domingo, 28 de agosto de 2016

167. Atravesado, como iglesia en media manga

Preámbulo:

Debo aclarar que este escrito es más una recreación literaria que una reseña histórica, y que como se suele decir cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Este cuento es un poco Delio Ramírez Toro, mi padre. Un poco don Manuel Sierra, mi amigo de enfrente. Un poco don Quico Medina, mi vecino de los lados del parque. Un poco el entorno que en el año de 1963 marcó los comienzos del barrio Belén Altavista parte baja, un barrio en extramuros de la ciudad de entonces, contiguo a la finca del Dr. Pablo Bernal Restrepo, “Finca de los Bernal”, donde hoy se asienta el barrio Loma de los Bernal.

En límites con la Loma de los Bernal estuvo por muchos años una iglesia en construcción, abandonada e invadida por bichos de toda clase, escombros, y viciosos que buscaban ampararse en la soledad de sus altas paredes desconchadas y en la oscuridad de la noche. Muchos años después, los alrededores fueron urbanizados y convertidos en los barrios La Nubia y Aliadas; y en 1975 la iglesia fue ocupada por los padres de la comunidad española del Padre San José de Manyanet, Congregación de la Sagrada Familia, que en la actualidad tienen un colegio allí, regentan un seminario de la comunidad, y atienden la parroquia de “Jesús, María, y José”.

De esta iglesia abandonada en media manga hago mención en el libro “En Altavista se acaba Medellín”, en los capítulos 8, 16, 24, y 32.

http://cronicas-belen-y-otras.blogspot.com.co/p/en-altavista-se-acaba-medellin.html

El espanto de la Loma de los Bernal es mencionado por la Sra. Margarita Inés Restrepo Santamaría en artículo publicado en el blog Lo Paisa.com:

http://www.lopaisa.com/barrios/belen.html

Aunque había más fincas en el sector, la más representativa y que le da nombre es la que fue propiedad del ex alcalde de Medellín (octubre de 1949 a noviembre de 1950) Dr. Pablo Bernal Restrepo y su esposa doña Blanca Rosa Londoño Saldarriaga. La transformación de este lugar da paso a afirmar que “en Altavista ya no se acaba Medellín sino que se acaba en la Loma de los Bernal”. Llegará un día en que podamos afirmar que “Medellín ya no se acaba en la Loma de los Bernal sino que llega a las afueras de San Antonio de Prado”.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
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ATRAVESADO, COMO IGLESIA EN MEDIA MANGA

(Orlando Ramírez-Casas)

"Lo único permanente es el cambio
(Heráclito)

1. ¡DEJEN DORMIR, CARAJO!

Abel Bernal tenía el ceño adusto, aparentando mal genio. Repelente o repeledor de los demás, que decía su nieta. O su hijo, que también decía:

Mi papá tiene el genio más atravesado que una iglesia en un potrero: por las malas no lo convence nadie.

Para Abel la comparación tenía la validez de quien ve las cosas con propios ojos. Se sentía tierno y sabía que bastaba con que le insistieran un poco, por las buenas, para que diera el sí en los permisos. Eso lo había sabido la nieta en su momento, y lo sabía ahora la bisnieta adolescente. El hijo también lo sabía (aunque con él tuvo que ser más estricto, “para enseñarlo a ser verraco en esta vida”). Así le decía, a manera de disculpa, cuando le debía apretar riendas en la niñez. De viejos, les bastaba una mirada para entenderse. Se explica que los permisos se los pidieran al abuelo que era el patriarca y no al padre, que ya era abuelo. Los permisos los daba él allí en su casa, en donde su palabra era ley. Su hijo, heredero del terruño, debería esperar su muerte para posesionarse de la propiedad, porque Abel no se había dejado mangonear de joven y no iba a hacerlo ahora que tenía sus años. Pero desvivía por ellos, por su familia. No había en el mundo nada que amara más que a los suyos y a este pedazo de tierra en donde vivían y en donde había visto morir a su mujer. Era todo cuanto tenía. Por ellos defendía los cuatro terrones que se veían húmedos de lluvia desde el taburete en donde había estado sentado viendo llover por largo rato, con su mirada perdida en el pasado. Un pasado en otra tierra que, por más que reburujara, no tenía soles. Sólo nubes oscuras, nubes y más nubes desde cuando tuvo que venirse de su patria chica...

No me gusta llamarla así: mi patria chica. Patria es el lugar que uno quiere, el lugar por el que uno siente pertenencia. Pero yo no. No quiero ese terruño –frunció los labios. 

En su casa todos conservadores. Y en la de su mujer. Y a él, atravesado, le dio por llevar la contraria, por sentirse liberal, y no supo por qué. Ni sabe ahora que no es nada, que es antitodo. De allí tuvo que salir con su mujer casi pariendo, a vivir a otro lugar. Allí dejó a su padre, a su madre, a sus hermanos, a sus suegros, a sus cuñados, a sus amigos, a sus vecinos, a sus conocidos todos. Allí quedó enterrada su niñez llena de miedos y de fierezas. ¿Qué puede hacer un niño envalentonado, queriendo matar, frente a sus muertos? Allí están enterrados los que murieron antes y los que murieron después de su partida.

Puñados de huesos cubiertos de tierra-sangre y carcomidos por los gusanos ya no son gente. No vale la pena visitar. 

Se suponía que tenía que venirse por ser de filiación política liberal y los de su entorno conservadores. Se suponía que era por eso, pero entonces ¿por qué a ellos los mataron? ¿Por qué mataron a los que él quería? ¿Por qué lo despojaron de la tierra e invadieron su abandono? Un par de lágrimas se escaparon de su cárcel y las recogió con el borde de la ruana. No quería que nadie las viera. No quería que se supiera que él lloraba.

¿Para qué se tienen que dar cuenta los demás de que hago nudos con los recovecos del corazón?

No volvió a su tierra. Jamás. El intento por recuperar la propiedad se le quedó enredado en abogados. En razones. En peticiones de mejoras que valían más que los cuatro palos de café. Prefirió dejar perder esos derechos que seguir dejándose mangonear por leyes y leguleyos.

Había escampado. Las gotas de lluvia, como joyas engastadas en las hojas de los árboles, refulgían con el sol que las secaba en la época invernal. En verano se agostaban las hojas, resecas; se caían tostadas, traqueando las pisadas. En invierno se solazaba contemplando el verdor y viéndolas brillar en su pequeño paraíso. Y repensando la vida tal como en el verano. Pensar la vida es cosa de estar con la mirada perdida bajo el sol o bajo la luna, véanse más los astros o las nubes. En ese día sus pensamientos no eran tan desprevenidos como acostumbra. Por el contrario: ese citatorio para ir a ver abogados en la ciudad lo tenía preocupado. Desconfiaba de ellos y de su palabrerío porque a duras penas leía y escribía. Por él, vivir lejos de la ciudad era ideal. Pero más abajo de la vivienda empezaba ese otro mundo de la ciudad aborrecida. Antes quedaba lejos y había venido acercándose, sin saber cómo, y arropándolo por los cuatro costados. Aunque a distancia de diez cuadras, por el momento y mientras él pudiera mantenerla alejada. Unas pocas eran las ventajas de la ciudad: los médicos, por ejemplo, aunque poco enfermaran él y los suyos y se mantuvieran en pie con bebedizos de hierbas que él mismo preparaba. La escuela para la nieta antes, y ahora para la bisnieta. Las compras. No era más. Las visitas, no. No le gustaba visitar ni ser visitado. 

Por mí que me dejen solo, que así vivo más tranquilo.
  
Él llegó de una vereda o paraje rural en el campo. Ni siquiera de un poblado: del mero campo, del puro sector montañoso alejado de la cabecera de su pueblo. Montañero que llamaba al terruño en que nació y de donde se vino estando joven. Contratado por ese señor que vio en sus venticinco años, en su musculatura de trabajador y en su difunta mujer en vías de parir, las personas ideales para cuidar de estas tierras que en ese entonces eran fincas de afueras de ciudad. Con el apoyo del patrono puso su verraquera campesina a trabajar y lograron sacarle miles de cargas de café y miles de cabezas de ganado (debían ser miles, claro, aunque no pudiera contar bien) y miles de litros de leche. Siempre fue así, con el patrono. Hubo un momento en que su permanencia en estas tierras se vio amenazada: cuando al hijo del patrono se le dio por hacerse arquitecto y urbanizar. Convenció a su padre de que destinaran un pedazo de tierra para hacer casas. Tenía más de loco que de cuerdo, el loco Medina. Cuando le preguntaron su opinión, les dijo francamente:

Yo no creo que la gente quiera venirse a vivir tan lejos del comercio y de escuelas, de médicos y de iglesias. No hay ni siquiera transporte.

Al desalmado arquitecto se le ocurrió construir una iglesia en mitad de uno de los potreros. Gastándose los ladrillos que su papá sacaba de la ladrillera en el extremo más alejado de la hacienda. Pensaba que alrededor de la iglesia se construirían las casas. Dios no lo dejó hacer más locuras en su nombre y se lo llevó de un infarto fulminante. Ahí está la iglesia, solitaria, en medio del potrero. Es refugio de vacas y pastadero de cabras. Aunque no pueda llamarle pasto a las malezas desabridas que brotan en su interior. Dicen que hay dineros enterrados, o joyas, o quién sabe qué; pues se siente ruido de espantos y parecen flotar sábanas blancas y luces en las noches. Para averiguarlo habría que tumbar la iglesia y es tarea dispendiosa. Es posible que el muerto haya dejado tesoros guardados por si a alguno se le ocurre revivirla a su iglesia. O “plasmar la idea”, que dicen los señoritos de ciudad de esas tonterías. Entonces pensó el difunto, tal vez, en darle una ayuda con sus ahorros a quien quisiera seguir la cuerda de su locura. Mientras tanto ahí están sus espantos asombrando a los labriegos. Alguna vez Abel se armó de valor por fuera y salió solo (por dentro transpiraba sus miedos) con una pica y una pala para excavar en donde aparecían luces. Lo sorprendió la luz del día con un hueco como si quisiera construir un edificio de cien pisos. Y nada de tesoros. Volvió a tapar con la tierra removida.

¡Eh!, que se traguen sus oros los difuntos, que yo no estoy para que se rían de mí y de mi esfuerzo. ¡Dejen dormir, carajos, y no jodan!

2. ¡DEJEN TRABAJAR, CARAJO!

Pensó que hacer labores cerca de la ciudad era como trabajar en ella. De hecho, cuando sus familiares hablaban de él a media voz en el campo que dejó atrás, cuidados de no ser escuchados por extraños, antes de que la violencia los arrebatara, decían que se había ido a vivir a Medellín. No era cierto. Había diferencias. Entre matas y animales se sentía respirar distinto. No estaba viviendo en la selva de cemento, pero aprovechó la cercanía para entrar en oficinas a diligencias: Encargó a los abogados de rescatar lo que la muerte le había dejado con extraños. 

Se enredaron en papeleos. Me enredaron –dijo Abel–. Quisieron enfrentar machetes con tiquitiquis telegráficos y reclamar derechos a distancias. Pa´esa gracia habría ido yo. 

Fueron respondidos por abogados que tampoco quisieron venir a Medellín:

Dicen mis poderdantes que el propietario debe venir a hablar con ellos. Que hay cosas que tienen que conversar.

Prefirió dejar perder sus cosas antes que darles oportunidad de meter sus huesos en un osario. Aunque hizo un poco de repulsa:

¿Entonces vamos a dejar perder las dos finquitas, m´hija? –dijo dolido a su mujer, “su negrita” que él le decía por cariño.

Yo creo que sí es mejor. Nada tiene que ir a hacer por allá a conversar con los que mataron a su papá y a su mamá. Con los que mataron a los míos. ¿Qué voy a hacer con la vida, m´hijo, si me lo devuelven en un costal lleno de huesos?

Los abogados del Instituto de Crédito para Vivienda se habían vuelto a reunir con el propietario de la finca que lindaba con la urbanización recién construida, próxima a ocupar. El siguiente proyecto se realizaría en el terreno colindante, cuyo joven y único propietario aceptó venderles, pero había un inconveniente. Un escollo insalvable, casi. El escollo estaba entrando en ese momento por la puerta de vidrio que daba acceso a las dos oficinas y ostentaba un letrero pintado a la altura de los ojos: “Rodríguez y Pérez, abogados”. Vestidos de saco y de corbata, con sus lentes y sus calvas incipientes, uno de ellos estaba sentado en la silla giratoria detrás del escritorio. El otro lo hacía en una de las dos sillas de recibo, adelante. Cuando la recepcionista les anunció la llegada del cliente esperado, el uno regresó a la oficina contigua, y el otro tomó la bocina del teléfono, haciéndose el que hablaba, mientras oscilaba un juguete de metal reluciente y un bolígrafo. Desde el fondo de un portarretratos era observado por su joven y bella esposa y por sus dos hijos pequeños. Atrás estaba una estantería llena de libros jurídicos y un diploma enmarcado en el que se alcanzaba a leer con letras y filigranas: “La Universidad... Rodríguez... Abogado...”. El jurista hizo una seña con el dedo índice invitándolo a sentarse, y con la palma levantada otra que significaba algo así como “discúlpeme un momento, ya lo atiendo”. Unos minutos que al campesino se le hicieron largos, largos, muy largos. El abogado colgó la bocina un segundo y extendió mecánicamente la mano para saludarlo, mientras retomaba el teléfono con la otra mano:

Excúseme otra llamada, don Abel, que no demoro –salió su voz desde una gentileza forzada.

Otros minutos dilatadísimos. Abel no lo sabía, pero la llamada era para el abogado de la oficina contigua y el tema que hablaban era un montaje destinado a ablandarlo en la salmuera de la antesala: ventajas del equipo que juega de local. El visitante apretaba un pañuelo entre las manos, nervioso, para secarse el sudor. Y le daba casi por estrujar el sombrero de fieltro Stetson con el pañuelo sudoroso. El Sombrero de los domingos. Su nieta le había planchado su mejor pantalón de dril y su mejor camisa blanca y le había embetunado las botas cafés, para que pudiera atender dignamente al llamado del citatorio. Y él se había afeitado con cuidado las arrugas de sus setenta y ocho años, usando la misma barbera afilada, recuerdo de su abuelo, con la que se hacía brotar barbas a punta de deseos por los días en que iba a cumplir catorce años, que cuidaba como un tesoro y que, en alguna vez, le sirvió para mandar de estampida al compañero de convivencia de su nieta que pensó que podía golpearla impunemente, pero le salió el tiro por la culata, gracias a ese filo con que se acariciaba mañana de por medio. Sus pensamientos iban y venían entre el recuerdo de sus cuatro paredes, en donde se sentía cómodo, y la sensación de su incómoda presencia en este lugar.

Abuelo, ¿quiere que lo acompañe donde los abogados? –le había preguntado su nieta esa mañana.

No, m´hija, irán a pensar que pueden zarandearme y que preciso de refugiarme en faldas de mujeres. Yo sé a qué atenerme.

Apareció el segundo abogado en el momento en que el primero colgaba el teléfono, y los dos exhibieron su mejor sonrisa de bienvenida y el más caluroso apretón, en otra vez, de aquellas manos suaves. Apretón que lo obligó a poner a un lado su pañuelo y su sombrero y a dejar al descubierto las suyas encallecidas. Nunca se había sentido cómodo en estas oficinas. Escuchó su andanada de propuestas y dijo no. Dos suspiros y una mirada de inteligencia lo soslayaron (“¡Viejo atravesado!”). Volvieron a las andadas.

No insistan con esa propuesta, que no me interesa. Y no me hagan venir hasta aquí, que yo también soy un hombre muy ocupado. (¿Qué se creen los filistrines éstos, qué se creen?).

3. ¡DEJEN DESCANSAR, CARAJO!

Días después de la tarde del chaparrón, al lado de la ventana en el corredor, desde donde le gustaba sentarse a oír llover, el viejo Abel se instaló a mirar la llegada de la noche. Se fijaba en las faldas y pequeños cerros que se sucedían uno tras otro, cubiertos de malezas y matas enmarañadas, detrás de los matojos. Veía las eras en donde cultivaba sus verduras. Veía el cuarto construído con materiales de demolición, que había convertido en cochera para los marranos. Veía la vaquita pastando y preparándose para la próxima ordeñada. Veía las gallinas correteando y sacudiendo para tragar lombrices que descubrían a flor de tierra. Veía el perro que corría olfateando el aire cada vez que percibía la llegada de un extraño, y que ladraba endemoniado para advertirle a él de su presencia; y para advertir al extraño de que si avanzaba un paso más, tendría que vérselas con sus colmillos afilados. Veía la tierra seca: seca de polvo en el verano y húmeda de barro en el invierno, que era su solar de tender ropas. Se quedaba dormitando en el taburete recostado a la pared, mientras soñaba con sus cosas y pensaba en todo eso. 

Esto se siente solo desde que murió mi mujer. ¡Cómo quería a esa negrita que no he podido olvidar por nada... cómo la quiero!  Para mi alma es como si la suya aún viviera y se hubiera ido apenas de paseo, es como si existiera. La muerte se lleva los pellejos de los muertos, y las alegrías de uno, pero le deja las tristezas. ¡Cómo me hace de falta mi negrita!

La enterró, pero no ha ido ni una sola vez a visitar su tumba en el cementerio. ¿Para qué? Ese olor a tierra mojada le estruja el corazón como si fuera un trapo sucio de cocina. Si se trata de recordarla, estas cuatro paredes lo hacen a cada instante. Y su cama. Y su baúl. Y el retrato que tuvo que descolgar de la pared y alejar de otras miradas porque así la sentía más suya. Y el padrenuestro que le reza cada noche antes de acostarse. 

Los ladridos del perro lo despertaron. Y la nube de polvo por el camino lo alertó. Sus ojos, que a pesar de la edad no menguaban, le mostraron el campero que se acercaba y fue reconocido en la distancia: el del niño Medina, nieto del patrono, camino hacia su finca. Su padre había fallecido, como se sabe, de un infarto. De no haberlo hecho, tendría la misma edad del viejo Abel, más o menos. Habían sido amigos y compinches de aventuras aunque de los dos era Abel, un simple campesino, el mesurado. Al otro, ya un doctor, lo apodaban “el loco Medina”. Tan loco que fue capaz de matar con una escopeta al muchacho que entró furtivamente en su finca a maltratarle un pedazo de pasto recién cortado y a robar frutas o elevar cometas (de lo que hacía, el loco y su víctima murieron con el secreto). El patrono, padre del loco, ya era hombre maduro cuando contrató como agregado de la finca al mozalbete recién casado. Le permitió hacer esta casa y le asignó límites para que pudiera tener su propio cultivo y animales. De eso hace cincuenta años. Abel recuerda porque estaba por nacer su hijo, que ya es un viejo. Nunca le hizo escrituras el patrono, pero hizo prometer a su nieto, en el lecho de muerte, que respetaría los derechos del trabajador sobre el pedazo de tierra. Por haberle sido fiel toda la vida y porque ya tenía derechos de posesión y mejoras acreditadas con el tiempo. Y unas prestaciones, una liquidación, y una jubilación nunca pagadas y nunca reclamadas. Su propiedad le era incuestionable, por encima de la ley. Pero además porque la ley lo apoyaba con más veras que si hubiera un papel escrito. Es que a un contrato sobreentendido podría agregársele cualquier cantidad de cláusulas, sin restricción. Anteriormente la palabra era una escritura. Ahora dicen que no hay ley para el que se retracta de un negocio, “para el mamón”. Pero él sabía bailar al son que le tocaran. Para los abogados también hay abogados. Para todo espueludo siempre hay un gallo de pelea que sacude más hartas mañas. El niño Medina era amable con  él, ni qué negarlo. Y estaba necesitado de vender su tierra por haber descuidado de su herencia, si lo sabría el viejo. Y el pedazo de terreno de Abel era una piedra en el zapato de esa constructora, eso ya lo tenía por entendido. Pero a él no le vinieran con malabares de ciudadano a montañero. Con seguridad el niño Medina le volvía con la propuesta de que vendiera su tierrita para la nueva urbanización. “No lo voy a hacer”, se dijo en voz alta, no para que alguien lo oyera, sino para reafirmarse a sí mismo en su decisión de no vender:

¡Eh!, yo tengo el cuero rayado pero no con lápices, sino con alambre de púas, ¡no me jodan!

4. ¡DEJEN VIVIR, CARAJO!

En ese domingo llegaron en el campero del niño Medina cuatro hombres con cara de resaca: aquél, un chofer corpulento que antes no había sido necesario (¿será más lo de conductor o será más lo de guardaespaldas?), y los dos ya conocidos abogados con traje de finqueros. Observados desde un cuarto vecino por los ocupantes de la casa de Abel: su hijo, su nieta y su bisnieta, que alcanzaban a escuchar la conversación de la visita. Después de “invítenos a un café tinto” que le propusieron para limar asperezas y bajarle a la incomodidad del frío recibimiento, después de “no hay como el café tinto de finca, hecho con agua de panela”, después de “tomémonos un aguardiente del que traemos en el carro para la resaca –y, corrección, observando la extrañeza del viejo por la palabra de diccionario–: el guayabo, que decimos los paisas”, propuesta hecha para sustraerse a la disculpa agria del ¡no hay! De idas y venidas con temas intrascendentes de “cuando mi abuelo y este viejo verraco le sacaban a esto... ¿cuántas cargas de café, hombre Abel?”, sacaron el as de adentro de la manga:

No queremos perjudicarlo. Al contrario, nos interesa su bienestar.

Entonces les propusieron, a él y a los que escuchaban escondidos, que podían conservar este terreno y, a cambio de su colaboración, permitiéndoles llevar a cabo el proyecto de urbanizar el lote contiguo y dejar pasar la vía de acceso principal por éste, construirían para ellos, sin costo alguno, una casa igual a las otras, en donde podrían vivir con todas las comodidades de una urbanización. Sería suya con escrituras, y también le harían escrituras del terreno, que podrían dejar abierto a la posibilidad de que si en un futuro él o sus herederos resolvían vender, fuera una escuela con un escenario polideportivo que hasta podría llevar el nombre del patriarca. Se entró pensativo al orinal, aparentando necesidad, pero con el fin de digerir la propuesta: y se encontró con tres voces acuciosas:

Padre... Abuelo... Abelito: ¿Qué espera para decir que sí? ¡Esa propuesta está buenísima! Es la oportunidad, para nosotros, de vivir en casa decente y no en ésta que se nos cae a pedazos. ¡Vamos, abuelo!

Se dejó convencer. De su familia y de los visitantes. Se firmaron documentos de cesión en notaría y de aceptación de derechos.

Me tendieron una trampa –pensó– ¿quién puede decir no a esas miradas suplicantes de mi nieta más nieta? Es que ¡sí son bobadas! pero esta muchachita me ha cortado el ombligo, como dicen. Se parece a mi difunta mujer como si hubiera reencarnado en ella. Sus facciones, sus gestos, las cosas que dice. Yo la veo a la hija de mi nieta y es como si la viera a mi adorada. Sólo Dios sabe que no la quise sino a ella. A nadie más. No le he buscado reemplazos. Ella no lo creía. Siempre estaba viendo fantasmas. Por eso no me gustaba ir a la ciudad. Para que no pensara que mi corazón tenía otros rumbos. Era parco con las mujeres que se acercaban a la finca. Me hice fama de repeledor. No quería darle motivos. Murió pensando lo contrario, mi pobre vieja, pero ahora ya lo sabe. Sólo la quise a ella. Sólo la quiero. Si no me doliera tanto el alma cuando la recuerdo, hasta me parecería un chiste que a la hepatitis que la llevó la nombren “buena moza”. Pero no soy bueno pa´contar chistes.

5. ¡DEJEN DE JODER, CARAJO!

Dicen que los muertos se van y no vuelven. Él debería creerlo. Desde que la mujer que llenaba todos sus espacios murió, no ha hecho sino recordarla. No ha hecho sino soñar con ella. Debería verla, ella debería hablarle. Pero no ha vuelto. Se ha ido y no ha vuelto como si no le importara lo que dejó atrás.

Y yo estrujado, pensando en mi propia muerte sin saber cuándo me llegue para ir a encontrarme con ella que a lo mejor ya me olvidó. A lo mejor se dice, pero es a lo peor. ¿Qué cosa puede haber más horrible que el olvido? El olvido del otro, no el de uno. Si uno olvidara, sería un alivio. Pero el corazón no olvida. No olvida. No olvida.

Los planos, las maquetas, los componentes del proyecto urbanizador empezaron a circular ágilmente por las oficinas de la constructora. En la maqueta un espacio representaba el terreno del viejo Abel, que por fin había dado su anuencia de vender, marcado con un letrerito de “Escuela futura”. La familia del viejo se encontró recibiendo en su casa de corredor destartalado a unos ingenieros, topógrafos y conductores, que contrataron con la nieta del anciano la fabricación de sus almuerzos. Compró cajas de bebidas gaseosas, que metió en una caneca con agua, para conservarlas frescas y vendérselas a los trabajadores. Y su casa, que desde siempre estuvo alejada del bullicio, se convirtió en el cuartel de avanzada de cuadrillas que se sucedieron interminablemente.

La casa principal, la de los patronos, fue cedida por su heredero, el niño Medina, para que pudieran demolerla. No sintió dolor el último de los Medina. Se sentía incómodo viviendo solo en una casona de tal tamaño. Las locuras de su padre lo perseguían en las miradas de vecinos y extraños que se acercaban por estos lados. Le dolía también la ausencia del abuelo cuyo vacío no se acostumbraba a llenar. Había sido su abuelo y padre cuando murió “el loco Medina”. No se acostumbraba a la falta de la tía Maruchita que le preparaba golosinas y consideraban loca porque sufría de ataques epilépticos. No la dejaron ser normal. No tanto por sus ataques, como por vivir acosada por sus visiones de niñez. Decían que estaba poseída por un demonio que la ponía a hablar en lenguas muertas cuando le daban sus ataques. La exorcizaron junto con la casa y sus alrededores, pero no cesaron los ruidos ni las luces ni las sábanas blancas paseando por los corredores. La tía Maruchita se fue consumiendo hasta que murió, siendo joven, con apariencia de mujer vieja. El niño Medina se propuso no poner atención a esas bobadas pero, por si acaso, ocupó la sola pieza de la entrada y no volvió a visitar las otras instalaciones. Sintió alivio, por lo tanto, de vender la propiedad y ver que la arrasaran con tractores y palas mecánicas. Dos o tres trabajadores en ese sector. Y el Ingeniero residente que sintió accionar la palanca del maquinista y golpear la pala contra una pieza metálica. Miró si se habían producido daños en la máquina:

No sabemos qué sea, Ingeniero, vamos a despejar los lados para ver de qué se trata y le informamos.

Prefirió mirar él mismo.

Debajo de una de las piedras removidas, la grande del pie de la iglesia, la que necesitó de tacos de dinamita para pulverizarla, apareció un baúl de madera podrida, resguardado por cuadernas de hierro oxidado y un candado más oxidado aún, cuyo contenido los dejó atónitos. Objetos sagrados: custodias, patenas y copones de oro. Artículos religiosos. Prendas eclesiásticas que se deshicieron al tocarlas. (“Dicen que hasta hostias consagradas, petrificadas, dicen. Esas son cosas que a la hora de la verdad nunca se saben”)

Mala suerte, Ingeniero, si hubieran sido monedas estaríamos ricos, pero con cosas de la Iglesia no se puede uno meter, traen maldición.

Cierto es: bien hicieron los abogados de la constructora en ponerlas en manos de la Curia, que a ellos corresponde.

Eso está bien y que hubiera venido el Monseñor a bendecir nuevamente los terrenos, Ingeniero, porque ya nadie quería quedarse a trabajar de noche: espantaban los ruidos. Espíritus que dejaron su corazón enterrado con los tesoros. Desde ese día no han vuelto a aparecer.

6. ¡DEJEN MORIR, CARAJO!

Los ojos del viejo Abel, acostumbrados al paisaje de su entorno, no presintieron cuando vio aparecer por el camino aquella nube de polvo entre ladridos de perro, en un domingo de hace varios meses, el revolcón que se venía encima con la urbanización de su tierrita. El de la escritura de compraventa de sus derechos en la notaría fue el primer aviso de cambio. El segundo fue el letrero. No, no el pequeño de la maqueta de la firma proyectista: otro más grande, el de la valla gigante levantada a la entrada de la finca, que se alcanzaba a ver desde la ventana de su casa y a leer en la distancia:

“Aquí se construirá la Urbanización Altamirana”

Con una cantidad de datos que él no entendía bien: “no sé cuántas casas, no sé cuántos pesos, no sé cuántos meses” y con el logotipo del Instituto de Crédito para Vivienda.

Después despejaron un pedazo de terreno frente a su casa y construyeron una caseta para guardar herramientas. Un vehículo de remolque desenganchó un furgón que, al abrir sus compuertas traseras, dejaba caer una escalerilla. Resultó ser una pequeña oficina para el Ingeniero residente con su casco protector. Aparecieron volquetas y tractores que, con sus cuchillas, sus palas y sus volcos, empezaron a remover la tierra del otro lado de la finca y a convertirla en un terreno plano. Las gallinas se fueron zambullendo de una en una en las ollas de sancocho. Igual las verduras, que la capa de polvo ya no dejaba retoñar. Y los cerditos que ya no tenían sobras de comida para alimentarse, porque los trabajadores no dejaban nada. Absolutamente nada. No había tiempo para cuidar la huerta. El tiempo a duras penas alcanzaba para atender a los comensales y para venderles bebidas y cigarrillos y prestarles el baño y guardarles la ropa de trabajo. La casa se convirtió en tienda mixta, sin permiso oficial, porque también vendían cerveza. Fría, que es como les gusta. Y salchichón cervecero, con limón. Y se abrió una libreta de cuentas para anotar los consumos y pagar “cuando llegue la quincena”. No se dieron cuenta de cuándo pasaron de ser agricultores a comerciantes. El Ingeniero les hizo instalar, desde lo alto de un cerro, una tubería negra que llamaban PVC y había sustituido a la de hierro. “Para que no les falte el agua, don Abel, porque vamos a canalizar la quebradita”. Las máquinas se iban acercando ya a la casa y todo el frente se había convertido en una gran cancha de polvo y barro donde cabría el engramado de dos estadios. Los topógrafos comenzaron a medir y medir el terreno otra vez (¿cuántas van?), y a colocar estacas. Cada cuatro estacas formaban un rectángulo de tierra. Un lotecito. Tan pequeño a la vista, que no parecería que allí pudiera caber una casa con todos sus espacios. Menos si se comparaba con las amplias casas en donde la mayoría estaban acostumbrados a vivir. Parecía un campo llano a punto de empezar la siembra del fríjol.

Un domingo fue la asignación de los lotes. Los adjudicatarios se habían escogido por puntaje. Cada hijo marcaba un punto. A más hijos, más puntos. Familias pobres y numerosas que ocuparían las trescientas casas y conformarían un grupo de aproximadamente mil quinientas personas. Era un cálculo promedio, porque algunas familias tenían más de cinco hijos, otras más de diez. Ese domingo llegaron los adjudicatarios. Con algunos o con todo su grupo familiar. Se les asignaron, por sorteo, sus respectivos lotes. El hijo de don Abel tuvo que ir dos veces al mercado, para renovar el surtido de la tenducha. De todo. Vendieron muchos sancochos, a algunos. Y mucho plátano y mucha papa y mucha yuca y mucha leña para aquellos propietarios, orgullosos y felices, que querían celebrar haciendo su primer sancocho en la casita. Casita inexistente, pero que ya veían con los ojos de sus sueños. Habían llevado ollas para eso.

“Tener casa no es riqueza, pero no tenerla es mucha pobreza” –  decían aliviados del temor de que, en cualquier momento, los dueños pidieran sus casas de arriendo con el pretexto de que “la estamos necesitando” o les subieran el valor de la renta más allá de sus posibilidades.

Por eso quisieron marcar su propiedad sobre el lote que les correspondió, con ese sancocho. Algunos hasta orinaron en alguno de sus mojones. Casi se les veía el impulso de levantar una de sus patas, como los perros, para indicar que a partir de ese momento ese rectángulo de tierra sería su dominio.

Ya iban varias semanas del sorteo, y se veía el encintado del pavimento haciendo calles y el del cemento haciendo aceras, cuando empezaron a verse los lotes con una brecha formando dibujos geométricos como de laberintos con muchas entradas y una sola salida:  el espacio correspondiente a la puerta exterior. Las brechas empezaron a verse con entramados de hierro formando parrillas. Las parrillas empezaron a llenarse de concreto. Cualquier día los lotes estuvieron con sus cimientos listos para soportar las paredes. De pronto las construcciones estuvieron a punto de techo. Algo después se vieron todas con sus techos. Todas, menos una: la segunda desde la esquina. La de don Abel. Esa fachada parecía la sonrisa mueca de un niño que acabara de perder el primer diente. El Ingeniero se rascaba la cabeza, desconcertado, frente a Abel:

No, Ingeniero, no es terquedad. ¿Para qué voy a estar cambiando techo por cemento, si lo que quiero es levantar un segundo piso?

Tenía lógica. ¿Cómo explicarle al anciano que su deber de funcionario era ponerle oficio a los millares de tejas que el Instituto ya había licitado? ¿Que la Directora de Relaciones Públicas quería tomarle una foto a la urbanización con sus techos iguales para el anuario de realizaciones? ¿Qué si abría esa compuerta los otros propietarios iban a querer hacer lo mismo? No se dejó convencer... el anciano. Al Ingeniero no le quedó más remedio que dejarlo tirar su placa de cemento y reprocharle, para guardar las apariencias:

Debería ser agradecido, como los otros, y no ponerse a regatear por algo que a usted le está saliendo gratis, porque la constructora no le está cobrando por hacer su casa.

¿Qué pendejada es esa que está diciendo? –preguntó, visiblemente disgustado– ¡Gratis no me sale!  A cambio de ella di la firma para renunciar a lo que era mío. Estoy sacrificando mi libertad, que no tiene precio. Que agradezcan los que tienen por qué. Yo no. A mí me cambiaron mi casa grande por una alcancía y mis sembrados por una escuela. Y no lo agradezco, sino que me arrepiento. Me matan los remordimientos.

Ganó esa pelea, como había ganado muchas otras en el pasado. Pero perdió la batalla con la vida. Los cambios fueron demasiado para él. Y enfermó. Se tendió en cama, cobijado por un manto de tristeza.

Hija, dé una vuelta por donde el abuelo, a ver cómo está.

Ya voy, madre –contestó la bisnieta.

Abelito, ¿quiere una arepa con mantequilla, huevo frito y café con leche, para que desayune?

No, m´hija, esas arepas plásticas precocidas no me apetecen porque no saben a maíz-maíz. Ni tampoco esa margarina de fábrica que le quieren hacer creer a uno que es mantequilla. Ni esos huevos galponeros de yema blanca...

¿Yema blanca? ¡Cómo se le ocurre!  No ve que son amarillas.

Amarillo es el sol, m´hija. Esas yemas son de color blanco sucio y no saben a nada. Ni esa leche descremada de bolsa me sabe a teta de vaca. Como a ustedes les dio por cambiar los animalitos por un botellero y unas tablas. ¡Pendejadas que no se comen! Por hacerles caso a ustedes perdimos la libertad y nos volvimos esclavos de todo el que toca la puerta a cualquier hora para comprar una gaseosa.

Echarle plata al cajón no es perder la libertad, Abelito.

Sí es perderla. La libertad consiste en que uno pueda disponer del tiempo a su albedrío.

Se fue poniendo enfurruñado, de mal genio. Llevaba varios días de mal comer y decía a su nieta que “hasta el perro, que se perdió, estará por ahí en una cañada, muriéndose de pena moral”.

¿Quiere que le llame al padre, Abelito?

¡Al padre! ¿Al del galpón que convirtieron en iglesia? Me tendría que confesar de no haber podido perdonar a las ánimas del purgatorio por ocultarme el entierro que busqué como alma en pena. Y a él se lo entregaron sin que tuviera que sudar gota. Déjeme a mí con mis remordimientos. 

¿Cómo así, Abelito, se va a poner a pelear con la Iglesia? Eso sí que no lo haga. No ve que algún día se muere y le toca irse para otro lado, así no vuelve a ver a la Abuelita –le salió la bisnieta con ese argumento contundente.

Está bien, tráigalo –se resignó.

Es cierto, ha sido frío en cosas de religión, ha sido frío. Pero no soportaría alejarse de la única mujer que amó en la vida y espera encontrar allá en el cielo. Si algo tiene de bueno la muerte, será eso, el volverla a encontrar. No será cosa de dejar que lo alejen de ella. Recibió al Cura y se cubrió de bendiciones con su paz. Rezó un padrenuestro pidiendo ayuda al alma de su negra y quiso empezar otro...

Cuando la nieta sintió que le sobrevenía un nuevo ataque de asma al abuelo, corrió para auxiliarlo. A poco de medio recuperarse, todavía en brazos de su nieta, exclamó:

Yo tenía para ustedes mi pequeño cielo, pero me lo quitaron, m´hija, me lo quitaron.

Se lamentaba mientras veía a sus vecinos descolgando la curiosidad por la ventana. Los tenía encima, él que los había tenido a distancias. Sintió que ya no le quedaba el menor asomo de independencia si, hasta para escupir sus flemas en la bacinilla, tenía ojos ajenos adentro de la casa. Y entonces, sintiéndose derrotado, se puso rojo y se santiguó, como pidiendo perdón por otra de sus malas palabras. Y, antes de exhalar el último suspiro, le increpó a la nieta, dejando rodar una lágrima de impotencia:

¡Esto me lo arrebató el putas!

Su hijo quiso asumir el mando, pero ya no había qué mandar. Quiso enterrarlo en el solar de su terruño, pero no lo dejó el Cura. Quiso poner esa frase como epitafio en la lápida de Abel Bernal... pero no lo dejó el sepulturero. Perdón, abuelo, tenías razón: a esto... 

“Se lo llevó el putas”.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)





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