Acabo de regresar de la ciudad de Santa Marta. Cuatro días y tres noches en El Rodadero. ¿Qué otra cosa podía hacer con el computador internado en cuidados intensivos en el taller de reparaciones por causa de una virosis severa? Allá fui a encontrarme con un amigo que llegó procedente de Venezuela. “La situación allá está catastrófica, pero tengo muchas raíces en ese país. No lo puedo dejar”. Estuvimos en El Rodadero, fuimos a Taganga, hicimos un recorrido nocturno por el centro histórico de la bahía.
Suele mirarse el turismo como una industria que reporta movimiento económico para una región y, como tal, se considera el turismo como una bendición para los hoteleros, los restauranteros, los taxistas, los vendedores de souvenirs, las agencias de viajes, las entidades bancarias, los músicos, los alquiladores de carpas y sillas de playa, los vendedores de licores… los proveedores de servicios de compañía y los suministradores de estupefacientes. Tal vez hasta los médicos, enfermeras, y hospitales se lucren de la bonanza turística en una región. Y la policía, que tiene que asignar más hombres al cuidado del lugar, creando más puestos de trabajo y dando sustento a más familias.
Dicen los habitantes de Jericó (Antioquia) que lo peor que les ha podido suceder es la canonización de su paisana Santa Laura Montoya Upegui “porque esto se nos llenó de turismo de romería religiosa que no deja sino basura, bullicio, y desorden en cantidades. Vienen por la mañana, se van por la tarde, traen el almuerzo en una fiambrera, y los hoteleros y restauranteros se quedan mirando para el páramo. A los habitantes se nos acabó la tranquilidad y nos dan ganas de irnos a vivir donde no hayan santas”.
El español José García Domínguez aborda el tema del turismo como algo que en principio parece una bendición pero a la larga se convierte en una desgracia. Él no lo dice, pero se sabe de la ingente cantidad de basuras que los turistas arrojan al mar, y los pescadores son conscientes de eso porque esa basura ocupa el mayor espacio en sus redes, y porque hay peces y aves que mueren asfixiados por bolsas plásticas y en cuyos estómagos se encuentra cualquier cantidad de desechos arrojados por el hombre.
La contaminación por basuras que caen al mar ha alcanzado niveles catastróficos, y Kjell Inge Rokke, un multimillonario noruego, ha tomado conciencia de eso. Él ha tomado conciencia, pero sabemos que una golondrina sola no hace verano.
Aparte de eso, hay efectos colaterales como el daño social que produce el creciente turismo sexual; que se enfoca principalmente en la niñez y la juventud porque las putas viejas, eso se sabe, ya no son atractivas; y a los putos viejos les gustan los putos jóvenes. Por ahí se ven, caminando por la arena de la playa, con algún jovencito enganchado del anzuelo de su billetera.
El turismo tiene su estratificación social:
Estrato uno
No puede llamársele propiamente turismo al de los desplazados más paupérrimos, como decir los indígenas de la tribu Emberá de la región chocoana que llegan a Medellín con sus hijos a dormir en las aceras y a pedir limosna en los semáforos. Son un hecho irreversible cuya solución sería… ¿Prohibir la llegada de indígenas a la ciudad? ¿Recogerlos en albergues, subirlos en volquetas, y descargarlos de madrugada en alguna otra ciudad? ¿Organizar alguna “Operación Puerto de Marielito” y enviarlos en balsas para los Estados Unidos? Alguna cosa tendrán que inventarse las autoridades para deshacerse de los indeseables, que no sea la luminosa idea nazi de montar cámaras de gas para dar “la solución final”; o que no sean las brigadas paramilitares de “limpieza social” que fumigan con metralleta a los indigentes que duermen en las aceras. Mentiras, ustedes tienen razón, yo soy muy exagerado, no los matan con metralleta sino simplemente con revólveres dotados de silenciador. Hacen menos bulla.
Estrato dos
La situación política en Venezuela, la de desplazamiento campesino en Urabá, la de desplazados del nororiente antioqueño, producen una marea de un poquito mejor nivel de vida que el de los indígenas emberáes. Ellos no caen en la indigencia y la mendicidad, pero tratan de sobrevivir con el rebusque. Venden baratijas o cualquier cachivache para asegurarse el pan nuestro de cada día dánosle hoy de una manera informal. Aquí puede clasificarse un cierto tipo de prostitutas de bajo nivel que se ganan el pan con el sudor de… lo que sea. Digo que un cierto tipo porque, claro, esta situación desplaza también damitas (y damitos) de alto nivel cuya tarifa no está al alcance de la clientela del común.
Estrato tres
Las clases más pobres de los Estados Unidos (allá también hay pobres, ¿Sabían?) están llegando de un tiempo a esta parte a la ciudad de Medellín y son lo que alguien denominó “turismo chirrete”. Son jóvenes adolescentes o postadolescentes que visten pantaloneta desflecada, chanclas trespuntá, camiseta curtida, gorra de algodón desteñida, y morral a la espalda; compran el paquete turístico de bajo precio que les vendió quién sabe qué agencia turística norteamericana que está haciendo su agosto y que consiste en buscarle alojamiento barato en hostales informales o casas cuyas piezas han sido acondicionadas para recibir este segmento de viajeros con camastros y baños colectivos. Llegan atraídos por el sexo ocasional de prostitución y la drogadicción de bajos costos, y llenan el estómago con cualquier empanada de panadería y gaseosa. No pueden gastarse la plata de la droga en comida, y se desplazan en bus, a pie, o en autostop echando dedo. No verán a uno de estos montando en taxi. Es un lujo que no se pueden permitir.
Estrato cuatro
Son jóvenes estudiantes norteamericanos y europeos de vacaciones. Visten un poco similar a los anteriores, pero sus ropas se ven de mejor factura, sus cuerpos están mejor alimentados, la belleza de las jovencitas no se ha esfumado en las fumarolas nocturnas; aunque no entran a restaurantes de prestigio, comen en cafeterías decentes y no se niegan el placer de una comida digna; se consiguen un novio de verano del ambiente local que les alegra los días y las noches y hace las veces de guía turístico. Su sexo tiene un poco más de compromiso, y se les ve derramar lágrimas de despedida en los aeropuertos antes de que el amante latino nativo descubra que solo fue un novio de verano. ¡Ah!, porque este segmento viaja de una ciudad a otra en avión y no con aventones de carretera.
Estrato cinco
Es el turismo de clase media que está de vacaciones laborales en su país y se rebusca tarifas de promoción en hoteles aceptables al alcance de su bolsillo, va a restaurantes no lujosos pero dignos, se toma sus tragos de licor en un buen sitio, y hace sus compras de souvenires porque tiene presupuesto para ello, tal vez no holgado, pero contemplado el renglón dentro del presupuesto. Su vestimenta es apropiada, y así sea playera o informal exhibe tenis de marca y medias, sombreros de fibra tejida, camisas de algodón estampadas, bermudas de corte y, en fin, nada que lo vaya a confundir con un chirrete.
Estrato seis
Hay un turismo de estrato seis que no está al alcance de todo el mundo. Son los que ellos o sus antepasados fueron o han ido al Waldorf Astoria de Nueva York, o al Ritz de París, o al Bujab al Arab de Emiratos Árabes. Son los que viajan en jet privado o en primera clase y tienen limusina esperándolos en el aeropuerto. Los que el botones del hotel y el maitre del restaurante saludan por su nombre y besan el piso por donde pasan. Esos son otro cuento.
Entonces
Si todos los turistas fueran de estrato seis, la industria turística sería una dicha; pero el turismo mundial está más cerca del turismo chirrete que del estrato seis, y así la invasión turística viene a ser un fastidio para las gentes que viven en el vecindario y no son dueños de hotel o de restaurante. Todo un fastidio.
“Y una salvación, paisita”, me dijo un amigo. “Hace treinta años estuve en Cuba. Caminando por el malecón me levanté una joven jinetera de porte airoso que no tenía más de dieciséis o diecisiete años. Un pimpollo. Me llevó a su casa en un barrio humilde y me presentó a la familia. `Si quieres te invito a cenar, pero tú tienes que comprar los ingredientes´. Tal cosa no fue problema. El abuelo, la abuela, la madre, los tíos, los hermanos, atentos y serviciales. Terminada la cena la chica me llevó a su cuarto. `No te preocupes por ellos. Ellos entienden´. Hicimos lo que hicimos, y no fuimos molestados. Cuando salí al otro día rumbo al hotel, fui despedido en la puerta por toda la familia, sonriente y agradecida. Yo acababa de darle a la chica lo suficiente para que comieran todos durante una semana. Esas cosas se agradecen”.
Tres perlas
Acabando de dejar el equipaje en el cuarto asignado, me saludo con mi amigo santandereano que dejé de ver por muchos años a raíz de su traslado para Venezuela. Con mutua alegría nos hemos reencontrado algunas veces, y mantenemos contacto por las facilidades del Internet. “Vamos a caminar un rato por el Malecón del Rodadero que está al dar vuelta a la esquina”, me propuso y acepté encantado. Aunque yo no sea piloto de yate, ni pescador de mar abierto, ni buceador de profundidad nocturno, de todos modos disfruto el ambiente costero de este lugar. Tampoco estoy para andar a la pesca de sardinas, pero me conformo con verlas caminar airosas dentro de sus tangas y bikinis, aunque decir dentro tal vez sea una exageración. Es una exageración decir eso, pero decir que todas las mujeres son hermosas tal vez no lo sea porque así me lo parecen y entonces entono mi voz para cantar: “Playa, brisa, y mar; /es lo más bello de la tierra mía. /Tierra tropical, /con un ambiente lleno de alegría. /Todas sus mujeres son hermosas, muy bonitas y graciosas, que se mueren por querer amar…”. Mi compañero sonríe: “No exageres, que el que se muere por querer amar eres tú, pero ellas tienen sus ojos puestos en la juventud divino tesoro que nos lleva muchos años de ventaja”.
“Playa, brisa, y mar”, letra y música de Rafael Campo Miranda, interpretado por la Orquesta Billo´s Caracas Boys
Santa Marta tiene tres focos de playa: está el de “la bahía”, por antonomasia, en el centro de la ciudad, frecuentado por el turismo urbano local y por el turismo chirrete; está la playa de El Rodadero al lado de Gaira, que fue corregimiento en las afueras de la ciudad y ahora hace parte administrativamente del distrito; y está Taganga. Caminando por la bahía del centro nos acercamos al muelle del puerto con sus arrumes de containers y los barcos de descargue fondeados en agua profunda al fondo. Vimos en Santa Marta unos rieles de ferrocarril que no vienen de ninguna parte ni conducen a ninguna otra. Son recuerdos de cuando había ferrocarril, porque ahora “Nada de na, cachaco, nada de na”. Sí hay uno, que conduce carbón de las minas de El Cerrejón hasta el embarcadero de Ciénaga, pero ese “pasa por otro lado, cachaco, ese va por otro lado”. Hubo una época en que Santa Marta tenía tren pero… “Santa Marta, Santa Marta, tiene tren; /pero no tiene tranvía. /Si no fuera por la zona bananera, /¡Ay, caramba!, /Santa Marta moriría”. Por estos lados, desaparecido el banano como actividad económica, es el turismo el que manda la parada en El Rodadero. Aquí todos los negocios tienen que ver con el turismo. Al caminar de noche por la zona histórica nos encontramos de sopetón con un par de músicos callejeros cuyo aspecto fluctuaba entre el de turismo chirrete y el de turismo estudiantil. Él cantaba con muy buena voz canciones del repertorio raeggae antillano y del repertorio caribeño. Ella lo acompañaba con una no muy buena voz, aunque aceptable, y con la percusión de los timbales. Varias canciones les oímos, y pusimos con gusto en su sombrero algunos pesos. Algunos escuchas hicieron otro tanto para ayudar al modus vivendi de una pareja que está más próxima de la indigencia que de los contratos empresariales. No les regalamos nada, lo que obtuvieron se lo ganaron limpiamente.
Historia de la canción “Santa Marta Tiene tren”, por Raúl Ospino Rangel:
El español Joaquín de Mier, aquí mencionado como propietario de la Quinta de San Pedro Alejandrino, fue el que dio acogida al Libertador Simón Bolívar en sus últimos días de vida. Por allí pasamos en nuestro recorrido, pero el lugar está bastante descuidado.
“Santa Marta tiene tren” es de la autoría verdadera en letra y música de Manuel Medina Moscote, aunque varios se la atribuyeron maliciosamente, y a varios les fue atribuida erradamente. Versión interpretada por Eduardo Farrell con acompañamiento de la orquesta de Eduardo Armani:
Barranquilla es la ciudad más pujante de la Costa Caribe Colombiana, pero sus playas no son tan bellas como las de sus vecinas, ni están tan cerca. Cartagena es la ciudad más turística de las tres, y el turismo que allí se aprecia es de los estratos cuatro, cinco, y seis, de nuestra clasificación; así no falte el turismo chirrete de estrato tres que como la maleza invade cualquier resquicio. Para mi gusto, prefiero pasar el rato en El Rodadero. Me siento más cómodo.
“Santa Marta, Barranquilla, y Cartagena, /son tres perlas que brotaron en la arena; /tres estrellas de mar, del Mar Caribe, /que descansan en la orilla de la playa…”.
“Tres perlas”, letra de Víctor Mendoza y música de Carlos Vidal, interpretado por Cheo García con la Orquesta Billo´s Caracas Boys:
Al llegar a Taganga, una población de pescadores que hace parte también del distrito administrativo de Santa Marta, me llamó la atención lo de las riñas de gallos en la playa. En cualquier momento dos o tres lugareños sacan sus gallos y los ponen a pelear a muerte a los picotazos, siempre y cuando hayan dos o tres turistas dispuestos a apostar los restos de su billetera a cuál de los dos gallos queda en pie. Los que ganan o pierden son los turistas, pero los galleros se llevan su comisión porque si el gallero sabe hacer bien sus apuestas nunca pierde. Es un pintoresco pueblito de pescadores donde al caminar por las calles laterales uno se encuentra con una cooperativa en la que varios de ellos fabrican unas redes de pesca uniendo mallas y boyas de flotación para darle una extensión de 180 metros y más. Hay que entender que la pesca va desde la sencilla con anzuelos y cañas de río, la sofisticada marina con yates y carreteles de gran fortaleza, la artesanal en canoas con chinchorros, y esta semindustrial en lanchas con atarrayas y redes de gran capacidad. Vi una lancha impulsada por motor fuera de borda en la que iba el lanchero con ocho pescadores. Extendieron su red y cada hombre ocupó un lugar a todo lo largo. Al mucho rato, y siguiendo alguna señal del capitán de pesca que los dirige, todos halaron al unísono atrayendo a la red hacia la bahía para depositarla en la playa y revisar el contenido. “Todo lo más que se consigue, cachaco, es basura de potes y bolsas plásticas. Algunos peces pequeños, que no sirven para negocio. Rara vez sonríe la suerte y saca uno algo que valga la pena. La cosa se ha puesto dura, cachaco”. Cerca se ven navegar algunos kayaks movidos por canalete, alguna canoa impulsada por remos, algunos botes con motor fuera de borda, en la bahía grande algunos barcos de gran calado, y en la bahía pequeña de Taganga recortándose en el horizonte un par de veleros con sus aparentemente banderines triangulares que requieren de muchos metros de lona impermeable para su fabricación. La oferta gastronómica, naturalmente, está centrada en los platos a base de pescado frito y patacón. Por todos lados negocios con avisos de clases de “Diving”. ¿Eso qué es? “Eso es buceo nocturno, cachaco. Uno se va a lugares que uno conoce con la aprendiz de turno, y allá le enseña todo lo que ella quiera aprender y uno sepa enseñar. Para eso nos tenemos confianza”. Debería uno apuntarse a un programa de esos de medianoche con fogata y pucho de marihuana incluidos, pero a estas alturas de la vida ya no hay arpones con qué pescar. La pesca se ha puesto escasa para los que no sabemos dónde fondean los peces grandes.
Bella la gaita que le compuso el maestro Lucho Bermúdez a Taganga con un corto estribillo que dice: “Taganga, qué bello es. /Taganga, tierra de amor. /Taganga, bello es tu mar. /Taganga, embrujador”.
¿Taganga, tierra de amor; Taganga, embrujador? Ya veo, maestro Lucho, que estuviste haciendo diving de medianoche en las playas de amor de Taganga. ¡Qué envidia! En una de esas califica hasta una chirrete.
El tercer día caminábamos de mediatarde por el malecón, con el propósito de “ir hasta un caserío que hay allá al fondo, detrás del morro”. De las arenas del morro que eran un deslizadero natural no queda sino el forro, y el morro está invadido de edificios de muchos pisos con apartamentos estrato seis. “Pero detrás hay un caserío de pescadores que todavía hace el intento de vivir de la pesca”. Eso pensábamos, pero se soltó un aguacero de padre y señor mío que nos obligó a guarecernos bajo un tenderete en un negocio de abarrotes. Pusimos los pies sobre una caja plástica de envases de cerveza, para dejar que el agitado riachuelo corriera por debajo, y pusimos media botella de ron por encima de la mesa para que el cuerpo no se nos enfriara. Fue un aguacero de varias horas que hizo estragos en lugares vulnerables de la ciudad y fue noticia en los noticieros y en los periódicos. “El peor de los últimos diez años”, decían los lugareños. Con un aguacero así, no hay playas ni hay turistas. Nada qué ver.
Al día siguiente fuimos, antes de que saliera el sol, a un oculto recodo visitado sólo por los lugareños que conocen el sitio. Allí llegan los pescadores en sus barcas a ofrecer la mercancía recién pescada. Pargos, sierras, lebranches, se ofrecen allí a los compradores. A lo lejos se ve una bandada de pelícanos con sus picos largos y sus bolsas o sacos gulares donde le hacen antesala a la comida. Suelen alzar vuelo a lo alto, y zambullirse en picada para atrapar la presa que su aguda visión tenía avistada. Uno de ellos no hace parte de la manada, y es una mascota adoptada por los pescadores que venden los pescados y les cortan la cabeza y la cola para tasajear el resto a pedido del comprador. La mascota se acerca a engullir esas sobras de rico, y de eso vive. “Nos da lástima, porque es el ave más de malas del mundo”, nos explicaron. “Ocurre que se quiso suicidar lanzándose en picada sobre una roca del acantilado, pero rebotó y cayó a un lado con las alas averiadas. Falló el intento. Está ciego. Si no le diéramos comida, moriría de hambre”. ¡Cómo me conmovió esa historia! Se la conté a mi amigo ornitólogo pero él me bajó de la nube: “Es una leyenda que suena bonita pero no es verdad. Lo cierto es que esas aves pierden la vista y al lanzarse en picada para atrapar algún pez sus reflejos fallan y mueren al golpearse con alguna roca en el vuelo mal calculado. No hay nada intencional”. Ese es el problema con los ornitólogos que saben tanto que se tiran en el cuento de los pescadores. Mi amigo me explicó que tanto los pelícanos como sus parientes, los alcatraces y los albatros, están en riesgo de desaparición “porque el hombre ha venido destruyendo sus hábitats naturales”. Esa es una mala noticia. “Mala sí es, pero no te preocupes. El hábitat que está más en peligro de desaparecer es el del hombre mismo. Estamos a un paso de que a algún loco se le ocurra explotar la primera bomba atómica del siglo veintiuno y desate una guerra nuclear. Eso es más destructivo que el calentamiento global”.
Mi amigo hace parte de los observadores de aves que el trece de mayo, el día en que la Virgen María bajó de los cielos a Cova de Iría, se unió a otros veinte mil observadores asociados de todo el mundo. Unos 1500 son colombianos. Marcan en sus planillas la cantidad de especies avistadas y reconocidas. No importa la cantidad de personas que vean una especie, sino la cantidad de especies avistadas. Ese evento, organizado por la Universidad de Cornell que tiene una plataforma montada para la consolidación de datos, llegó a su tercera versión y en este año Colombia obtuvo el primer puesto en cantidad de especies avistadas, algo así como dos mil pájaros distintos se reportaron en nuestro país, por encima de Brasil, Ecuador, y Perú, en la Amazonía; por encima de los países tropicales africanos; y por encima de Estados Unidos o cualquiera de los más de 150 países que participaron del evento. “Colombia”, me explicó mi amigo, “es un país privilegiado con la mayor diversidad de aves del mundo, y eso se debe no sólo a los dos océanos, a la amazonía, a la región Chocó que abarca los departamentos de Antioquia, Chocó, Valle del Cauca, Cauca, y Nariño, o sea la Costa Pacífica Colombiana, sino a la cordillera de los Andes con sus tres cadenas montañosas”. Parece ser que tenemos posibilidades de conservar este lugar mientras a los urbanizadores no les dé por talar los bosques y urbanizar hasta el último centímetro de tierra. Para allá van.
Todo viaje llega a su fin, y se llegó el día de madrugar a registrar la reserva en el avión con suficiente tiempo de anticipación. No volverá a pasarme la de la Isla de San Andrés cuando con mi familia llegamos con una hora de anticipación y nos dijeron que nuestros cupos habían sido vendidos porque teníamos que haber llegado con dos. Ocurre que las aerolíneas venden sobrecupos jugándole al albur de que alguno llegue tarde o no llegue, para acomodar al resto. En esas condiciones, no tienen inconveniente en jugar con el viajero. Así es que yo me previne y llegué temprano al aeropuerto de Santa Marta. Registré mi tiquete. Tomé el ascensor al segundo piso y me dirigí al área de cafetería. Doce o quince muchachas estudiantes norteamericanas aireaban su inglés y sus piernas bronceadas sentadas en el piso en la posición de “si puede ver alguna cosa, vea tranquilo que usted goza mucho y yo no pierdo nada porque eso se lava y queda lo mismo”; pero yo no sucumbí a la tentación de hacer el oso en el papel del viejo verde que se quiere desgañitar. Me senté en una esquina flanqueada por dos inmensas vidrieras en L que dejaban ver la vista más espectacular. El mar, con sucesión de olas turnándose para lamer la playa, “esa blanda arena que lame el mar”. Algunas bañistas tempraneras que dejaban en ella “su pequeña huella que no vuelve más”. Cuatro grandes barcos fondeados a mitad de camino entre mi vista y el horizonte. Una barca de pescadores, un kayak de canalete. Unas nubes blancas sombreadas por el rosado de un amanecer luminoso. Hice una pausa para recoger mi desayuno y me senté a consumirlo con una vista que casi quitaba el apetito con el mundo presentido detrás del horizonte. Un paisaje idílico y pintoresco. Pasado un tiempo pasé a la sala de abordaje, y la vista que tuve al frente era la ladera de una montaña con la Colombia del día a día oculta por detrás. Me dispuse a volver a mi realidad.
ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
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