domingo, 14 de febrero de 2016

139. Belén entre bares y cantinas

(Este artículo fue escrito para la convocatoria de un libro barrial en proyecto, pero por el alto volumen de material recibido en la propuesta no fue seleccionado por el comité editorial y recibí autorización para disponer del contenido).

El escritor José Libardo Porras, en un relato de su libro “Es tarde en San Bernardo”, dedicado a ese barrio de Belén; habla del café Amarillo, desde donde veía pasar y soñaba con la mujer más bonita de la cuadra, que exhalaba aromas de sensualidad. El café Amarillo hace parte del arqueo, o inventario, de los recorridos por la bohemia de ese sector del occidente de la ciudad; que trajinábamos cuando no estábamos “Desengañados de bares y cantinas, /de tanta hipocresía y tanta falsedad; /de los amigos que dicen ser amigos, /y las mujeres que mienten al besar”, como cantaba Orlando “Contreras” González Soto, un cubano que vino a morir a Medellín y vivió en el sector Santa Clara de Belén La Gloria, en cercanías de la canalización de la quebrada Altavista, muy cerca del bar Coba.


Mora bar o Morabar, de don Bernardo Mora, fue un café famoso de la carrera Junín entre calles de Colombia y Boyacá, contiguo al edificio Fabricato, ese edificio donde a una agraciada mujer ascensorista la picó un portero… en mil pedazos que esparció por los techos vecinos, a cuadra y media de donde Oscar Domínguez Giraldo conoció a doña Gloria Luz, su esposa. Esto se sabe porque en “Breves historias de amor” a Domínguez le dio por hacer arqueo o inventario de sus amores que comienzan con Gloria, la de Aranjuez; pasan por Ángela, la de Envigado; por Margot, Fita, y Beatriz; e incluyen a Leticia, una chiquilla de quien dice que “La conocí cerca del parque de Belén, por los lados de la heladería Morival. A ella le gustaban las muñecas y el croché; y a mí los balones, quebrar bombillos, y montar en zancos. Nos separamos por incompatibilidad de juguetes”.

También dice Oscar Domínguez Giraldo que:

Gloria C., mi otra primera novia,  nos daba casquillo a los muchachos del barrio Belén y de Envigado, que frecuentábamos su casa. Tenía sonrisa, mirada, y caminado de mujer fatal. Su séquito de admiradores no sabíamos qué era una mujer fatal. Ella tampoco. Nos enamoraba con el misterio que sabía crear a su alrededor. La mirábamos con la ternura de Nipper, el perrito de la Víctor. Ella nos miraba con curiosidad de paleontóloga. Aun así, viéndola, nos provocaba creer en Dios, siguiendo el verso de Géraldy. Todos nos proclamábamos novios suyos... pero donde ella no se diera cuenta. Habríamos sido capaces con su amor, pero no habríamos resistido que nos rectificara en público. Nos faltó ropita, audacia y desodorante para enamorarla. A los dos más enamorados nos jugó al que bailara mejor con ella La Bonga, de los Corraleros de Majagual. El nombre del perdedor no es Óscar".

Su tocayo Oscar Hernández Monsalve, que vive por la iglesia de Los Alpes en Belén, también hizo inventario de las suyas que comienzan por:

La Zarca, que no tenía nombre pero tenía catorce años. Pequeña, como su precio en monedas. Conoció mis caricias casi niñas, y recuerdo sus besos iguales a mariposas perdidas…  María, la obrerita, se llevó mis primeros ardores, temblorosos, infantiles, rodando por la hierba; pero no vino la palabra amor. Fue solamente carne ciega al viento de la noche… De Maruja miré sus frescos pies de campesina que siguen descansando en la memoria… Lina, la breve y dulce niña, fue hada sonriente escondida en los años, suave como el sonido de la palabra alondra…”. Hernández hace el recuento de sus amores que incluyen a Bety a quien: “… encontré suspendida en las sombras, bordada en su penumbra, y quise perderme entre su pecho. Nos miramos una hora y nos perdimos una vida. Tenía en sus ojos todo el dolor del mundo, y hui a esconderme en el calor del ron…”.

El calor de los rones de Belén arropó nuestra adolescencia, y nuestro inventario de muchachos tímidos empieza en la heladería o fuente de soda Las Cocacolas, en Belén Altavista parte baja, donde Joaquín Posada nos tenía cuenta abierta de apuntes “pa´las que sea”, que guardaba pacientemente hasta que los entonces muchachos trabajadores le endosábamos la bonificación de la prima navideña. Allí nos sentábamos, porque al descender del autobús por ahí tenían que pasar las muchachas del barrio a sus hogares. 

Bueno, no diría que hubiéramos conducido carro de caballos ni que lo hubiéramos llevado de la rienda, eso no, para qué presumir de lo que no tenemos ni hemos tenido; pero en los recorridos por la carrera 76 de Belén tal cual tangueada nos pegamos en otros tiempos sentados en la primera mesa del café, con los ojos convertidos en atarrayas, para ver pasar las chicas por la acera; y de andar por la carrera podemos decir que “también carrero fui, y a mucha honra señores”.


Yo también carrero fui”, tango con letra de Héctor Marcó y música de Antonio Stacasso, interpretado por Alberto Castillo.


Con mi perro a la culata
-yo silbando presumido-
no hubo amor ni china ingrata
que no prendiera en su bata
mi corazón atrevido.
Y a la vuelta de una esquina,
con un mate bien servido,
allí me esperó Manuela,
Rosa, Elvira, Inés, Leonor.
¡Y hoy guardarán todas ellas
de mi cariño, una flor!

En el Kiosko del parque de Belén, junto al cocuelo que dejaba caer sus frutos de bala de cañón, los muchachos del barrio rematábamos noches de amanecida atendidos por don Mario “Vaca”, que fue testigo de esos recorridos. Por allí cerca estaban las heladerías La Casita, y La Casona. En La Casona, cuando don Alberto Buitrago contrataba al grupo musical de Los Ayer´s, había lleno completo y se agotaban sus picadas de chorizos importados de Santa Rosa de Cabal cocidos al vapor y luego fritos a gusto crujiente. Al frente estaba la heladería Tampa. Diagonal al Kiosko quedaba la heladería El Portal, contigua a Pollos Candela el asadero cuyo consomé de pollo con menudencias curaba guayabos de amanecida y de los otros. Candela se trasladó frente a la estación de servicio de la Bolivariana a una cuadra del parque, pero El Portal se acabó. Diagonal a la iglesia estaban las heladerías Los Sauces y Los Alpinos. Diagonal a Los Sauces estaba la heladería Palmaseca, y a continuación la heladería Soraya donde la que es mi esposa de hogar, y la que fue mi amante de café, se juntaron marcando el principio y el fin de dos etapas de mi vida. “Y esa mujer, ¿Por qué te saluda y te reclama que no volviste?”. Mi voz temblorosa quizás no sonara convincente, pero me aventuré con una respuesta: “Por lo mismo. Porque no he vuelto. Es un capítulo cerrado de mi vida”. Ese encuentro bien pudo haber frustrado mis planes matrimoniales, pero logré sortearlo con dignidad. Más heladerías hubo seguramente en el Belén de mis años juveniles, pero estas fueron las que marcaron mis recorridos, quizás con algún error de ubicación en cuanto al sitio preciso donde quedaban, pero sí todas cercanas al parque de Belén. 

Tal vez la más famosa de esos tiempos haya sido la heladería Morival, cuyo nombre parece apócope del valle de las moras. No sé de dónde salió. Pudieron sus propietarios ser algún Mora y algún Valencia. Eso es posible, pues es menos posible que algún francodesciendiente de apellido Morival hubiera llegado a estas tierras. En Europa los hay, en la Commune de Neufchâteau de Bélgica.

En todos lados hubo, seguramente, salones de billares en Belén. Los del viejo Carlos, en la vía de la fábrica Vicuña hacia el barrio de Altavista, eran unos. Los de Belén Terminal, frente a la fábrica, eran otros. El Jinete y el Salón Mariscal en la carrera 76, cerca al parque, eran otros. Todavía hay billares diagonal a la iglesia, en el costado sur del parque; los hay contiguo a lo que era Conavi (hoy Bancolombia), por la calle 30-A, en donde antes estuvo el Teatro Mariscal; y los hay en la calle 30 con carrera 76-A, de don Gustavo Ramírez el dueño de la Prendería la 76 que también fue dueño del café Amarillo. En los bajos del salón de billares, de lo que fue el Teatro Mariscal, estuvo por un tiempo el famoso restaurante de “Conejo”, cuya oreja de cerdo sudada para el desenguayabe lo ponía a uno a chuparse los dedos y hacía estremecer de emoción los depósitos de triglicéridos y colesterol.


Los tiempos han cambiado, y los jóvenes se reúnen en “parches” a escuchar sus músicas que a los oídos de mi generación septuagenaria suenan estridentes. El sector de La Mota es uno donde los vecinos se quejan del volumen que sale de los bafles y altavoces instalados en sus vehículos. Compiten a cual suena más duro, sin respetar las horas de sueño y de descanso del vecindario. La calle 33, desde el puente del río Medellín hasta Santa Gema y La Castellana, se convirtió en zona rosa con música a altísimo volumen y abundante afluencia de clientes y de vehículos hasta la madrugada. La avenida 80 tiene la misma característica desde los Campos de Paz hasta Robledo. Las heladerías y cafés fueron sustituidos por parches, tabernas, y discotecas, que tienen otras características. Hacer un inventario de estos lugares no me es posible, son otro cuento, son otra generación; y eso ha hecho que se acaben los bares temáticos, como tales. No hay un bar de tangos, no hay uno de boleros, no hay uno de música andina colombiana, no hay uno de música vieja de los años 50, no hay uno de música de antaño de los años 30 y 40. Se oyen vallenatos, de los de ahora; y rancheras norteñas, de las de ahora; y los hay especialistas en música de los años 60 o en música de los 80 que para los jóvenes de comienzos del siglo XXI es “música vieja”. Los negocios existentes han derivado hacia la modalidad denominada “cross over” o todo terreno, que consiste en poner variedad de música según el pedido de los clientes que haya en el establecimiento. En algunos, antes de que uno se haya tomado el segundo aguardiente, se pasa de un bolero a un vallenato, de una balada a un merengue, de un vals peruano a un tango, en una mezcla de gustos que sabe a tanto que no sabe a nada, a diferencia de aquellos tangueros bares donde escribí muchas cuartetas “A la niña más hermosa, que en el parque conocí. Fue en tu mesa, cafecito, donde me sentí poeta y aprendí a rimar los versos…”.

En un rincón del café”, tango con letra de Francisco Laíno y música de Gabriel “Chula” Clausi, cantado a dúo por Enrique Motto “Chito Faró” Arenas y Carlos Viván:


Existe todavía el bar Coba en la carrera 76 nro. 28-80, fundado hace más de 60 años, en 1949, por don Gilberto Escobar; y hasta hace poco atendido por su hijo, John Jairo Escobar Castaño. En el portal de la Red de Bibliotecas.org hay una página de Medellín Cultural con el título genérico de Medellín es Tango, en la que reseñan los bares tangueros La Boa, Salón Málaga, Homero Manzi, La Payanca, Tarki, Patio del Tango, Adiós Muchachos, y… el ¡Bar Coba! La periodista Jenny Giraldo lo seleccionó para escribir su artículo “Bar Coba, sobreviviendo a la avalancha”. Gracias a este artículo me entero de que “cobar o dar coba” es empollar, y también adular con zalamería. 



El bar Coba se especializaba en tangos, pero acaba de ser adquirido por don Guillermo López Rodas que lo ha remodelado y piensa poner variedad de música al gusto de la clientela “porque yo soy comerciante, y la clientela es la que manda en cualquier negocio”. Por culpa de los tangueros que se han venido muriendo o encerrando en sus casas, y de los muchachos amigos del hip hop y el reguetón, el bar Coba cambiará de orientación musical. Don Guillermo y su hermano Fabio son propietarios de Bonanza, en la carrera 76-A con calle 30, y durante mi visita se escucharon principalmente boleros y música vieja. Tiene más de 40 años de existencia y fue de don Víctor Martínez antes de pertenecer a los hermanos López. Al dar la vuelta está el Club de los Tranquilos, en la calle 30 nro. 76-A 15, donde se oye principalmente música caribeña. Fue fundado sin nombre por don Octavio Villa en una esquina del parque de Belén, que se conocía simplemente como “la esquina de don Octavio”. Todavía sin nombre se trasladó a la carrera 77 con la canalización de la quebrada La Picacha, donde el municipio los obligó a inscribirse en el registro de comerciantes y pidieron a los clientes que sugirieran nombres para el lugar. Varias propuestas se oyeron, pero de la mesa de habituales jubilados que no guardaban afán ni para ir a almorzar surgió el nombre de Club de los Tranquilos, que desde 1982 se trasladó al lugar actual y es atendido por su propietario don Leonel Villa Álvarez, y por su hermano Mario, hijos de don Octavio. Frente al que fue Colegio Montini en la carrera 78 con calle 30-A, esquina, lleva muchísimos años El Buen Gusto, que fue propiedad de don Gustavo Salinas. La música es variada y va de los 50 a los 70, de los 60 a los 80. “Le ponemos lo que guste. Deme el título o el cantante, y se lo consigo”. Esto se facilita porque las discotecas ya no son arrumes de discos, casetes, o CDs, sino que están sistematizadas por computador. En Belén Granada todavía está el legendario bar El Yucal de música antigua, y en la carrera 76 con calle 21 está La Milonga donde no se oyen milongas sino música de los 60. Esta Milonga es distinta de La Milonga que había cerca al parque y era más conocida como Bar Pilsen. Cerca al parque estuvo también el bar Luka, y en Belén Miravalle hasta hace poco todavía existía el apodado “Consulado de Pácora”, de don Alonso. En la carrera 78 nro. 31-02 está el bar Peñaranda, de don Hernando Valencia Henao, que tiene más de 20 años de existencia. En la carrera 78 con calle 32 estuvo el Sol y Sombra, y en la calle 30 entre carreras 76 y 77 todavía está el Rincón de Antaño, que fue de don Mario Escobar Vélez con música, naturalmente, de antaño. Contiguo quedaba el Restaurante Ambrosia, cuyos tamales fueron legendarios para calmar la hambruna bohemia de la madrugada, y en algún momento fue propiedad de don Gerardo “Negativo” Castañeda cuyo apodo corría por cuenta del color de su piel “quemada al horno”. Muy cerca hubo un bar que en algún momento fue propiedad de un señor cuyas aventuras en el juego hicieron historia. De pronto se veía propietario de un café en una esquina de Guayaquil, un hotel, una casa, un carro, una finca. Y a la semana siguiente estaba diciéndole a su esposa: “Mija, vámonos para otra parte que perdí la casa con todo lo que hay adentro”. Enredados en la suerte de los dados, se iban la finca, el café, el hotel, el restaurante, el carro; y se veía el hombre empleado como ayudante en un negocio de tomates, mientras la suerte volvía a sonreírle. De él se decía que era capaz de jugar hasta la mujer, y que hubo momentos en que perdió hasta la camisa. Los locales del parque donde antes funcionaban cafés, bares, cantinas, y heladerías, han venido convirtiéndose en casinos. Seguramente el juego es mejor negocio que la venta de licor.

Mientras hacía el recorrido me encontré el bar Donde la Guagua en la carrera 76 nro. 27-09, de don Jairo Osorno. Aunque su administrador me dijo que allí se pone toda clase de música, al gusto de la clientela, me sorprendió al pasar porque sonaba música de Silva y Villalba y de Garzón y Collazos. Esa música en un bar de la actualidad es una verdadera rareza. “Pero este bar no es nuevo”, me dijo el administrador, “porque tiene muchos años. Lo que pasa es que la dueña lo tuvo primero como tienda, después como tienda mixta, y después solamente como bar”. Recordando un viejo chiste, sonreí y le dije: “No me vaya a decir que a esa señora le decían La Guagua”. Se puso serio. “No, señor, a ella no le decían así. La Guagua era su ayudante, y por eso los clientes decían que vamos donde La Guagua”.

No es venganza”, de Santiago García, interpretado por Carmen Delia Dipiní:


Junto con el Coba, Bonanza, y el Club de los Tranquilos, que son tal vez los establecimientos más mencionados en los artículos de prensa; están los muy conocidos bares Central y el Amarillo, que ya desaparecieron. 

Hasta aquí el mapa de los recuerdos de nuestros recorridos, unos vividos y otros de oídas, por los trasnochaderos de Belén. No soy el primero en escribir sobre estos lugares. En el blog Crónicas de Belén aparece un escrito de don Gustavo Escobar Vélez titulado “Memoria de los cafés de Belén”, cuya visión invito a leer en este enlace:


Anuncia don Gustavo un nuevo escrito, referido a las heladerías del sector, y es posible que estas crónicas animen a otros a escribir sobre ese tema y aportar sus propias anécdotas y experiencias que enriquecen el acervo de la microhistoria de este rincón de ciudad, no tan pequeño. Pero es posible que al sumar los distintos aportes se sigan encontrando vacíos, como lo predice el verso ramoncampoamoriano del sainete Cuerdos y Locos, “En esta santa mansión, /como lo dice el refrán, /no están todos los que son, /ni son todos los que están”. Nosotros cumplimos la tarea y vivimos lo vivido; y, como se dice, “nadie nos quita lo bailado”.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
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Mensaje recibido del urbanohistoriador Hugo Bustillo Naranjo:

Querido Orlando:

Te agradezco participarme el borrador con ese estupendo relato. Sin desear molestarte (me disculpo de antemano, por si algo) quisiera recordarte, muy rápidamente, de otros lugarcitos de trago, juerga y amores encendidos; en ese latifundio añorado de Belén de los Yamesíes, o San Antonio de Aburrá o como a vos te gusta, el Sitio de Guayabal. Vámonos, pues, por entre las tiendas.

Mirá Orlando, sobre la carrera Bolívar de Belén (la 76) con la calle la Pola (la 31) se adornaba de boleros y baladas ese amañadero nocturno que conocíamos como La Tía. Bajando por esta última vía mencionada, derechito hasta la carrera 70, sobre el costado norte de la iglesia de NUESTRO SEÑOR JESÚS DE LA BUENA ESPERANZA en Rosales, alumbraba un delicioso cantón llamado La Noche, atendido por sus bellas y gentiles propietarias Estela y Gloria Álvarez.

Orlando, antes de irnos al Rincón, disfrutando la arteria madre, te invito a que te tomés un trago doble (porque falta trechito por recorrer) con pasante de coco, piña y uvas, en La Bucarica; con la excelente atención de Uriel, ahí al bordito de la entrada a la Cachucha y la Armería. 

Sobre la ronda al Rincón, después de sortear la carrera 80, tomamos la antigua trocha de Cubiletes y pasamos La Virginia para reposar en Tres Esquinas. Acamalados y en confianza le pedimos a Joselito Cuervo que nos sirva otro doble (pero no del chirrinche que fabrican en Manzanillo) y ese sí lo pasamos con sodita y hielo, porque está calentando un poquito. Desde ese lugar que es la cantina de Lolo Santa, y es la más vieja de este ancestral Palenque del Rinconcho, observamos la Farmacia Blanca; para recordar que ese mismo sitio albergó a Los Claudios y las rumbas guaracheras que derretían los amaneceres. 

Antes de que nos bañe un aguacero de esos que sin pedir permiso se desploma desde el Cerro Pelao o de las Tres Cruces, como ahora le llaman, sigamos por esta senda de siempre y busquemos, en la subida que conduce al Ñeque, los cantares de Peronet e Izurieta, o mejor de Valente y Cáceres, arribita de la escuela que lleva el nombre de aquel inolvidable trovador, Ñito Restrepo. 

Ese fuerte apretón de mano de Héctor Restrepo significa que estamos en su casa, el Bar del Mono. Aquí, mi estimado Orlando, no se preocupe que los primeros dos son por cuenta de la casa. Luego de este agradable rato despidámonos de abrazo, porque tanta bondad no se la encuentra uno así como así. 

Busquemos de nuevo el camino, que también lo apodaron Real, y vámonos derechitos al solariego terminal de buses e imaginemos los encantos de aquel legendario Bosques de Viena. Dejando las nostalgias a un lado pasemos por otro ilusionador de luceros: el Rincón Estadero de Willian Correa y RIP (rece todo lo que pueda) porque, como sabés, esto ha sido bravito. Orlando, despidámonos de estos muchachos tan queridos, guardianes y colaboradores; y agarremos el próximo taxi amarillo que venga. 

“Buenas tardes amigo, por favor, ¿Nos lleva de pasada a la Gloria y después al barrio Bingo?”

“¿Cuál es ese, paisano?”

“Ah, sí, discúlpeme por favor, es el barrio Las Mercedes”.

“Está bien. Es que yo trabajo más por el Hospital General y casi no vengo por estos lados”.

El barrio Las Mercedes recibió el apodo de Bingo, porque las amas de casa en sus estrechas callejuelas jugaban bingo mientras hacían los oficios domésticos y se cantaban los resultados de una acera a la otra. ¡Bingo!

Orlando, aquí en la calle 25 y la carrera 80 doble A quedaba el negocito de mi recordado y estricto profesor de Español y Literatura en el Liceo Gilberto Alzate Avendaño, el Licenciado don Domingo Agudelo, y él jocosamente diseñó un cartel que decía El Club. Muchos de sus exalumnos lo visitábamos, sin falta, para que no nos pusiera falla.

“Muchas gracias amigo, por esperar. Por favor, ¿Nos lleva al otro barrio?

Orlando, por esta carretera se va a Aguas Frías; y por esta otra, a la izquierda, nos entramos.

“Amigo, déjenos por favor en la esquina, y ¿Cuánto es?

Estáte tranquilo Orlando que para ese billete de cincuenta el señor no tiene devuelta. “Mire, señor, y muy agradecimos le estamos”. ¡A la orden! 

Orlando, tranquilo que  acá en el Flecha Roja, te reciben hasta Lleritas, si todavía tenés de esos billeticos que te daban cuanto hiciste la primera comunión.

Con un abrazo,

Hugo Bustillo Naranjo




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