Conocí al pintor Ramón Vásquez Arroyave por los días en que hice la primera comunión, alrededor del año 1952. Era un niño de 7 años, y el maestro tenía 30. En términos de edad en la niñez, es una distancia enorme, y es apenas obvio deducir que yo lo conocí a él, pero no él a mí. Un niño de 7 años no cuenta a la vista de un hombre de 30. Recuerdo a su madre, doña Ana, como una matrona bastante robusta y con un genio de los mil demonios, que salía de delantal blanco a barrer la acera. ¡Ay del que hiciera basura en sus predios! Recuerdo borrosamente a Margarita, su hija, unos pocos años mayor que el pintor. Esa casa venía a ser una entre muchas de las que ocuparon en los alrededores del barrio Buenos Aires (una de ellas en el barrio El Salvador), y la segunda en la mente del maestro Ramón. La que más recuerda es una situada en la calle Colombia. Perteneció el pintor a una famosa barra que se llamó Barra del Apagón y fue bautizada por una pilatuna que le hicieron al padre Lope Duque Villegas de la iglesia de Buenos Aires, cuando le cortaron la energía de los micrófonos y altavoces por donde pulpiteaba sermones contra los perniciosos y descreídos muchachos que se paraban en la esquina. Esa broma los hizo famosos, y los desplazó a sesionar vagancias en el bar El Sol de Oriente, unas cuadras más arriba.
Cuando escribía el libro "Buenos Aires, portón de Medellín", fui a ver al maestro Ramón en su taller de la vía de Las Palmas. Más de medio siglo había pasado desde mi primera comunión y, aunque el pintor era un personaje público reconocido, yo no lo había vuelto a ver desde aquellos días. Me llevó Darío Macías, también perteneciente a esa barra, y fuimos con el melómano y musicólogo Rodolfo Pérez González que también hizo parte de ella. De esas sesiones rebujadoras de recuerdos salió un capítulo para el libro, y me quedó la amistad de estos personajes. Ya jubilado, tengo la sensación de que estoy a punto de alcanzarlos y a veces hasta creo que me veo más viejo que ellos, que parecen tener el secreto de la eterna juventud porque parecen embalsamados, como diría el primo José "Chepe" Ramírez. No que no se les note el paso de los años, ni más faltaba, sino que no aparentan los que tienen y conservan una lucidez y vitalidad que quisiéramos muchos.
He vuelto al taller del maestro Ramón, que ha trasegado por diferentes lugares pero ahora vuelve a estar donde estuvo en el tiempo de mi primera visita, en la vía de Las Palmas. Lo he hecho acompañado por Víctor Bustamante, el editor de los portales Neonadaísmo y Festitango de Medellín, y de la revista Babel de poesía. Se trataba de entrevistar al pintor, y estuve buscando información sobre él para encontrarme con la sorpresa de que no es mucho lo que hay sobre el tema, que mucho de lo que hay es más bien superficial, y que en la principal y más tradicional biblioteca de la ciudad ¡No hay ninguna biografía suya! Algunas que se han escrito son textos para acompañar unos 7 u 8 libros de fotografías de pinturas suyas a color, editados en papel de lujo con el patrocinio de algunas empresas, que circularon en edición privada. Ese desconocimiento sobre él quizás sea el resultado de que ha tenido una prolífica obra, y que toda la vida ha estado entre nosotros. Le tomamos confianza y se volvió parte del paisaje. Distinta sería su suerte si se hubiera ido a Londres o a París, y se hubiera codeado con galeristas y críticos de otros ambientes menos parroquiales. Tal vez hubiera regresado a su tierra convertido en personaje mitológico. No se cubre uno de gloria quedándose a vivir en Aracataca.
Lo que iba a ser una entrevista, sigue siéndolo en el video que Víctor Bustamante tomó con su cámara; pero se ha convertido en un texto en tres partes que tengo la pretensión de que pueda considerarse una minibiografía del pintor, por contener algunos datos dispersos y otros que no son conocidos. Faltaría un arqueo de su obra, de sus logros, de sus reconocimientos. Un inventario minucioso de sus recuerdos. Profundizar en la crítica con ojo artístico. En fin, un trabajo riguroso y especializado. Esa tarea le toca a quienes puedan lograrla con la dedicación que Gerald Martin puso en biografiar al Nobel García Márquez y, por lo pronto, espero que estos tres artículos llenen en algo ese vacío sobre el pintor singano del municipio de Ituango. Singano se les dice, supongo, a los nacidos en la vereda Singo del Chorrón, que no figura ni en el mapa. Lo de Chorrón le viene por la finca que fue de propiedad de Víctor “El mono” Tobón, y lo de Singo dice don Carlos Gallo en una reseña sobre la vereda singana que “En otros tiempos en Ituango se decía “los aguacates de Singo y la misericordia de la Virgen del Carmen”, para reconocer la calidad de este fruto cultivado en esta tierra fértil… esta reseña fue nuestro homenaje a la tierra del maestro Ramón Vásquez, y les quedamos debiendo el por qué se llama Singo”. No se sabe todavía, entonces, de donde viene el nombre de Singo.
“Ramón Vásquez, biografía mínima en tres partes, por Orlando Ramírez-Casas (Orcasas)”. Video de la entrevista:
ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
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RAMÓN VÁSQUEZ
Biografía mínima en tres partes
I Ramón Vásquez morirá pincel en mano
El apretón de manos del pintor Ramón Vásquez es cálido, efusivo, y… atenazador como mordida de escualo. No suelta la mano del visitante hasta que ve asomar un rictus de dolor, y ese alarde de fortaleza parece mentira en un hombre que el 5 de agosto de 2014 cumplirá 92 años de edad, haciendo gala de lucidez y actividad en su taller de la urbanización Cinturón Verde, diagonal a Parmenia de La Salle en el kilómetro 9 de la doble calzada de Las Palmas, carretera de Medellín hacia El Retiro, y diagonal a uno de los miradores que se llenan de turistas para contemplar la ciudad desde aquella privilegiada atalaya. En ese taller, ubicado en la casa de la antigua finca que dio lugar a la parcelación y sirve de oficina de ventas al Dr. Álvaro Villegas Moreno, su amigo y mecenas de muchísimos años, le dan acogida.
Me dijeron, maestro Ramón, que usted practica la natación, que da clases de buceo, que practica la esgrima, y que era bueno para boxear en sus épocas de muchacho. “Más es lo que exageran, pero sí me medí dos o tres veces con algunos que pusieron a prueba la pegada de mis puños”. Eso tuvo que ganarle enemigos, supongo. “Yo no tengo enemigos, porque a todos los maté con el olvido”. Dice su nieto que la única vez que lo ha visto pelear fue cuando vivían en el barrio Calazans. Un ebanista le quedó mal con unos muebles por los que había adelantado anticipos y el maestro entró en santa ira. “Mi abuelo tomó el hombre a golpes y le amorató la cara, pero fue mi abuelo el que salió a deber porque tuvo que pagar indemnización por lesiones personales”.
En Internet aparecen entrevistas que le han hecho, y cortas reseñas o minibiografías, pero no encontré una biografía suya extensa en la Biblioteca Pública Piloto (BPP), cosa extraña para un hombre que atravesó la mayor parte del siglo XX destacándose como uno de los pintores más reconocidos de la tierra antioqueña. “Soy montañero y no he querido salir de aquí”. Estoy de acuerdo, y creo que también le ha hecho falta hacer lo que en los medios denominan mercadeo artístico. Con el patrocinio de algunas empresas privadas, ocho o diez libros con textos biográficos y muestras de sus cuadros han sido editados en formato de lujo para circulación cerrada; pero no hay una biografía suya que el público pueda adquirir en librerías. Mantiene esos libros de edición no comercial a mano para buscar información, y de tanto en tanto pide que le alarguen el de pasta negra, o el de pasta azul, o el de pasta café, para encontrar un dato que él sabe dónde está. Uno de ellos, inédito, está en preparación y tiene prólogo de su amigo el expresidente Belisario Betancur, que fue su compañero de trabajo “cuando yo hacía ilustraciones para el periódico La Defensa”. Lástima, dijimos, que no se encuentren estos libros en las bibliotecas. “Sí se encontraban”, nos dijo su nieto Santiago, “pero no sabemos qué se hicieron”. El maestro nos pide que leamos un poema que está en uno de los libros que lo homenajean, y es una semblanza que le dedicó su amigo Jorge Robledo Ortiz, el poeta de la raza:
“Con su niñez al hombro,
como cargando un trino,
o el trencito de cuerda
que el tiempo le negó;
escaso de rencores,
volviéndose camino
y nombre sin olvido,
va el inmenso Ramón.
Es un niño que eleva
cometas de granito,
un huracán que gira
en trompos de color.
Con sus pinceles puede
pintar el caballito
de los siete colores
para que monte Dios.
Es un Quijote, atleta
que no precisa Sanchos;
que vendió a Rocinante
para salir de Ituango,
pues nació consagrado
a Francisco de Asís.
Ramón es mago y loco,
es genio y culebrero,
puede pintar a Júpiter
galopando en Platero,
y un florete clavado
en una flor de lis”.
Leí en alguna parte que a Vásquez le decían “El pintor de los godos” para aludir a su amistad con destacados políticos conservadores, pero sé que también ha sido cercano a políticos liberales como el ex alcalde Luis Pérez o el ex congresista César Pérez García. Le dijo al periodista Guillermo Zuluaga Ceballos, en entrevista para el periódico El Tiempo realizada cuando cumplió 90 años en el año de 2012, que no le gustaba la política porque “los artistas que se meten en política son comerciantes y tienen que ser ladrones; ya metidos en ello, lo son de primera”. Desarrolló, entonces, el arte de tratar con los unos y con los otros sin comprometerse exclusivamente con ninguno. Dice en esa entrevista que “recuerdo haber visto pobres a Belisario Betancur y a Álvaro Villegas Moreno”. Fueron sus amigos cuando eran pobres, y siguen siéndolo ahora que la curva del mundanal ruido va declinando para sus contemporáneos. No así para el maestro que pinta con la misma energía y actividad de cuando tenía veinte años. “No creas, las fuerzas menguan. Hay días en que no me provoca tomar los pinceles”. Es posible eso, pero desmienten su pretendida inactividad los bastidores y caballetes, los juegos de pinceles y pinturas, los materiales y lápices que se ven tanto en su casa de la parcelación del municipio del Retiro como en este taller inundado de cuadros en grandes lienzos y obras pintadas sobre baldosas de cerámica, de formato pequeño, que mantiene en permanente elaboración. “Es que tengo que pintar para vivir. Si no pinto, no como”, aclara, y le reconoció al periodista Zuluaga que “Dejar de pintar es como dejar de comer. Tenga la seguridad de que moriré con el pincel en la mano”. Dice Zuluaga en su artículo que el maestro Ramón es de “mirada atenta y piel despercudida, nada cuarteada” y que “alguien contó que a punta de cuadros sostiene su descendencia: hijos, nietos, una larga parentela”. Él lo reconoce: “Yo a la familia la quiero, la ayudo, soy feliz en ella”. Eso explica su prolífica producción que ha hecho que muchos se acostumbren a verla como si fuera parte del paisaje. No lo es por una sencilla razón que el tiempo se encargará de aquilatar: sus estilizadas figuras de niños, de Quijotes, de Cristos, de ángeles, de diablos, de cometas alargadas, tienen su estilo propio, inconfundible, que le vino casi por obra del Espíritu Santo. “Algo me llegó por herencia, claro, pero hay en eso mucho sudor, muchísimo trabajo”.
Por ser colega, este pintor se hizo amigo de la mayoría de los grandes pintores, de quienes habla con afecto: “Fernando Botero, que fue discípulo mío. Pedro Nel Gómez. Santiago Martínez. Jorge Cárdenas”. La lista es larga. Y ¿Débora Arango?, le preguntamos. “Bella mujer, y extraordinaria pintora. Pero muy engreída. Fuimos compañeros pero no hicimos buenas migas. Era distante”. Fue amigo de mucha gente de la intelectualidad, y habla de Mejía Vallejo, de León Zafir, de León de Greiff, de Eladio Pizarro, de Eladio Vélez, de Francisco Antonio Cano, del abogado y político Oscar Peña Alzate, “y del maestro Efe Gómez que siendo yo niño de nueve o diez años me hizo llamar para encargarme que le hiciera un dibujo inspirado en un poema de su amigo Porfirio Barba Jacob, allí presente. Era un poema que hablaba del espíritu del hombre que deja la tierra para proyectarse a las estrellas, y yo dibujé esa especie de ángel sin alas que levita con los pies apartados del suelo y los brazos señalando al infinito. Me felicitaron”.
Ese poema es la conocida "Canción de la Vida Profunda"; y el maestro Ramón, haciendo un esfuerzo de memoria, recita la estrofa que le leyeron don Efe Gómez y Barba Jacob: "mas, llegará un día /en que levemos anclas para jamás volver, /un día en que discurran vientos ineluctables, /un día en que ya nadie nos pueda detener... /y acaso ni Dios mismo nos pueda consolar". Hace una pausa el maestro Ramón, para decirnos que al poeta Barba Jacob no le gustaba mucho la mención de Dios en este punto porque le parecía un poco blasfema, y que el poema estaba apenas en construcción porque el poeta iba modificando estrofas y palabras. Luego sigue: "Después, entonces, nautas /sedientos de imposibles, /en piélagos y en playas de lo absoluto en pos, /seremos siempre sombras de la inquietud del cosmos /o móviles reflejos de la inquietud de Dios". Hasta aquí llega el recuerdo del episodio de niñez en que el pintor Vásquez se encontró con el poeta, y el recuento de algunos amigos intelectuales que se fue encontrando en el camino. De pronto hace un gesto, como si hubiera olvidado lo más importante, y dice: “Pero mi amigo más entrañable, con el que sigo en contacto y tenemos una amistad de más de 70 años, es con el maestro de música Rodolfo Pérez González, compañero de la barra del Apagón. Ha sido mi compinche por toda una vida”.
ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
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RAMÓN VÁSQUEZ
Biografía mínima en tres partes
II La muerte no desvela a Ramón Vásquez
El pintor Ramón Vásquez me dijo que creía en la reencarnación, y al periodista Guillermo Zuluaga Ceballos en entrevista para El Tiempo le dijo que quería “vivir 250 años… o dos mil porque aún no me siento realizado… Nunca he pensado en mi muerte… me entristece tener que morirme tan ligero”. Aún así, fue enfático al decirme que él no quería reencarnar, lo que confirma aquello de que “hay días en que somos tan móviles, tan móviles”, como cantó Barba Jacob. No parece darse por enterado de que a sus años la muerte tal vez se encuentre a la vuelta de la esquina, y no le teme por la sencilla razón de que considera que “la muerte no existe”. Se burla de ella, con ayuda de una calavera que a un toque suyo estalla en risas, y a una señal del índice sobre los labios se pone muda y seria. "A la muerte no le temo, pero le temo a la agonía, al estado agonizante de quien está a punto de abandonar esta vida". De que no le teme a la muerte dan fe esas tres calaveras que mantiene en una estantería, y le sirven para enseñar anatomía y las proporciones del cuerpo humano, a la manera del Padre Astete, desde la frente hasta el pecho y desde el hombro izquierdo hasta el derecho; cosas que se propuso aprender por sí mismo, de manera autodidáctica. “Esta, por ejemplo”, nos dice señalando la segunda, “es la calavera de un hombre de raza negra que machetearon en la época de la violencia, y me la regaló un cura que era mi amigo”. De allí deduzco que ha tenido amigos curas, y que el hecho de no ser beato ni místico no le ha impedido pintar cuadros y murales para la Congregación Mariana, y ha podido tener un programa en el canal de televisión Tele Vid donde explica a los televidentes las distintas técnicas de pintura y les habla un poco de anatomía porque “Ningún pintor sabe tanto de anatomía por estos lados como yo”. Esos conocimientos le han permitido ser maestro universitario y dar clases de esa materia a los estudiantes de arte. “No soy graduado de ninguna universidad, pero tengo dos doctorados honoris causa”, nos dice con orgullo y nos muestra diplomas que cuelgan de la pared, debidamente enmarcados, con reconocimientos de distintas entidades culturales. Nos habla de su creencia en Dios como Ser Supremo, y de su descreimiento en los curas de todas las religiones. “Creo en la reencarnación”, nos dice, y pasa a explicarnos que “no de otro modo se entiende que haya nacido sabiendo dibujar”. Uno de los temas que le gusta abordar con el lápiz es a María Pareja, el nombre que le ha puesto a la estilizada figura de falda larga y cabeza cubierta por una mantilla que porta en sus manos una guadaña. “La muerte no me es ajena. Una vez resbalé por una escalera y perdí el sentido. Aunque me quebré varias costillas y me abrí la cabeza, sentí una paz inefable y creo que no me faltó sino ver un coro de angelitos”. Desde entonces debe tomar varias pastillas al día. El sonido de la alarma de un celular que marca las cuatro de la tarde le recuerda que debe tomar otra de esas pastillas que le producen sueño “y que me hacen saber que no soy un cuerpo glorioso”. Después de la pastilla del mediodía se sienta en su sillón de cuero y descabeza un sueño reparador “que me deja como nuevo”.
El nombre de su vereda natal no es signo sino Singo del Chorrón, área rural del municipio de Ituango cerca del parque natural del Paramillo, que se ha hecho notorio por el proyecto de la represa de Pescadero. Siendo campesino de origen él, y campesina su madre, nos contó que ella dibujaba notablemente bien sin haber estudiado, y que él cree que tal habilidad le llegó en los genes heredados del germano abuelo de su madre, llamada originalmente Araminta Auchabo o Dachau o Daucha, pero que se cambió el nombre por Ana Arroyave para no tener que explicar cómo se deletrea ese apellido alemán insertado en facciones que tenían más de indígenas que de europeas. “Primero aprendí a pintar que a caminar, y estando en la cuna recuerdo una figura de color negro y otra de color rojo que yo sabía identificar sin saber hablar todavía. A los tres años hice mi primer dibujo con un alfiler en el bajante de hojalata de la canaleta de aguas lluvias que venía del techo del hospicio donde me crié”. Entonces nos contó que Francisco de Paula Vásquez, su padre, era un aserrador de anchos hombros y fuertes brazos que engendró a Abdón, el hermano mayor que se hizo agente del Resguardo de Rentas; a Margarita, que estuvo siempre pendiente de su madre; y a Ramón, el menor, que terminó siendo sostén de la familia porque su padre no pudo con el mal genio y la fortaleza de doña Ana que un día en que él tomó un zurriago con intenciones de pegarle se vio lanzado al piso con un ojo amoratado de un bofetón. “Desde entonces fue mi madre la que mandó en la casa, hasta que mi padre se enroló en la guerra con el Perú para escapar de su autoridad. En Leticia estuvo muchos años y consiguió dinero, pero ya no volvió a la casa”.
Ramón se hizo pintor, con un estilo muy propio, y el estilo de pintar figuras delgadas y alargadas reconoce que le viene “de los cuentos de espantos que contaba mi madre y hablaban de la Patasola como de una sombra delgada, alargada, estilizada. Yo empecé a pintar las palabras de mi madre”.
Otras personas han venido a ser como parte de su familia. El que fue su fiel escudero por muchos años, Pedro “Tolúa” Flórez, ya no está con él. Fue su marquetero, su asistente, su confidente y amigo, y su modelo para el personaje de Mefistófeles “Porque era igualito al diablo. Pero ya está cansado y enfermo. Cada vez le quedaba más difícil desplazarse hasta aquí”. De sus alumnos, maestro, ¿Cuáles han sido los más destacados?, le preguntamos. “Hay uno que se asomaba a mi ventana siendo un niño, y permanecía por muchas horas viéndome trabajar hasta la media noche. No parecía sentir hambre, y yo le sacaba refrigerios y lo hacía entrar para resguardarlo del frío y de la lluvia. Le pregunté si quería aprender a pintar y, con mucha timidez, me respondió que sí. Lo adopté como ayudante y le enseñé las técnicas básicas del oficio. Es destacado. Me ayuda a adelantar los cuadros y a llenarlos de color bajo mi dirección. Su trabajo es impecable”. Saúl Restrepo Cartagena es, pues, un alumno destacado “y es como un hijo”. Pero hay pintores por ahí pintando cuadros como si fueran suyos, maestro, y hasta firmándolos con el Vásquez. “Son falsificaciones. Pero no importa. Un falsificador es un buen pintor que renunció a desarrollar estilo propio y le hace homenaje a uno con su trabajo”.
ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
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RAMÓN VÁSQUEZ
Biografía mínima en tres partes
III Ramón Vásquez, una vida dedicada a la pintura
El abandono del padre del pintor Ramón Vásquez obligó a doña Ana a venirse desplazada del campo a la ciudad con los dos hijos mayores y él, que era el menor, casi de brazos. Buscaron acogida en un hospicio del barrio Los Ángeles, por La Mansión, en el sector del barrio Villa Hermosa. “Allí me crié con otros niños, entre ellos mi entrañable amigo el también pintor Francisco Madrid Quiroz, cuya madre Imelda era maestra en la institución y era buena para dibujar. Ella fue la que nos dio las primeras clases de dibujo a Pacho y a mí”. Recuerda un eucalipto que había en medio del patio, el árbol más alto que hubiera visto, y a las monjas que enseñaban las primeras letras alrededor de ese árbol. Y recuerda a una monja que llegó de visita al hospicio y cargó a Pacho Madrid en su regazo. Era la Madre Laura, hoy elevada a los altares.
Estando en el hospicio recibieron ayuda de las damas de la caridad y la sociedad de San Vicente de Paúl, que les adjudicaron una de las casas de la fundación y ocupaban a su madre en oficios domésticos; y, por medio de la Sra. Paulina Posada de Escobar, obtuvo una beca para estudiar en el Instituto de Bellas Artes, según dice en el blog de Bligoo.com que alimentó con una corta biografía y algunos de sus cuadros; pero es evidente que lo suyo es más lo de pintar que lo de escribir. “Son incontables las casas donde vivimos”, dice, “porque cuando nos quitaron el apoyo fuimos de lado a lado movidos por los atrasos en los pagos del canon de arrendamiento”. Nos habló de la casa de Buenos Aires en la calle Colombia donde la Dra. Berta Zapata Casas, su vecina, fue una de las primeras mujeres de Colombia en hacerse abogada, de las primeras en ser magistrada, y la primera coleccionista de sus obras. “Fue la más grande. Empezó a comprarme cuadros cuando ella era apenas estudiante de origen pobre y yo prácticamente un desconocido. Dejó más de 200 obras mías al morir, que fueron adquiridas por el coleccionista Andrés Posada Londoño. Puedo asegurar que la Dra. Berta adquirió mis obras con las uñas y capándole a los almuerzos. La mayoría las adquirió a plazos, pagándome por cuotas”. Nos habló de la casa contigua al pasaje de inquilinatos de la carrera Botero Uribe entre calles de Bomboná y Martínez Pardo “donde usted, de niño, me conoció. Allí hice amistad con Darío Macías que fue de la Barra del Apagón y de cuya hermana estuve enamorado pero no me paró bolas”. Nos reconoció, entonces, que él no fue un hombre conquistador ni mujeriego. “Enamorado sí, pero era muy tímido”, nos dijo. “Fui fumador, pero fumador bobo”, y luego explicó que se ponía el cigarrillo entre los dedos para aparentar ser hombre de mundo, pero que no aspiraba el humo sino que lo dejaba un segundo en la boca antes de botarlo. “Hasta que me auto recriminé la bobada y lo dejé de una, sin más consideraciones”. Igual le pasó con el licor. “Tomaba cerveza, pero las resacas eran atroces. Entonces de un día para otro resolví no volver a tomar, y lo he cumplido”. Ser fumador no lo hizo literato, ni tomador de cerveza lo volvió tanguero. “Primero fui beethoveniano y mozartiano, para desespero de mi madre que clamaba porque yo aprendiera a oír lo que ella llamaba música civilizada, como decir tangos y boleros”. Y, le preguntamos, ¿Cómo aprendió a oírlos? “Un día me senté en un café, y descubrí que sabía cantar los tangos que sonaban en el traganíquel. Si uno se sabe alguna cosa, es porque le gusta”. O sea, maestro, que ¿Usted canta? “Canto con voz de tarro y la música suena horriblemente desafinada, pero lo que cuenta no es cómo se oye sino uno como la siente”. Se casó con doña Norfa García, la madre de sus tres hijos, “una mujer que tiene el don de la clarividencia y de la premonición”. Así supimos que él no habría podido conseguirse otra mujer porque doña Norfa de inmediato lo hubiera adivinado, y que ella soñó la muerte de su padre, hecho que ocurriría poco después dejando al maestro huérfano de suegro; y también soñó “con la muerte de mi hermano Abdón. Me despertó de madrugada para decirme que lo habían matado, y horas después nos llegó la noticia con detalles que ella vio en el sueño”. Entonces nos confesó el maestro que uno de sus temas de interés es el espiritismo, y que “a mí me han pasado cosas muy raras”. El caso del pintor Bernardo Hoyos, su amigo entrañable que fue su vecino en el barrio Buenos Aires, es una de ellas. “Nos conocimos en el Instituto de Bellas Artes, siendo niños de 9 o 10 años, y se hizo admirador de mi obra. Estando con él vendí mi primer cuadro. Caminábamos juntos hasta la casa, y compartíamos los fiambres que le preparaba su madre. Vivió en Estados Unidos, y consiguió dinero con la pintura. Solía llamarme desde la acera con un cantadito de Dooon Monraaaa y un silbido característico que yo identificaba. Regresó a Colombia, y un día sonó el teléfono como a las 11 de la noche. Era él con su silbido y su cantadito saludándome y pidiéndome que fuera a su casa. Lo hice, para enterarme de que había muerto de infarto hacía dos meses, y que en los últimos momentos reclamaba mi presencia. Dos meses después de su muerte recibí esa llamada telefónica desde el más allá, y así se despidió”.
La primera casa que adquirió con sus recursos, primera que fue de su propiedad, estaba situada en el barrio Calazans, “pero me aburrí porque la calle se volvió de tráfico pesado contaminándome con el ruido de los motores y el humo de la gasolina. La vendí a un abogado, notario de Medellín”. En esa casa el maestro Ramón había pintado murales en las paredes. “Era una galería de arte. En todos los cuartos había una exposición”. Los nuevos dueños lo primero que hicieron fue mandar a estucar las paredes y mandaron a un pintor de brocha gorda a repintarlas con un color que hiciera juego con los muebles, con lo que las obras de arte desaparecieron. “Es que no todos aprecian lo de uno”, nos dijo el maestro con un dejo de nostalgia. Su obra se encuentra esparcida en la Congregación Mariana, en la Cuarta Brigada, en el Sena, en muchos otros lugares. “Y en el Centro Comercial Ave Marías, de Sabaneta, en cuya cercanía tengo un apartamento”. Allí vive su hija Anita, que todos los días hace el viaje entre Sabaneta y la casa del maestro en El Retiro para llevarlo a su taller; y luego en las tardes de regreso. Por un tiempo tuvo su taller en ese centro comercial, entre la plazoleta de comidas y el teatro al aire libre, acogido por el grupo de la Constructora Monarca que promocionaba la venta de apartamentos en sus construcciones. Allí se llegaba por el acceso occidental hasta el sexto piso en ascensor, o por el acceso oriental que venía a quedar a nivel de primer piso en esa construcción recostada a la ladera montañosa. Los pisos tienen murales del maestro y pinturas, y en la plazoleta hay esculturas suyas. Habiendo vivido en tantas casas, y trabajado en tantos talleres, difícil sería en su caso señalar una edificación que pudiera denominarse casa museo, para acoger una muestra representativa de su obra.
¿Sus hijos y nietos le han heredado el talento para la pintura?, le preguntamos. “Todos. Byron es buen pintor y escultor. Anita es odontóloga, pero pinta y vendió todos los cuadros de la exposición que hizo en los Estados Unidos. Gloria da clases de buceo y también pinta. Mis nietos Ricardo y Santiago, el que ahora me acompaña, también lo hacen”. Me mostré entusiasmado con la noticia. No así Anita y Santiago, que poco después reconocieron tener habilidad pero no amor por el arte. “Es que es muy difícil medrar a la sombra del abuelo. La gente quiere comprar sus obras, y dejan de lado las nuestras”. Le preguntamos: “Maestro Ramón, ¿y cuál es el secreto de su pintura?”. No dudó en la respuesta: “La pasión. Desde chiquito me gusta pintar, sólo por el gusto de hacerlo. Si algo se vende, es cosa que viene por añadidura”.
ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
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