domingo, 13 de agosto de 2017

217. Laureles, Dios te salve de las furias de la quebrada Ana Díaz

(Hablando con un amigo hace poco me dijo que cuando empecé a mandar mis correos por vía Email, antes de que se me ocurriera abrir el blog, había llamado su atención un correo que escribí acerca de un fuerte aguacero en el barrio Laureles de Medellín. No supe recordar, entonces, de qué correo se trataba; pero acabo de encontrar ese pequeño texto y lo rescato para compartirlo con ustedes. A propósito, no he podido averiguar por qué esta quebrada lleva ese nombre, ni quién era esa señora. Supongo que debía ser de apariencia calmada, pero que cuando se enfurecía había que tenerle miedo. El caso es que el barrio Laureles vuelve a estar en el tapete por cuenta de que acabo de descubrir que el artículo sobre la Casa del Millón del barrio Laureles de Medellín es el artículo más leído de todos los publicados hasta este momento en el blog. No imaginé que fuera a tener tal acogida).

Tengo al barrio Laureles a mis pies tendido. Mis amigos, los que padecen de acrofobia, no pueden entender por qué me gusta asomarme a la ventana de mi palomera de octavo piso (pent house será el día en que pueda colgar algunos cuadros de los caros en sus paredes, y mullidos tapetes en sus baldosas) y ver los aguaceros con sus tormentas eléctricas que rasgan el firmamento y aturden con sus truenos retumbantes que se prolongan en el eco, y se prolongan, hasta que un nuevo trueno les da alcance. No entienden que, de pronto, perciba un movimiento que da alerta de que la tierra está temblando, y me ponga atento a disfrutar del vértigo de oscilar junto con mi edificio de estructura antisísmica. “Yo me reviento –dicen–, capaz soy de tirarme al vacío en una de esas, si me toca, al sentir el coletazo de un terremoto”. “Olvídate –les digo– que los terremotos no dan coletazos, golpean como un látigo”. No me pueden aceptar así, como impasible, frente a los fenómenos de la naturaleza. 

Pero impasible no soy: me conmueven y me abruman. La quebrada Ana Díaz ha vivido días tortuosos que no llegué a conocer. Dicen que se salió de madre hace unos años y rodó despiadada por la Avenida 33 abajo, inundando con lodo los garajes subterráneos y las calles laterales. “El agua subió hasta mediar el primer piso”, me dicen. “Dañó vehículos, muebles, instalaciones… causó estragos”. Su historia es negra, sus aguas amarillas. Resolvieron canalizarla. La tienen controlada. Ya no se sale de cauce.

El Domingo de Ramos quise salir hacia el mediodía, pero empezó a llover venteado. Las gotas se veían caer horizontales, casi, empujadas por el viento. Me pareció que era algo que debía ver desde la seguridad de mi ventanal y, entonces, el viento empezó a aullar y a zarandear los árboles que bordean la quebrada de uno a otro lado, acostándolos como si una gallina sacudiera una cucaracha con su pico. Era algo que no había visto antes. Esperé noticias de daños en algún sitio, y sólo oí hablar del techo de la Alcaldía de Itagüí que tumbó el vendaval a varios kilómetros de distancia, y del techo de una iglesia que se cayó en cercanías de Bogotá. 

Hoy Martes Santo, al caer la tarde,  he sido sacado de la lectura por unos sonidos distintos a los que estoy acostumbrado: un retumbar de truenos sin que medie el estallido inicial ni el tronar del primer momento, sólo el eco que se prolonga y se prolonga, y el rugir de la quebrada. La lluvia golpea la ventana. Me asomo y veo las aguas agitadas del enfurecido riachuelo casi al borde de las losas que las contienen. Arrastra escombros de toda clase: basuras, utensilios, bolsas plásticas, retazos de tela, leños, arbustos. Allá arriba debió causar sabe Dios qué daños. Arrastra piedras gigantescas que no se ven pero retumban contra el piso formando ese tronar que asusta y que previene que es posible que en algún punto, más abajo, alguien caiga a las aguas y sea triturado por sus movimientos de molino. Que es posible que esas moles, convertidas en arietes, golpeen una y otra vez contra alguna columna, contra algún puente, contra algún muro de contención y entonces su embestida sea incontenible. Un rayo destella y ruge. Sólo un segundo separa al relámpago del tueno. Las furias de la naturaleza –que se sacuden a muchos kilómetros de distancia, que pasan por otros continentes, que se ven en los programas de televisión sin que se altere mayor cosa mi estado de ánimo–, me asustan y traen a mi mente una voz perdida en los vericuetos del pasado: La voz y las manos temblorosas de mi abuela prendiendo un trozo del ramito de palma de cera que sacudimos durante la procesión en otro Domingo de Ramos e hicimos bendecir, y su voz suplicante exclamando: “¡Aplaca, Señor, tu ira, tu justicia y tu rigor!”... Pero ya no me atrevo a decir, como en ese entonces, con el aire de autosuficiencia que solía tener y la sonrisita sardónica: “Deje de decir bobadas, abuelita, que las cosas pasan cuando tienen que pasar”. Si la azuzo, es posible que ella encuentre la manera de reír de última, y es algo que no me gustaría ver. “…Por tu corona de espinas, ¡misericordia, Señor! ¡Santa Bárbara, bendita, líbranos de rayos y centellas!”. Con un aguacero de estos, hasta el más ateo rescata del fondo de su memoria las oraciones de la niñez.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)


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