domingo, 11 de junio de 2017

208. Amor inesperado -De donde menos se espera, salta el amor

Vuelvo al tema del desamor, la vejez, y la desesperanza, por cuenta de un artículo de Reinaldo Spitaletta publicado en su blog con el título de “Dos viejos en la oscuridad”.

https://spitaletta.wordpress.com/2017/05/28/dos-viejos-en-la-oscuridad/


Artículo cuya lectura me llevó a un texto que escribí hace algún tiempo y que de nuevo traigo a colación.

El bus abandonó la Avenida del Ferrocarril frente a la Plaza de Mercado Minorista de Medellín en dirección sur a norte, y empezó a descender por el deprimido del túnel bajo los denominados Puentes de la Avenida Oriental con dirección a oriente. A mano derecha se apreció algún movimiento de indigentes que en ese momento entraban en busca de apoyo en el centro de atención a habitantes de la calle. Para no cansarse, hacían fila sentados de espaldas a la pared mientras les daban ingreso a la institución municipal. En ese momento reparé en una pareja de ancianos decrépitos (eso se veía), sucios (eso se sentía), y malolientes (eso se adivinaba). Lo curioso en esta pareja de ancianos, y lo que llamó particularmente mi atención, fue que los vi de pie y tomados de la mano como una pareja de novios a la entrada de un cine. Cosa de no creer, a estas alturas de la vida.


La idea que tenemos del amor, a veces, no tiene que ver con la realidad. En "Justine" de Lawrence Durrell se da el encuentro entre Melissa, de una parte, mujer enferma, de costumbres libertinas, que se gana la vida como estriptisera y ha convivido, sin amarlo, con un viejo mercader, casado, avaro y desconsiderado. Por otro lado, Darley, un maestro enamorado sin esperanza de Justine, que siendo casada se ha embarcado en una aventura con él. Darley sabe que Justine no le pertenece. En una playa se encuentran estos dos solitarios, Darley y Melissa, y surge entre ellos el sentimiento de atracción. Como en el cuadro de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, en el que la chispa de la vida parece brotar de los dedos del Creador para animar el cuerpo inmóvil de Adán, en este párrafo se ve brotar la chispa del amor, surgiendo de dos seres que juntaron sus soledades esa tarde a orillas del océano: 

"Aquella tarde ambulamos a orillas del mar, tomados del brazo. Nuestra conversación parecía hecha de restos de vidas vividas sin previsión, sin orden alguno. Nuestros gustos no tenían absolutamente nada en común. Tanto por el carácter como por las tendencias éramos absolutamente diferentes, y sin embargo había en nuestra amistad una espontaneidad tan mágica, que sentíamos en ella una promesa. También me gusta recordar aquel primer beso junto al mar, el viento que levantaba un mechón de pelo en mis sienes canosas... Un beso interrumpido por la carcajada que Melissa no pudo contener al recordar el relato de mis calamidades. Un símbolo de la pasión que nos unía, de su humor y su falta de intensidad: de su caridad". (Pag. 73, Cap. 23).

En el "Ensayo sobre la ceguera" (Pag. 239 y 240), de José Saramago, se da el encuentro de dos personas que de no ser por la súbita ceguera que los juntó, no lo habrían hecho en otras circunstancias: Él, pobre, viejo, calvo y tuerto. Ella, joven, bella, admirada y libertina, que ha perdido hasta el cabello rubio y de su vida anterior no conserva sino las gafas oscuras, después de haber caído a compartir cama con todos y ser violada por muchos. La vida los arrastra a la más baja abyección y los convierte en ciegos indigentes, cubiertos de mugre, desarraigados. Los acompaña un niño sin padre ni madre, que también se revuelca entre la escoria, y habita el mismo mundo en el que todos son ciegos. Como habitantes que fueran de la noche debajo de uno de los puentes, hablan ellos, aunque están rodeados por los demás. Entonces el diálogo de Saramago nos lo cuenta:

" Mientras pueda –dijo la chica de las gafas oscuras–, mantendré la esperanza, la esperanza de encontrar a mis padres, la esperanza de que aparezca la madre de este niño.

Has olvidado la esperanza de todos –dijo el viejo.

¿Cuál?

La esperanza de recuperar la vista.

Hay esperanzas que es locura alimentar.

Pues os digo que si no fuera por ellas, ya habría desistido de la vida.

Dame un ejemplo.

Volver a ver.

Ese ya lo conozco, dame otro.

No lo doy.

¿Por qué?

No te importa.

Cómo sabes que no me importa, qué sabes de mí para decidir por tu cuenta lo que a mí me importa o no.

No te enfades, no tuve intención de molestarte.

Los hombres son todos iguales, piensan que con haber nacido de barriga de mujer, ya lo saben todo de las mujeres.

Yo de mujeres sé poco, de ti, nada, y en cuanto al hombre, para mí, tal como van las cosas, ahora soy un viejo, y tuerto además de ciego.

¿No tienes nada más que decir contra ti?

Mucho más, no puedes ni imaginar la lista negra de mis autorrecriminaciones y cómo crece a medida que los años van pasando.

Joven soy yo, y ya voy bien servida.

Aún no has hecho nada verdaderamente malo.

¡Cómo puedes saberlo, si nunca has vivido conmigo!

Sí, nunca he vivido contigo.

¿Por qué repites en ese tono mis palabras?

¿Qué tono?

Ese.

Sólo he dicho que nunca he vivido contigo.

El tono, el tono, no finjas que no me entiendes.

No insistas, te lo ruego.

Insisto, necesito saberlo.

Volvamos a las esperanzas.

Pues volvamos.

El otro ejemplo de esperanza que me negué a dar era ese.

Ese. ¿Cuál?

La última autorrecriminación de mi lista.

Explícate, por favor, no entiendo de galimatías.

El monstruoso deseo de que no recuperemos la vista.

¿Por qué?

Para seguir viviendo así.

¿Quieres decir todos juntos, o tú conmigo?

No me obligues a responder.

Si fueses sólo un hombre, podrías esquivar la respuesta, como hacen todos, pero tú mismo acabas de decir que eres un viejo. Y un viejo, si haber vivido tanto sirve de algo, no debería volverle la cara a la verdad. Responde.

Yo contigo.

¿Y por qué quieres vivir conmigo?

Esperas que te lo diga delante de todos.

Cosas más sucias, más feas, más repugnantes hemos hecho unos ante los otros, seguro que no será peor lo que tienes que decirme.

Sea, si lo quieres: porque al hombre que aún soy le gusta la mujer que tú eres.

Tanto te ha costado hacer una declaración de amor.

A mi edad uno le tiene miedo al ridículo.

No ha sido ridículo.

Olvidemos esto, por favor.

No tengo intención de olvidar ni dejarte que olvides.

Es un disparate, me has obligado a hablar y ahora...

Y ahora me toca a mí.

No digas nada de lo que puedas arrepentirte, recuerda lo de la lista negra.

Si yo soy sincera hoy, qué importa que mañana tenga que arrepentirme.

¡Cállate!

Tú quieres vivir conmigo, y yo quiero vivir contigo.

¡Estás loca!

Viviremos juntos aquí, como un matrimonio, y juntos seguiremos viviendo. Si tenemos que separarnos de nuestros amigos, dos ciegos pueden ver más que uno.

Es una locura, tú no me quieres.

¿Qué es eso de querer? Yo nunca quise a nadie, sólo me acosté con hombres.

Estás dándome la razón.

No lo estoy.

Has hablado de sinceridad, respóndeme sinceramente, si es verdad que me quieres.

Te quiero lo suficiente como para querer estar contigo, y esto es la primera vez que se lo digo a alguien.

Tampoco me lo dirías a mí si me hubieras encontrado antes, un hombre viejo, medio calvo, el pelo que le queda blanco, con una venda en un ojo y una catarata en el otro.

No lo diría la mujer que entonces era, lo reconozco, quien lo ha dicho es la mujer que ahora soy.

Veremos qué va a decir la mujer que serás mañana.

Me pones a prueba.

¡Qué idea! ¿Quién soy yo para ponerte a prueba, la vida es quien decide estas cosas.

Una la ha decidido ya.

Tuvieron esta conversación cara a cara, los ojos ciegos de uno clavados en los ojos ciegos del otro, los rostros encendidos y vehementes, y cuando, por haberlo dicho uno de ellos y por quererlo los dos, concordaron en que la vida había decidido que vivieran juntos, la chica de las gafas oscuras tendió las manos, simplemente para darlas, no para saber por dónde iba, tocó las manos del viejo de la venda negra, que la atrajo suavemente hacia sí, y se quedaron sentados los dos, juntos. No era la primera vez, claro está, pero ahora habían sido dichas las palabras de recibimiento".

Los de Durrell y Saramago, son dos escritos en los que, sin meloserías, se percibe intensamente la ternura del amor, que no siempre aflora en circunstancias propicias.

Leyendo de nuevo el texto de Saramago viene a mi mente el cortometraje colombiano “Magnolia”. El argumento del amor que surge entre dos seres que no tienen nada que perder cuando deciden juntar sus soledades. De hecho, cuesta decirle amor a ese que es lo que se podría denominar un “matrimonio por conveniencia”. Dice la sinopsis del portal “Cinecorto.co” que:

“Rafael, un viejo solitario, lleva mucho tiempo sin salir de la oscuridad de su casa. Todos los días, él escribe nombres de mujer en hojas de papel que pone en su ventana, tratando de llamar la atención de una anciana recicladora que pasa siempre frente a su casa. Un día, el letrero ‘Magnolia’ hace que la mujer decida entrar a la casa y con ella, la luz que Rafael dejó de ver hace mucho tiempo…”.

Como abrebocas, va este trailer, fragmento, o recorte, del cortometraje colombiano “Magnolia”, dirigido por Diana Carolina Montenegro García (no confundir con un cortometraje mexicano del mismo título):


ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)

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