domingo, 21 de febrero de 2016

140. Rincón de la arepa y el maíz en Belén

(Parte de este inserto fue publicado inicialmente en el blog Crónicas de Belén, del médico Emilio Alberto Restrepo Baena)

REINADO DE LA AREPA EN EL RINCÓN

No nací allí, pero llegué al barrio Belén Altavista, parte baja, a principios de los años sesenta. Tiempos eran esos en que para llegar a las veredas de Manzanillo y La Capilla se bajaba por La Gloria hasta la carrera 76 y se caminaba derecho hasta Belén Rincón. Desde Las Margaritas para adelante, en cercanías del Club de Caza y Tiro Diana, sólo había mangas y algunas pocas, pocas, casas viejas. Belén Rincón era una sola calle serpeante, o por lo menos eso me parecía en los alrededores de Tres Esquinas. No existían la Avenida Ochenta, la Clínica Las Américas, el Cementerio de Campos de Paz, ni La Motta; y la Loma de los Bernal era una finca desde el Colegio de la Inmaculada hasta los Tejares de Buenavista. El Club el Rodeo tenía acceso desde Cristo Rey en Guayabal por una vía destapada o sin pavimentar que se adentraba entre la pista sur del Aeropuerto Olaya Herrera y la fábrica de Codiscos. Yo era un adolescente que mis padres consideraban niño pero me creía hombre; y no era ni lo uno ni lo otro. Había perdido mi puesto de mensajero y me juntaba con otros desempleados para andar las calles. Nos decían vagos. “Vagos, no –aclarábamos–. Somos estudiantes y trabajadores en receso”. El diablillo que habita en la conciencia me impelía para que les propusiera hacer alguna cosa y no quedarnos ahí en la esquina, parados, sin hacer nada. El ángel de la guarda me azuzaba para que buscara trabajo:

Hacelo por la vieja, salite de la barra, ¿No ves lo que te espera, si continuás así?… –me cantaba el tango al oído.

Era una tarde de jueves en que todo el mundo parecía haberse ido a trabajar, menos nosotros. 

El día está bonito. ¿Por qué no nos vamos después de almuerzo a bañarnos en los charcos de Belén Rincón?

Listo, vamos.

Éramos cinco. Cuatro muchachos sanos y un fumador de marihuana que tosía espectralmente. Le decíamos Vareto.

Tengo una amiga que nos acompaña a los charcos –dijo Vareto–.

La amiga dejó los estudios a mediobachillerato, y se dedicó a los oficios de la casa. Espera a que la mamá se acueste a dormir la siesta del medio día para ir a la esquina y darse “un toquecito en la cabeza”. Aceptó ir con nosotros a bailar, a bañarnos, y “pa´las que sea”. Llegamos los cinco, con ella, a Tres Esquinas; pero Belén Rincón estaba amodorrado sesteando el almuerzo y no se veía a nadie por las calles cintileantes del calor. Las casas de tejas de barro y paredes desvencijadas, algunas como si fueran a desplomarse sobre la calle. Ventanas arrodilladas y puertas de madera a la antigua, con cerradura de ojo grande como las que abrían las llaves de San Pedro. Aldabones para tocar la puerta, de modo que escucharan las señoras que estaban asando arepas en la cocina, bien al fondo. El sol crujía y el sudor nos caía a chorros. Encontramos una cantina con dos puertas cerradas y una a medioabrir “para que el sol pase de largo y no entre”, y pedimos seis cervezas bien heladas. Se oyó un chirrido cuando el trago amargo y refrescante bajó por las gargantas. Pusimos unos pesos en el tragamonedas y la chica, que bailaba como un trompo, bailó con todos… menos conmigo, porque no sabía bailar. 

Baño en el charco

Después nos fuimos al primer charco de la quebrada La Guayabala que estaba ocupado por un señor lavando un camión en la parte más baja; unas señoras, que lavaban ropa con las piernas en el agua, la falda atrapada entre las rodillas, y las manos empecinadas en golpear la mugre contra las piedras; ocupaban el del medio. Subimos otro poco hasta encontrar un charco disponible para nosotros solos. La chica puso su minifalda y su suéter de botones sobre una piedra, y se bañó con una blusa que, al mojarse, se veía transparente y dejaba traslucir los senos y los únicos calzones que llevaba. Cargaba una bolsa plástica para no tener que meterlos húmedos a la mochila y mojar los cigarrillos. Nadaba bien y probó a saltar desde una piedra, jugando luego a tirarse agua con todos… menos conmigo, porque no sabía nadar. Vareto se ofreció para jabonarla, pero ella dijo déjeme que yo puedo sola. Luego ella salió a tomar el sol y a fumarse un vareto de marihuana. Nos le apartamos todos… menos Vareto, porque era el único que soportaba el dulzón olor del humo de la mona. Entonces llegó el momento de “pa´las que sea”, pero ella no quiso sino con el monito de ojos claros… el único que le gustaba pa´ eso. Nos conformamos con pararnos en el camino a escuchar jadeos y a mirar si venía algún extraño, “pa´campanialo”. Al lado teníamos el tocadiscos que “la novia de todos” había llevado para oír long plays o discos de larga duración. Era una de esas grabadoras inmensas que precisaban el hombro de un nazareno para cargarlas. Funcionaba con cuatro pilas de taco, que el aparato devoraba mientras sonaban los discos de un solo lado. Había que reemplazarlas al voltear el long play.

Campaniame bien hermano, y no pretendas engrupirme… –sonaba el tango que nos consolaba de los fracasos de las que sea.

No hubo inconvenientes. La grabadora, que fue y volvió por la calle de El Chispero, corrió con nosotros el mismo peligro que pudiera haber corrido la virginidad de nuestra acompañante, o sea ninguno.

Carroza en fiestas del maíz

Días después volvimos a Belén Rincón, pero sin llevar a esa vieja porque no es sino calentadora, dijimos. “A mí no me parece, dejen la envidia”, dijo el monito de ojos claros. “Quédese usted con ella, que nosotros nos vamos solos”. No pasamos de Las Margaritas porque en ese momento venía un desfile con las candidatas al “Reinado de la Arepa”. 

En el resto de la ciudad, la época de las pilanderas había quedado atrás; y la de asar las arepas en callana y fogón de leña, también. Pero no había llegado aún la Arepa-Harina ni las arepas precocidas de supermercado, y todavía se asaban arepas en la estufa eléctrica del hogar. Belén Rincón se había convertido en el paraíso de las arepas para surtir los restaurantes y negocios de las plazas de mercado, y de allí salían de todas clases: blancas, amarillas, redondas, delgadas, tamaño grande, mediano, pequeño. Los pequeños molinos marca Corona, Victoria o Universal, de manivela manual, habían dado paso a las poleas con motor eléctrico que despachaban cargas de maíz en poco tiempo. Ahora la producción era industrial y, en un país que se da el lujo de tener reinas de todo (de belleza, del bambuco, del folclor, del maíz, del café, de la papa, de la panela), no podía faltar la reina de la arepa. 

Reina en su carroza

Apareció el desfile por la 76 con unas cinco o seis carrozas acondicionadas  en coches de caballo. Los séquitos adornados con sombreros tapados con los capachos de las mazorcas, los cuellos adornados con collares de arepas. Las carrozas mostrando mazorcas de todas clases: verdes, amarillas, abiertas, sin abrir, con penachos rubios y sin ellos. Adelante uno de los que desafiaban al cielo con cohetes voladores cuyo estallido anunciaba que había que estar atentos a la caída del palo. Atrás, otro cohetero contestando los desafíos. Los músicos caminando a su alrededor y, sobresaliendo entre todos, el de la tuba con sus roncos sonidos. Pilas de muchachos por los lados haciendo barra. Alguna carroza con un molino de mano que la candidata vestida de campesina aparentaba accionar durante el recorrido. La imitación de un fogón simulado con cubiertas de celofán anaranjado parecía crepitar, cimbreando como el fuego. En la callana, una arepa humeante que la cubría hasta los bordes y parecía ser capaz de dar de comer a cuatro o cinco bocas hambrientas.

Ya sé quién gana –dijo el monito de los ojos claros que había resuelto acompañarnos sin la chica.

¿Quién?

Esa que lleva la arepa más grande y menos quemada.

El desfile siguió rumbo al parque de Belén, pero nosotros no quisimos seguir porque de seguro había mucha gente rondando por los charcos. Regresamos a casa con el rabo entre las piernas y aullando el tango que nos gustaba:

…Salite de la barra, ¿No ves lo que te espera si continuás así?

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)

Hacelo por la vieja”, tango con letra de Carlos Viván y Héctor Bonatti, y música de Rodolfo Sciammarella, interpretado por Oscar Larroca con la orquesta de Alfredo de Ángelis:


Es posible que el mayor homenaje literario al maíz y a las arepas haya sido el extenso y descriptivo poema de Gregorio Gutiérrez González que tiene un título realista y poco poético, pero cuya elaboración en verso es un trabajo monumental que muestra el genio de su autor: “Memoria sobre el cultivo del maíz en Antioquia”.


En el libro “Buenos Aires, portón de Medellín”, hago recuerdo de las inolvidables arepas de la tía Inés, rellenas con la salsa que desprendía el hígado de res sudado en el fondo del perol, y que se complementaba con una cucharada de picadura de tomate y cebolla sofritas en una cucharadita de aceite, salsa de adobo que los paisas denominamos “hogao”: ¿Cómo olvidar esas arepitas redondas partidas por la mitad y rellenas con salsa de hígado en hogao? ¿Cómo olvidar las tazas humeantes de chocolate? Las células que en el cerebro se ocupan de las memorias olfativa y gustativa se alborotan con sólo invocar esos sabores, con evocarlos. También describo en el libro “Retazos”, una bitácora familiar con historias de mi abuela, que:

“En el campo, por su trabajo al sol y al agua que los obliga a consumir muchas calorías, los campesinos deben reponer fuerzas a cada rato, y lo hacen comiendo. Súmese a esta costumbre algún episodio de privaciones, y se tendrá a alguien que dedica a la ingestión de alimentos más tiempo y más esfuerzo de lo debido.


Fogón de leña

Tenía la abuela Valentina la costumbre de darnos de comer a todas horas, todo el día. Cocinaba en un fogón de leña, atizado con un abanador de fibra de iraca llamado china. Tiempo después algunas veces  se cambió de los atados de leña, desbastados con hacha; a los bultos de carbón de leña, o vegetal; o de carbón de piedra o mineral, algunas otras. Todas las comidas se acompañaban con arepa. Hacía arepas en callana: un tiesto de barro aplanado que sirve para que el calor se reparta uniforme y ase pareja la plasta de masa de maíz molido. No daban abasto las arepas para ese familión. Una batea de madera ahuecada era el recipiente en el que se acumulaban y desaparecían en un abrir y cerrar de ojos. Siete veces al día. Siete veces siete, a la semana, porque no descansaba los domingos. Como si pensara que Dios nos dio la vida para que comiéramos, bajo su mirada vivíamos comiendo al estilo campesino que acostumbraba desde las épocas del campo. En el campo se cocina no sólo para la familia, sino para las cuadrillas de trabajadores; y en su época suponía desgranar mazorcas de maíz, poner los granos en el pilón, y pilar, pilar, pilar, para desprender la cutícula o afrecho. Cocinar hasta hervir en varias veces, para que ablanden los granos. Volver a pilar para obtener una masa moldeable. Armar, moldear y asar arepas todo el día. Moldear unas, mientras se asan otras. Eso supuso un trabajo enorme hasta la llegada del maíz pilado y los molinos con sus cilindros sin fin, sus discos estriados y la pieza de discos sostenida por dos tornillos “de chapola o hélice” para apretar, mantenidos en su lugar por una bola de hierro que era deliciosa para jugar, pero que nos causaba regaños y hasta castigos si no aparecía a tiempo para las tareas de la abuela. Lo que no le gustó a la abuela fue la masa de harina precocida “lista para hacer” que apareció a fines del siglo XX. Ni alcanzó a disfrutar la facilidad de las arepas que se compran hechas en pequeñas industrias y eximen al ama de casa de tantos trabajos. Hacer arepas en su época, como la misma masa, era estar pasando por el eje de un molino sin fin, día tras día, según este itinerario:

Los tragos, a las cinco de la mañana: una taza de café con un pedazo de pan y media arepa.

El desayuno, a las siete: chocolate, arepa delgada o plana con mantequilla, quesito o cuajada de leche, pan de queso, carne asada. O, a veces, fríjoles del día anterior calentados.

La media mañana, a las nueve: café con leche y buñuelos de harina de maíz. O chocolate enmigajado consistente en una taza a medio llenar con chocolate y completada con trocitos de arepa con mantequilla, de quesito, de pan de queso. Trocitos que, remojados en el chocolate, se convierten en una sopa para comer con cuchara. El gusto especial lo da esa mezcla de azúcar y sal que contrasta, impresionando al paladar.

El almuerzo, a las doce: sancocho, o sopa de mondongo, o sudado. Arepa redonda y, de sobremesa, mazamorra de maíz.

El algo, a las cuatro o cinco: chocolate con parva, encargada a la Panadería de los Paniagua. Arepa redonda.

La comida, a las siete: fríjoles. Solos o entreverados con tocino, coles, cidras o pezuña de cerdo. Bandeja paisa que podía estar acompañada con una de las opciones de chorizos, o morcilla, o chicharrón, o carne molida, o carne frita de cerdo o de res, o huevo frito; y de tajadas fritas de plátano maduro, arepa redonda, agua de panela con queso migado. 

La merienda, a las nueve de la noche: sencilla con un chocolate, un pan y media arepa.

El fiambre. Este preparado sustituía al almuerzo en los paseos escolares, y consistía en arroz seco con carne en polvo. Huevo cocido, duro. Papas cocidas, con cáscara. Tajada de plátano maduro. Yuca sudada. Todo el preparado envuelto en hojas de plátano o de bijao. Calentadas al fuego directo para darle resistencia y flexibilidad a sus fibras, permitiendo envolver y proteger los alimentos. Estas hojas le daban un sabor característico a las comidas acompañadas de arepa redonda, en bola pequeña; a diferencia de la arepa delgada, plana.

En resumidas cuentas nos pegábamos unas comilonas como si fuéramos a salir de viaje hacia la otra vida, sin escalas.

Ustedes, los paisas, son los únicos capaces de comer fríjoles en la noche y no morir de indigestión –decía un amigo al que los fríjoles nocturnos caían pesados en su estómago.

Contándonos sobre su vida en el campo preguntábamos:

¿Y sí había que pilar tanto maíz en su época, abuela?

Lo hacíamos. Había gente tan pobre que se ofrecía para hacer ese trabajo por otros, a cambio del afrecho, ya que de él podían hacer por lo menos una juagadura de mazamorra. De ellos se decía que pilaban por el afrecho.

Recordando historias del campo se iban las horas hasta la hora de acostarnos. Pero no íbamos a dormir sin rezar el rosario. Era un alimento más, para el espíritu. A veces nos leía noticias del periódico del día. Y hacía comentarios.

El compositor José Benito Barros Palomino, de El Banco (Magdalena) vivió en Medellín, y aquí le surgió la inspiración de “Juanita, la maicera”, en que hace homenaje a las mujeres paisas que pilaban el maíz para hacer las arepas, que para que no las pisaran las moscas iban acumulando en el balay o cesta de mimbre cubierto con una servilleta de algodón. Este tema fiestero fue grabado por Los Trovadores de Barú, y algunos creen que es de autor y compositor anónimo, pero ignoran que la voz que se escucha cantando es la del mismo autor José Barros. Como curiosidad se escucha que Barros, que era costeño, canta aquí algunas frases imitando el acento de los paisas:

https://www.youtube.com/watch?v=6GMNQ52nbtI

(cantado)

El que quiere arepa, 
tiene que pilá; 
porque, si no pila; 
pues, no come na. 

Esto dijo un paisa 
a Juana Marí: 
“Si usté quiere arepa, 
pile su maíz”. 

(coro)

“Juaniiita, Juaniiita, 
Juanita, levantáte 
que llegó la madrugá.

Juaniiita, Juaniiita, 
Juanita, levantáte 
que llegó la madrugá”. 

Pa´comer arepa 
con el chicharrón; 
arranque, compadre, 
y dele al pilón.

Esto dijo un paisa 
a Miguel Garay: 
“Si usté quiere arepa, 
agarre el balay”.

(recitado con acento de imitación del habla paisa)

“¡Eh, Ave María, 
pues, hombre. 
Yo que me voy 
en el Ferrocarril de Antioquia, 
pues, hombre”.

(cantado)

No venga con cuentos, 
póngase a pilar; 
que el que quiere arepa, 
tiene que sudar.

Esto dijo un paisa, 
con mucha razón: 
“El que quiere arepa, 
que agarre el pilón”.

El que quiere arepa, 
tiene que pilá. 
Porque, si no pila; 
pues, no come na. 

Esto dijo un paisa 
a Juana Marí: 
“Si usté quiere arepa, 
pile su maíz”. 

(coro)

“Juaniiita, Juaniiita, 
Juanita, levantáte 
que llegó la madrugá.

Juaniiita, Juaniiita, 
Juanita, levantáte 
que llegó la madrugá”. 

Los tiempos han cambiado, y el primer cambio se vio cuando se pudo comprar el maíz pilado, eliminando la necesidad de desgranar la mazorca y despojarla del afrecho en el pilón. Luego vino la harina de maíz precocido que eliminó la necesidad de moler en el molino. Y luego vinieron las arepas industriales precocidas que ya vienen armadas y sólo hay que calentarlas en la parrilla. El ahorro de trabajo con estos adelantos ha sido enorme.

Arepa paisa casera, por Luisa Michelle Boada Vélez:


De la época en que el maíz se despojaba del afrecho en un pilón vienen las pilanderas que inspiraron al maestro José Barros su porro “Las Pilanderas”.

Pilandera”, por Francisco 
Maduro Inciarte (Venezuela)

Las pilanderas”, interpretado por Celia Cruz y Matilde Díaz:


Hubiéramos creído (y querido) los paisas que la procedencia de la arepa fuera antioqueña… pero no. La palabra “arepa” significa maíz y viene del lenguaje cumanagoto indígena en el oriente venezolano, de donde se extendió a Colombia, Panamá, e Islas Canarias en España. La masa es la misma, pero varía la forma de prepararla, la de adobarla, o la de ponerle relleno. No voy a embarcarme en el enjundioso estudio sobre la arepa que ya se encuentra en Wikipedia prácticamente precocido o listo para servir:

De Wikipedia:


Llegó el momento en que la producción de arepa se salió del ámbito de las casas y se masificó en producción semi industrial, primero; y luego en producción industrial con la fabricación de arepas en grandes cantidades. No sabe lo mismo que la arepa casera, dicen los viejos, pero esta conlleva tantísimo trabajo que se justifica sacrificar en el sabor a cambio de la facilidad de sacar una arepa del congelador, descongelarla en el horno microondas, y asarla en la parrilla eléctrica o de gas en menos que canta un gallo.

Algunas mujeres cabeza de hogar encontraron en la fabricación casera de arepas una manera de ganarse la vida para ellas y para su numerosa familia, suministrándolas a los restaurantes, algunos sitios de Belén y Guayabal adquirieron notoriedad por ser allí donde se concentraban las fabricantes de arepas y tal vez el primero de ellos sea el sector del Rincón de Belén.

Cuando viví en Cúcuta, tuve oportunidad de familiarizarme con tres clases de arepa distintas a la paisa que, al decir de los habitantes de otros lugares, “no sabe a nada”; y que, al decir de los paisas, “sabe a lo que se le eche”. Estaba la arepa ocañera con la corteza tostada y a medio levantar para vaciar por dentro un huevo crudo que al terminar de asar la arepa quedaba cocido y con el sabor regado por todos lados ¡Virgen de Torcoroma! Estaba la arepa santandereana cocida con mantequilla y trocitos de chicharrón para acompañar el caldo del desayuno que ¡Ay, Rosa Mística! Y estaba la arepa venezolana, llamada tostada, de mayor tamaño que la paisa, abierta y con distintos rellenos que ¡Virgen de Coromoto! No me pongan de jurado a elegir cuál es la mejor arepa porque, para mí, son todas. 

Arepa tostada venezolana con relleno

Como bien dijo un paisa sobre la arepa aliñada que le dieron a probar para demostrar que era mejor que la insípida arepa antioqueña: “Y qué, paisa, ¿Cómo le parece?”. Relamiéndose de gusto él contestó: Está muy buena, mi don, ¡Pa´ comer con arepa!... que ni mandada a hacer”.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
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PS: Mensaje recibido del urbanohistoriador (y arepólogo) Hugo Bustillo Naranjo, a quien le compartí el borrador de este escrito. Con él recordábamos “La arepa quesuda” de los carritos de la Avenida 80, al cruce con la Avenida 33, en donde una sudorosa negra despachaba hambrientos con las dos manos metidas en la masa de arepas y en el molido de queso. Recordábamos la vía a Guarne con sus negocios de Armando Arepas, La Arepa de la Primera Negra y La Arepa de la Segunda Negra; que eran paraderos obligados cuando se daba la Vuelta a Oriente, antes de que los secuestros y retenes de la guerrilla en Don Diego, casi en las goteras de Medellín, metieran susto a los viajeros y los obligaran a encerrarse en casa; lo que causó la quiebra de los negocios de arepas y muchos otros que se quedaron sin compradores:

Saludos, Orlando:

Te agradezco participarme el borrador con ese relato de tu recorrido rinconeño, que me trajo a la cabeza unos arepudos recuerdos que te quiero compartir. 

El reinado  de la arepa empezó a impulsarlo la compañía Landers Mora (creo que todavía se encuentra en el mismo asentamiento de Tenche) que fabrica los Molinos Corona, e invitó a concursar a las maestras areperas de Otrabanda: Tenche, el barrio Antioquia, Belén Sucre, y Belén Rincón. Puso condiciones para los premios: la arepa más grande y la de mejor sabor, en blancas y amarillas, de maíz pilado (cáscara) de maíz trillado y de chócolo, en telas y redondas acompañantes. Igualmente cuáles eran asadas en carbón de leña o carbón de piedra.

Entonces se conocieron las habilidades horneadoras  de las hermanas Tolia y Sixta Pabón, Carmen Galindo, María Cotola, Leonor Taborda, Luisa Gómez, Merceditas Calle, Chinca y Gabriela Restrepo, Virgelina Vélez, Gabriela y Eugenia Gutiérrez, Efigenia Mazo y Paula Molina, entre tantas otras; la mayoría ya fallecidas. Sobreviven dos o tres.

Las lindas reinas barriales, por otro lado, estaban respaldadas por las expertas del maíz que ganaran en la contienda. La diestra Tolia en cinco oportunidades fue la mejor. El Rincón se llevó el Primer Reinado con Martha Leonor Gómez y varios reinados siguientes, cuando comenzaban los primorosos años sesenta. Corona entregó molinos de grano como premio a las participantes, además de ollas a presión Universal. 

Las industrias antioqueñas, que en la jornada laboral incluían los desayunos, almuerzos, y comidas para los trabajadores, empezaron a efectuar encargos a las avezadas rinconeñas y en las casas de Tierra Santa, Guyaquilito, el Hueco de Fina, Tuntunal, Naranjal, la Primorosa, Culoestrecho, y demás, a fabricarlas. A la una de la mañana empezaban sus labores. Los fogones y humaredas llenaban de nubes desde el Alto de los Gómez hasta el pie de monte de los Joaquinillos, que buscaban salida por la Hondonada y hacia Careperro, en donde se comunica un extremo de Belén Rincón con el otro extremo del barrio Guayabal.

Efigenia Mazo agarró el contrato de su vida. Cinco mil arepas semanales, de las chiquitas o trompitos, para la cárcel de la Ladera. Hoy la mejor arepa de toda la región la elabora la calidosa Nena Cuervo Román, ahí en los estribos del Ñeque, en el Rincón.   

Cordialmente, 

Hugo Bustillo Naranjo

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