a la mapaná) la despertaron nuestras miradas, que la tactaban. O nuestra presencia fría. Lo supe, cuando el ojo, desvestido del sueño, aclaró. Empezó a ver malignamente. A poco su lengua salió. Negra. Partida en dos, preguntándole al aire. Creo que el aire le confirmó de nuestras presencias. El aire es el gran chismoso para los que tienen olfato. Transporta, además, sonidos, olores lenguaraces, vibraciones corilleras... la lengua aceleró sus vaivenes, entrando y saliendo de la caverna de la boca, latigaba en pequeño, fusta, zurriago, látigo, lazo. (pag. 107).

206 Atrás de la culebra, que permanecía armada, lanza de sí misma, dardo arrojadizo la cabeza... la estaban ordeñando... hasta la seguridad del vacío de las bolsas de veneno. (pag. 108).

207 Se fue hasta una rama de arbusto que daba al suelo una amplia sábana de sombra, y la colgó. (pag. 108).

208 Las mujeres gustan de dominar, y las riendas que usan son de cantaleta. (pag. 109).

209 Tortugas quietas con plácida expresión de gallina clueca dejando caer huevo tras huevo en los hoyos que habían cavado. (pag. 110).

210 Algunos arrastraban a su presa al cobijo de la sombra de los arbustos, en donde duraban más. Así el sol no se bebería los jugos, y la carne estaría mejor. (pag. 111).

211 Tanteaba más hondo, estirando el miembro... hasta que a su cerebro lento llegaba la certeza de lo inútil del empeño... yo evitaba mirar esas cabezotas... y a esos ojos en donde creía leer la desesperanza más atroz. (pag. 111).

212 Parecían aves abatidas. Porque cuando me fue dable ver a una que nadaba junto a la canoa, la impresión tenida (de la tortuga) fue la de que en el agua se movían como en un aire espeso, “volando” en el líquido. (pag. 111).

213 Alcatraces desgarbados acudían a llenar de ellos (huevos) sus alforjas. (pag. 110).

214 Si Miel hubiera querido regresar a ti, ya lo habría hecho. Si te pones en juicio sabrás que es que no quiere. Entonces te dará lo mismo que seas un abandonado acá, o en cualquiera otra parte. Las mujeres son así. Y a más, como lo sabes, abundan. (pag. 113).

215 Tú sabes que no es lo mismo. Con Miel está mi corazón. Lo otro es un regocijo de un rato. Me miró como cavando en mí con sus ojos negros. Los sentía entrándome como rayos oscuros. Dijo luego: “Eso no te lo he entendido nunca. Lo que ama a mi muchachuela es esto que tengo en la caracola. Cuando esa parte mía ha dejado de rebullir, entonces me olvido de la mujer. No sé cómo tú puedes desear lo que no está contigo. Contenta lo tuyo, lo que usas en la caracola, con lo que está a tu alcance. Es así con lo que hay que vivir: con lo que está". (pag. 113).

216 No respondí. Yo era distinto. En ese momento hubiera querido ser como él, que solamente comprometía a su falo. Yo había esclavizado a mi corazón. (pag. 113).

217 Me acongojaba, sí, por Miel, que me había abandonado. Ahora sabía que sí era posible que hubiera tenido a varios dueños: ella se los desprendía cuando no le agradaban más como una culebra se desprende de la vieja piel que la estrecha. (pag. 148).

218 Supe que (los españoles) venían a robar. Es lo que siempre hicieron, y lo que hacen todavía. (pag. 118).

219 Ahí fue cuando entendí que caribe y español usaban de la misma crueldad y que la guerra entre ellos no iría a hacer prisioneros. (pag. 109). Percibí... que el caribe y el español eran razas de los mismos propósitos, rapiñeras, crueles, sin piedad. (pag. 257).

220 No dormía, repasando la traducción (a lengua indígena) del discurso infame. Decía que El Papa, señor del mundo cristiano, había concedido estas tierras a los españoles, y que estos estaban tomando posesión de lo suyo asignado... que el Dios que los españoles traían era el Señor Jesucristo, y que los seres de esta tierra deberían acatarlo y adorarlo... Quien no lo aceptare sería castigado con la esclavitud, tratado como hereje y tenido por digno de recibir la muerte... Somos náufragos que vamos de paso hacia la boca del golfo, y deseamos la paz... “Las diré esas palabras, pero, como es claro, las dos cosas se contradicen”. (pag. 139 y 140). 

(Esta idea está tomada del discurso del jefe Seattle al representante del jefe del gobierno norteamericano que le intimó entrega de sus territorios “garantizándole buen trato”, pero su contenido es común a todo el universo indígena de las Américas despojadas por un extranjero por autorización de otro extranjero. Es, pues, una muestra de intertextualidad).

221 Tirupí, adelantado a los suyos... me dijo que lo repitiera más despacio, y así lo hice. Y entonces preguntó: “¿Cómo puede ese poderoso señor de que tú dices, regalar lo que no es suyo?”. (pag. 141).

222 Como yo no sabía qué contestar le traduje la frase a mis dos acompañantes. Vasco ordenó: “Dile que es el más poderoso señor de la tierra”. Respondió el cacique: “Por acá no lo conocemos. Me gustaría verlo repartir lo mío, venido... Idos por donde venidos”. (pag. 141).

223 Cada español iba dejando a su alrededor una hueste de cadáveres... retiraban de los caídos los “apagavelas” de oro como dieron en llamar a los adminículos con que el desnudo resguardaba de espinas y mosquitos su falo... se rebañó con júbilo, se hachó denostando... aves carroñeras empezaron a revolotear sobre el campo de batalla, media hora no más después de ella. Pero dos de los de Tirupí avanzaron y se apostaron para impedirles descender (con la esperanza de enterrar después a sus muertos)... no sé de quién fue la idea. Un alguno dijo: “No vamos a morir de hambre habiendo afuera tanta carne como se precise... la elección es libre. Yo no me moriré de hambre, ni de escrúpulos”... no he podido yo, que tanta cosa he sepultado en el olvido, olvidar esas dos escenas. Una, la de los cadáveres caribes arrastrados, y otra su miserable partija en porciones. (pag. 162 y 163).

224 Yo no comí.... porque no había sufrido del hambre de los otros... porque me atracaba de ostras y mejillones y me bastaba con arrastrar de una cuerda un paquete de hojas envolviendo comida (dejada por mis hermanos de adopción, los indios caribes. Creo haber entendido al ver los restos de cadáveres tirados al mar)... esos que habían sido caribe o español, iban siendo peces. Después serían alcatraz... después zorro o caimán, y después mosca, y luego sapo, y así mientras la vida durara. Uno pudo ser antes de ser uno agua de arroyo, o planta, mar, lluvia, niebla, nieve, vapor, hielo, cal de hueso o de coral o caracola. Lo que vivía era la vida, no uno. Uno era apenas la transitoria continuidad de la vida. Esa es mi filosofía de ahora... lo que vive es la transformación. (pag. 165).

225 Pizarro era la fuerza. Se dijo que a Turbaco fue de sable, y que con él hendió a uno desde la cabeza hasta el tórax. De mucho músculo se requiere para eso. Pero hoy llevaba la espada, de la que, arguía, se obtenía mayores ventajas. (pag. 162). 

(Aquí parece haber un lapsus de imprenta o “error de mecanografía”. Posiblemente es argüía).

226 Conquistar no es tarea de ángeles, y sí de demonios. (pag. 225).

227 En la guerra nada es traición, y todo es traicionar. La caballerosidad es para los días pacíficos. (pag. 121).

228 Cierra tu pico. La discreción guarda a las riquezas como el mejor de los candados. (pag. 128).

229 Entablamos en una charla de mucha animación. Me dijo que quería ser escritor para escribir de este portentoso Mundo Nuevo. Todo desmesurado en este Mundo. Dijo de los innúmeros tonos del verde, que yo había captado igual, desde los espesos como jugos de esmeraldas espesas, hasta los más claros como el agua de borrajas. Creo que fui enteramente consciente de esos verdes desde que los vi. Pude recordar el verde ralo de la vegetación española, tan uniforme, y entonces la descostumbre mía por los tronos del verde empezó a ver. Me avergoncé un poco de esos verdes-pardos españoles. (pag. 126). 

(Es casi seguro que lo que aquí se quiere decir es tonos del verde, como de campiña boyacense. Como el ojo capta los diferentes tonos de verde, así la nariz capta los diferentes tonos de olor, aunque uno no sepa describirlos con detalle ni reconocerlos como sí hace la nariz de un perro. Mario Escobar consigue mostrarnos algunos tonos de olor que se sienten en sus palabras: el olor de la fatiga, el olor del miedo, el olor del asco).

230 El miedo iba conmigo. Creo que con todos. Se olía su olor, que es un poco fétido como el respirar de los pantanos. (pag. 225).

231 Antes de que en la mañana, casi subida al medio día, se diera el combate, yo había notado un olor que tardé en clasificar como el del miedo. Era nauseabundo como el de una ventosidad del vientre, pero distinto. Y muy más tenue. Era un poco ácido y picaba en las narices. Venía de todos el olor, porque todos temíamos. (pag. 164).

232 Temíamos de la muerte torturada de la flecha caribe, o del dolor atroz de una lanza de madera que podía astillarse, y que para penetrar necesitaba del golpe de un brazo potente. Y el miedo de la macana que aplastaba cabezas. La muerte era posible, y estaba ahí afuera, ubicua. Ir a darla significaba pelear antes con el miedo, y vencerlo. Significaba empujar al propio cuerpo a que fuera, aunque la preferencia de esa carne y esa osamenta fuera estarse en el fortín, aún con la ignominia del hambre. Y esa reluctancia a salir, vencida, era lo que me olía. Me olía a miedo vencido, a cuerpo empujado. (pag. 164).

233 Al regreso venía otro olor con el de la fatiga y el sudor. No era el olor que un cuerpo de caminante tiene después de una mancha larga bajo el sol: así es que huele el cansancio. Pero el olor del combatiente era más de sal y de herrumbre, un poco como el que adquiere en su vaina una espada guardada que se hastía de su reposo. (pag. 164).

234 Pero cuando esos cadáveres pintados de sangre por su muerte violenta estaban a punto de ser repartidos, lo que olí fue el asco de todos, que se abstenía de manifestarse: era un olor como el de flores podridas, o el de un basurero de ciudad. (pag. 165).

235 Pidió un voluntario como acompañante. Lo tuvo: en el mundo no faltan los románticos del sacrificio, según dijo Pizarro. (pag. 180).

236 Muchas veces estuve próximo a la muerte... escapé de ella por un pelo apenas. (pag. 167). 

(En los párrafos que siguen Mario Escobar retoma las ideas que ya expuso en las primeras páginas del libro. No es un error, es adrede, quiere recalcar, metido en las botas del narrador pero también en las suyas propias, sus ideas frente a esa impúdica que aguarda a que él se descuide para dar el abrazo final).

237 Alonso de Ojeda no servía sino para el triunfo, no para la derrota, no para las heridas, no para los dolores. No era sufrido como los buenos varones españoles, sino que en muchas cosas era como la mujer de España. (pag. 175).

238 (Mi tierra adoptiva, distinta de lo dejado allá)  Desde que vine he sabido acá, en mi tierra, de la mujer española. He sabido de las derrotas que sabe dar. De las reticencias que tiene para darse. De las condiciones que pone. Alma y cuerpo la buscaron, al regreso, y la hallaron, y aprendieron ambas que ella es amarga, y que al varón quiere dominarlo. Por el dominio batalla con dulzuras de ver, que sabe mostrar pero que esconden sus propósitos. Una dulzura que tiene nada más hasta que está segura de su poder sobre el que la busca... huraña para acompañar en la derrota o en la pobreza. O en la vejez, que aúna todas las derrotas. (pag 176).

239 El español tuvo otra derrota y puso a todos los diez muertos que hubo... El cerco no duró ni dos horas... Se llegó con el desgano, y se vino con una cantidad mayor de ese óxido de la voluntad... y cansados, porque nada fatiga más que la derrota. (pag. 225 y 226).

240 Sin que hubiera reposo para los cuerpos, se llamó a cabildo abierto: esa inutilidad. (pag. 226).

241 Agudos como los chillidos de un viento veloz partiéndose en una cuerda. (pag. 208).

242 Ya sabes que en muy pocas veces uno logra hacer lo que quiere, como lo quiere. Pero siempre deberá hacer lo que tenga por hacer. (pag. 117).

243 En la isla aprendí lo cómoda que es la frugalidad. Y acá he tenido mucho tiempo para pensar. Ahora creo que las cosas nos poseen si no podemos dejarlas. (pag. 187).

244 Mercancías traía a prorrata, y se pudo ver, entonces, a La Codicia y La Necesidad contendiendo por llevar ventajas. Esos del barco querían el oro. Por él, amarillo como el sol de quien era el sudor, al decir del caribe, estábamos todos allí... Ese metal, pesado como ningún otro, sabía de magias: se trocaba en lujos, en títulos nobiliarios, en cuarteles de mucho ancestro, así se hubiera nacido don nadie en una casucha. Borraba las bastardías, aclaraba los colores oscuros de la sangre mora entremezclada, embellecía a las feas y los feos, ocultaba en la invisibilidad a las jorobas de todo orden, y hacía graciosos los modales burdos, y claros los tartajeos de las lenguas enredadas. Pudo hasta desjuídizar a los judíos. (pag. 183). 

(Veo aquí un lapsus mecanográfico en esta conjugación infinitiva que es palabra aguda terminada en “r” y por lo tanto le sobra la tilde).

245 Los venidos éramos segundones sin herencia, en el mejor de los casos, plenos de ansias de fungir como mayorazgos. O éramos bastardos de señorones, que nos ignoraban. O nobles de mucha nobleza venidos a menos por menguas del haberío. O volatineros con ansias de alturas mantenidas. O porquerizos hastiados del chillido de los cerdos punzando los oídos, y de su olor ácido en las narices, y de lo pegajoso de su bosta entre los dedos de los pies. O presidiarios que, pagada la ardua pena, no encontraban en España sino desconfianza. O soldados sin ejército, desmovilizados. Todos curtidos, duros, sufridos. Y hasta abogados sin clientela, ansiosos de pleitos y nombradía. Magníficos todos para la impiedad, sordos a los llantos, rapiñeros, voraces. Éramos lo que teníamos que ser. Los imperios no se conquistan con oraciones, aunque así lo predique la fraylegaya. Se hacen imperios con soldadesca. Y los mejores de ellos son los más malos, es decir los crueles, los impiadosos, los ceñudos, los de mano de hierro. (pag. 183 y 184). 

(Esta es la imagen que se nos ha transmitido, y es con la que yo estoy de acuerdo. Los que sacan a relucir títulos para demostrar alturas de algún conquistador, ignoran esos porqués que lo hicieron venir a pesar de sus títulos. Nadie que esté bien instalado va a querer irse a ningún lado a buscar lo no perdido. Motivación mínima puede ser la pobreza de un rico venido a menos, pero es motivación).

246 Digo apenas un poco más de mí... yo también, para matar mis aburrimientos, quise aprender ese juego (del ajedrez)... pero no pude... para vencer el tedio de las horas demasiadas empecé a leer y a leer. Y después escribo. Dos ejercicios que me son viciosos. (pag. 180).

247 El viejo tenía una sonrisa sáxea. (pag. 202). 

(Parece ser que Mario Escobar no fue bueno para el ajedrez, según lo pone en boca del narrador. Lo suyo son las palabras, y entonces, a lo indio, las va poniendo para que el lector tropiece y vaya al diccionario. Proel, proemio, zohorí, zahareño. Es el precio que pone para soltar su historia. Pecio: restos de naufragio. Sáxeo: en poesía: pétreo. Etc. Es su juego para obligarlo a uno a aprehender las mismas que a él le costó aprender en su momento y para sacudirlo al lector de la lectura fácil).

248 La golpeaba como a un tambor. Resonaba rauca (pag. 202)…  Pronto armaron timbas (pag. 206). 

(Rauca: ronca, afónica. Timbas: partidas de juegos de azar).

249 Saltando troncos que se derruían en podres. (pag. 214). 

(Escobar pudo escribir podredumbres, pero optó por podres que es lo mismo y obliga a recapacitar o a buscar).

250 Yo, que a todo tenía que pensarlo, me fui diciendo de lo relativas que son la ambición y la felicidad. Los de por allí, cercados, anhelaban la riqueza, algunos aúnada con el poder. El escribano no quería más que escribir, y tenía de qué, pues todo lo que ocurría se le antojaba maravilloso. La felicidad suya, magra, estaba en untarle palabras a un papel. (pag. 177). 

(Todo escrito tiene mucho de autobiográfico, y en estas frases está pintado Mario Escobar que ha renunciado a muchas arandelas, menos a la de borronar sus cuadernos).

251 Porque me canso en veces de escribir. Se cansa mi mano y agarrota los dedos, y entonces tengo que cogerlos con la otra mano y dales fricciones a esos palos entumecidos. Y también se me cansa el recuerdo, al cual tengo que exprimir luego de llegado. Lo tomo al recuerdo como a una fruta y la aprieto. La suelto cuando creo que ha dado todo de sí y que ya es apenas bagazo. Pero si me empecino en el apretón retomado acaba soltando aún otras gotas interesantes. Además mi cansancio debe venir de que no sé para qué escribo. Lo que escribo no tiene finalidad. Otros han escrito de lo mismo, y aunque con muchas partes inexactas, el gran todo es más o menos correcto.   (pag. 224 y 225).

252 Yo escribo porque me distrae el tedio de los largos días iguales, yo conmigo mismo y solamente. Apenas si desde el espejo me mismea un viejo. (pag. 225).

253 (A la vejez) Llegué sin querer llegar, yo mismo empujándome. (pag. 229).

254 El dardo le atravesó un muslo, clavándose en la arena de atrás. Nada más sentirse tocado Ojeda paró en seco, dio media vuelta largando la espada, y echó a correr hacia el fuerte, veloz como un gamo... como carecían de barrenos calentaban al rojo un hierro para perforar las tablas... sin vacilar, tomó el hierro al rojo y lo hundió en el camino abierto por la flecha. Hasta que sobresalió del otro lado, entre sangres quemadas y vapores asados... cauterizando... se sentó en un escaño recién terminado... aún el estupor por la hazaña aparecía en los ojos de todos... creo que toda la acción... no duró ni veinte segundos. (pag. 230 y 231).

255 El miedo a la muerte es peor que la muerte. La muerte suele durar un momento, pero el temor se dilata... saeta la del miedo peor que otra cualquiera. (pag. 231). 

256 Como la de antes, la mañana apareció malhumorada, plena de neblinas. (pag. 169).

257 Lo único que rompió el hastío de esos días iguales los unos a los otros, repetidos, fue el caimán que se tragó el anzuelo... para sacar el garfio hubo que ir hasta el estómago... descubrirle allí varias piedras de buen tamaño, algo redondeadas y pulidas, que nos fueron inexplicables. en toda la región no había una sola piedra, ni un peñasco: era toda arena y piedra pantanosa. Nos preguntábamos hasta dónde tuvo que ir el bicho para tragarlas, y para qué lo hizo. El mundo está lleno de hechos curiosos cuya razón desconocemos... (pag. 232 y 233). 

(He visto en algún programa de Discovey Channel que lo hacen para con ellas moler en su estómago las piezas de los animales que tragan con huesos y todo. Ya sabemos por qué lo hacen, ahora falta averiguar quién les enseñó a hacer eso para reemplazar algo que no les dio la naturaleza. Malo será pensarlo, pero a mí me parece una muestra de inteligencia que cae a mi entendimiento “como Alkaseltzer de caimán”, imposible de digerir).

258 Pensé que no iría a amanecer, muy deseoso yo de verme con la muchacha... las horas iban tullidas... me fui antes de tiempo y tuve que esperar... En llegado, el Viejo, picaruelo, me dijo: “hoy andas atropellando la mañana. No te afanes. Siempre vendrá tu chica, y te será mejor porque es mi sobrina. Vino desde antier. Estuvo rogando por su venida. Tú eres un tipo de buena suerte. (236). 

(Este “su” del castellano, tan ambiguo, se puede entender domo “su, de usted” o como “su, de ella”. El contexto, puesto que El Viejo lo está tuteando, indica que en este caso es “su, de ella” y que es ella la que estaba ansiosa por ser señalada para venir, puesto que la venida de él ya era segura).

259 (Desnudos) nos fuimos, tomados de la mano. Era una práctica que ella no conocía, y que le agradó. Encontramos unos pastos altos, y allí nos tendimos. Las sombras dibujaban manchas en la suave carne de cobre. Parecía envuelta en una red, y aún pude ver a una flor de sombra en su estómago, que copiaba bellamente a una todo azul que se balanceaba arriba. Las besé, a las dos, a la de abajo y a la de arriba: pétalos de carne vegetal la una, y de sombra la otra... y entonces las horas que en la mañana iban como en muletas, corrieron. Y muy pronto me fue hora de volver. (pag. 237).

260 La niebla vino del mar, desde temprano. Se arrastraba sobre sí misma como un millón de sábanas blancas. Se enroscaba como serpientes enormes, y uno parecía rodeado de farallones de leche. Lamía con lenguas frías, y dejaba gotas como de esperma en los cabellos, en las guedejas de las barbas, y en las cejas tupidas. (pag. 238).

261 (Mordidos por las serpientes mapanás salidas de entre los leños apilados, uno murió pronto) Pero el otro duró ocho días pudriéndose, cadáver de olores. Gritaba y gritaba... llamaba a la muerte... Desde entonces una de las maneras de mis pesadillas peores es una serpiente que me acecha en el camino de la letrina: una de esas se metió entre los leños de mi soñar. (pag. 239). 

(Mapanáes hambreadas por los indígenas para que hicieran su labor, como las víboras cascabel de un zoocriadero hicieron la suya en el crimen de Féretros tallados a mano, que cuenta Truman Capote –Música para camaleones. Esa transpolación, que enseña Mario Escobar, es una muestra de lo que ahora se llama la intertextualidad. A propósito, Rolando Costa Picazo traduce: ¿...Por qué inyectaron anfetamina a las víboras? “¿Para qué cree usted? Para estimularlas. Para aumentar su ferocidad...” No sé. Me pregunto cómo se las habrá arreglado para inyectarlas, para instalarlas en el auto, sin que lo picaran a él... Difícil sí es, y más difícil que lo picaran porque las culebras no pican... ¡muerden!, las culebras entierran sus colmillos y “muerden”).

262 Siempre se entiende mejor, y se alaba, el sacrificio ajeno que el propio. (pag. 241).

263 Empero, la muerte de Ojeda no fue muy impaciente con él: lo esperó dos años más después de que dejó a Urabá. Como resultas tardías del flechazo se le acercó y lo besó con el beso demorado y frío de sus labios imposibles. (pag. 246).

264 Alonso de Ojeda pidió antes de morir la vara y media de la puerta de entrada de un convento para ser enterrado allí. Como era pequeño, cupo. Dijo que quería ser pisoteado por cuanto quisque entrara o saliera. Pero la suya era una humildad vana, que no entiendo: los quisques pisarían la tierra, no a él: él ya no estaría allí, sino sus huesos que no serían él. (pag. 246).

265 Sabido su fin, cuando lo tuvo, pude contarlo al Viejo. Se limitó a decir, una curva orgullosa en los labios amargos: ... Ya se instalaron acá... Ya están quedados... Pero allá en lo Caribe, no se instalarán. Jamás podrán hacerlo. Yo moriré pronto, pero quienes quedan después de mí saben ya con mucho saber, que al español se le puede. Que lo hemos derrotado. (pag. 246). 

(Una idea me ronda desde la lectura de "Ursúa", de William Ospina. Si los que creen en la reencarnación tienen razón, los espíritus de los conquistadores reencarnan una y otra vez en los cuerpos de los que cometen injusticias y explotan a los demás, ¡por todos los demonios! Y los espíritus de los indígenas rebeldes una y otra vez en los que están en el monte en una lucha que no tiene final. La guerrilla no empezó hace cuarenta años, sino hace quinientos. ¡Por todos los dioses!, Y, entonces, ¿Quién podrá defendernos?).

266 Y dispuso que, así fuera en apariencia, Cemaco siguiera siendo el cacique. Fue esa una medida muy sabia desde el punto de vista de asegurar un dominio. A Cemaco la tribu lo conocía, respetaba o amaba, y él la manejaba con su astucia de raposa. Pero arriba de Cemaco estaba Vasco Núñez de Balboa. (pag. 252). 

(No han perdido sus mañas. Sus multinacionales compran una empresa nuestra. Ponen de Presidente a uno nuestro y de Vicepresidente a uno de los suyos. Pero a la hora de la verdad éste es quien manda).

267 Al vernos, la indiada fabricó una inmensa algarabía que la cubrió como un palio. (pag. 249).

268 Balboa solía poner de ejemplo a su perro, ante los soldados. Les decía: “Leoncico ama la lucha. Sin ese amor no se puede ser buen guerrero”... Llegó a tener grado de alférez, como yo, y ganaba sueldo de alférez. (pag. 248 y 249). 

(El pasaje de Leoncico en Cuareca, 1513, lo cuenta Eduardo Galeano en Memoria del fuego).

269 Nicuesa era negociante de antes de meterse a fundar gobernaciones difíciles... Enciso redactó documentos prolijos, y firmaron Balboa y Pizarro y el mismo Enciso. Las deudas son fáciles de contraer... Balboa se desprendió además de una sortija con diamante, y de una daga con taraceas, a cambio de un enorme perro de presa entrenado contra la indiada en la Hispaniola, y cuya fea cara decía de malos pensamientos. Lo llamó “Leoncico”, que según el bautizador significa “pequeño león”... tenía unos gruñidos ásperos, como salidos de uno más grande que él. (pag. 247). 

(Como “Babieca” figura en la historia del Mío Cid, "Rocinante" en la del Quijote,  y “Palomo” en la de Bolívar, este “Leoncico” aparece en las historias de los Cronistas de Indias no como un perro anónimo, sino con su propio nombre). 

270 Desconocida su especie por los nativos –ya escribí antes que sus perrillos eran mínimos y mudos– con la talla de un ternero grande, y latiendo y rugiendo y mordiendo con mucha voluntad, atacaba al frente y el primero, aterrorizando... No demoró en mostrar su valía. Tal vez por él se ganó muchas batallas. (pag. 248).

271 Yo acepté a una mujer. La que hubo disponible para mí era mayor que yo, y no especialmente bella. La recibí para que atendiera las labores de la casa, y no alcanzó a inspirarme amor ninguno, ni yo a ella, creo. Pero era una amante consumada, muy devota del sexo y experta. Conocí con ella refinamientos del placer a los cuales hubiera demorado años en llegar. (pag. 253).

272 Cuando me buscaba el arrimo mi cuerpo se alegraba sobremanera, y tenía excitaciones de chivo. Pero cuando el connubio estaba dado mi alma la rechazaba, y también el cuerpo, o casi. El alma con mayor fuerza. Pronto a eso lo tuvo ella conocido, y no pretendía seguir en mi lecho, ni en mi pieza, sino que se iba a los suyos. En una sola ocasión me lo hizo saber, suavemente, sin reprochar: “Si no llego a quererte es porque es solamente tu cuerpo el que me recibe” Esas palabras me golpearon tanto como una macana descargada en mi espalda. No le respondí. (pag. 254).

273 Tú amas a una”. Es cierto, le dije con pesadumbre, temeroso de herirla, y porque ella se merecía otra respuesta... pareció detectar el dolor en mi acento, porque dijo: “no se ama por voluntad, ni se es culpable de hacerlo, ni se es capaz de dejar de amar. Ser amigos como somos tú y yo es ya bastante bueno”. (pag. 254).

274 ¿Estuviste alguna vez con dos mujeres en la cama? Si es que alguna vez puedes traerla verás lo que se puede lograr”. Estaba todavía rijosa... me hizo una caricia ruda con la mano... y se fue. (pag. 254).

275 (Dijo la muchacha que yo amo, venida desde tan lejos):
¿Es que no te agrada mi venida? Si así fuera yo puedo regresar. Ahora ya estás acompañado.
No es que reprochara. Apenas señalaba un hecho.
Sí, –le dije. Me tocó en una repartición. Ahora que estás no sabré qué hacer con ella. Es una buena mujer.
Nada tienes qué hacer. Déjala acá. Ya sabrás aprender que es muy útil disponer de dos esposas. (pag. 256).

276 Dada la ausencia de vino, se bebía chicha de piña o de maíz... no faltó el borrachón que trastrabillando parecía venir de dos o tres direcciones. (pag. 256).

277 No pude menos de recordar las duras, austeras noches del fortín, así obligadas... sus ocasiones para los sollozos... Y las lágrimas calladas, vertidas hasta por los más fuertes. Acá, para el español, era como el paraíso. Se debía al genio de Vasco Núñez, y yo no podía menos de admirarme. A mí me gustaron siempre los hombres capaces de lograr lo que se proponían. (pag. 256).

278 Le dije que Cemaco parecía muy contento del entrenamiento que Balboa estaba dando a sus guerreros para formar un ejército al estilo español. Que Cemaco se pensaba que así podría vengarse viejos agravios de vecinos suyos, porque todas las tribus vecinas eran muy desafectas entre sí. (pag. 257).

279 Y que, a más, el indio de acá odiaba al caribe, porque desde tiempos remotos sufría las incursiones que el caribe sabía tener, y que de eso debería bien saber el Viejo. Que desde siempre el caribe robó de acá mujeres para el lecho y niños para la olla. Que no olvidara. (pag. 257). 

(Lo he pensado. Creo que la violencia en Colombia no solamente se remonta a la llegada de los españoles, sino que va más antes a cuando “mal convivían” indios pacíficos con los caribes. ¿Será la violencia congénita al hombre?).

280 Por eso El viejo aprobó la venida de tu muchacha, porque ella podrá borrarte el recuerdo de otra mujer. No hay otro modo. Eso lo tenemos sabido bien. Ésta no es como la otra tuya de antes, Miel, la añorada. Ésta ha sido solamente tuya. A esas cosas se les da importancia. (pag. 258). 

281 Mi veleidoso corazón amaba a la muchacha, pero no olvidaba a Miel... Hay mujeres que no pueden ser olvidadas, ni aunque después se tenga a otras demasiadas. (pag. 258).

282 Balboa era ceremonioso... reveló que declaraba fundada a la ciudad y le predicó el nombre... “Santa María la Antigua del Darién”. (Darién, por el lugar. Antigua, porque ya existía de indígenas. Santa María, por la religión española)... la fundó como el hurón funda su cueva: desplazando o devorando a los conejos de una conejera. (pag. 261).

283 Yo prefería pescar, y navegar. Mi naboría (factoría asignada por los españoles, consistente en tierras y esclavos) era acuática. Con los indios que me fueron asignados, y a los cuales poco molestaba yo, me iba en una gran canoa que nos fabricamos. Cuando dejaba las goteras del pueblo me desnudaba, y era entonces un indio más. Para distinguirme de ellos se precisaba mirarme a los ojos claros. Vendía mis productos, todos. Desde el gran pez hasta la gran langosta, pasando por las ostras y los mejillones y los caracoles de dura carne. Me había aficionado mucho a sumergirme en busca de esas criaturas, y el mar de abajo me parecía tanto tan bello, o más como el de arriba. (pag. 264). 

(Este nadador de dos aguas, español para los españoles, e indio para los indios, escogió las labores de pesca como actividad. “Trabajo de agua” que llamaban los indígenas del altiplano en su lengua chibcha: “Sáchica”, palabra que ha llegado hasta nosotros como apellido recordador de los ancestros).

284 Cuando conté a mi hermano proel, de los ejércitos de la gente de Cemaco que Vasco entrenaba para la guerra, le vi a la cuchilla de la preocupación arándole arrugas en la frente. (pag. 262).

285 A veces pienso que todo el amor que sentí por el pueblo caribe, y que todavía me late como un tumor adolorido, es en la mayor parte un amor por sus mujeres. Mi cuerpo las recuerda, y también mi corazón. No he conocido después a otras mujeres que las igualen en ningún sentido, ni siquiera en el de la sumisión que sabían demostrar. Y en el de su comprensión por todas las cosas del corazón y del cuerpo de hombres y mujeres, que erradicaba de sus pechos el egoísmo (y, naturalmente, los celos). (pag. 266).

286 (La muchacha me preguntó)  ¿Cuánto hace ya que no te acuestas con tu otra mujer? ¿Por qué la abandonas? “Es a ti a quién yo amo”, respondí. "No es únicamente cuestión de amor. Yo te amo también. Pero ella está sola, y te necesita como varón. ¿O es que quieres que porque no la atiendes y satisfaces vaya por ahí de buscona? ¿Y que se rían de ti, después, todas las mujeres de este pueblo? Porque esas cosas se saben entre ellas. Y que piensen que no eres capaz de satisfacer a las dos. Ánda con ella". ¿Es que no te molesta que le haga el amor? "Voy a estar un poquito mortificada, sí. Pero eso le hará bien a mi amor por ti. Te desearé más. Me alegraré mucho de que vuelvas. Me esforzaré en servirte mejor". (pag. 267).

287 Yo –le dije ceñudo– no podría tolerarte que te fueras con otro. Quiero advertírtelo, porque sería capaz de matarte, con toda seguridad. “No voy a ir con otro. Contigo me es suficiente... más que suficiente. Tú me acosas más de la cuenta, y eso prueba que te es necesaria otra mujer. A veces te atiendo sin que el cuerpo me responda, y eso no es bueno. Y, sábelo: cuando no me sienta bien contigo, te dejaré. No soy yo tu esclava, sino tu amiga. Estoy contigo porque quiero estar. Esa es una única razón". (pag. 267).

288 Me fui, excitado y muy contento... amanecí entre sus brazos y sus piernas, trasijado... desde el lecho oí el parloteo animado en la cocina entre ellas dos... me pareció bellísima la vida. (pag. 268).

289 Después habló cacatuescamente el bachiller Enciso y su discurso fue el más largo de todos, el más embrollado, pululo de frases retocadas, retóricas, bullosas como un tambor y sin nada adentro, como el tambor. (pag. 270).

290 Más nunca se supo de ellos, ni de su suerte. Al zarpar creyeron ir hacia la Hispaniola, pero su puerto era la muerte. Siempre es el último puerto. (pag. 271).

291 Quieres desde antes de nacer (morir). Tú mismo te fijaste tu duración, tus plazos. No tendré que violentarte. Tú me dirás “vamos”. “¿Y el que muere en un naufragio?” Ese había decidido naufragar. Algunos traen consigo su puñalada escogida. Otros el agua en que se ahogarán. O la cuerda al cuello. O la bala en la sien. (pag. 272). 

(Esta idea la leí en un relato imaginario de Mario Escobar publicado en la revista “Yesca y Pedernal” de Eafit: Homero, Milton y Yo. Magistralmente se pone en el lugar de ese yo y escribe como si fuera Borges ciego, un Borges que piensa eso sobre la muerte).

292 Tú no eres la vida, sino una partecita suya. Así como un árbol no es el bosque, ni una hoja el árbol. La vida no muere. La vida son todos los seres vivos. Está brotando de sí misma, siempre. Pasa de padres a hijos. La materia tuya no es tuya. No es ni siquiera la misma que tuviste hace cuatro años, o dos. Es otra materia. “Entonces, por fin, ¿qué es la vida?” Es la continuidad. (pag. 272 y 273).

293 Nicuesa era un mal administrador. De naos y de hombres... (pag. 268).

294 Diego de Nicuesa murió. Murió de la ambición. Esa que endurece el corazón de los hombres. Los vuelve de piedra y ya no palpitan. (pag. 273).

295 Alonso de Ojeda murió. A ese lo mató el miedo de morir. (pag. 274).

296 Francisco de Pizarro murió. Era un violador de pactos. Un traidor. Le cortó la cabeza a Balboa para asegurarse para sí la conquista del Sur. Y mató a Atahualpa, sin razón alguna. Y traiciónó a los Alvarado, por el poder. Un día le entró por el cuello la punta de una espada. (pag. 274). 

(Empujada por la traición. Se cocinó en su propia salsa).

297 Alonso Núñez de Balboa murió. Porque era más y mejor que Pedro Arias Dávila. Algunos jefazos no pueden tolerar eso. Y porque se anticipó a descubrir lo que el otro (Pizarro) traía pensado descubrir. (pag. 274).

298 A Pedro Arias Dávila me hubiera gustado ejecutarlo. “Casi consigues eso”. Casi, sí. Pero “casi” es una cosa triste. Casi es lo no logrado. (pag. 274).

299 Supongo que, igual en esa noche, la pasión se había despertado en Balboa: la de un mar por descubrir, que él “descubriera”. (Y en Pizarro en las palabras del príncipe Panquiaco, de los caretas, también la de su imperio) Cada uno de esos dos encontró en esa tarde a su destino. Por él habían venido, y no lo sabían. El uno halló, sin saberlo todavía, cortada a su cabeza, y el otro en la mano al hacha que la cortaría. (pag. 289).

300 ¿Sabes qué te mantiene vivo? El que tienes una meta. La estás escribiendo y caminando, y quieres llegar. Los más de los humanos se mueren porque se quedan sin metas. (pag. 275).

301 Quiso que supieras que te amó verdaderamente. Que antes de ti no hubo un antes de amor. “Suena exagerado. Hubo antes hombres que la tuvieron”. Eso no es el amor de que ella habló. El cuerpo se da en muchas veces. El alma, pocas, o una sola. Creo que te ocurre lo mismo. Aún no dejas de quererla. (pag. 305).

302 Nunca me reclamó por ello: la mujer india no sabía reclamar. Ni siquiera me advirtió que mis acosos la importunaban. Y es así como la perdí. (pag. 306).

303 Era de lo más extraño: yo era bien amado de dos mujeres. De ellas tenía cuanto podía desear, y más. Pero mi inestable corazón deseaba a la que ya no estaba. (pag. 306).

304 ¿Es que acaso eres músico? ¿O –peor– poeta?” No le contesté. 
Pero mi amigo el escribano de largos párrafos en un libro engorroso, se encantó con la historia y me hizo repetírsela. La saboreaba como a un turrón de Córdoba, y en después lo vi muy aplicado con la péñola. Es curioso: de él recuerdo hasta un cierto momento, allá en el Darién, y luego se me borra. No sé que suerte le cupo, como no sé la de otros muchos. La gente, sencillamente al parecer, dejaba de estar, y uno no se daba cuenta sino muy después. Ni sé qué fue de los papelotes que él me leía a veces, en tardes de tedio, y en los cuales había puesto su aplicación. No sé por qué guardo la sospecha, que no es, a más, incomprobable, de que acabaron en manos de Fray Bartolomé de las Casas. Él, que no estuvo en ninguna de las gestas de la conquista, escribió después, y de ellas, con empeño, muchas cosas de mucha largura. Sus narraciones son las que más verídicas me parecen de todas las que luego se escribieron. Ese sacerdote era un preguntador insigne. (pag. 308 y 309). 

(Mario Escobar enseña lo de las transpolaciones. Aquí me parece ver transpoladas sus tardes oyendo largos párrafos de libros engorrosos y pescando ideas que él pueda usar en sus escritos, embellecidas con su estilo de poeta, preguntador insigne, también él, que no malgasta palabras en chácharas ni pregunta por preguntar). 
(Da a entender Mario Escobar que los Cronistas de Indias enriquecieron sus crónicas con apuntes de otros muchos anónimos que desaburrieron sus tardes haciendo diarios escritos o relatos orales guardadores de la memoria).

305 Y, claro, de su genio para la diplomacia... (pag. 312). Así el descubrimiento del Pacífico no significó para Balboa más que el costo del caballo: el que le dio al príncipe Panquiaco... (pag. 311). Puede decirse que lo domesticó y lo puso a lamer sal de su mano (pag. 310). Con el caballo se aseguró la fidelidad completa de la tribu, porque cada miembro de ella lo supo como propio, así Panquiaco se reservaba íntegro el derecho de montarlo. (pag. 311). 

(No acostumbra Mario Escobar, parece, entregar sus libros para la revisión de otros. Él mismo revisa, y es muy bueno en eso. Aquí hay un lapsus, y en él son mínimos. Me parece que la conjugación correcta es reservara, como condicional, quedando así: Con el caballo se aseguró la fidelidad completa de la tribu, porque cada miembro de ella lo supo como propio, así Panquiaco se reservara íntegro el derecho de montarlo).

306 (Balboa, durante quince días) Lo metió en la cárcel que había mandado contruír Enciso... El indio, ya libre, estuvo sometido... Panquiaco se fue a la orilla del pastizal en donde estaba, y silbó. El animal vino al tranco, desde lejos, relinchando goces. El indio amaba al animal, y era correspondido: no necesitaba de cuerdas, sino de las del cariño, que además son las que mejor amarran. (pag. 312). 

(“Mi reino por un caballo”, también diría Panquiaco. Y Balboa pensaría que ese caballo “Bien valía un Potosí “ o un Mar Pacífico).

307 Se había adueñado, pues, de ese mar que lo había estado obsediendo desde cuando de meses pasados tuvo oído de su nombre y su existir. (pag. 315). 

(Insiste mucho Mario Escobar a sus discípulos de apegarse al diccionario de la Real Academia, como marco para que cualquiera pueda orientarse en el desconocimiento de alguna palabra. Pero usa de muchas que requieren de saber también mitología, historias y cosas del pasado. Es que hay también la obligación de tener cultura general. He venido encontrando el verbo señalado no sólo en él, sino en otros autores y voy al diccionario. Aparecen Obsecuente y Obsequiar, pero no obseder entre ellas. El contexto me indica que es lo mismo que obsesionar, pero he tenido que hacer malabarismos para deducirlo).

308 Vasco Núñez miraba el mar inacabable. Tal vez pensaba que era su mar. Pero yo ahora sé que nada es de nadie. Que las cosas permanecen y mudan de dueños, y que éstos se desintegran. Sé que el mar, y las piedras, y el aire, y la tierra, son eternos; y que la fugacidad es del hombre. (pag. 318).

309 Sobre un papel redoblado Valderrábano recogía nombres y los anotaba con una letra trabajosa. “Decís que es para la historia. ¿Qué importa la historia? Cuando esté muerto y enterrado y podrido y disuelto y ya no sea nada sino tierra o polvo, ¿de qué me sirve el nombre mío en los folios de un libro? Cuando esté muerto mi nombre será una mentira. Como es la historia, y son los nombres que ella transmite, con hechos no verificables". (pag. 318).

310 Mira, terco, que Su Majestad irá a saber de ti”. Su Majestad sabe de mí cada que se hace a un quinto de lo que yo consigo por acá exponiendo el pellejo. Te aseguro que no mirará jamás mi nombre en la relación de recaudos, pero sí a mi oro... Su Majestad me es cargoso, ¿o debo decir Su Majestad me es cargosa? (pag. 319).

311 ¿Tú estudiaste, verdad? "Sí. Soy bachiller en leyes. Finjo por acá que me olvido de una mujer. Pero esa maldita me habita tanto como el alma. Ya sé que no podré arrancarla. Pero sé igual que si vuelvo será peor que esto, y ya sabeis lo malo que es. Y lo que os he dicho de la Historia, esa que se escribe y se estudia, es cierto: la historia es una ramera que se acuesta con los que ganan, y luego canta loas de ellos. No merece crédito". (pag. 319). 

(Cada quién tuvo sus motivos para venir a América, y este del desamor me parece de los más dolorosos).

312 Yo me vine, no para olvidarme de una puñalada que tuve que asestar, sino de ver que la olviden allá. Fue una puñalada que el otro se mereció, y no quiero olvidarla, sino recordarla. Cuando embarqué tenía a un alguacil tocándome el rabo. (pag. 319).

313 Alguno desgarbados fueron igualmente a dejar su cansancio en las olas, desnudos. (pag. 318). 

(Aquí sí muy evidente un error de mecanografía que se tragó la “s” de la concordancia).

314 Balboa envió a unas patrullas en descubierta playa arriba y abajo. No regresaban aún, cuando venidos del mar oímos unos gritos maldicientes en español. Era que, hallado por una de las patrullas un bote pequeño, uno de los patrulleros logró ponerlo a flote y se vino en él remando más allá de la resaca... se allegó a Valderrábano en el afán de que éste registrara su nombre como el del primer español en navegar ese mar recién descubierto. (pag. 320).

315 En ese día pensé en la vanidad de algunos... ahora sé que en casi todo ser late un afán de permanencia, casi la necesidad de que algo propio le perviva. No sé por qué. Yo mismo, escribiendo estas memorias tan poco ortodoxas, hago igual, queriendo quedarme en líneas y párrafos. (pag. 320).

316 En años después, cuando lea a los Cronistas, puede alguno preguntarse cómo apenas un puñado de españoles pudo dominar a reinos enteros.... el factor mayor para la derrota del indio, fue su desunión, que llegaba a pavorosa. (pag. 321 y 322).

317 Ninguna tribu quería a las demás, y entre ellas guerreaban, y se apoyaban en el invasor para vencer al vecino, sin meditar en que eso acarreaba el hundimiento de su región en las garras del venido. Y siempre, cuando Balboa propuso a una tribu alianzas contra otras, las tuvo. (pag. 322).

318 Pizarro no quiso creer que hubiera épocas propicias a la navegación, o adversas... cuando la llegada... en la callada boca del cacique se leía un “lo tenía dicho yo, pendejos”... en mi “cantinuca”, días después, y no olvidado de sus vómitos en la frustrada travesía a la Isla de las Perlas, Pizarro anduvo diciéndome que los vómitos del mareo eran peores que el miedo, pero que de éste tuvo a espuertas (o cantidades)... cuando el forro del estómago pugnaba por brotar a la boca... Dijo que esos indios “del carajo” le parecieron superhombres. No se marearon, ni quejaron, ni mostraron miedo, ni dejaron de remar ni un ratito. “Ellos nos sacaron. Estoy pensando que no sé qué es el agradecimiento para con ellos. Me atraen y repelen. Los admiro y los desprecio". (pag. 322 y 323).

319 Santa María fue pareciendo un edén... los cerdos llegaron a ser tan numerosos que se iban cimarrones y sus dueños no se preocupaban de buscarlos... la vida daba a la colonia todo don en las cantidades precisas: ni faltaba, ni sobraba. Después se nos cobraría: la vida es una mala acreedora. (pag. 324).

320 La mala suerte se anunció llegando con un cañoneo como de batalla fiera... llegó un indio bebiéndose los vientos para decir que allá había tantos barcos como los dedos de las dos manos y de los dos pies. (pag. 324).

321 A cada uno de los habitantes de Santa María esa llegada de un Gobernador (Pedro Arias Dávila) le dolió como una bala de fusil en el pecho. Pero a Balboa como si la bala hubiese sido de cañón... en la primera hora su garganta quería articular algo, y no podía. Tenía esfuerzos por encontrar las palabras perdidas en la sequedad de arena del desierto que lo copó. Tenía esfuerzos como de tragar buscando a las esquivas... ingratado. (pag. 325).

322 Atrás, casi cerrando el cortejo, venía un obispo. Casi no me creo, si no hubiera visto la mitra destacada y el báculo ostentoso, y si a su alrededor no se movieran como abejas alrededor de su reina unos canónigos cohortes, cuatro o cinco, zumbando abejorreros. No entendía: debería ir a la cabeza, con el coronel Pedrarias, como era de usanzas. Pero, como se supo luego, los dos poderes mantenían pugnas por todo: por las preeminencias, las potestades, las dignidades. Cada uno quería ser cabeza, y que todos los demás fueran cuerpo. (pag. 331).

323 Me amarguró eso, un poco: cartas para ya podridos que seguían vivos en el desconocimiento de su familia. (pag. 335). 

(Pudo haber escrito “me amargó”, pero no tendría tanta amargura como este “me amarguró” pronunciado por un hombre que ya venía venir al hambre).

324 Los pobladores más antiguos, expertos en hambrunas... se soplaban desastres por llegar... preveíamos el robo. Lo conocíamos desde antes, cuando robábamos el bocado que alguno descuidaba: el hambre mata primero al pundonor que a la vida. (pag. 338).

325 Y, en después, cuando leí en un libraco en que un hermano de Pizarro escribió la historia de éste, pude saber cómo es que algunos usan de las letras y de la Historia para mentir. (344). 

(Cada semana sale un libro contando los sucedidos del “Proceso ochomil”. Unos aclaran, pero otros desinforman. Historias que tienden a repetirse, contadas por mentirosos. Pero la gente sabe. A pesar de todo, la gente sabe).

326 Todos los ahorcados, es suficientemente sabido, eyaculan antes de morir. (pag. 350). 

(“Para poder escribir, hay que haber vivido y leído mucho”, dice Mario Escobar. Estos datos que él da, porque los sabe, pueden ser conocidos de muchos, pero a muchos otros nos descrestan).

327 Cuando Balboa le dijo que los indios que enantes formaron tropas contra otras tribus indias eran diestras porque él, con sus capitanes las había entrenado... (pag. 352). 

(Me parece que aquí la concordancia no es con “tropas ni con tribus” sino con indios, entonces: Cuando Balboa le dijo que los indios que enantes formaron tropas contra otras tribus indias eran diestros porque él, con sus capitanes los había entrenado).

328 En la mañana, antes del solecito mojado que a veces dejaba asomar la prolijidad de la lluvia... (pag. 374).

329 Esos daban un caldoverde de mucha repugnancia, que los dueños se tomaban con unas fruiciones extrañas. Porque es sabido que el hambre tiene muy buen apetito. (pag. 374).

330 (Pensaba cazar, para alimentarse. Le di consejos sobre el cómo) Que el vecino no comía desde hacía días, era visible, excepto briznas de hierbas. Cuando me contó lo de la boa estaba paliducho, y a la voz la tenía apagada y escasa. Empero como a la hora lo vi muy animado con la piedra de afilar repasándole los filos a un viejo sable de caballería, y hasta le oí un silbo tenue de contento. Silbaba una romanza muy animada, y supe así que la esperanza alimenta. (pag. 375).

331 A cada uno le interesa una sola supervivencia, que es la suya. (pag. 376).

332 Desde la mañana estaba lloviendo con la furia usual, y yo estaba empapado. Los cojones se me habían subido con el frío, y me parecía sentirlos en la garganta. (pag. 378).

333 Cuando estuvimos ya en el enmalezado lugar, un antiguo cultivo de los indios y ahora en barbecho, mi emocionado amigo no pudo recordar el lugar exacto en donde la arrastrada criatura enroscó sus anillos. Me lo dijo sollozando, eso de que ahora un matorral le parecía igual al otro y al otro, hasta el cansancio. Si no lo contengo del brazo hubiera echado a correr desalado, a desmalezar cada matojo. Le dije “Cálmate. Voy a ponerme a pensar como una boa ahíta”. (“No entiendo”, repuso). Qué iba a entender ese bobo, venido de ciudades. (pag. 376). 

(A algunos no les gusta Mario Escobar Velásquez porque, viéndolo, no sonríe. No sonríe, pero observa, y aprende a pensar como un animal y lo escribe de una manera muy clara y bonita. Siendo así, ¿para qué quiere uno sus sonrisas?).

334 Yo estaba recordando al Viejo, allá en San Sebastián de las Flechas, cuando yo no era capaz de tener un venado al alcance de la ballesta y él los lograba al alcance de su arco poca-fuerza. Me había dicho: “Tienes que pensar como venado”. ¿Y cómo se piensa igual que el venado?, le pregunté con la misma extrañeza de mi compañero de ahora. “Te vuelves venado. Eso lo aprenderás de sus huellas. Por dónde va. Qué lugares prefiere. En dónde come. En dónde bebe. Así, cuando llegues a una región en donde nunca has estado, y la miras un rato con detenimiento en sus accidentes, sabrás por dónde va el cachudo y podrás sentarse a esperarlo, o ir por él. Eso es fácil, porque si el venado es listo tú lo eres más". (pag. 376).

335 Así es que me puse a pensar como una boa que tiene repleta la barriga y quiere echarse un sueñecito de seis meses. Yo querría, en el caso, un lugarejo con arbustos tupidos, no hierba solamente. Por eso de la sombra. Y seco, es decir que no quedara inundado después de la lluvia. Y sombreado en las tardes, pero con buen solecito mañanero. Como ese lugar que pensé siendo boa había varios en el desmonte embarbechado. Entonces me desenrosqué y fuimos a explorarlos. En el tercero la vimos. Era mucho mayor de lo que la supuse, amplio y ancho rollo. (pag. 376 y 377). 

(Seis años estuvo Escobar en Urabá con los ojos muy abiertos. De allá se trajo tema para quién sabe cuantos libros: Un hombre llamado todero, Muy caribe está, Historias de animales. Hay cosas que no se aprenden detrás de un escritorio, sino al frente de una boa).

336 Ahora mi amigo, encontrada su vida vuelta rollo, se puso a llorar. Prudentemente lo hacía en perfecto silencio, pero lágrimas le rodaban por las mejillas y mocos le salían de la nariz. Lloraba de alegría, qué cosa más rara. (pag. 377).

337 Cómela así, cruda. Se ve bien”. Tomó el sable y partió un trozo... empezó a comer con toda la avidez de un hambre tenida vieja. (pag. 378).

338 Quería, ahí mismo, prepararse una sopa. Se había llevado una ollita y el yesquero. Pero yo le enseñé el peligro del humo. Se ve de lejos, le dije, y podría llegarnos una patrulla india. O peor tal vez que eso, una de gente (hambreada) de la ciudad. Así, adiós tesoro. (pag. 377).

339 En ellas (las misas) el oficiante se desgañitaba diciendo que era sabido que muchos tenían víveres en depósito, y que ciertamente eran criminales no compartiéndolos con los menesterosos. Anunciaba que para esos, que eran criminales, el cielo sabría tener castigos inimaginablemente horrendos. Que en cualquier momento podría arribar una nave, y que prolongar la vida de alguno por unos días dándole unos bocados podría equivaler a salvársela. Eso era cierto, cómo no. (pag. 380). 

(Eso no lo presenció Mario Escobar, lo copia de los espejos del siglo XX y lo transpola a los días del Descubrimiento, cosa que no le cuesta trabajo a uno que es capaz de ponerse a pensar como venado y también como boa).

340 Pero nunca supe que ni él, ni los otros clérigos, ni el obispo, sufrieran de hambre. Tampoco que compartieran lo que guardaban. Lo suyo era vocinglería de exportación, tenida vigorosa la voz, no la debilucha del hambriento... Más de uno murió en la iglesia... tan común era ya la muerte cosechando que ni se extrañaba nadie, ni se interrumpía la ceremonia... es inefable... Al horror se lo vive, pero no hay manera de transferirlo. (pag. 380).

341 A uno, que sacaba a la puerta su taburete cuando los vendavales dejaron de arrasar, para oír el primero el cañonazo con que el barco llegado anunciaba en la bahía su llegar. Ese hombre era nada más que oído, tendida la oreja. Pero cuando el estruendo esperado se dio, lo oímos todos, menos él. En esa mañanita había muerto, sentado en su taburete, la oreja alargada. (pag. 380).

342 (esperando la llegada del barco con provisiones) Muchos de los que alcanzaron a resistirse a la muerte por hambre  murieron en los dos o tres días siguientes al hartazgo, desacostumbrados ya del comer. (pag. 380).

343 De entre las piedras brotaban las hierbas, y de entre las ramas de los árboles salían los renuevos, hojeciendo. (pag. 382).

344 El mayor movimiento en el pueblo era vible en la mañana. (pag. 379).

(Evidentemente aquí hay un lapsus puesto que debe ser “visible”).

345 (Dijo mi muerte): No te afanes. Acaba lo tuyo... Te digo que la vida es bella. Mira afuera y verás el verdor saliendo de sí mismo, y en la entraña de las plantas adivinarás los colores de las flores de pasado mañana. Te lo digo yo que soy lo contrario de la vida: es bella hasta el último instante. Estar vivo es un milagro. Eres único, y aunque rueden los milenios, no habrá nunca otro como tú, así como no lo hubo antes. Eres único, y lo fuiste y lo serás. La vida no repite ejemplares. Solamente eso es ya un portento. “Sí, le dije, pero se acaba. El portento termina”. ¡No se acaba! ¿Quién lo dijo? Es que se entiende mal a las cosas. Tu padre no acabó: está en ti. Y tú estás en tu hijo. Los tres, y todos los que fueron antes y todos los que serán después, toda la serie, van pareciéndose a la vida. No son ella: son lo que continúa a la vida. Tú estás vivo, pero no eres la vida. Y por eso ella no se acaba cuando tú mueres. La vida pasará de tus desechos a las raíces de las plantas, antes o después. Y después las plantas serán los animales que las coman, y luego otros animales que comerán a esos. Es una cadena infinita, creo habértelo dicho ya, antes. “¿Y mi conciencia? ¿Qué será de mi conciencia, esa que hace que me sienta a mí mismo?” De eso no sé, de esas filosofías... Si lo supiera te lo diría, de veras. (pag. 381). 

(La que responde así es la muerte omnisciente que dialoga con el narrador-autor. Éste afirma haber descreído de Dios y da explicaciones muy valederas de la vida, pero no sabe explicarse qué se sigue después de la muerte).

346 La conciencia es conocimiento. Es decir que tienes conciencia de ti en cuanto sabes de ti, y de tu relación con el todo. El todo son las plantas, son las piedras, son los astros, son las aguas que se transforman, son los animales. Y como de eso la especie humana apenas sabe, su conciencia, la tuya, es una conciencia de rudimento. Lo que hay por saber es demasiado. Es inmenso. Tú escribes y escribes porque quieres entender: explayas los hechos para entenderlos. Los hechos que tuvieron unos que ya no existen, en una ciudad que tampoco. No entiendes porque no sabes. Apenas estás elaborando la conciencia. Y así quieres saber de ella. Pero la conciencia es como la vida: se traslada. Tus conoceres quedan en tu libro. Nada tuyo se pierde, ni tu conciencia: todo queda para volver a ser. (pag. 382).

347 Lo que mi muerte me hubo dicho: en verdad todo era una sola cosa: las plantas eran el sol, y el movimiento del agua era también el sol, y yo también era sol. Saber eso era la conciencia. (pag. 383). 

(El narrador-personaje de origen español que se hizo indio de corazón, entiende aquí, sin decirlo, por qué sus antepasados indígenas llegaron a adorar al sol. No era un despropósito. Era la conciencia que tenían de la importancia de ese elemento para la vida. La civilización lo que ha hecho es ir un poco más allá y entender que a ese sol lo tuvo que haber creado alguien y ese alguien es el que los hombres no se ponen de acuerdo en llamar, si Alá, o Jehová, o símplemente Dios. ¡Esa simpleza!).

348 Los casados ante cura, blancos los dos, establecieron para sí mismos lo que se llamó la clase social “alta”, toda prejuiciosa. No admitía trato con español ayuntado con india... Algunos de los así ayuntados, ingratísimos cuando pudieron casar con mujer blanca, devolvieron a la tribu a su mujer india con sus hijitos mestizos. Eso había atizado resquemores en las tribus, que leyeron el desprecio en la vuelta de la venida con hijos y partida doncella. (pag. 384).

349 Según la creencia del español, todas las indias eran “fáciles”, y al honor no lo conocían. Fáciles sí eran, cuando consentían, y en eso igualaban a toda mujer de todo el mundo. Pero tomarlas a la fuerza era una ofensa grave, y Pocorosa no la olvidó. Él, con Panquiaco, había sido uno de los gestores del exterminamiento de becerras, puercos y caballos. (pag. 284).

350 Pero Pocorosa se concedió dar aún una ofensa mayor, de tornas, y peor que una derrota: cuando una de las damas venidas de España, casada, fue a bañarse a un recodo del río Tanela, sombrío y bello, que usaban todas las del poblado, fue raptada por Pocorosa, que hizo de ella su amante. (pag. 384).

351 (Balboa) Me envió como plenipotenciario... llegué con ofertas... el Cacique se rió de eso... pude ver a la dama, vestida al modo de la mujer india, con un faldellín muy breve pendiente de la cintura, y con el pecho opulento al aire. (pag. 385).

352 Estoy acá de reina. Este indio no se sacia de mí, y es un amante formidable. Mi digno esposo de antes, que está bien allá, lejano, cree que el que yo sienta a mi cuerpo como mujer es pecaminoso, es cosa del diablo. Con él tenía que esforzarme para no sentir. Él sí, él sí podía sentir. Los sentires son cosa de los hombres españoles. Pero acá este indio me incita a que sienta. Me busca a los sentires por hondos que estén, y los saca de mí para mí. Con el soy lúbrica, y me siento una maravilla. Con él el amor sexuado es tan necesario y tan natural como respirar y comer. Y como este indio no quiere hijos míos que me estropearían el cuerpo mío, que es su embeleso, su médico me da unos bebedizos. Yo tampoco quiero hijos. Quiero el placer de este cuerpo que se place conmigo. Mucho tiempo estuve conteniéndome. Si quiere decirle esto a mi esposo, dígaselo. Me gustaría que lo supiera. Es un egoísta que se reservó el placer, y que me lo negó. No quiero volver con él. No volveré. Quiero ser nada más que la india de este indio. (pag. 385).

353 Si se está creyendo que la censuro, se está equivocado. Ella encontró algo que no conocía: la lascivia en desmesura de un caribe. El español suele ser frío y le teme a las mujeres ardorosas. No la censuro, no. (pag. 386).

354 A la castellana no le duró el disfrute lascivo de su propio cuerpo mórbido, y del nudoso de Pocorosa. Porque éste, embelezado con la piel blanca y los ojos azules, había descuidado a sus otras esposas. Y una de ellas, Yana, que había sido la favorita, se ascuó en celos inmensos. Y, así, cuando la castellana tomaba un baño a la orilla del río, Yana la atacó... la tuvo sumergida hasta la asfixia. Cuando ya no alentó se la entregó a la corriente. (pag. 386).

355 Cuando su “Copo de algodón” no apareció, Pocorosa... en la arena... leyó escrita la historia, y luego la vio repetida en la cara y en los brazos de Yana en donde la escribieron las diez uñas de la española. Tomó del pelo a la exfavorita y la degolló. (pag. 386). 

(Dos veces viudo en el mismo día no fue problema para quien podía tener varias esposas, creo, y bebió las mieles de ver que dos se peleaban por él. Pero el otro viudo, el español, sí debió quedar muy aburrido).

356 Cuando nace una criatura india el médico de la tribu es el encargado de ponerle nombre. El nombre es asunto de mucho interés para el indio. Dicen que un nombre mal puesto puede traer mala suerte. (pag. 386).

357 El caribe es inconquistable... Cuando el español intenta un desembarco topa con la denodada restencia del indio caribe... No sé hasta cuando se logrará esa feroz independencia, porque el caribe se está acabando como raza y como individuo. (pag. 387).

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)




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