domingo, 29 de mayo de 2016

154. Diario de una buena vecina, de Doris Lessing

(Reseña de lectura)

Hay temas impopulares, como son la pobreza, la enfermedad, la vejez, o la muerte. A la gente no le gusta hablar de ello, a la gente no le gusta que se mencionen. Si pasan al lado de un pordiosero, prefieren voltear la mirada hacia otro lado. Si ven a un enfermo en la acera, prefieren cambiarse para la acera del frente. Dentro de lo posible no van a una policlínica o sala de urgencias de un hospital, y de serles imprescindible tal visita pasan por los cuartos o por las camillas procurando no ver a sus ocupantes. No van a los asilos de ancianos. Los más compasivos pagan la pensión del abuelo, pero no lo visitan. Hay otros que ni eso. En resumidas cuentas, a la gente no le gusta la miseria… las miserias; ni propias, ni ajenas.

Pero me he encontrado con un par de reseñas de lectura de libros que hice hace varios años, y voy a ponerlas en mi blog. En este caso, se trata del libro “Diario de una buena vecina”, escrito por la británica Doris Lessing que fue Premio Nobel de Literatura en el año de 2007. 

DIARIO DE UNA BUENA VECINA
(Doris Lessing, Inglaterra, 1919-2013)
(Editorial Printer, 1988, para Círculo de Lectores)

Un libro lleva al lector a otro y a otro y a otro y así, en una cadena. Releer "Una muerte muy dulce" (Relato, 1964, 1ª edición), de Simone de Beauvoir, me recordó que alguna vez también había leído éste, cuya autora no recordaba, ni su título, acerca de una ejecutiva de revista que se compadece de una nonagenaria solitaria (y sucia) y decide acompañarla a ratos. Al fin lo hallé. Lo primero que rescaté es que la expresión “una buena vecina” en este caso no significa alguien que vive en el vecindario, sino la forma como denominan en Inglaterra a un servicio de “Damas grises” o “Damas rosadas”, es decir, un grupo de damas voluntarias de apoyo para los servicios de salubridad (pag. 30). Las “Buenas Vecinas” reciben una paga pequeña, como las “Madres Comunitarias” del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. Pero su labor específica con ancianos atendidos por el “Servicio Social del Estado”, que debería tener más de apostolado que cualquier otra cosa, llegan a desempeñarla de una manera fría, indolente y a veces cruel; como esos funcionarios del servicio de urgencias de un hospital que se vuelven insensibles ante el dolor ajeno. Lo que la protagonista hace con esta anciana desconocida que vive en una sucia buhardilla alquilada, lejos del propio y lujoso apartamento de su samaritana, es algo tan fuera de lugar, que llegan a confundirla por parte de los vecinos, y de la misma anciana, con una “Buena Vecina” demasiado elegante para desempeñar ese oficio. Poco a poco la protagonista, alter ego de la autora, lo que hace es adentrarse en los vericuetos de la vejez. Leo en el prólogo que Simone de Beauvoir escribió un ensayo sobre el mismo tema: "La Vejez" (1970), seguramente inspirado en su primer relato de "Una muerte muy dulce" al que he hecho referencia. Otros textos habrá sobre ese tema con los que estén familiarizados los estudiantes de las Escuelas de Gerontología, pero estos dos que he leído y el de "La Vejez", si llego a leerlo, me dejarán suficientemente ilustrado sobre el tema, antes de ingresar precisamente en esa etapa dolorosa.

Ha coincidido la lectura de "Diario de una Buena Vecina" que hice en el año de 2001 con mi enfermedad ambulatoria que ha sido diagnosticada como hepatitis A, “la más benigna de las tres, pero igual de contagiosa”, aclaró el médico. He debido aislarme en la última pieza de mi apartamento, para evitar contagios, y separar mis utensilios de los de la familia. He entrado en cuarentena. Me he provisto de una bomba esparcidora de lluvia de hipoclorito de sodio para rociar el lavamanos, el inodoro, la ducha, las posibles fuentes de contacto posterior para los demás. Esto lo he hecho para tranquilizar la conciencia de los que tienen algún trato social conmigo. Yo opino diferente: creo que los gérmenes, los virus, las bacterias, todos esos ejércitos microbianos están en la barra del autobús de la que me prendo, en la manija del taxi que abordo, en el estornudo de un vecino en el Metro. Creo que esos bichos llegan hasta mi nariz llevados por el viento en las partículas de polvo que se alcanzan a ver cuando un rayo de sol penetra por un resquicio. Creo que la causa de la enfermedad está en mí mismo. Cuando se bajan mis defensas, cuando disminuye mi producción de anticuerpos, los malditos aprovechan para instalarse. La ansiedad es su amigo, el estrés es su aliado. “¿Recuerda haber estado en contacto con un enfermo en los últimos quince días?”, preguntó mi médico. “No, doctor”, le dije, “Pero tuve un disgusto con mi mujer”. Me miró, intrigado. “Y eso, ¿qué tiene que ver?”. Lo miré, seguro. “Que cuando uno pelea con la mujer todo se vuelve en contra de uno, doctor”. Me miró sin comprender. Son cosas que no comprendemos sino los que hemos alcanzado determinada edad. El hipoclorito de sodio es el que uno no sabe identificar cuando expresa que “huele a hospital”, tan característico como el olor de los lirios de los cementerios, que le hacía a uno exclamar “huele a muerto”. El hipoclorito era el que me hacía pensar a la salida de las estudiantes del bachillerato: “huele a muchachas”, antes de que ellas dejaran de lavar sus trapos chirosos con el detergente “Clórox” y empezaran a usar toallas higiénicas desechables. “Huele a viejo”. ¿Por qué los viejos tienen un olor característico? Vaya uno a saber qué enfermedades rezuman por sus poros. Las hemorroides producen un sudor que se descuelga arrastrando las partículas propias del lugar y se instala en la ropa interior. Los adultos se acostumbran a ello. Los niños lo sienten a media cuadra de distancia. Los perros ladran. “¡Quieto, Trotsky!”, calma la dueña. “Saluda al abuelo, Nené”, dice la madre. Ambos arrugan las narices asqueados mientras el anciano pretende salir del paso con una sonrisa resignada. Les doy un consejo: instalen algo parecido a una toallita higiénica en la portería. Ningún olor atravesará esa valla y nadie se dará cuenta... mientras vivan. A menos que cometan el error de confesarlo públicamente como yo lo estoy haciendo. Me atrevo a ello porque ahora soy mi único lector y creo que no voy a salir de esa categoría. Este libro "Diario de una Buena Vecina", lo mete a uno en ese terreno tenebroso que se llama La Vejez. (Cuando escribí esta reseña, no tenía email, no había iniciado mi contacto con el Internet, ni se me pasaban por la mente estos correos y el blog que vinieron años después).

No es que quieran ser desaseados. Hasta hace poco no lo eran. Pero ahora el agua fría les molesta más que antes. No la soportan. Ya no tienen la agilidad para enjabonarse y para enjuagarse que tenían antes, entonces el depósito de agua caliente se les agota. Y si es con agua tirada, ¡Dios Santo! Qué molesto es que haya otra persona tirando totumadas de agua y ellos cubriéndose para no mostrar las partes pudendas. Agacharse o estirarse para alcanzar determinados lugares es casi un imposible, las coyunturas inflamadas no los dejan. Hace un tiempo solían afeitarse. Inflaban los carrillos para desprender los vellos de todos los lugares. Ahora las arrugas estorban. La piel se irrita cada vez más. Las manos temblorosas producen cortes que sangran. No es que se volvieran “desaseados”, es que asearse se ha vuelto engorroso. Vestirse en el baño es incómodo ahora que deben hacerlo sentados. Las ropas se mojan. Ponérselas es difícil. Calzarse unas medias, entrarse unas botas, amarrar unos cordones es dispendioso. Y si viven solos, o más o menos solos, (esto es algo que ellos entienden cuando el resto de la familia está ahí, pero a ellos los ignoran), entonces deben lavar sus ropas. Lavarlas. Lo mejor es no ensuciarlas, ensuciarlas poco, o hacer la vista gorda con la suciedad. La incontinencia, las incontinencias, manchan a un lado y a otro, manchan por todos lados. Acabando de ponerse una prenda ya está sucia. No se nota por fuera, pero huele. A los otros les huele, a ellos no, porque tienen la nariz atrofiada. Este sórdido mundo es el que describe Lessing, sólo que en la fría Inglaterra con calefacción de leña para esa pobre y solitaria anciana que a los caprichos y desconfianzas de la vejez, que le impiden dejarse ayudar de nadie, agrega la posesión de... un gato con todas sus miserias. Lessing tuvo que haber vivido esta historia para poder escribirla. ¿Cómo podría inventarla?  Lo que sí me parece inverosímil es que una ejecutiva de una revista de modas, que toda la vida fue una niña mimada, meta sus narices allí. Eso es algo que no imagino en ninguna de las mujeres de por acá, y menos en las que alcanzo a ver en las fotografías de la corte inglesa. Lady Di cargaba huerfanitos que previamente habían sido bañados para la foto, y mucho mérito tiene que dedicara sus esfuerzos a rematar sus vestidos de una postura para recaudarles fondo. El Papa besa los pies de sus cardenales en la misa del Jueves Santo. Pero, ¿meterse de lleno?, creo que solamente la Madre Teresa de Calcuta.

Hay una introducción de la traductora Marta Pessarrodona titulada: "A favor de Jane Somers". La primera publicación de esta novela salió bajo ese seudónimo, que es a su vez el nombre de la protagonista, como un propósito de Doris Lessing, que era una autora reconocida, de ver cómo el público, la crítica, y los editores, recibían una obra de una desconocida; y comparar sus actitudes con las que tendrían si ella publicara con su propio y rutilante nombre. Se trataba, pues de una provocación.

Introducción (Marta Pessarradona):

1 Poder demostrar que nada tiene más éxito que el éxito y que la maquinaria para publicar novelas es desgraciadamente inadecuada, porque depende más del embaucamiento del público que del mérito de su autor. (Y las consiguientes frases promocionales: una novela mejor que lo que el viento se llevó, o que Los desnudos y los muertos; o, cuando la ambición mercantil ya es desmedida, mejor que Dallas). (pag. 11).

2 Poder demostrar que los directores literarios se inclinan por los escritores establecidos en perjuicio de los noveles, por lo cual podemos mofarnos de ellos por no saber discernir el verdadero mérito de una obra. (pag. 11).

3 Poder demostrar que los periódicos deberían perder menos tiempo intentando descubrir quién será el próximo ganador de éste o de aquél premio literario y más en encontrar futuros talentos. (pag. 11).

4 Poder demostrar que editores y críticos son, en conjunto, una pandilla de perdonavidas, a quienes les falta percepción y juicio... a pesar de que un editor no pueda obviar las consideraciones “comerciales”, ni ningún director literario pueda ser totalmente justo cuando se publican cinco mil novelas al año (en Gran Bretaña). (pag. 11). (El argentino Leonardo Roselli habla de cien mil títulos en español, por año).

5 Por decirlo con las propias palabras de Lessing sobre “la repugnancia” que la vejez y la decadencia física de los otros nos producen, por lo que “nos protegemos de ellas mediante una verdadera barrera de repulsión. Pero la verdadera razón de esta repulsión es un miedo, el miedo de ser nosotros, un día u otro, objeto de esa repulsión. A menos que tengamos mucha suerte, eso es lo que nos espera; y yo pienso que más nos vale tratar de habituarnos a ello”. Sin embargo, hay mucho más. Las dos novelas (La Vejez, de Simone y Diario..., de Lessing), son una especie de compendio de los problemas de nuestro tiempo: la vejez, sí, y cómo tratarla; el abismo generacional –tan bien caracterizado por Jill, la sobrina en Diario..., (de Lessing) al que se añade otro personaje de contrapunto, su hermana Kate, en Si la vejez pudiera... (también de Lessing); la problemática de la mujer profesional, eficiente de la que es un epítome Jane “Janna” Somers; lo inadecuado, en la sociedad postindustrial, de los servicios sociales...  (pag. 13).

Diario de una Buena Vecina (Voluntariado social –pag. 30):

6 Mi vida hasta la muerte de mi esposo fue una cosa; luego, otra. Me consideraba una persona agradable. Como todo el mundo, más o menos. La gente con la que trabajo, en especial. Ahora sé que no me preguntaba cómo era, sino cómo se me juzgaba. (pag. 19).

7 Cuando empezó la enfermedad de Freddie (cáncer), mi primera idea fue: es injusto. Injusto para mí,.. Sabía que se estaba muriendo, pero hacía como si no pasara nada. No estaba bien. Debió sentirse solo. –Me enorgullecía de seguir trabajando durante todo ese tiempo, de que “entrara dinero en casa”... bien, tuve que hacerlo, él no trabajaba–. Pero estaba contenta de trabajar porque era una excusa para no estar junto a él en aquel horror. Era un matrimonio, el nuestro, en que no se hablaba de cosas reales. Ahora lo veo. En realidad “no estábamos casados”. Era el matrimonio típico de la mayoría de la gente hoy día, en busca de ventajas por ambas partes. (pag. 19). (Es decir, estar unidos en la salud y la enfermedad, en la fortuna y la desgracia, etc. Matrimonio de conveniencia, sin mucho amor. Un arreglo cómodo). 

8 En una ocasión se mencionó la palabra cáncer. Me la dijeron los médicos, cáncer, y veo ahora que mi reacción supuso el final de hablar de si debían decírselo o no. No sé si se lo dijeron. Si lo supo. Creo que lo supo. (pag. 19).

9 Cuando lo ingresaron en el hospital lo visitaba a diario, pero me quedaba sentada con una sonrisa, “¿cómo te sientes?” Tenía un aspecto terrible. Amarillo, los huesos afilados bajo la piel amarilla. Como un pollo hervido. Él me protegía a mí. Ahora lo veo. Porque (yo) no podía aceptarlo. Una esposa-niña. (a quien hay que proteger ocultándole la verdad, o no mencionándola). (pag. 19).

10 (Freddie ha muerto)  Hay una sensación de incomodidad, como si algo no acabara de estar bien. Cuando me mudé al piso nuevo, muy pronto advertí que mi vida se desarrollaba enteramente en la oficina. En mi hogar no tenía vida. Hogar. ¡Menudo vocablo!  Era donde me preparaba para ir a la oficina, y donde descansaba después del trabajo. (pag. 24). (La solitaria vida de una mujer sola, le genera vacíos).

11 Miré arriba y debajo de la calle y vi... ancianas. También ancianos, pero principalmente ancianas. Avanzaban con lentitud. Iban en parejas o en grupos, hablaban. O se habían sentado en el banco de la esquina, bajo el plátano. No las había visto. Era porque temía ser como ellas. (pag. 27).

12 Vi el anuncio en el periódico:
“¿Le gustaría hacerse amiga de una persona anciana?”.
La imagen de una adorabla anciana. Ay, la dulzura de la edad. La abuelita predilecta de cualquiera...
Me pareció todo falso y horrible... Pude advertir que no le gustaba... Me senté y pensé: ¿qué demonios hago aquí?... La señorita Snow vio (en mis ojos) lo que yo pensaba, y, al despedirnos en la acera, se mostró escueta... Un fracaso. Bueno, a esto una se acostumbra, pensaba ella. (pag. 25).

13 Habría que buscar a otra persona... Pero no me sentí en falta en esta ocasión... Sencillamente, no era para mí. Solía mirar en el periódico el anuncio de la encantadora ancianita y pensar en la señora real con una especie de sarcasmo. (pag. 25).

14 (Vi a la anciana en la farmacia) Una vieja bruja... una menudencia encorvada, con la nariz casi tocando la barbilla, vestida de negro, polvorienta y cubierta con algo que se parecía a una cofia. Advirtió que la miraba, me tendió una receta, y me dijo: “¿Qué es esto?  Pídemelo”. Ojos azules feroces... (A pesar del tono autoritario o maleducado) había algo maravillosamente tierno en ellos. Por alguna razón, me gustó, desde aquel momento. Al cogerle el trozo de papel, supe que cogía algo más. (pag. 25 y 26).

15 Le dio las aspirinas y cogió su dinero, que la mujer contó lentamente, moneda a moneda, en las profundidades de una gran bolsa cochambrosa. (pag. 26). (Las cuentan mezquinándolas, con ese valor que los ancianos dan a cada moneda duramente ganada y, a sus ojos, todavía con el poder adquisitivo que tuvo cuando eran jóvenes).

16 (Por contraste con su pobreza) Luego, el hombre cobró mi importe: esmalte de uñas, colorete, lápiz de ojos, sombra de ojos, lápiz de labios, brillo de labios, polvos, rimmel. Todo: lo había acabado todo. (pag. 26). (Una ejecutiva, con buenos ingresos, compra estas cosas sin reparar en gastos. Para ella son necesarias. Para los ancianos, son simplemente lujos, despilfarros, sacrificios al dios de la vanidad).

17 Era su olor, una especie de olor dulce, agrio, polvoriento. Vi mugre en su delgado cuello de vieja y en sus manos. (pag. 27).

18 Ella temblaba llena de orgullo y dignidad... “Cuando era joven, mi padre era dueño de una tienda y, más tarde, tuvimos una casa en St. John´s Wood...”. (pag. 28). (Patética costumbre de los ancianos, enorgullecerse de lo que han perdido: el padre muerto, la fortuna que tuvieron, el hijo “que se hizo ingeniero con tesis laureada”. Olvidan mencionar que este hijo vive en otro lugar y se olvidó de ellos. No es que quieran ocultarlo, es que ellos mismos no quieren pensar en ello).

19 Llamé a Joyce... “Salgamos a cenar... en Alfredo´s”. Naturalmente no le dije nada de la señora Fowler, pero pensé constantemente en ella: miraba a la gente del restaurante, todos muy bien vestidos, limpios, y pensaba, si ella entrara en este restaurante... bueno, no podría hacerlo. Ni siquiera como mujer de la limpieza o lavaplatos. (pag. 28). (Lessing va llevando al lector a que piense lo que ella misma: los ancianos son como espíritus de ultratumba. Viven en nuestro mundo, andan a nuestro alrededor, pero son como si no existieran. No los vemos. No los admitimos. No aceptamos sus costumbres).

20 La habitación estaba llena de montones de basura por todas partes, harapos, bultos de periódicos, todo lo imaginable: esto era lo que no quería que yo viera. Cuando tomamos el pastel dijo: “Oh, es nata de verdad”. Me contó que, en verano, a ella y a sus hermanas las mandaban donde una anciana a Essex... (de temporada. Y se enfrascó en el recuerdo de costumbres que entonces imperaban en el campo). (pag. 29). (“Los ancianos viven de recuerdos”, más que un lugar común, es una verdad dolorosa. Todo en ellos es pasado. Para ellos ya no hay presente. No les gusta pensar en el futuro).

21 “¿Sí?  Y qué hace...”  –Mecanografío... y muchas cosas más–. Lo cual es bastante cierto como Ayudante de la Directora. “Eso es lo más importante, dijo, aprender. Es lo que hace la diferencia entre ser una persona y no ser nada. Eso... y tener casa propia para vivir... con tu casa propia lo tienes todo. Sin una casa eres un perro. No eres nada. No he dejado de pagar nunca. Ni una sola vez. A pesar de que he pasado sin comer. No, lo aprendí muy pronto. (pag. 32). (“Tener casa no es riqueza, pero no tenerla es mucha pobreza” es la frase que escuché a mi abuela, a mi madre, a mi padre, en los años de mi niñez transcurrida por casas alquiladas. Cuando por fin la tuvimos propia, eso era lo que decían para maravillarse del sueño hecho realidad. Ahora que mi padre se niega a venderla para trasladarse a otro lugar, cuesta trabajo entenderle “su terquedad”. Es que para él ésa no es simplemente una casa: es un logro como ninguno otro).

22 Todas tienen madres y abuelas pero, qué miedo tenemos a la edad: ¡como desviamos la mirada!, para no verlas. (Al fin dijo la directora de la revista): 
Quizás dediquemos un artículo a las “parientes mayores” más adelante. Pasaré nota.
(pag. 33). (“Parientes mayores”. Hasta la palabra “ancianos” está proscrita de las revistas light y de cualquiera otra que no sea una publicación científica).

23 (Jim, el mensajero, “es un muchacho agradable, nada estúpido”) Cogió el dinero, se quedó esperando y luego dijo: “Por qué no está en un asilo?  No debería vivir así... no sabía que aún quedaba gente viviendo así... bueno, todos llegaremos a viejos, supongo”. Me senté a pensar. Lo que él había querido decir es lo que dice la gente: ¿Por qué no están en un asilo? ¡Apartémoslos del paso, de nuestra vida, donde gente joven y sana no pueda verlos, no pueda pensar en ellos!... ¿Qué sentido tiene que estén vivos? (pag. 37 y 38).

24 Al llegar a casa aquella noche, estaba aterrorizada. Me había comprometido. Estaba llena de asco. El olor agrio, sucio, había empapado mi ropa y mi pelo. (pag. 28).

25 (Hice el compromiso de visitar a la señora Fowler) Me sentía atrapada. Pensé en cómo me habían educado. Muy interesante: se puede decir que en un hogar moral. Con religión, pero moderada. No me enseñaron ninguna autodisciplina, autocontrol. No me enseñaron a controlar mi comida, tuve que arreglármelas sola. O cómo levantarme por la mañana y fue lo más duro, cuando empecé a trabajar. Nunca he sabido cómo decirme no a mí misma, cuando quiero algo. Nunca se nos negó nada, si lo había. Pero hay una cosa que debo agradecer a mi madre, sólo una: “Gracias por ello. Por lo menos me enseñaste que si prometo algo, debo cumplirlo. Que si digo que haré algo, debo hacerlo”. (pag. 39).

26 (La señora Fowler cuenta su vida)  “Así me casé con él. Me casé con él en vez del alemán. Me casé con el hombre que no debía”. (pag. 46).

27 Sufría porque yo veía que la cama no estaba limpia y que sus prendas interiores estaban sucias. El hedor dulzón era muy fuerte: ahora ya sé que es de orina. (pag. 49).

28 Estoy pensando en cómo Maudie Fowler un día ya no pudo arreglar su habitación delantera, porque había allí demasiados trastos y, entonces, lo fue dejando; seguramente entraba algunas veces allí y pensaba, “bien, no está tan mal”. Mientras tanto, tenía la habitación trasera y la cocina superlimpias. Incluso ahora limpia la chimenea una vez por semana y friega la parrilla de la cocina, saca el polvo y la carbonilla... aunque progresivamente con menos cuidado. (pag. 66).

29 Sabía que había decidido irse (morirse) y se sentía mal respecto a mí: yo necesitaba por las dos que habláramos. (pag. 75).

30 Lo único que sé es esto. Cuando la gente muere, lo que lamentamos es no haber hablado lo suficiente con ellos. No hablaba con la abuela, no sé cómo era ella. Apenas puedo recordar al abuelo. Lo mismo puedo decir de mamá. No sé qué pensaba de nada, excepto que yo soy egoísta y estúpida. (pag. 73).

31 Celos y envidia... ansias de una posición de poder. (pag. 148). (En la vida laboral, estos son ingredientes que se atraviesan a cada paso).

32 ¿Qué me ha convertido, durante tantos años, en esta persona tan cuidada, que recibe las miradas de todos, mientras piensan, cómo se las arregla? Les diré: Han sido mis noches de domingo. Nunca he permitido que nada interfiriera. El domingo por la noche, después de la cena, durante años y años he elegido mi atuendo para cada día de la semana siguiente, me he cerciorado de que no hubiera ni una arruga ni una raya, he repasado los botones y los dobladillos, me he lustrado los zapatos, he vaciado y limpiado los bolsos, cepillado sombreros y he colocado aquello que estuviera ligeramente manchado en la bolsa para la tintorería y la lavandería... Si descuido mi estilo, sólo queda una persona sin elegancia. (pag. 96). (Y es a eso a lo que nos lleva la vejez porque tantos preparativos son dispendiosos y exigen esfuerzos que el cuerpo no soporta).

33 (Maudie es frágil y…)  tose, tose, tose por tener que salir al exterior con todo tipo de tiempo atmosférico, para meterse en un retrete helado, por tenerse que lavar en una cocina sin calefacción. Pero, ¿por qué lo digo?  Las mujeres de noventa años que viven rodeadas de lujo... tosen y son frágiles. (pag. 97).

34 ¿Tal vez podría intentar de nuevo que la viera una enfermera, y la lavara?  ¿Podría intentarlo con el servicio de ayuda domiciliaria?  “Si Maudie nos deja pasar... Son ellos mismos sus peores enemigos”, dice Vera, la encargada. (pag. 141).

35 Supongo que... se partirían de risa si pudieran oír a Maudie explicando cómo, cuando era niña, las madres de familia preparaban un gran budín para “saciarlos” antes del plato de carne, por lo que se conformaban con un pedacito y, luego, después de la carne, otro budín, con mermelada. (pag. 89). (No sé si ustedes tengan recuerdos de familia haciéndole quiebres a la pobreza, Yo sí).

36 “¿Quién te lo ha regalado?”, me dijo, pues él era así, me pellizcaba el brazo y me lastimaba. “¿Quién fue?, dímelo”. No has sido tú, le dije, y, al apartar mi brazo, se descosió por debajo. No demasiado, pero se había estropeado el vestido. Oh sí, una persona deja su marca en todo lo que hace. ¿Sabe a qué me refiero?  Pero, entonces, yo no lo sabía. No tardé en darme cuenta de que con todo lo que hacía él siempre era lo mismo: un vestido nuevo por el que había ahorrado y pasado privaciones, pero me lo rompió cuando lo estrené. (pag. 101). 

37 Mientras, toqué fondo. Fui a la oficina de caridad. En aquellos días había una junta de admisión llena de damas y caballeros... Te plantas allí y te dicen: “¿Por qué no vende su medallón, si es tan pobre?”. Era de mi madre.., “Si tiene bienes personales, no podemos mantener a gente que tiene recursos propios”. ¡Recursos propios!  Les dices que tienes un hijo de corta edad y te dicen “Debe obligar a su marido a que colabore”. A gente así no les puedes explicar cómo es la gente como Laurie, el marido que me abandonó. Mandaron a un inspector. Yo lo había empeñado todo, excepto la cobija de mi hijo Johnnie, porque yo dormía bajo mi abrigo. Entró en nuestro dormitorio. Una cama con un colchón pero sin sábanas, una mesa de madera... una alacena con un poco de azúcar y una barra de pan. Se quedó plantado allí, con su buen traje, nos miró a Johnnie y a mí, y dijo: “¿Ha vendido todo cuanto puede venderse?” Se inclinó hacia delante y me señaló el negro bastón de madera del cortinero. “¿Qué hay de esto?”  ¿Cómo abriré y cerraré las cortinas? ¿Qué le parece si vendo la cama y duermo en el suelo? Ya estaba algo avergonzado, no demasiado, porque su trabajo consistía en no avergonzarse de lo que debía hacer. Y de esta manera me aprobaron dos chelines a la semana. “¿Podía vivir con eso?” Se sorprendería de lo poco con que se puede vivir. (pag. 109).

38 Un día, cuando llegué a casa de la niñera, nada de Johnnie. Se había presentado su padre y se lo había llevado. Supliqué, lloré, supliqué, pero la mujer me dijo que era el padre de la criatura y que no podía negarle el niño a su padre... enloquecí, corrí por las calles, fui a todas partes. Nadie había oído nada. Nadie sabía nada. Yo, entonces, enfermé... me quedé sin empleo. Cuando me levanté, conseguí un trabajo de limpieza, para ponerme al día, porque ahora, sin un niño, me empleaban en ese oficio. (pag. 109).

39 Vi a un abogado. Le dije, ¿Cómo puedo recuperar a mi hijo?  “Pero, ¿dónde está su marido?”  No lo sé, le dije... Cuesta dinero y yo no tengo ni cinco. Se me acercó y me puso las manos encima y me dijo: “Muy bien, Maudie, ya sabe lo que puede hacer si quiere que la ayude”  Salí corriendo, lejos de aquella oficina y me entró pánico de acercarme de nuevo a un abogado. (pag. 109 y 110).

40 Las tres últimas semanas he tirado las bragas que le compré, sucias y asquerosas. Le compré otra docena y le he enseñado a rellenarlas de algodón cuando se las pone. Por lo tanto, ha vuelto a los pañales. (Se da cuenta y masculla). “Terrible, terrible, terrible”. (pag. 137).

41 En uno de los cajones había... y hago la lista como documento: la mitad de una vieja cortina satinada... un par de aros de cortina rotos; una falda manchada, desgarrada por delante, de algodón blanco; dos pares de calcetines de hombre, llenos de agujeros; un sujetador, talla 80, modelo 1937, de algodón rosa; un paquete sin abrir de compresas higiénicas de tela de toalla... (pag. 152).

42 De vuelta, corto pescado para el gato de Maudie. De nada sirve, no puedo conseguir que me gusten los gatos, aunque esto me convierta en una desgraciada insensible... Limpio los excrementos de gato, retiro el orinal de Maudie que ella no mira, con un orgullo tembloroso en la cara que ahora ya me sé muy bien. Al lavarlo, pienso, “algo no funciona” (en este sistema). Enjuago la parte interior con todo cuidado y utilizo mucho desinfectante. (pag. 134).

43 He dormido aquí media noche, ¡como si se tratara de mi casa!... “Pensaba que ésta es la mejor época de mi vida”, dijo. (pag. 131).

44 (Maudie) Habla de las épocas de su vida en que fue feliz. Dice que ahora es feliz, debido a mí (y es duro aceptarlo, me enfurece, que tan poca cosa cambie una vida) y por eso le gusta pensar en los tiempos felices. (pag. 99). (Para una solitaria viejecita alguien que le preste un poco de atención la colma de felicidad).

45 Cada cuadra alberga varias, quizás una docena, de ancianas, ancianos, que apenas si pueden apañárselas, o, de repente, ya no pueden; que sueñan con hijas e hijos y nietas ausentes y cualquiera que se acerque a ellos debe tener cuidado, ¡cuidado! Porque dentro de aquel terrible vacío te pueden tragar antes de que lo adviertas. “Hazme una taza de té, cómprame esto o lo otro”... No, no me meteré de nuevo en la situación en que estoy con Maudie, que sólo tiene una amiga en el mundo (y soy yo). (pag. 154).

46 En una casita de campo en la montaña, “con excedencia” de la revista Lilith. (pag. 144-170). (“Con excedencia” es una traducción literal, equivale a “con licencia”, ese permiso de ausencia laboral que puede ser remunerada o no, según el caso).

47 (Tenía pensado escribir en los próximos dos números de la revista unos artículos)  Sobre el alcoholismo y sobre las leyes del aborto en diferentes países... Casi todas nuestras ideas son robadas de New Society y New Scientist. (Pero esto es lo que sucede con las revistas y periódicos más serios). (pag. 149).

48 Si hubiera tenido tiempo de escribir en mi diario adecuadamente, se habría parecido al almacén de un constructor: cacharros y trastos amontonados, esparcidos por el lugar, nada en su sitio, una cosa no más importante que la otra. Un montón de arena aquí, una pila de cristal allá, unas vigas de acero sin orden ni concierto, sacos de cemento, palancas. Esta es la razón de ser de un diario personal, el amontonamiento de sucesos, todos mezclados. Pero ahora miro al año pasado y empiezo a reconocer en perspectiva lo que fue importante. (pag. 145 y 146).

49 En la misma planta... está la señora Penny. Tiene setenta años, está sola y anhela mi amistad. Lo sé. No quiero. Lo sabe. Se apoderaría de mi vida. Me siento ahogada y me entra pánico de pensar que pudiera tenerme a su disposición. (No es para mí). (pag. 25).

50 (Estuve recluída en cama). Al final de las dos semanas, cuando ya podía prescindir de las bacinillas (dos al día) y podía arrastrarme hasta el lavabo, supe que lo que había experimentado, y totalmente durante dos semanas, era la misma indefensión de los ancianos. Me decía, como Maudie, “Bien, no he mojado la cama. Esto es algo”. (pag. 140).

51 La señora Penny vio mi puerta abierta y entró cautelosamente: “Ah, está enferma, ¿Por qué no me lo dijo?  Tendría que avisar... siempre estoy dispuesta a...”. Se sentó en la silla y empezó a hablar y hablar. Habló y habló. Lo había oído antes, palabra por palabra, se repite... No podía prestarle atención y, al mirarla, sabía que ella no tenía ni idea de si la escuchaba o no. Miraba al frente, con mirada fija, a la nada. Escupía palabras, palabras, palabras. De repente, comprendí que ella estaba hipnotizada. Se había autohipnotizado. Me interesó esta idea y al preguntarme cuántas veces nos autohipnotizamos sin saberlo, me quedé dormida. Me desperté, por lo menos una media hora más tarde, y aún estaba hablando compulsivamente, los ojos fijos. No había advertido que yo me había dormido... la señora Penny me consumía las energías. (pag. 142). (¿Cuantas palabras reprimidas salen por el primer resquicio que se le presenta a una anciana solitaria?).

52 (Me he venido aislando socialmente y centrando mi vida en Maudie). A lo que he debido resignarme es al hecho de que no tengo amigas. No puedo llamar a nadie y decir, “por favor, ayúdame, necesito ayuda”. (pag. 138).

53 Nuestra campaña a favor de Annie es algo humano e inteligente. Aquí está: una anciana abandonada, sin amigos, con algunos familiares en algún lugar, pero su situación les parece una carga y un escándalo y no responderán a sus súplicas; pierde la memoria, aunque no la del pasado remoto, sólo lo que dijo hace cinco minutos; todos los hábitos y apoyos de una vida se deshacen a su alrededor, se mueven cuando pone el pie donde esperaba encontrar la tierra firme... (pag. 162).

54 (Son dos ancianas): Eliza Bates desaprueba a Annie Reeves... que bebía sola allá arriba... que dejó que la suciedad se acumulara hasta que Eliza se imaginaba oír cómo avanzaban los chinches en las paredes y roían las ratas –¡Ah, sí, Eliza sabía lo que sucedía!–. Ahora es una reclusa en el último piso de la casa, con un orinal que debe vaciarse y “comidas a domicilio”, ayuda domiciliaria, una enfermera. Annie suspira por la amistad de Eliza. Eliza se ha pasado años aislándose de la mujer del piso de arriba, que se ha deteriorado tan rápidamente y que ahora no se avergüenza de dar tropezones con un aparato para caminar, cuando no hay necesidad; y de conseguir un ejército de asistentes sociales cada día en casa. Se tratan mutuamente de “Señora tal y señora cual”, cuando se encuentran. Hace cuarenta años que viven en esta casa (una cerca a la otra, y no han podido ser amigas). (pag. 155).

55 (Eliza es bastante sana y autosuficiente. Se reúne con un grupo de la tercera edad para hacer aeróbicos y actividades culturales y es muy activa. A las señoras de ese grupo) Les encanta ir de compras, esto está claro; y la tienda que eligen o no, en un día determinado, es el resultado de los movimientos anímicos más complicados y cambiantes: Aquel hindú no tiene la tienda limpia, pero ayer lo vieron que barría, por lo que le concederán una segunda oportunidad. Esta semana irán al supermercado, porque hay una chica nueva con una sonrisa encantadora que les ayuda a meter la compra en la cesta. El hombre de la ferretería habló de malos modos a una de las ancianas la semana pasada y, en consecuencia, perderá a cinco o seis clientes durante semanas, si no para siempre. Todo esto es más importante para estos ancianos pensionistas que las hileras de galletas baratas o una rebaja en el precio de la mantequilla. (pag. 156 y 157).

56 He visto la vida de Eliza y comprendo por qué los expertos en ancianos luchan contra el letargo de la edad, incluso en un hombre o una mujer de noventa años o más. (pag. 155).

57 Ahora saludo cada día diciéndome: “Qué privilegio, Janna, qué cosa tan maravillosa, preciosa, que no precise de nadie para ayudarme a pasar este día; que pueda hacerlo por mí misma”. (pag. 173). (“Gracias te doy, Señor, por tener mis ojos cuando hay tantos que no ven, por tener mis manos cuando hay tantos mutilados...”).

58 ¿Cuánto puede durar?  De repente, me encuentro con grandes ansias de que todo haya acabado. En pocas palabras, quiero a Maudie muerta. (No porque no la quiera, sino porque no quiero verla sufrir). (pag. 186). 

59 Pero Maudie no quiere estar muerta. Por el contrario. Se debate con una furiosa necesidad de vivir. (pag. 186). (Las ganas de vivir alejan a la muerte. Cuando se pierden, la muerte se acerca).

60 Vera la obligó a ir al hospital, hizo que el médico la visitara, ha provocado el diagnóstico de la úlcera de estómago. Vera es el enemigo: pero, como dice Vera, esto es bueno porque los ancianos (¿Sólo los ancianos?) precisan de un enemigo (para echarle culpas). Maudie puede tenerme a mí de amiga y a Vera de enemiga. Vera ya está acostumbrada a eso. (pag. 186 y 187).

61 Vera me habla de un anciano que ella visita y que tiene cáncer intestinal; el anciano se ha mantenido erguido y “viable” (¡palabras de Vera!) durante dos años. Él lo sabe. Ella lo sabe. Él sabe que ella lo sabe. La angustia del anciano, sus inventos, su lento empeoramiento –la sordidez– ambos fingen ignorarlo. Pero ayer le dijo a Vera: “Bien, no falta mucho y no lamentaré morir. Ya basta”. (pag. 187).

62 (El nuevo director ha llegado precedido de su fama de dirigir) una revista para profesionales, un producto limpio, brillante, de buen aspecto. (Pero, en realidad, ¿quién la dirigía?)... Nunca inicia nada... Bien, ¿acaso importa esto?  La pasividad es una gran virtud, en ocasiones. Ser capaz de dejar que las cosas sucedan: ah, sí, hay que saber cómo hacerlo. Pero también tomar el control, en el momento adecuado, hacer que la maquinaria se ponga en marcha, utilizar la inercia, hacer que las cosas tengan lugar. (pag. 208). (Los mejores aliados de un nuevo funcionario son los veteranos que saben cómo hacer las cosas, pero sin que él pierda el control).

63 Joyce solía decir que en su empleo anterior hacía todo el trabajo de su jefe, a quien debía permitírsele pensar que era él quien lo hacía. (pag. 87 y 88).

64 (En el hospital) Ni una reina, ni la esposa de un rico árabe tendría mejores cuidados de las enfermeras. Pero lo que quiere es ¡no morir!  Me siento a su lado, pensando, noventa y dos años, y ¡Maudie cree que es una injusticia lo que le hacen! (pag. 223).

65 La gente enferma no es siempre la más razonable del mundo. Primero creen que es injusto. Luego, se enfurecen. A la final, aceptan, se conforman... No es justo... rabia... aceptación... (son los tres pasos o estadios de una enfermedad terminal). (pag. 224).

66 Me parece como que hay distintas Maudies dentro de aquella diminuta jaula de huesos amarillenta, y que mueren a un ritmo distinto, ¡y hay una que no tiene ningún deseo de morir!  ¿Quién o qué, en Maudie, se cree inmortal, injustamente sentenciada? (pag. 225).

67 “¿Cómo puedo llevarla a casa conmigo, Maudie? Sabe que no puedo”, le digo, sintiéndome dolorida y culpable. Cuando te comprometes con los infinitamente indigentes, se supone que aceptas la carga de la culpabilidad. Necesitan mucho: les puedes dar muy poco. (pag. 225).

68 Sin embargo, la puerta del cuarto del hospital debe permanecer abierta, porque Maudie teme el silencio y la indiferencia de la tumba, donde (presiente que) la encerrarán. Maudie no está preparada para morir. (pag. 237).

69 Por lo que se refiere a una vida posterior: la verdad es que no puedo convencerme de que este fardo de furiosa energía que es Maudie va a desaparecer totalmente. Es más de lo que puedo creer. Dios mío, Maudie le pide tanto a una, sana o enferma; hace tal afirmación de sí misma, de la vida, de la naturaleza de lo que ha experimentado; Maudie se apodera de ti de una forma tan fuerte, que no puedo creer que se disuelva como el vapor cuando el aire lo calienta. (pag. 238).

70 Es verdad que me pregunto, ¿por qué tiene que pasar por esto, por el largo proceso de morir? Si por lo menos pudiera morir mientras duerme. (pag. 219).

71 Pero, ¿qué derecho tengo de pensar así, si ella misma no piensa en su muerte? (pag. 219).

72 (Hacen su entrada el profesor de la facultad con sus alumnos. Maudie se hace la dormida, porque no quiere que la importunen “lord mierda” y sus muchachos). El gran médico explica que Maudie “ha entrado en un coma y se morirá mientras duerma”... Esto me deja atónita. Sorprende a la enfermera, quien deja escapar, involuntariamente, un suspiro lleno de irritación. La verdad es que Maudie está despierta la mayor parte del tiempo, en lucha contra el dolor... la enfermera está furiosa. Su disciplina le impide intercambiar una mirada sobreentendida conmigo, pero vibramos de comprensión. (pag. 246).

73 Son las enfermeras las que regulan, mitigan y, muy a menudo, sencillamente pasan por alto las instrucciones del médico. ¿Cómo prosperó este extraordinario sistema, en el que los que dan órdenes no saben realmente lo que pasa? (pag. 246).

74 (Mi novela inspirada en Maudie) Las sombrereras de Marylebone salió hoy. Hicieron un par de reediciones (versiones), antes de la publicación. He estado demasiado ocupada con Maudie para disfrutarlo, como lo habría hecho en otro caso. Será un gran éxito. Mis secretos momentos de terror en los que enloquecía al pensar que ponía en peligro mi maravilloso y bien pagado empleo no tenían sentido. La he leído a primeras horas de la mañana, una oscura mañana de invierno, triste y fría, pero la sobrecubierta es brillante y bonita. Cuánto he gozado al convertir la severa vida de Maudie en algo ligero y valeroso, lleno de sorpresas agradables. En mi versión, a Maudie le roban el hijo, sabe dónde está, lo ve en secreto, se apoyan mutuamente contra el malvado amante, al que ella ama, ¡venga! Luego hay una relación de respeto mutuo con un hombre mayor, un rico tabernero, que la protege y la ayuda a recuperar a su hijo. Ella es la apreciada encargada de los talleres de una sombrerería y con la ayuda de este caballero desinteresado establece su propia empresa, floreciente, que cuenta con clientela de la nobleza, incluso de la realeza de segundo grado. A Maudie le encantaría esta vida, como la he reconstruido. (pag. 247). (La autora, reconocida escritora, vierte en su personaje de Jane Somers, que también es escritora, sus experiencias con la publicación de un libro y cómo modifica la realidad para darle una presentación literaria. Hace aquí como el pintor que pinta su autorretrato en pose de pintarse a sí mismo).

75 Maudie sabe y no sabe que tiene cáncer de estómago y que se muere. Mejor dicho, hay una Maudie que lo sabe, y otra que no lo sabe. Sospecho que es la Maudie que no lo sabe la que se quedaría allí cuando al fin Maudie se muera... (pag. 248).

76 Ahora pienso que es posible que lo que establece el ritmo de la muerte no sea el cuerpo, no la gran masa informe dentro de su estómago, que crece con cada respiración, sino la necesidad, de la Maudie que no se muere, para adaptarse... ¿a qué? ¿Quién puede saber los grandes procesos que tienen lugar allí, tras la cabeza de Maudie que cuelga, sus ojos malhumorados? Creo que se morirá cuando estos procesos toquen a su fin. Por esta razón nunca abogaré por la eutanasia o, por lo menos, sin un millar de garantías. La necesidad de quienes los contemplan, los familiares más próximos, los más cercanos y queridos, es que el pobre paciente muera lo antes posible, porque la tensión es demasiado horrible. Pero, posiblemente no sea tan horrible para quien se está muriendo como para quienes lo contemplan. Maudie sufre –con intermitencias, entre las feroces dosis de drogas que ingiere– pero, ¿acaso el dolor es lo peor del mundo? La verdad es que nunca lo ha sido para mí. Tampoco lo era para Maudie, cuando era ella misma... Maudie murió ayer por la noche. (pag. 249 y 250).

77 ¿Me dijiste que conocías a los familiares, ¿crees que pagarán el entierro?  “La verdad es que pueden permitírselo”. (pag. 252).

78 La hermana de Maudie le había dicho que ésta había pagado durante años (sus aportes a una compañía funeraria) para que la enterraran decentemente y ella no podía permitirse pagar nada. “Cielos –dijo Vera–, ¿no te da asco todo esto? Es curioso, tenía el presentimiento de que me diría exactamente eso. Bien, tendrá que encargarse el ayuntamiento, en este caso”. (pag. 252).

79 Maudie pagó durante años... en momentos difíciles se quedó sin comer para no atrasarse en los pagos. Cuando acabó de pagar lo establecido, había quince libras esterlinas que, por aquel entonces, era suficiente para enterrarla con dignidad... Ella no sabía que aquel cementerio había desaparecido, ni que quince libras apenas si pagarían una pala. (pag. 254).

80 Apareció el clan... treinta y tres personas, todas acomodadas, bien vestidas y complacientes... pero no los biznietos que Maudie quería conocer. Además en estos tiempos se supone, naturalmente, que los niños no tienen que conocer cosas tan básicas como la muerte y los entierros. Allí estaba la matriarca, lloriqueando, como era de esperar, sostenida a ambos lados por sus hijos mayores. (pag. 254). 

81 (Uno de los miembros de aquella familia mezquina)  Un hombre gris, insignificante, diminuto, que sonreía y hacía lo que podía, me declaró: “Tía Maudie tenía un sentido del humor muy particular, ah, le encantaban sus chistecitos”. Me contó una historia que yo había oído de Maudie. Una gente a quienes limpiaba la casa tenían una verdulería y la mujer le dijo: “¿Le gustaría probar las fresas de este año?”. Y plantó delante de una Maudie expectante una sola fresa en un buen plato, con la azucarera y la nata. Maudie se comió la fresa y, luego, le dijo a la mujer: “Quizá le gustaría probar las cerezas de mi patio trasero”. Y le llevó a la mujer una sola y jugosa cereza en una gran bolsa de papel... y se despidió para siempre. (pag. 254 y 255).

82 Les dije: Hay otra historia que solía contar, era ésta. No tenía trabajo, porque había sufrido una gripe y perdido su empleo de mujer de la limpieza. Volvía a casa caminando, sin dinero en su billetero y rezando: “Que Dios me ayude, que Dios me ayude, por favor, que Dios me ayude”... y miró al suelo y vio una moneda de media corona en la acera. “Gracias, Dios”. Se metió en la primera tienda y compró un bollo con pasas de Corinto, se lo comió allí mismo, estaba tan hambrienta. Luego se compró pan, mantequilla, mermelada y un poco de leche. Le quedaron seis peniques. De camino a su casa, entró en una iglesia y depositó los seis peniques y le dijo a Dios: “Me has ayudado, y ahora yo te ayudo a ti”. Me rodeaban caras que no sabían si reír o no. ¿Un chiste? ¡Maudie fue siempre tan bromista! (Me había tomado todas las molestias posibles para dejarle patente a aquella panda cuánto valoraba a Maudie. Era su amiga y no una empleada de los servicios sociales). A fin de cuentas ellos tuvieron la última palabra: Cuando me dirigí al coche, uno de los hijos mayores me siguió y me dijo amable, pero condescendiente: “Y ahora espero que consiga otro trabajito, ¿no?”. (pag. 254 y 255). (Estas lecciones prácticas en las que se demuestra a los avaros y mezquinos que hay personas en el mundo que, por pobres que sean, siempre están dispuestas a compartir con los demás, no les van ni les vienen. Por donde les entra, les sale).

83 Estoy furiosa, dije. “Siempre y cuando sepas contra quién estás furiosa” –me dijo mi sobrina Jill. (pag. 256)

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)



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