domingo, 7 de mayo de 2017

203. Cinelenguaje al destape

Lejos están los tiempos en que la pintura mostraba una hoja de parra cubriendo el sexo de Eva, o un velo de tul cubriendo a Venus. El cine y la fotografía ya no dejan nada a la imaginación.

La literatura ha evolucionado desde que la letra p…, seguida de puntos suspensivos, representaba a la palabra puta en español; y la letra f…, seguida de puntos suspensivos, representaba a la palabra fuck en inglés. Ambas palabras eran, y creo que siguen siéndolo, palabras procaces o malsonantes, de mal recibo en recepciones de dedo parado adictas a los eufemismos, así se sepa de senadores y de damas de alta alcurnia que en mesas de amigos se desfogan como verduleras echando sapos y culebras por la boca. 

Las cosas cambiaron, y tal vez Gabriel García Márquez fue un visionario al titular una novela como “Memoria de mis putas tristes”. Debió ser un acto de rebeldía social que pretendía llevar dicha palabra a los titulares de los libros y sacarla del clóset de la clandestinidad. Lo logró. Ya nadie se sorprende de oír a un hombre lanzando hijueputazos; y, lo que es más sorprendente aún, ya nadie se sorprende de oír a una mujer lanzándolos. En eso, como en todo, las mujeres se han nivelado con los hombres en aras del feminismo. Tengo la impresión de que algunas los superan.

Las palabras procaces dependen del dónde, el cuándo, y el cómo. “La chingada madre”, que en México hace ruborizar a un seminarista, en Colombia no significa nada. El “Hostias, me cago en la leche de tu coño de madre” que al seminarista lo enviaría en volandas para el confesionario, en España es sólo una expresión más. La expresión “Ché, la puta” de los argentinos, no pasa de ser un “Hombre, no jodás” en el hablar de los paisas para quienes, por otra parte, el verbo joder no pasa de ser una equivalencia de molestar, mientras que para los españoles joder es… ¡Joder! Los paisas solemos decir “voy a coger un taxi o voy a coger un bus”, como si nada, con el simple significado de abordarlo; mientras que en otras partes coger es… ¡Joder! y el que consigue “pitchear” (o pichar) anota un “home run” en términos beisbolísticos para lo que la Nena Jiménez, comediante colombiana, metafóricamente describía como “tupirle al miriñaque”; comparando el ensañamiento de la aguja de tejer en el bastidor con la frenética búsqueda de un orgasmo en el lapso de lo que un ascensor va del piso uno al piso ciento dieciseis.

En fin, no terminaríamos haciendo comparaciones entre palabras que en unas partes malsuenan y en otras no; en expresiones que en una parte tienen un sentido y en otra un doble sentido, ni en expresiones que a unas personas molestan, y a otras no.

Acabo de ver una película titulada “Todo sobre Adam”, que atrajo mi atención porque en ella trabaja Kate Hudson, una actriz que ¡Ay!, pone mi corazón a palpitar a mil, y digo mi corazón para no meterme con procacidades. 

Lucy (Kate Hudson) se casa con Adam (Stuart Townsend), que es su prometido, pero resulta que Adam también se acuesta con Alice (Charlotte Bredley) que es la soltera y mojigata hermana menor de Lucy, y se acuesta con Laura (Frances O´Connor) que es la casada hermana mayor. En algún momento hasta el varón de la familia sintió “un poquito de atracción” por el cuñado, y eso casi lo pone de siquiatra. A Adam no se le escapa nadie. 

Y, ¿No sientes reato en hacer eso?”, le pregunta la casi madura hermana mayor. “Noooo, para nada. Yo siento que todos quieren tener algo conmigo, y si yo puedo hacer algo para satisfacer su necesidad y darles un poco de alegría, simplemente lo hago… ¿Tú tienes algún inconveniente con eso?”. Ella sonríe, beatíficamente, y dice “Noooo, ¡Para nada!”. 

Cuando la prometida se estaba arrepintiendo de casarse por sospechar que su novio había tenido otras mujeres, y llevada por los remordimientos quiso confesar que ella también había tenido su desliz, el hombre muy sensatamente le dijo “No, guárdate tus secretos que yo guardaré los míos. Todos necesitamos tener secretos para no complicarnos la vida”. 

El cine tal vez sea una comedia mezclada con un poco de drama y de tragedia, pero es reflejo de la realidad. Casos se ven, y familias así también. La madre de las tres chicas dijo algo así como: “Sólo quiero que no se casen con hombres aburridos. A un hombre se le perdona todo, menos que sea aburrido”. Sabias palabras de una mujer que seguramente supo por qué lo decía.

Escribir sobre sexo es bien difícil. Hay textos en revistas triple XXX que son descripciones crudas y descarnadas y, francamente, sin nada de literatura en ellas. Procaces a morir. Esos relatos, comparados con la literatura, equivalen a la diferencia que hay entre sensualidad y pornografía, entre un desnudo artístico y un almanaque de quincallería.

No soy experto en ese tipo de literatura, pero sé que hay una trilogía de Henry Miller, el autor de Trópico de Cáncer, Trópico de Capricornio, Sexo loco, y de otras obras de la literatura procaz, y es la trilogía titulada Sexus, Nexus, Plexus. Empecé a leer algo de él en algún momento, pero no fue de mi gusto y lo dejé así. Por años he oído hablar de Anaïs Nin y de Fanny Hill, pero tampoco las he leído. Como tampoco he leído al Marqués de Sade, que es más lo que se habla de él que lo que se lee; o el Kamasutra, que es más lo que se menciona que lo que se practica desde el punto de vista de la diversidad.

Hace poco leí un cuento del escritor estadinense Charles Bukowski titulado “Deje de mirarme las tetas, señor” que es, y de eso no tengan dudas, una buena obra literaria. Es procaz, y eso no se lo quita nadie, pero es literaria. El hombre hace despliegue de la técnica del suspenso, que solo deja ver en el último momento el inesperado desenlace. Inesperado sí, pero posible en un mundo en que hay habilidades más apreciadas que las de cazar búfalos en las praderas. Debo agregar que Bukowski tiene una virtud de la que yo carezco, y es la economía de palabras. Sabe contar muchas cosas sin tanta palabrería.


Y como de cine hablamos, pasemos ahora a una película que atrajo mi atención. 

Debo confesar que cuando vi el beso que se dan la actriz Meg Ryan y el actor Kevin Kline en la película “El beso francés” me decepcionó porque en mis expectativas estaba un beso de ventosa con lenguas cruzadas y cosas así, pero no ocurrió. Digamos que el título, que es el empaque, es extraordinario; pero al beso, que es el contenido, le falta sabor.

Recientemente vi la película “Cuando Harry conoció a Sally”, en la que Meg Ryan y Billy Cristal son solamente buenos amigos pero, poco a poco y sin querer queriendo, resultan ser el uno para el otro; aunque al principio chocaron sus temperamentos y parecían ser como el agua y el aceite. Dos besos se dan entre ellos con todas las de la ley y, en este caso, pienso que no defraudan a nadie. Sueño con ser ese Billy Cristal. Sueño con serlo. Y sueño con que mi adorada Meg Ryan sea la fresca belleza de esa película, pero a estas alturas de la vida ni ella ni yo somos los mismos del año 1989 cuando se estrenó el filme. Que yo sepa, en la vida real no hubo ninguna relación sentimental entre Meg y Billy, ni tampoco antipatía; pero los actores de cine están hechos para eso: para fingir que el suyo en la pantalla es un amor de película en la vida real.

En algún momento de la película los dos amigos están en una cafetería y hablan de si una mujer puede fingir un orgasmo. El hombre, como se sabe, naturalmente no. ¿Cómo puede uno aparentar que entró en éxtasis, si el pigmeo desobediente tuvo eyaculación precoz y hace segundos que lagrimea flácidamente sin que haya poder humano que lo pueda sostener? En los hombres esas cosas no se dan. Meg Ryan opina que en las mujeres sí, y resuelve hacer una demostración a su incrédulo amigo ahí mismo en el restaurante. Comienza a jadear, a gemir, a emitir sonidos, a respirar fuerte, a entrecerrar los ojos vidriosos medio acomodados en la trastienda, a sacudir la melena hacia atrás diciendo: “¡Ay-Dios-ya-más.-Oh-Dios-ya-no-más.-Ay!” con el pulso subido y la saliva gruesa. Los clientes y meseros de la cafetería se percatan de esta mujer que está sintiendo un orgasmo sin que el hombre que tiene al frente la toque ni haga nada para que ella lo sienta. Es un orgasmo que surge por generación espontánea y llega al clímax en el momento en que los atónitos comensales tienen los ojos puestos en ella. Demostración más clara no podía haber, ni fingimiento más convincente que ese. El mesero se acerca a la madura señora que cena sola en la mesa vecina, con la libreta dispuesta para anotar su orden, y entonces ella le dice señalando a Meg Ryan con la mirada y un gesto: “A mí, deme de lo mismo que le dio a ella”. Esta es una escena de antología que jamás voy a olvidar. Meg Ryan, ¡Qué buena actriz! ¡Qué buena!


El pudor en el cine es cosa del pasado y la explicitez de imágenes y palabras se han convertido en el pan de cada día. No estoy seguro, pero es posible que “El último tango en París”, con Marlon Brandon y María Schneider marcara el inicio de este destape.

Tal vez la palabra tango en el título fuera uno de sus atractivos, pero lo cierto es que a principios de los 70 fue un éxito de taquilla y nadie quería perderse de ver “El último tango en París”. El tango fue lo de menos, porque lo cierto es que esa película disparó las ventas de margarina en los supermercados.

Banda sonora de la película, música compuesta por el jazzman argentino Gato Barbieri:

http://www.youtube.com/watch?v=edEycFUWnnM

Argumento de la película (tomado de Wikipedia):
Una mañana de invierno Paul (Marlon Brando), un hombre de 45 años recién enviudado, y Jeanne (Maria Schneider), una actriz amateur de 20, se encuentran casualmente mientras visitan un departamento de alquiler en París. La atracción entre ellos es muy fuerte y, tras mediar apenas unas cuantas palabras, hacen el amor apasionadamente en el piso vacío. Cuando abandonan el edificio establecen el pacto de volver a encontrarse allí, en soledad, sin preguntarse los nombres. Paul consigue alquilar el departamento, donde comienzan a tener furtivos encuentros. La relación se caracterizará por una fuerte violencia verbal y sexual ejercida por él hacia Jeanne, en un afán de dominar también su mente. Ella, prometida para casarse con otro, un joven director de cine que la convoca a la filmación de una película por las calles de París, parece no darse cuenta de la violencia de que es objeto. La película se caracterizó por su fuerte erotismo, pasando a la historia del cine una escena particular en la que el personaje masculino sodomiza a la mujer, valiéndose de un poco de mantequilla a modo de lubricante. Estas escenas, y en general el tratamiento de la temática erótica desde una óptica inusual (numerosas escenas de desnudos frontales de la mujer), causarían un gran impacto en la sociedad de la época. Años después, la actriz declararía que la escena de sodomía se realizó fuera de lo establecido en el guion original, por sugerencia del propio Brando. Y que sus lágrimas en la escena (que por cierto no se ensayó más que una vez) fueron reales. Años después, decidió abandonar la filmación de Calígula (sería reemplazada por Teresa Ann Savoy) para ingresar voluntariamente, junto a una mujer (de quien ella misma declaró ser pareja), en un hospital psiquiátrico. También abandonaría el mundo del cine (se dice que se volvió adicta a la heroína) al que regresaría años después, para actuar únicamente en películas (más de 30, y sobre todo europeas) de otro género, sin contenido sexual. Sin embargo, a pesar de ser ampliamente recordada por estos detalles, suele destacarse la interpretación de un Brando ya maduro, y la calidad del trabajo fotográfico del filme (Vittorio Storaro), que contribuye en buena medida a otorgar un contrapunto de lirismo a una cruda trama argumental.

http://es.cine.yahoo.com/video/bertolucci-confiesa-el-secreto-m-110007452.html

Lo de que la María Schneider de esta película fuera virgen a los 19 años es cosa de no creer, y habrá que hacer un acto de fe en ese sentido. El caso es que yo creo que toda mi generación soñó con compartir alcoba con María Schneider, y ahora vengo a enterarme de que era lesbiana y drogadicta, y terminó sus días en un hospital siquiátrico. Claro que cuando Marlon Brando murió a los 80 años, de su apostura en los 45 no quedaba ni el recuerdo. Nadie es perfecto en el mundo.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)



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