domingo, 5 de junio de 2016

155. Una muerte muy dulce, de Simone de Beauvoir

UNA MUERTE MUY DULCE
(Simone de Beauvoir)
(Obras completas, tomo II, Biblioteca de Autores Modernos, Editorial Aguilar, 1977). Una muerte muy dulce –Relato, 1964. Trad. de Juan Francisco Seco Guillot–

Reseña de lectura

(Relato que dedica "A mi hermana" –Poupette–, tiene el siguiente epígrafe de Dylan Thomas: "No te adentres prudentemente en esa buena noche. / La vejez debería arder y enfurecerse al clausurarse el día; / rabia, rabia contra la muerte de la luz...").

Esta ficha no tuvo la intención de reseñar el libro de la escritora francesa. Era su destino convertirse en una carta que no pude escribir, a pesar de que hice muchos intentos... que me nacieron el día en que fui a buscar a la señora C. a su oficina, para devolverle unos materiales. “Viajó a Francia intempestivamente”, me dijeron, “Su madre ha muerto”. 

Si habla con ella por teléfono, salúdela de mi parte por favor. Yo lo haré a su regreso.

¿Qué le diré? ¿Cómo puede uno decirle que “Lo siento... La acompaño en su pena... Sé lo que debe estar sintiendo... También yo he perdido a mi abuela” y todas esas fórmulas convencionales, a una persona que uno apenas conoce, acerca de otra que no conoció?

Doña C. tiene una de esas edades indefinibles de las señoras, que ellas prefieren ubicar en un espectro amplio entre los cuarenta y los cincuenta, porque qué más da si diez años “no es nada” y todos podemos “sentir que es un soplo la vida”. Sus rasgos tienen la belleza que debió trastornar a más de uno cuando vestía aquellos trajes vaporosos de los quince años. Su alma tiene una dulzura que sale por sus ojos claros y se detiene en una sonrisa que invita a acercarse porque derrumba las barreras que la gente impone en el trato con los demás. Uno siente como que es su amigo de toda la vida, cuando apenas si la conoce. Genera empatía, tiene carisma, son las expresiones que ahora se acostumbra decir de una persona que cae bien, por contraste con otras que suelen “caer gordas”. Nació en Polonia, y era francesa antes de venir a Colombia. Sigue siendo francesa, pero ahora también es colombiana. Su familia es judía. Puede uno imaginar que la madre que ahora muere en Europa era una mujer anciana y que sufrió en la Alemania de Hitler los horrores de la trágica guerra (¿qué guerra no lo es?), los horrores de ser polaca, los horrores de ser judía en el holocausto de Hitler. Puede uno imaginarlo, aunque esas son cosas de las que no se habla ni siquiera en familia. Son las cosas que uno borra de la conversación y quisiera borrar también de la memoria. La hija vino a Colombia “dejando padre y madre por seguir tras de una huella”, que es una razón muy valedera para vivir tan lejos de los otros seres que uno ama. Se enamoró de un colombiano. Bien difícil debió serle convencer a sus padres, a su madre especialmente (“¿Y ése de dónde sale? ¿De cuáles H. es? No está bien que te cases con uno que no es de tu religión. No está bien que te cases con uno que no es de tu raza ni de tu lengua. No está bien. ¿Un latino? ¿Un colombiano?”). Se casó por sobre convencionalismos, lo que seguramente no dejó de causarle disgustos con sus parientes. Pudo ser que el amor, el buen trato dado a la hija, la llegada de los nietos, hubieran ablandado el corazón de la madre y el pretendiente ahora se hubiera convertido en otro hijo: “Más que un hijo. Vive más pendiente de mí que si fuera mi propio hijo”, suelen decir algunas suegras. O puede ser que el tiempo no hubiera podido borrar resentimientos y hubiera llegado a este momento masticando sin tragar a “ese hombre que me robó a mi hija”  ¿Cuáles serían sus quejas? 

No logrando escribir esa carta de pésame, he recordado que alguna vez leí un relato de Simone de Beauvoir sobre la enfermedad y muerte de su madre. Es una lectura a propósito, por tratarse de una autora francesa y por la coincidencia de haber también perdido a su madre anciana. Busco en las estanterías de la biblioteca pública y allí encuentro el libro para pasar sus páginas veinte años después de haberlo hecho la primera vez. Tuve ese libro. No sé a quién lo presté y olvidó devolverlo. Olvidé reclamarlo. El tomo que tengo en mis manos, en cambio, es el segundo, el que recoge las obras completas de la escritora y, para mi sorpresa, aparte del texto buscado encuentro una novela corta: "Las bellas imágenes". Y una novela larga: "Los mandarines". Ésta última, además de estar ambientada en la Francia de la postguerra, aquella que tal vez acogió a la madre de C. por los mismos días, es un pretexto para que Simone de Beauvoir exponga sus ideas y muchas, posiblemente, de su compañero Jean-Paul Sartre, sobre la tarea de escribir. Esto le da a su contenido un valor para mí grande y cautivador. Es una ventana que se me ha abierto gracias a que, al preguntar por C., me respondieron: “Ella no está”. Esa persona a quien no conocí, fallecida en un país lejano, enriqueció mi vida. “Merci, madame”.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
Medellín, noviembre 16 de 2005
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FRASES PARA RESALTAR

1 La anciana ha ingresado en el hospital por una fractura de fémur, normal a sus años; y le han descubierto un cáncer intestinal, anormal a cualquier edad. Ha sido operada, pero han logrado convencerla de que fue peritonitis. Se trata de que no sepa la verdad, aunque muera ignorándola: "Estamos cogidos en un engranaje, impotentes ante el diagnóstico de los especialistas, ante sus previsiones y sus decisiones. El enfermo es ya propiedad suya: ¡Vayan ustedes a quitárselo!" (pag. 914)  El caso se sale de las manos de sus hijas. “¡De menuda me he librado! ¡Una peritonitis a los setenta y ocho años!  ¡Menos mal que estaba aquí! ¡Menos mal que no me habían operado mi fémur!” (pag. 916), dice convencida. "No dejen que la operen, había pensado Simone, que preferiría ahorrarle sufrimientos: En mi caso, yo le mataría. Pero, en la primera ocasión, había fallado: había renegado de mi propia moral, vencida por la moral social. “No, me dijo Sartre; has sido vencida por la técnica”: y eso era fatal... mamá resistiría... viviría un infierno... los doctores se negarían a la eutanasia". (pag. 914). 

2 Al doctor N. "le sugerí la eutanasia. Es lo que sugerí cuando les dije eso: “No la atormenten”, pero él me reprendió, con la altivez de un hombre seguro de su deber. Dirían: “La priva usted, quizá, de varios años de vida.”  Yo estaba obligada a ceder". (pag. 915).

3 El futuro "me aterrorizaba. Cuando tenía quince años, mi tío Maurice murió de cáncer en el estómago. Me contaron que durante unos días estuvo gritando: “Mátenme. Dénme mi revólver. Tengan piedad de mí”. ¿El doctor P. cumpliría su promesa?: “No sufrirá”. Entre la muerte y la tortura había comenzado una carrera. Me pregunto cómo nos las arreglamos para sobrevivir cuando un ser querido nos grita en vano: ¡Piedad!" (pag. 915).

4 Lo imprevisto "la asustaba, porque la habían enseñado a no pensar jamás, y actuar y sentir sólo a través de marcos establecidos". (pag. 924).

5 Dice Simone que "Por otro lado yo era una escritora conocida. Estas circunstancias excusaban en parte la irregularidad de mi vida que, por otra parte, ella reducía al mínimo: una unión libre, menos impía, en resumidas cuentas, que un matrimonio civil. A veces se extrañaba por el contenido de mis libros, pero estaba orgullosa por su éxito". (pag. 924).

6 La anciana "Un día me dijo: “los padres no comprenden a los hijos, pero es recíproco”... ¡Teníamos tan pocos intereses en común!... Pero, precisamente porque era mi madre, sus frases desagradables me desagradaban más aún que si hubieran salido de otra boca". (pag. 925).

7 Al recibir la llamada, "Pedí al conserje que me reservara un billete del avión que despegaba al día siguiente a las diez y media. Sartre me aconsejaba esperar un día o dos: imposible. No tenía un excesivo y particular interés en volver a ver a mamá antes de su muerte; pero no soportaba la idea de que ella no me volviera a ver. ¿Por qué hay que dar tanta importancia a un instante, puesto que luego ya no habrá memoria alguna?" (pag. 919).

8 La anciana pidió “No duermas; no me dejes marchar. Si me duermo, despiértame: no me dejes morir mientras duermo”. En un momento dado, mi hermana me lo contó, mamá cerró los ojos extenuada. Las manos se atenazaron a las sábanas y articuló: “¡Vivir! ¡Vivir!". (pag. 921).

9 La enferma estaba deprimida y su hija le dijo "Me quedo porque estás con la moral por los suelos, pero si eso es motivo para que te preocupes, me voy. “No, no”, me dijo con un tono apenado. Mi injusta severidad me afligía. En el momento en que la verdad la aplastaba y que hubiera tenido necesidad de desahogarse con palabras, la condenábamos al silencio; la obligábamos a callar sus ansiedades, a rechazar sus dudas: se sentía a la vez, como tantas veces en su vida, llena de faltas e incomprendida. Pero no teníamos elección: la esperanza era su primera necesidad". (pag. 923).

10 Hacia las dos de la tarde llegaba Poupette, la hermana: “Me gusta mucho esta rutina”, decía mamá. Un día nos dijo, con pena: “¡Qué mala suerte!, para una vez que os tengo a las dos a mi disposición, ¡estoy enferma!”. (pag. 928).

11 Las dos hermanas se turnaban. "Poupette vivía en vilo. Yo tenía la tensión alta, la sangre en la cabeza. Lo que más nos ponía a prueba, eran las agonías de mamá, sus resurrecciones y nuestra propia contradicción. En esta carrera entre el sufrimiento y la muerte, deseábamos con verdadero ardor que fuera esto último lo que ocurriera. A pesar de ello, cuando mamá dormía, con el rostro inanimado, espiábamos ansiosamente, sobre la blanca “mañanita”, el débil movimiento de la cinta negra que sujetaba su reloj: el miedo al espasmo final nos atenazaba el estómago". (pag. 930).

12 La madre reflexionó: "Tu hermana me dijo algo que me ha sido muy útil, un día que me creía restablecida: me dijo que recaería de nuevo. Así que sé que esto es normal". (pag. 931).

13 Dice Simone: "¡Qué triste me sentía, ese miércoles por la noche, cuando iba en taxi! Conocía de memoria ese trayecto a través de los barrios bonitos: Lancôme, Houbigant, Hermès, Lanvin. A veces el disco rojo del semáforo me paraba delante de la boutique de Cardin: veía sombreros, jerseys, pañuelos, zapatos, botines, de una ridícula elegancia. Más allá, bonitas batas afelpadas, de tiernos colores; pensé: “Le compraré una para sustituír su peinador rojo”. Perfumes, pieles, ropa interior, joyas: lujosa arrogancia de un mundo donde la muerte no tiene su sitio; pero estaba situada detrás de esa fachada, en el secreto grisáceo de las clínicas, de los hospitales, de las habitaciones cerradas. Y yo no conocía ya otra verdad". (pag. 933).

14 Es un "Duro trabajo, el de morir, cuando se ama tanto la vida. “Puede aguantar aún dos o tres meses”, nos dijeron los médicos por la noche". (pag. 934).

15 El marido de la hermana llegó y Simone: "Había recuperado suficiente brío para molestar a Lionel: “¿Esperabas librarte de tu suegra? ¡Pues, no!  No, por ahora". (pag. 935).

16 Después de muchos ruegos "Por fin la señora Gontrand le puso una inyección de morfina. Sin resultado". (pag. 936).

17 Al rato "La enfermera, después de que la llamamos para que la inyectara, sólo duró un cuarto de hora por fuera: una eternidad. La quemazón desapareció... había gritado durante dos horas". (pag. 936).

18 Les dijo: "No dejen sufrir a mamá como ayer. “Pero, señora, si ponemos tantas inyecciones, simplemente por las escaras, el día que tenga grandes dolores, la morfina ya no hará efecto”. (pag. 936).

19 Hasta el doctor N. dijo a Poupette, por la mañana: “Hemos hecho todo lo necesario mientras hubo una oportunidad. Ahora, intentar retrasar su muerte, sería sadismo”. (pag. 936).

20 La hermana "empujó la puerta; se volvió hacia mí, lívida, y cayó derrotada sobre la banqueta; sollozando:  
¡He visto su vientre! ¡He visto su vientre! ¡Es horroroso!  Se está pudriendo viva". (pag. 937).

21 El cuarto está en penumbras. "¿Te molesta que me vaya? “Me es igual”, suspiró. Y después de un instante de reflexión: “Lo que me inquieta es que todo me da igual”... “Yo ya no sé si quiero a alguien”. (pag. 938 y 939).

22 Rutina implacable de las clínicas donde la agonía y la muerte son incidentes cotidianos. "A las siete y media, mamá me dijo: “¡Ah!, ahora me siento bien. Verdaderamente bien. Hacía tiempo que no me encontraba tan bien”. (pag. 940).

23 La enferma parecía estar tomando un nuevo aire. "Deseaba, alrededor de su cama, sonrisas jóvenes: “A las viejas como yo, tiempo tendré de verlas cuando esté en una casa de retiro”, decía a sus sobrinas nietas". (pag. 944).

24 Le dio por recordar cosas del pasado. "Mi abuela se vio morir. Dijo, con gran contento: “Voy a comer mi último huevito pasado por agua, y luego iré a encontrarme con Gustavo”. No puso nunca gran ardor por vivir; a los ochenta y cuatro años vegetaba tristemente: morir no la molestaba". (pag. 945).

25 Cada quien vive el proceso a su manera. "Mi padre no demostró menos valor: “Pide a tu madre que no haga venir a un cura. No quiero hacer una comedia”, me dijo. Y me dio unas instrucciones sobre ciertas cuestiones prácticas. Arruinado, agriado, aceptó la nada tan serenamente como la abuela el paraíso". (pag. 945).

26 Atender asuntos sociales era parte de la rutina. "Mamá amaba la vida como la amo yo, y mostraba ante la muerte la misma rebeldía que yo. Recibí durante su agonía muchas cartas que comentaban mi último libro: “Si no hubiera usted perdido la fe, la muerte no la horrorizaría tanto”, me escribían, con agria conmiseración, algunos devotos". (pag. 945).

27 Había voces solidarias. "Hubo lectores benévolos que me animaban: “Desaparecer, no es nada: su obra quedará”. (pag. 945).

28 A veces son sólo palabras. "Ya la imaginemos celeste o terrestre, la inmortalidad, cuando se está apegado a la vida, no consuela de la muerte". (pag. 945).

29 Las palabras dependen de quien las dice, y dependen de quien las oye. "Y a todos contestaba, dentro de mí, que se equivocaban. La religión no le servía ya a mi madre como tampoco a mí la esperanza de un éxito póstumo". (pag. 945).

30 Hay personas imprudentes. No comprendo”, me dijo la señorita Vauthier, azorada, “su mamá, tan creyente, tan piadosa: ¡Cómo tiene tanto miedo de la muerte!” (pag. 945).

31 La madre había sufrido por culpa del descreimiento de la hija. "Había guardado dos cartas, escritas una por un jesuíta, la otra por una amiga, que le aseguraban que un día yo volvería a Dios". (pag. 955).

32 Claro que quisiera ir al cielo: pero no sola, no sin mis hijas, había escrito a una joven religiosa. (pag. 955).

33 Mamá, por lo demás, no temía ni a Dios ni al diablo: sólo temía abandonar la tierra. (pag. 945).

34 Prever no es saber: el golpe ha sido tan terrible como si no nos lo esperásemos. (pag. 948).

35 Asistíamos al ensayo general de nuestro propio entierro. La desgracia es que esa aventura común a todos, cada uno la vive solo. (pag. 951).

36 ¿Por qué la muerte de mi madre me afectó de esa manera? Desde que me fui de casa, no me había inspirado más que unos pocos impulsos de afecto. (pag. 953).

37 Detrás de quienes dejan este mundo, el tiempo desaparece; y cuanto más avanzo en edad, más se contrae mi pasado. La “mamaíta querida” de mis diez años ya no se distingue de la mujer hostil que oprimió mi adolescencia; lloré a las dos cuando lloré a mi anciana madre. (pag. 954).

38 “Tiene la edad de morir”. Tristeza de los ancianos, su exilio: la mayor parte no piensan que para ellos ha llegado esa edad. (pag. 955).

39 Comprendí, por mí misma, hasta en la médula de mis huesos, que en los últimos instantes de un moribundo puede encerrarse lo absoluto. (pag. 919).

40 No hay muerte natural, nunca, puesto que su presencia pone al mundo en cuestión. Todos los hombres son mortales: pero para cada hombre su muerte es un accidente e, incluso, aunque la conozca y la admita, una violencia indebida. (pag. 956).

41 Me desperté: el teléfono sonaba: “Ya sólo le quedan unos minutos. Marcel va a buscarte en coche”. (pag. 940).

42 Poupette se adelantó a recibirnos en el jardín de la clínica: “Se acabó.”  Subimos. Era tan esperado, y tan inconcebible, ese cadáver acostado en la cama en lugar de mamá. Su mano, su frente, estaban frías. Aún era ella, y para siempre su ausencia. Una gasa sujetaba su barbilla, encuadrando su rostro inerte. (pag. 940).

43 (La hermana relata los últimos momentos): Poupette volvió junto a mamá, ya ausente; su corazón latía, respiraba, sentada, los ojos vidriosos, sin ver nada. Y se acabó: “Los doctores decían que se apagaría como una vela: no ha sido así, en absoluto”, me dijo mi hermana, sollozando. “Pero, señora –contestó la enfermera de guardia–, le aseguro que ha sido una muerte muy dulce”. (pag. 942).

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)

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