(Nota: estos textos fueron hechos como ejercicio de escritura para el taller de escritura literaria de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, coordinado por el profesor Jairo Morales Henao, y el primero de ellos fue escogido para ser publicado en la antología de talleristas publicada en el libro “Obra Diversa” del año de 2007).
POR ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
La felicidad consiste en no ambicionar nada.
(Alguno)
Miró el reloj publicitario de bebidas en la pared, y dudó de si estaría marcando la hora correcta. Levantó adolorido la frente que había dormido sobre la mesa, y desentumió el brazo que le había servido de almohada. Vio que el dueño del bar empezaba a agitar escobas y a recoger sillas. La mesera y los otros clientes se habían ido, y supo llegado el tiempo de marcharse. No sintió apuro por llegar a casa. Trata de abrir el candado a la débil luz de una medianoche teñida de negro y con amenaza de lluvia. Un farol lejano le regala mendrugos de claridad disputados por las sombras de un árbol alzado en el camino, cuyas ramas son remecidas por el viento frío. Logra entrar a la covacha y asegurar con un madero la puerta de tablas clavadas, con intersticios por donde entra la luz intermitente. El viento se rinde ante la ventanuca de bisagras oxidadas por la falta de uso. Del pañete de las paredes se desprenden, raídas y desmoronadas, la cal y la boñiga. Un bombillo colgado de lo alto enciende y apaga halando un cordel del socket, y la amarilla luz eléctrica revela el aspecto deprimente de las paredes. Blancas fueron y ahora se cubren de manchas deformes. Por la armazón de cañabrava que impide a la casucha caerse al primer aguacero venido sobre el techo de tejas de asbesto invadido por los escombros, se cuelan las goteras para encharcar el piso de tierra apisonada, desconocedor de barridos desde tiempo atrás. Cuando estaba su mujer sentía impulsos de comprar algún adorno, algún mueble, algo nuevo. Fue hace mucho. Un taburete desvencijado se recuesta a una mesa de café metálica, redonda y reluciente. Hace poco se le atravesó en el camino rogándole que la robara y él accedió a reemplazar la tabla sostenida por muchos años en dos arrumes de ladrillos, también robados. En la pieza contigua el camastro aúlla chirridos, con una sábana sucia y rota como único tendido, y una cobija alardeadora de sus rotos y suciedades. Herencias de la madre cuyos restos ya debieron sacar y poner en fosa común, supone. Lo llaman Cusumbo Solo, pero no se molesta. Solitario sí es. Murió su vieja. Los ojos de su madre miran desde una fotografía de tamaño cuarto de postal, arrugada y doblada en dos, que se estrecha entre la billetera aún más ajada con un caucho atando la cédula, el certificado militar, una boleta de prendería y el carnet municipal de la beneficencia. Es la única fotografía en ésa, su casa. La foto está ahí, pero a decir verdad no la mira. Sólo a veces. Los días de la madre. Sólo esos días. Al lado de la pieza hay un baño de puertas abiertas, con una cortina hecha jirones, donde gotea un tubo plástico con grifo acomodado, grifo de lavaplatos fuera de lugar. Cuando abre la llave, un hilo de agua recogida en el estanquillo afuera de la vivienda, dos metros más allá, sale con desgano. Al lado, un inodoro, aprovechado de alguna demolición, deja ver una mancha amarilla en el fondo de una loza largo tiempo olvidada por las cerdas del cepillo. Un lavamanos apenas sostenido, a punto de caerse, llora el deterioro del cristalizado empaque, elástico en otros tiempos. La tabla que fue mesa hace de puente en el piso para evitar a los pies descalzos adentrarse en el nido de gusarapos formado por la humedad. La punta de un clavo ignorado por el martillo negligente es evitada por unos pasos vacilantes que lindan con lo azaroso. Un cordel mal anudado sostiene el espejo manchado y despuntado, tamaño carta, con letras en el fondo del bisel armado con la hojalata de un envase de galletas. Una máquina de afeitar desechable, de mucho uso, irrita más de lo que corta, y descansa por preferir ser usada lo menos posible. Nadie imaginaría en ese lugar a un ayudante de albañilería con tal cual habilidad, pero allí vive. Casi siempre, avanzada la mañana, su cara asoma por el espejo, pero no entra, no ve, está pensando en otras cosas... O piensa en nada. A la hora de la verdad uno no tiene sino a su madre, pero ella murió dejándolo solo. A su mujer la borró de la memoria y ya no recuerda la foto, muchas veces acariciada, que sonreía desde la pared. Del vidrio y del marco no queda ni una astilla y la foto, vuelta pedazos de pedazos, la lanzó al fogón. Ya no recuerda el feto recogido del piso junto a su rostro pálido, ni el viaje en ambulancia rumbo al hospital, para no tener remordimientos de conciencia por haberla dejado morir. No se ve atormentado por la posibilidad de criar a un hijo con los rasgos del patrón. ¿Ver qué? El pelo ensortijado y desgreñado apenas medio conoce la peinilla. Se hace, aunque no siempre, un aseo corporal completo en el río de la ciudad, insensible a sus olores de albañal. De allí sale como perro sacudiéndose el exceso de humedad, a escurrir los pantaloncillos usados como vestido de baño. Las manos encallecidas, la barba de tres días, los ojos enrojecidos y medio cerrados, el tufo saliendo en vaharadas como neblina, oloroso a alcohol y a ese vaho dulzón de los entrapados en marihuana, la mirada torva, producto de años de estar aparentando fiereza para poder andar por los bajos fondos donde se mueve, la piel curtida y picada de viruelas, los tolondrones de barros destripados y mal cuidados, los colgajos de piel en la nuca, la boca desdentada, la lengua pastosa. Hasta ahí lo visto. No es más. ¿Qué hay para ver? ¡Nada por ver! Sin embargo en ésa, su propiedad, están colmadas las aspiraciones de no ser un don nadie, un sin techo. No necesita más. Las dos mujeres de su vida se fueron: su madre para el cementerio, la otra detrás del maestro de obra, el patrón de sus palustres y de los traperos de su esposa, desdeñador de escrúpulos a la hora de quitarle la mujer a alguno, pudiendo tener otras. Pero eso son recuerdos de cuando estaba vivo y ahora se siente muerto, podría decirse. Lo está en la medida de no preocuparle nada, no ocuparse de nada. No se da cuenta, pero sobrevive. Apenas sobrevive. Alguna vez le recomendaron:
– ¿Por qué no consigues un perro que te acompañe?
– Esos animales requieren cuidados. No tengo tiempo –respondió.
Tiempo le sobra. Momentos más tarde saldrá en busca de la meretriz de a dos por centavo donde desayuna y lava la muda de ropa cada ocho días, cuando va a llevarle los pesos conseguidos; a desfogar un poco, a imaginarse esperado por una mujer. Habitualmente, la mujer ha asado –no con amor, se sabe– una arepa para él, embadurnándola con un poco de manteca acompañada, para cumplir con el compromiso, por una tela de queso de los baratos. Al lado pone una taza humeante de aguapanela que es sorbida con ruidos por el hombre, so pretexto de enfriarla.
Hoy hay cambios. Gracias al borrachito que salió en la madrugada después de soltar sus humores con rapidez y confundir el billete de pagar dejando uno mayor. Gracias a haber olvidado encima de la mesa una caja envuelta en una bolsa, la mujer ha preparado chocolate en vez de aguapanela y ha puesto una presa de pollo asado encima del queso. No es un acto de generosidad: necesita desprenderse de los huesos. Si el hombre vuelve, está dispuesta a jurar por todos los cristos necesarios que el olvido ocurrió en otra parte. El comensal sonríe con fruición. Pretende poner cara, mirada, y sonrisa, de conquistador. Tarasquea el pollo con ayuda de dos colmillos y tres muelas cariadas, mientras por el portillo de los dientes se escapa con efusión un grito de triunfo:
– ¡Esta es la vida que merecemos! ¿No, Chana?
2 HUELE A LICOR
La mañana que fue despertado por las ganas de estornudar, su estornudo salió en un ventarrón polvoso como el que envolvía la habitación cuando abría el baúl de los abuelos. Un olor repugnante, olor a viejo. Todo aquí se está envejeciendo por falta de uso, pensó, habrá que ponerle algún oficio a las cosas. Fue la primera vez que le dio por buscar a La Chana, conocida por referencias. Lo recibió desde antes de avistar la puerta un olor denso, pesado, a perfume barato y colorete. Alguno más conocedor lo habría calificado de “Pachulí”, pero a él se le pareció al miasma de lirios frescos y flores descompuestas del día de la llevada de su madre al cementerio de los pobres. Los mosquitos trataban de entrar por la nariz chorreadora de mocosidades propias y lágrimas prestadas por los ojos. “Huele a muerto”, oyó decir a sus espaldas, y eso afirmó lo que todos los pañuelos estaban pensando: “Huele a muerto”. Desde entonces su nariz asocia el olor de lirios y azucenas con la muerte, y el llorar de los sauces del cementerio de los ricos, conocido cuando lo contrataron por los deudos para repintar la pared de un mausoleo deteriorado por el olvido de años. El hombre que lo subcontrató, un sepulturero decrépito, metió la mano al bolsillo del overol y sacó la mitad de los billetes recibidos por hacer esa reparación: No voy a gastar los últimos días de mi vida subido en escaleras y abanicando brochas, musitó para sí el enterrador. El día menos pensado irá a caer sobre alguna de las franjas abiertas, ahorrándole a la familia el trabajo de un entierro, pero no está dispuesto a reconocer a los demás su deterioro, y menos a sí mismo:
– No tengo tiempo, hágalo usted –dijo, y su única actividad ahora se reduce a dar órdenes a los ayudantes y hacer como si trabajara.
No olvida la mirada vidriosa del hombre, la respiración fatigosa, la saliva espesa coagulada en las comisuras de los labios y el olor a viejo, ese olor que persigue a los ancianos en el sudor de las hemorroides, en el dolor de huesos, en la aversión al agua fría, y en la dificultad de llegar a todas partes con el jabón. Desde ese día también asocia las imágenes de la vejez y de la muerte. El pantalón y la camisa usados ese día, a pesar de haber sido lavados varias veces, aún conservan rastros de pintura y un olor a óxido perenne. Le costó trabajo acostumbrarse a los olores de ésta y de la otra vida. Al principio no pudo, después sí. Como si fueran dos: uno antes de la ida de su mujer, otro después de ser abandonado. Esa primera vez supo de La Chana por el cintilar del aroma saliendo por los resquicios de las ventanas, de la puerta, de las tejas del techo, una traílla suficiente para recuperar al perro ido de callejeos cuando quiere, llevando y trayendo pulgas. Al entrar le olió a perros, a gatos marcando territorio para hacerlo sentir un extraño venido a quitarles el tiempo de la mujer y el calorcito de la cama. No ladraron. Están acostumbrados a la llegada de forasteros y cansados de ser acallados por la damisela interesada en no enterar a los vecinos con ladridos cuando hay hombres acostados en su camastro. Precaución innecesaria: los postigos ya saben. Adentro se siente olor a incienso de “cariaquito morado” para la buena suerte, a varillitas de sándalo quemado para los buenos augurios, a humo de hojas de eucalipto para alejar la gripa, a sahumerio para espantar malos espíritus. El visitante siente como si del techo le hubiera caído una pesada y asfixiante cortina de olores. Huele a infusiones de paico pegadas a las paredes de una olla tiznada en el fogón de leña, huele a leña en tizones a medioarder, a velón empapado en esencia de rosas comprado en un puesto del mercado, a flores marchitas de un florero olvidado en una esquina del salón, a moho de trapos viejos salido del escaparate, a polvo debajo de la cama, a insecticida entre las costuras del colchón, a humores de cada visitante frotado por la sábana en los últimos quince o veinte días, a orines en los alrededores de la taza del inodoro, a telarañas remendadas por sucesivas generaciones de bichos, a ropa interior cuyo lavado se ha aplazado desde la última menstruación porque primero debe despercudirla y no ha tenido tiempo, según dice; a vaho cáustico escapando de las axilas de la mujer, a capas de sudor acumuladas en las chancletas que arropan los talones agrietados, a ambientador de baño sustraído como recuerdo de un taxista y canjeado junto con el valor de la carrera por servicios propios de la casa, a hollín adherido al altarcito de una Virgen precariamente parada en una repisa sobre la carpeta de bordados blancos, manchada de amarillo. Periódicamente se le ve rezar: ¡Ay!, Virgencita linda, no permitas a la noche acabar sin por lo menos un cliente para asegurar el desayuno de mañana. El pan nuestro de cada día dánosle hoy, Virgencita linda. Una veladora de aceite de higuerilla acompaña los rezos con su humareda rancia pugnando por subir a perforar las nubes y marcharse sabe Dios donde. El estómago de la mujer se rebulle en flatulencias apenas contenidas antes de la marcha del hombre cuya compañía fue soportada sólo el tiempo indispensable. Cuando salió, ella suspiró con un gesto de automprensión:
– ¡Al fin se fue! Me tenía mareada ese tufo de borracho.
3 PIEL DE DURAZNO
En su niñez fue feliz. Recuerda a su madre joven, con la piel tersa, amamantándolo hasta más allá de los tres años. Recuerda a las vecinas diciendo no sea indecente y a su madre aduciendo poner barreras contra los microbios. El olor de la leche tibia lo asocia con el de la felicidad y la tersura de la piel de unos senos repletos recorridos como siguiendo un mapa de venitas azules, con el acariciar de un pañal de dulceabrigo o la piel de un –¿Cómo decirlo? Es un lugar común que todos dicen–… de un durazno. La piel tersa no se le parece a una naranja, no a un madroño, no a un mango, no a una guanábana, no a una guama. No se le parece a un corozo, a una pera, o a un limón; no tiene parecido a una ciruela. La piel tersa de su madre era una piel de durazno, pero con manos campesinas carrasposas como el lomo de una caja de fósforos. ¿Quién hubiera dicho que llegaría a convertirse en una vieja de pliegues arrugados y olores indescifrables? Era su madre y en su recuerdo siempre tendrá ese aspecto de postal de propaganda para madres lactantes. Ninguna como ella. ¿Cuándo volverá a acariciar una piel como la suya? ¡Nunca más! ¡Ya nunca más! La vejez le está llegando y la siente en la piel ácida, reseca; en las arrugas, las manchas, pecas y lunares; las verrugas, las ampollas y los callos. Sus manos fueron de niño pero tienen ahora la aspereza de la adultez y de los malos trabajos, muestran grietas:
– ¡Qué manos tan fastidiosas! No me toque con esas manos tan fastidiosas –lo increpó un niño lleno de raspones sanguinolentos, cuando acudió para ayudarlo a levantar la bicicleta. Desde entonces optó por no auxiliar a nadie, por no dar la mano a las mujeres que se bajan de los buses.
No tiene sentido. No agradecen. Como si las tocara con guantes abrasivos. ¿Cuánto tiempo lleva de no acariciar una piel de mujer joven? La última vez fue acusado de querer abusar de una niña amable con él, sólo amable, cuyo caudal de deseos reprimidos interpretó como si fueran señales destinadas a él y a sus caricias. No sea pendejo, hermano, hay mujeres coquetas por naturaleza, lo son desde el nacer y son las peores porque alimentan ilusiones, alimentan falsas esperanzas. A la hora de la verdad meten la mano en el canasto para sólo tomar duraznos. A esas nunca las verás comer una algarroba, no un chontaduro, nunca un borojó. Sólo manzanas y duraznos. Sus gustos no son de pueblo.
La Chana apaga la luz. Siempre apaga la luz. No le gusta ser vista. Hasta razón tendrá. Él estira su mano y la pasa por la flacidez de esos senos que ven lo que ven porque les toca, pero no participan.
– ¡Usted sí soba! No sobe más y duerma. Hay que madrugar mañana –dice La Chana, como si fuera a marcar tarjetas a la entrada de una fábrica.
4 MESA DE RICOS
Debió sospecharlo cuando le dijo que no la baboseara con sus besos de viejo. Le dolió. Entonces se acordó de los besos de la abuela con su asperjar de eses salivosas entre el sacudir de la caja de dientes, y se acordó de los besos de mamá cuando dejó de ser joven. En tiempos de vivir en el campo, su madre mataba gallinas y las vendía en el pueblo. Se reservaba la cabeza, las patas, y las tripas. Rellenaba la cabeza con arroz, arvejas y trocitos de zanahoria, y con la sangre que había escurrido al colgar el ave de las patas. Era privilegio del abuelo que se daba gusto al saborearla. Al ver los ojos implorantes del nieto lo invitaba a degustar las sobras y rechupar los huesos. Le dejaba la cresta. Esa pulpeja pequeña de buen sabor que gustaba, degustaba, regustaba. La madre ponía las patas en la sopa de arroz y las servía al chico que buscaba en el fondo del plato hasta encontrarlas. Morder su pulpa era lo máximo y desprender la piel adherida a los tendones que pasaba y repasaba por los dientes embadurnando de paso la boca, la nariz y las mejillas. Al ver los ojos implorantes del perrito, los huesos iban a parar al aire donde eran atrapados por el animal que hacía acrobacias. Luego estaban las tripas que consumía al desayuno. La abuela introducía una pluma para voltearlas y dejar ver las suciedades. Tomaba entonces un limón y raspaba hasta dejarlas oliendo a trapero de hospital, cuidando de no romperlas, y luego las lavaba. Una y otra vez lavaba, hasta quedar satisfecha. Al freírlas, se ponían crocantes y se encogían tomando el tamaño apenas de una o dos cucharaditas. Entonces su abuela abría una arepa humeante de las redondas, y la rellenaba con esa pequeña porción de tripas de gallina criolla cuyo sabor crujiente no se parece a ningún otro de los de este mundo. A ningún otro. Y las mollejas fritas… ¡Ay, Dios! Saltan lágrimas sólo de recordarlo. La Chana voltea en la cocina. Cuando sintió el aroma de la presa de pollo que se calentaba recostada a la callana de asar arepas, no podía creerlo. ¿Cuánto tiempo lleva de no morder un bocado de pollo asado? Perdió la cuenta. Pensó que no era para él, nada hubiera indicado que fuera para él, pero había dos presas en el asador, eran dos. Abrió las aletas de su nariz y absorbió el aroma. Se regodeó, ilusionado. Cuando ella lo llamó, se hizo el dormido por un instante, el suficiente para abrir un ojo y mirar la mesa en donde están servidos dos desayunos y sí, el suyo también tiene pollo. Su boca se hace agua y anticipa el sabor de los jugos grasosos que ruedan por la piel tostada y denuncian la presencia de los cominos, los tomates, la cebolla, el cilantro. Cree sentir una pizca de aceite de olivas o de girasol, salsa de soya, tomillo, laurel, hojas de perejil. Sabores y olores que capturó su memoria cuando trabajaba en la ampliación del restaurante chino. Cierra los ojos y siente el sabor del ajo, el del limón, la sal. La sal. No se le ocurriría comer sal a cucharadas, o sal sola, pero cómo le hace de falta a cualquier bocado. La sal alegra el gusto. Su madre compraba ubre de vaca. Solía sudarla y el sabor lácteo de sus carnes blandas es algo que no olvida. Sus carnes blancas, blandas, y tersas. Sí, tersas también. ¿Cómo explicarlo? Siente en los labios el sabor salado de los senos de su mujer, el sabor lácteo de los pezones erectos impregnando sus labios que juegan a extraer jugos que aún no llegan pero que llegarán. Cuando lleguen serán para el chico, pero quizás alguna gota quede para él, alguna gota. Cuando era su mujer, cuando aún creía que ella era su mujer, le parecía que no era tan dura la pobreza. Ella le preparaba coladas y él anticipaba el olor de la canela al llegar a casa. Se saludaban sin decirse mucho. Las personas humildes poco hablan. Simplemente acercaba las chanclas como invitándolo a que se descalzara, y pasaba a la cocina a servirle la colada de arroz con leche y panela, poniendo al lado dos o tres pares de galletas. Galletas de soda que son las mejores para acompañar ese sabor, por el contraste. Metía la cuchara al fondo y la sacaba colmada de arroces; de granos grandes, blandos, y dulces, y entonces la dulzura de una pasa, una uva pasa que coquetea en medio de los arroces. Así, calmada el hambre, puede esperar más de dos horas, hasta que la mujer ponga a punto la sopa y no importa que otra vez sea sopa de arroz, sopa adobada con alguna porción de pollo para darle sabor, algún hueso soltador de su sustancia, un pedazo de carne para acompañar a los aliños. Los sabores salidos de manos de la mujer sabían a cielo, cuando era su mujer.
– No hay como la comidita de casa, ¿cierto, m´hija?
Pero eran tiempos, eran otros tiempos, cuando creía estar casado, cuando creía ser feliz. Hasta el día en que la recogió para llevarla al hospital. Sintió morirse y la vio que se moría. Le besó la cara y le rogó que no muriera y entonces su lengua atrapó el sabor de las lágrimas. Habría podido sorber las lágrimas de su mujer por siempre, sus lágrimas saladas, si un ramalazo de duda no lo hubiera asaltado al mirar a la criatura que se le pareció (como gotas de agua, dicen los que comparan) al patrón. Era negrito, tenía la nariz chata y los labios gruesos. Vio en su mente la sombra del patrón y sospechó. No tuvo más sosiego. No lo tuvo hasta que ella se fue, hasta que el patrón se la llevó y maldita sea la vida de ellos y la de él que simplemente se apagó. Ya no le importa nada. No olvida el día en que compró un pollo entero para llevar a casa. El patrón le había dado una prima especial por cumplimiento de metas y fue a la vitrina en donde veía girar varillas con pollos dorándose al horno. Hizo el pedido y se sentó a esperarlo y a mirar a la vitrina. Sus labios anhelaban el sabor.
– ¿Se lo despreso, quiere que lo desprese? –preguntó el empleado.
– ¿Ah? –dijo, cayendo desde sus pensamientos–. ¡No! Lo llevo entero.
Mejor entero, para ponerlo sobre la mesa y verlo. Para ver la cara que pone su mujer de sólo verlo. Para verla tomar un cuchillo y cortarlo, regodeada, y servir las porciones en los platos. Para sentarse a saborear y a verla saboreando, a verle chorrear la grasa por las comisuras de los labios. Para verla chupar los dedos, para no dejar perder un tris de ese sabor a gloria, sabor a cielo, sabor a comida de ricos.
– ¡Ay!, m´hijo, ¿por qué no lo hizo despresar? Yo no soy hábil en eso, y no tengo cuchillo que corte como ellos saben.
– Espere le saco filo al que tenemos, espere un poco.
A veces compraba un mango para ella. Uno de esos grandes de cachetes colorados. Se lo llevaba y se sentaban los dos a la entrada de la casa. Ella pasaba a la cocina. Entonces volvía con un plato y el mango partido en tajadas y, en el centro del plato, la semilla grande. En los alrededores del plato, la cáscara recortada en una sola espiral. Él ponía un poco de sal en la suya e introducía la punta entre la boca, la puntica no más, para poder apreciar el sabor dulce de la fruta enfrentado con el de la sal. Su saliva se expandía por las pupilas llevando el mensaje de ese sabor inigualable. Su mujer lo prefería sin sal. Ella mordía la mitad de una tajada y empezaba a macerarla poco a poco con los dientes, las muelas, la lengua. Cerraba los ojos y sentía recorrer el jugo por todos los lugares, lo sentía ascender al paladar. Mascaba, masticaba, repasaba, diríase que se sentía pesarosa al tragar. Entonces introducía una uña en los intersticios de los dientes para desprender una o dos fibras que se habían quedado enredadas. Porque su mujer tenía dientes, tenía todos los dientes y a él sólo le quedaban algunos. Al terminar, mientras él empezaba a recorrer el camino de la cáscara, ella tomaba la fruta y chupaba y chupaba para extraer a fondo los sabores y luego, coqueta, le introducía a él la fruta chupada entre la boca. “Chupe, m´hijo, chupe”, decía coqueta. Las mujeres coquetas son las peores. Le hacen creer a uno que lo quieren.
Sentía ganas de comprar un aguacate. Uno de esos grandes que venden como para adornar la mesa. Los veía al pasar a su trabajo, los veía al volver, se prometía comprar uno el día de la quincena. Entonces se acercaba al montículo sobre la caja de madera y los examinaba uno a uno. Hacía presión con disimulo, un poco apenas para ver su madurez. “No los magulle que los daña –decía el vendedor–. Si quiere le parto uno, lo garantizo”. Partido no. Quiere llevarlo entero y ponerlo sobre la mesa. Quiere que su mujer tome el cuchillo y haga dos cortes en cruz para sacar cuatro tajadas. Quiere ver sobre la mesa la tersura de la pulpa y tomar su porción para rociarla con un poco de sal e introducirle la cuchara –está como mantequilla, dice él– y toma un bocado que se esparce untuoso en la boca haciéndole ver que ese solo sabor es suficiente y que debe asimilarlo antes de pasar a otra cosa. Se saborea. Entonces también su mujer se saborea y dice: “Está como mantequilla”. Toma la punta del mantel y recoge el jugo que chorrea de sus labios. “Está como mantequilla”, vuelve y dice, vuelve y saborea. El sabor máximo fue en la navidad. Fueron juntos de compras. Había que surtir para los próximos meses porque el bebé venía en camino y había que comprarle sus cositas. Las luces prendían y apagaban y el hombre vestido de Papá Noel se les acercó en el almacén. Ho, Ho, Ho, dijo y señaló a la chica con gorro navideño y chaqueta blanca, con minifalda roja, botas y piernas de bastonera, que sonreía y les extendía una bandeja con bocados de carnes frías. Los invitó a tomar una muestra. Lo hicieron. Se saborearon. “Tomen otra”, los invitó. Entonces cayeron. Accedieron a comprar una porción de pavo ahumado con salsa de ciruelas “y les encimamos dos adornos para el árbol de navidad y un disco con villancicos”. Accedieron. No tenían árbol. Tampoco tocadiscos. Pero se tenían el uno al otro y era navidad. Cenaron a las nueve. A las diez, ella se levantó al baño. Lo hizo él. A las doce, habían ido tres veces. “Salga pronto, m´hija, que necesito entrar”, la apuró. “Ya voy”, dijo su voz languidecida.
– “Montañero no pega en pueblo”. Eso nos pasa por ensayar comidas a las que no estamos acostumbrados, comidas de ricos que hacen daño al pobre.
5 LAS PAREDES OYEN
Toda la noche estuvieron retumbando esas voces, voces de su conciencia, recriminadoras. Las oía. “Eres un imbécil… ¿Por qué no los mataste? Pudiste tomar esa almadana que había a tu lado y descargarla en sus cabezas. Eres estúpido… Eres un cobarde”. Cobarde sí es. ¿Cómo no reaccionó cuando fue humillado delante de todos diciéndole que era bueno para nada y que su trabajo valía menos que un centavo? ¿Cómo no tiró todo al carajo, sino que dejó agachar la cabeza tontamente? Las voces estuvieron molestando hasta que empezó a sentir el zumbido en el oído. Le empezó de niño la vez que se bañó en el riachuelo. Se le inflamó. Sintió el dolor más terrible que hubiera sufrido –justo en la madrugada–, queriéndo perforarle el cerebro. Le siguió dando periódicamente.
– Antes de acostarse, ponga unas gotas de glicerina carbonatada en el interior, para ablandar el cerumen que hiere el tímpano. Vuelva en tres días para que la enfermera le haga un lavado –dijo el médico en el dispensario–. Pero cuídese de somatizar las preocupaciones. Eso también influye.
Somatizar las preocupaciones. Sabrá Dios qué significa. Descubrió que los dolores le venían cuando tenía angustias. Le dio en vísperas de la primera comunión. Le dio en vísperas de los exámenes finales del primer año de primaria en la escuela rural y le volvió a dar en vísperas de los de segundo. No estudió más. Le dio el día en que la mujer aceptó venirse a vivir con él a la parcela, la noche en que pensaba la manera de proponérselo. Las palabras de aceptación fueron música para sus oídos. Si no pudiera hablar, no sería problema, al fin y al cabo es poco lo que habla. O si no pudiera ver: conoce los recovecos de su casa y de los lugares por donde transita, sus rutas son las mismas, siempre, no abandona sus caminos. No sería problema ser ciego. Pero se ha imaginado perder el sentido del oído y eso lo asusta. No poder oír, por ejemplo, el ruido de los camiones que inician el ascenso por la carretera. Deben ser las diez de la noche. Siente cómo aceleran las revoluciones del motor y cómo se detienen por un instante, sólo un instante, y luego emprenden la marcha en un cambio más poderoso. Le parece ver al camión cargado ascendiendo la cuesta, y ha imaginado qué pasaría si el cambio no entrara, si la caja se neutralizara, y entonces el camión dejara de ascender. Ha imaginado al carro devolviéndose por el peso y rodando sin control cuesta abajo, al conductor paralizado sintiéndose morir dentro del carro mientras el vehículo gana velocidad y lo ve abriendo la portezuela para lanzarse al pavimento y encontrar, tal vez, otra muerte afuera de él. El carro hace estragos ruidosos arrasando los arbustos. Ve al ayudante tratando de abrir con la manija a su lado, la que iban a arreglar cuando volvieran del viaje y está pegada, sigue pegada, lo mantiene atrapado de pies y manos sacudidos mientras la muerte se le echa encima a guadañazos que le clava y le clava con sevicia, la infame muerte que viene acompañada de ese solo crash violento y estremecedor en medio de la noche. Sigue elaborando la tragedia imaginada mientras otro camión inicia el ascenso de la cuesta y la imaginación vuela en espirales para atraparlo en las mieles del sueño. ¿Mieles? ¿Sueño? Poco a poco baja el tráfico vehicular en la distancia y escucha el estridular de los grillos. Los imagina cortejándose entre la hierba mientras se encienden lucecitas aquí y allá en la noche: las luciérnagas, como espectadores nocturnos en un estadio, prenden y fuman sus cigarrillos, toman fotografías con sus flashes encendidos en el telón oscuro… ¡Gooooool! Oye un perro que ladra a los desconocidos y otros que se animan a acompañarlo, solidarios. Luego callan. La claridad ha adentrado por los resquicios y entonces piensa que las nubes se han corrido dejando ver la luna llena. Un perro aúlla. Otros aúllan. El hombre desciende del mono y el perro del lobo. Lobos domesticados, pero lobos, aúllan como lobos. Se imagina que es un mono en la selva, se imagina despedazado por la jauría, mientras un tigre avanza no a salvarlo sino a disputar la presa. Un gato deja oír sus maullidos y se sienten tropeles de latas malgolpeadas. ¿Qué horas serán? El último reloj que tuvo lo perdió en la prendería. Debió sacarlo, pero no pudo. Ahora parece que están durmiendo hasta los grillos. El ulular de un buho atraviesa la distancia, desde los lados del solar. El pito de un celador hace lo propio, por los lados del poblado. ¿Qué horas serán? Ha dormido muy poco. Dormir, lo que se dice dormir. Unos gallos dejan oír sus alardeos kikirikosos. Aún falta para que las gallinas dejen oír los suyos cacareados. Deben ser las cuatro, tal vez. Los pájaros empiezan a soltar trinos. Dan gracias al cielo por los favores recibidos, decía la abuela: “Esclarece la aurora el bello cielo / otro día de vida que nos das / gracias a vos, Creador del universo / ¡Oh, Padre Nuestro, que en el cielo estás!”, le recitaba. Le parece oírla alegrándole sus noches de cuando era niño, haciéndolo dormir. ¡Mentiras! El mundo es cruel y los pájaros no dan gracias a Dios sino que advierten al que se acerque que cuidado te metes conmigo. Si invades mi territorio, tendrás que vértelas con mis picotazos, mira que te lo advierto, lo mío va desde este árbol hasta ese otro, y de aquí a la quebrada y de allá hasta el montículo. La pajarita que tengo allá es mi pajarita y sus polluelos son mis polluelos, no te acerques porque ese nido es mío y estoy dispuesto a defenderlo con mi vida. Los pajaritos hablan. Le parece oír sus voces y sus gritos de guerra. Van siendo ya las seis. Cuando ya eran, su mujer solía entrar al baño y cantar. ¡Cómo eran de lindas sus enjabonadas cantarinas! Sabía varias canciones, sabía muchas. Él hacía pereza en la cama, so pretexto de esperar a que el baño estuviera solo. Pero era por oírla. Tenía voz bonita la mujer y, a veces, venía oliendo a jabón, escurriendo humedades, a buscarlo, a echársele encima, a decirle que anoche soñé con vos, a ponerle oficio a esas mañanas cargadas de energía con que solía amanecer en otros tiempos. Se oían campanas en la iglesia, se oían bocinas de carros, se oía el rodar de una carreta. Mientras él se preparaba a iniciar el nuevo día y a salir a trabajar para traerle bienestar a la mujer, ella cantaba canciones de la radio y se oían ruidos de ollas y peroles en la cocina, ruidos de desayuno salido de las manos amorosas de su mujer. Le gustaban los porros y pasodobles que ella sabía bailar, y los tangos y boleros que ella sabía. Él nunca aprendió a hacerlo. No pudo. Ella sí. Cantaba como una corista y bailaba como princesa en un palacio, como la Sissy que vio en una película. El patrón también bailaba. Bailaba como un trompo. Era costeño. Sintió rabia en la navidad pasada cuando lo vio acercarse exhibiendo la dentadura blanca y completa y estirando la mano a la mujer para preguntar con un formalismo prestado, un simple formulismo, ¿me permite? Para mirarlo como si estuviera pidiendo permiso. ¡Falso! Gavilán rondador de nidos ajenos. La culpa es suya. Si hubiera aprendido a bailar. Si no la hubiera llevado a esa fiesta. La culpa es suya.
– Dice el patrón que si yo no tengo inconveniente, y si vos no lo tenés, me dará trabajos de aseo en obras. ¿Vos que decís? Yo quiero.
De una cosa está seguro. Con su carita de yo no fui, con sus lagrimitas a flor de ojos, la que siempre tomó decisiones fue ella. ¡Falsa! Hacía como que consultaba. Él lo creía. Pero ya tenía decisiones tomadas. Es que los hombres son pendejos, somos pendejos. Todos no. El patrón es un vivo. Pero, viéndolo bien, llevó la peor parte: Se fue con ella. De esos dos no se sabe cuál es más infiel. Su pelea será una gazapera de perros y gatos, y bien que lo merecen porque la vida no se queda con nada. ¿Yo qué hice, qué cosa estoy pagando? A veces quisiera ser sordo, para no oír. Una o dos veces el patrón llegó acompañado por mujeres para que le ayudaran a contar tornillos y a hacer inventarios. Se encerraban en el almacén. Detrás del cuarto de vestir salían risas, se oían juegos. Todo hacían, menos contar tornillos. “A cantar a una niña yo le enseñaba”, amaneció cantando un día su mujer, “y un beso por cada nota ella me daba”, se sentía su enjabonar y enjabonar, “y aprendió tanto, que aprendió muchas cosas, menos el canto”, sonaba su voz cortada por el agua. ¡Qué iba él a imaginar que las canciones no salen porque sí, sino que salen del alma! ¡Qué iba a imaginarlo! Lo mandaron a llevar ese paquete a una ciudad de distancia y eran casi las seis.
– Váyase usted sola para la casa, m´hija, que yo le llego.
Si no hubiera encontrado al paisano Vicente en el camino, si el paisano no hubiera sido dueño de un camión y hubiera ido precisamente en dirección al otro lado de la ciudad, si no hubiera aceptado llevar por él ese paquete; no sabría nada de nada. Pero iba. Pero aceptó. Volvió al vestidor a recoger sus cosas y entonces oyó las risas. Oyó los juegos. Entonces los oyó. Oyó el aquí no. Oyó el mejor en otra parte. Oyó los empujes y jadeos, oyó el golpear contra las tablas, oyó el ¡Ay! que lo desgarró porque ya había sabido que esa voz era de su mujer. Debió tomar la almadana y golpearlos, pero lo paralizó la cobardía. Lo sospechaba desde el día en que la recogió para llevarla al hospital y le pareció que el niño que había abortado no se le parecía, lo sospechaba, pero prefirió negárselo. Empezó a oír voces en su conciencia que le gritaban cornudo, cornudo, mil veces cornudo, y prefirió ir a la casa y recoger unas pocas cosas dejando el arriendo pagado hasta final de mes. Prefirió volver a la covacha de su madre en el pueblo, abandonada desde que murió. Prefirió no volver a trabajar en la ciudad y perdonarle al patrón los dos últimos días de jornal. Prefirió no volver por donde hubiera quien pudiera gritarle ¡Cornudo, cornudo, mil veces cornudo! A esta covacha venía con su mujer por temporadas y él iba a pescar y ella le hacía fritos, pero eran otros tiempos.
La noche es fría y, al salir del bar, oye el ulular de un viento despiadado. Si fuera uno de los de ruana, se enfundaría en la suya para protegerse, pero es uno en mangas de camisa y se entrapa de frío hasta el más pequeño de los huesos. En la distancia, frente al cementerio, recostada a la pared donde dicen que se oyen lamentos de medianoche, ve a una pareja abrazada al cobijo de la soledad. No siente miedo. No tiene por qué. Es conocido por cargar a todos lados una pequeña almadana que usa para demoliciones, con la que da a entender que quien se meta con él verá su cabeza hecha polvo como si fuera un ladrillo. Avanza un poco, y la pareja que tiene al frente está llegando a conturbarlo. Toca en su fajín el otro ángel de la guarda que no lo desampara: su cuchillo. Le parece que el hombre es uno alto y moreno, y se le ve de contextura fornida. A ella parece notársele su piel blanca y facciones algo indígenas, amestizadas, cuya cabeza le llega al hombre apenas a la altura de los hombros. Su corazón golpea el pecho y siente ruidos de tambores. Piensa en aquel que fue su patrón, y piensa en la que fue su mujer. Su sangre hierve a medida que se acerca a la pareja desprevenida que habla de si nos podemos ver mañana, de si otra vez en el atrio de la iglesia, de yo también te quiero mucho amor mío y cosas de esas; pero se da cuenta de que éstos ya lo han visto y alcanza a oír la palabra fatídica en voz muy queda que se supone que no podría oír, pero que oyen sus oídos aguzados:
– … Es el cornudo.
Los tiene casi al alcance de la mano y cae en la cuenta de que no son aquéllos sino unos parecidos. Su sangre, como leche que hierve y se derrama, baja al nivel de uno que ve fantasmas de medianoche. Si fue incapaz de matar a aquellos por colgarle ese cartel en la frente, cómo va a ser capaz de matar a estos por leérselo. Ya no le importa nada. Mejor así, porque no duelen los oídos, no duele el corazón, ni duele el alma. Eso quiere creer. Lleva una vida miserable. De vez en cuando se siente sacudir y reacciona, reprochando a sus manos cobardes y temblorosas, diciéndose en una voz alta que sólo él escucha en su covacha:
– Debí matar a aquellos. ¡Qué bruto! Esta es la vida que merezco.
6 UN PÁLPITO DE QUE LOS HOMBRES SON IGUALES
Cuando el callado labriego se acercó por segunda vez a la fonda a mirarla con ojos traspasadores, sin decir nada, empezó a ver en él la posibilidad de salir de la casa donde sentía asedios de su padre y de su hermano mayor. Ya sabe que todos los hombres son iguales, pero tal vez el labriego solitario, al que no se le ve ninguna mujer, sea diferente. Es un hombre trabajador. Es un hombre que se vio muy dedicado a los abuelos y ahora mucho al cuidado de su madre. Si vuelve –y algo le dice que va a volver– está dispuesta a aceptarlo, con la condición de no casarse sino fugarse a vivir juntos en la ciudad, lejos de los campos que sólo traen sinsabores. “Usted después le explica a su mamá, y yo después le explico a usted”.
– ¿Pero qué puedo hacer en la ciudad, si sólo sé rascar la tierra y sacarle frutos?
– Algo aprenderá –recuerda que le dijo.
Aprendió a ser ayudante de albañilería y no llegó a más. Sus conocimientos, tal vez, o su sentido común, no dan para más. Tampoco le exige mucho. Ella es consciente de que son montañeros. Montaraces salidos de la vereda en busca de caminos por recorrer, no digamos en la ciudad, sino lejos de su tierra. Sabe que gusta a los hombres. Todos los hombres son iguales. Si no fuera por su padre y por su hermano que la perseguían y cuidaban con celo, los que llegaban a la fonda también la hubieran perseguido. De eso se aprovechó su padre para atraer clientes, mandándola a dormir cuando era hora de que ellos se aburrieran y pidieran la cuenta. Eso hacía no porque estuviera cansado, sino por pensar que había recogido suficientes miradas lascivas de los otros para poblar la noche de ese cuarto que compartía con la mujer y la hija y en el que la madre se hacía la dormida. Su padre nunca quiso agregarle otro cuarto a la casa y cuando nació mandó al hermano a dormir al cuarto de herramientas que desde entonces se llamó el cuarto de los hombres, aunque en él no durmiera sino uno, porque su padre siguió durmiendo en el de las mujeres. Cuando ella nació, por no se sabe qué cosas le sacaron a su madre la matriz, lo que debió alegrarla porque siempre decía que a ella le faltaba “la más triste” y en su mirada había más que un juego de palabras. Entonces quedaron solas y a su padre no le importaba no dar tregua a la madre hasta que la hija se hizo señorita. Entonces se propuso conseguir que dejara de serlo, pero no consiguiéndole marido, sino queriendo serlo él. Se estrelló con un carácter feroz que heredó quién sabe de quién porque su madre era sumisa hasta exasperar y murió de una enfermedad cualquiera porque según los médicos había perdido el deseo de vivir. Su carácter tampoco es heredado del padre porque en medio de su bravuconería basta con que ella pele los dientes agresivos para recoger su cola entre las piernas y perder impulsos. Ella sabe en la mirada de los hombres cuándo vienen a lo que vienen y sabe también cómo espantarlos. Igual su hermano. Sospechó que el padre la perseguía y entendió que su misión era hacer lo mismo. Le fue mal. La cicatriz en la cara que dice haber conseguido tropezando con un rastrillo fue con un cuchillo de cocina y que dé gracias no perdió la virilidad porque resolvió poner más bien la cara. Ni siquiera fue capaz de explicar las razones y se vio obligado a esconder la mirada cada que se cruzaba con la suya. Entonces se propuso que, puesto que no era para él, tampoco fuera de nadie y le espantó todos los novios que pudo. Novios no, admiradores, que de haber ella querido a alguno habrían visto si era capaz o no de conquistarlo. Pero pa´qué si todos los hombres son iguales. El tonto éste si hubiera seguido portándose juicioso tal vez hasta lo habría aguantado, pero se porta mal y adiós paisano. No es ella mujer para vivir amarrada a esclavitudes. No es casada, pero tampoco es señorita. No parece ser hija de su madre ni se parece a nadie, eso está claro. Por eso no admite muchas cercanías en las vecinas ni va ella a curiosear lo que ponen en sus ollas. Cada quien que viva su mundo y no le piquen la lengua que, para grosera, grosera y media. Mejor que la dejen tranquila.
Quién iba a pensarlo. Viéndolo bien el patrón del tonto éste es hasta bien plantado. Viéndolo bien conversa con palabras bonitas y de todo tiene menos de ser callado. Viéndolo bien baila como un maestro y la hace a ella lucir los pasos que aprendió en las reuniones de las muchachas del colegio, que la invitaban porque era bonita y porque tenía buena voz y por ser alegre y descomplicada y porque no se le arrugaba a provocadores. Era como andar con una guardaespaldas. Es costeño. No sabía bien qué significaba eso pero ahora sabe que significa tener fuego en la piel. Ahora sabe que significa ser buen bailarín y nadar bien y aguantar en fiestas hasta la hora que sea, hasta el día que sea. Otra vida le hace vivir y le ha enseñado cosas que no sabía. La ha enseñado a trabajar y le ha enseñado que la cocina es para las bobas que se quieren quedar encerradas en la casa. Han montado un juego que los divierte. Él se inventa una vuelta de mensajería lejos de su lugar. Ella transmite la orden como si tal cosa. El otro va a cumplir el encargo y ellos viven el encanto del amor prohibido y de las cosas que se hacen casi a los ojos de los demás, menos del más interesado. “Una aventura / es más bonita” le da por cantar cuando está cerca, y el otro la mira con ojos cómplices. “Señora bonita / hay algo en sus ojos” sigue cantando, y el otro sonríe. “Pa´cantale entonce una canción / y que en plena reunión / usté me esté entendiendo / y si es caso de acuerdo nos ponemos / con su segundo nombre puedo hacelo” y todos ríen menos el tonto que ignora lo que pasa en sus narices. ¿Qué otra cosa puede hacer? No perdona a su padre haberle amargado los años que pudieron ser dichosos y alguien tendrá que pagar. Es la ley de la vida, lo que se hace se paga, y pagan los hombres por ser tan iguales.
Sospechó que no era el mismo. Vio que estaba sacando las uñas. Eso de irse a hacer vueltas dejándola salir sola del trabajo, y regresar pasada la medianoche con tragos y con olor a humo entre los dedos. Eso de tirarse en la cama con ropas y no dejar que ella le examinara las fuerzas para ver si era capaz de responder. Eso de empezar a quejarse de cansancios, no iba con ella. Hasta dejó de sostenerle la mirada. Vio que su trato se había vuelto más el de un compañero que el de un esposo. Ya no hablaban sino de trabajo. No compartían otro tiempo que el que pasaban en la construcción. De resto, sentarse a pensar la vida uno al lado del otro, uno lejos del otro, hasta que les daba sueño y luego a dormir cada uno por su lado; en la misma cama, pero cuidando de no rozarse. Ya no era el mismo y pensó que había descubierto los caminos por donde ella andaba. Entonces lo confrontaba con la mirada a ver si era eso, si se había dado cuenta. Pero no, no se ha dado. Eso la tranquiliza. ¿Entonces qué pasa? A poco el otro se está viendo más dedicado, se le ve más interés, se está inventando oportunidades de estar cerca, se está inventando oportunidades de estar al lado. Le ha dado por hablar de querer dejarlo todo, hasta el trabajo, y querer irse a otro lugar. Habla de querer volver a su tierra, habla de no querer llevar a nadie; a nadie, repite, y eso pone el corazón de ella a latir acelerado y a querer morir si llega a faltarle ese consuelo. ¿Si él se va, qué va a ser de ella? Ya han compartido más cosas de las que ella soñó jamás con compartir. De hecho cuando él insistió en saber de la criatura que estaba esperando y que todos suponían que era del marido, almanaque en mano le hizo cuentas y le demostró que no podía ser del otro sino suyo porque de aquí hasta aquí yo no lo he tenido adentro sino a usted. Cambió de colores y no supo qué hacer. Hasta que le dio por insistirle en que tomara este bebedizo, y ella que no. En que se pusiera esta inyección, y ella que no. En que fueran donde una enfermera en las afueras, y ella que no. La barriga fue creciendo y ya se notaba. Un día en que ella estaba hastiada de todo y de todos volvió él con su insistencia de un médico que atendía por los lados del mercado y cobraba poco, pero a veces aceptaba ir a domicilio y cobraba más, entonces la encontró cansada y dijo sí. Casi se muere. Si no le hubiera endulzado los oídos y no le hubiera dicho que lo de nosotros va más allá incluso que la muerte, hubiera sido capaz de matarlo. Pero se hizo presente en el hospital, quiso pagar todos los gastos. Le dijo al marido no se preocupe que para mí primero es el bienestar de los trabajadores. Le dio las semanas de licencia pagas que creyera necesario. La puso a hacer otros oficios que no la maltrataran. Volvió a ganarse su confianza. Cuando el marido recogió la ropa y se marchó, se supieron descubiertos. Entonces armaron viaje para la Costa viviendo como una especie de luna de miel. Los familiares han recibido con los brazos abiertos a La Cachaca y la hacen sentir que son familia. Allí viven sin misterios. Han empezado a aparecer muchachos con parecido al que ahora es su marido. “Es hijo mío desde que vivíamos en otro pueblo”. “Es un hijo que me resultó en el barrio de arriba”. “Es uno que tuve con la comadre de mamá”. Se adaptó a la costumbre de mirarlos como si también fueran hijos suyos y resolvió disculpar los extravíos porque al fin y al cabo todos los hombres son iguales. Es como un sexto sentido que no la deja tranquila, una intuición. No es que la incomode que algunos le digan “La Doña” y otros le digan simplemente “Seño” como dando a entender que hay unos puntos suspensivos. Sólo que él ha empezado a llegar tarde y con ojeras. Se empezó a acostar con ropas. Ahora se queja de cansancios. No va a llorar por eso, pues aprendió la lección. Va a regresar a la ciudad y a trabajar en el bar ése donde le ofrecieron trabajo anteriormente. El dueño ofreció pagarle bien por reemplazar a La Chana, “La mujer que más dinero ha ganado en este sitio”, según afirma, retándola a superarla, “Pero se dejó envejecer”, añade para explicar el abandono como si ella hubiera sido culpable de sus trajines. La Chana se fue y el hombre no se consuela por la pérdida de la mujer que más clientes atraía a ese negocio. Busca una que esté a su altura e ignora que la ha encontrado. Ella hará lo que sabe hacer y sacará todo el dinero que pueda de los hombres, que para eso los trajo Dios al mundo y por alguna razón la hizo bien bonita.
ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
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