domingo, 31 de diciembre de 2017

237. El sastre de Obdulio y Julián

–MÚSICA CELESTIAL, PARA LOS OÍDOS 
DE ORCASAS–

Celebrando la navidad en la musiteca de Raúl Burgos por los lados de la iglesia de La Consolata, sin licor “porque la prostatocirujana me lo prohibe”; vino a mi encuentro el amigo melómano Joaquín Eduardo Álvarez, que resolvió que “Yo tampoco voy a tomar, porque si vos no me acompañás no me animo a tomar solo”. 

Tangueros los dos, nos resignamos a una noche de música parrandera “porque es la única que los clientes habituales permiten poner en diciembre”, dijo el barman Raúl; a lo que Joaquín comentó que “maluco también es bueno; y, cuando no toca tango, toca bambuco”. 

Fue el momento en que los contertulios se deshicieron en elogios hacia la música colombiana “que quedó arrinconada en los establecimientos públicos”, y entonces afloraron los recuerdos que recogí en el libro “Buenos Aires, portón de Medellín”:

“La primera canción que yo escuché, digamos que de recién nacido, pero posiblemente desde antes de nacer, fueron las Brisas del Pamplonita del maestro Elías M. Soto. Jesús Amador “El Mono” Rivillas Muñoz, esposo de mi tía Gabriela Casas, es músico; y cuando estaba de novio le entonaba serenatas que comenzaban con esa canción. Yo dormía en el rincón de la cama de ella, junto a la ventana que da a la calle, y recibía la serenata junto con la agasajada novia”.

Cercanos a la celebración de su septuagésimo aniversario de matrimonio, y preparándose para cumplir el centenario de vida con dos meses de diferencia el próximo año, mis tíos conservan la lucidez y siguen en pie. A las serenatas del Mono Rivillas debo mi gusto por la música colombiana; y a sus ejecuciones de la lira, bandola, o vihuela, instrumento que sigue tocando semanalmente con un grupo de amigos que se reúnen para ensayar los números que van a presentar en la próxima reunión familiar.

–MÚSICA CELESTIAL, PARA LOS OÍDOS 
DE JOAQUÍN EDUARDO–

A medida que los hijos se fueron casando uno a uno y, al decir de la abuela viuda, “formaron rancho aparte”, ella se fue quedando sola. Sola sí, o casi sola, pero satisfecha de verlos realizar sus vidas y tomar su propio vuelo. Amén de que empezaron a llegar los nietos que colmaban de alegría la casa en los días de navidad porque la suya, como casa de abuelos que se respete, les daba cabida a todos. No vivía totalmente sola, porque tenía ayuda. Una hija que nunca se casó “porque no puedo dejar sola a mi mamá”, hija que celebró las bodas de oro de su partida bautismal porque no quería bullas ni fiestas sociales en ese día, y prefirió mandar a celebrar una misa de seis de la mañana en la iglesia de La América, a la que asistió acompañada de su madre. 

Esta hija cuidaba de la abuela; y otra hija ya cuarentona, de la que decían a sus espaldas que “se quedó para vestir santos”, madrugaba todos los días a su trabajo en la fábrica de confecciones de camisas para caballero, y volvía por las tardes sola, “porque es mejor andar sola que mal acompañada”, según decía, y porque “es mejor vestir santos que desvestir borrachos”. Era su modo de decir que las uvas estaban verdes. Ella era la proveedora de la casa, y los días de pago se iba al mercado y llegaba con bolsas y bolsas de provisiones para que en casa de la abuela no faltara nada.

La abuela, de la que con ojos humedecidos por el recuerdo dice su nieto que “era la mujer más maravillosa del mundo”, se hizo cargo de este chiquillo de siete años venido al mundo a mediados del año 1944 en el municipio de Gómez Plata, pues no fue admitido para estudiar en la escuela del pueblo por no tener la edad requerida. Su madre no quería dejarlo por ahí vagando en los alrededores de los cafetines del parque, y su padre le había dicho a la madre que hiciera lo que a ella le pareciera mejor para el chico. La abuela de la ciudad se hizo cargo, y lo matriculó en la escuela Cristóbal Colón del barrio La América de Medellín. 

Los años en casa de la abuela y de mis tías fueron años felices”, recuerda el septuagenario hombre que ahora los rememora.

Pablo “Lindo” era sastre, pero no un sastre cualquiera sino uno de los mejores. Obtuvo el apodo porque su cara picada de viruelas y llena de tolondrones era de una fealdad antológica. Quizás para encarar esta falta de gracia facial se propuso vestir bien, como un dandy, pero ese era un gusto que no cualquiera se podía permitir; y menos un hombre que aspiraba a estrenar vestido cada semana y a lucir impecable. Aprendió, entonces, a confeccionarse sus propios vestidos de chaleco y saco cruzado; a lustrar sus zapatos con brillo esplendoroso; a limpiar en seco, con varsol, su docena de sombreros Stetson, y a aplancharlos al vapor con paños húmedos y plancha caliente. Pero no aprendió a hacer camisas de cuello duro y puños de mancornas, como las que le gustaban, y entonces acudió a la fábrica de Camisas Primavera para comprarlas, donde resultó que la mujer que lo atendía era su vecina de los lados del café El Segundo Danubio. Se hicieron amigos y, poco después, se hicieron novios. 

La mujer se veía feliz con el pretendiente que le resultó al cabo de las quinientas, pero para la abuela fue una catástrofe. “Usted verá si se labra su propia desgracia, mija, pero ese borrachín que no sale del bar Segundo Danubio no le va a traer sino disgustos. De lindo ese hombre no tiene sino el apodo”, dijo la abuela con cara agria. No le faltaban razones a la abuela para imaginar tal situación; pues, después de dos o tres meses de sobriedad, Pablo Lindo se dejaba venir abruptamente con doce o quince días de embriaguez continua. La mujer le perdonaba tal cosa al único hombre que la había hecho sentir como una reina, y le perdonaba el hecho de que a meses de sobriedad malhumorada le siguieran semanas de serenata tras serenata.

Pablo Lindo se hizo amigo de Julián Restrepo, un cliente frecuente que tenía en él su sastre preferido. A la sastrería cercana del Segundo Danubio llegaban Julián y su compañero de música, guitarra y tiple en bandolera, a medirse vestidos y a escoger paños; y a rematar las sesiones de prueba rasgueando tiples y entonando bambucos. En esas sesiones era cuando Pablo Lindo resolvía acabar con la abstinencia, y de esas sesiones salió el acuerdo de “Ustedes me pagán los vestidos con serenatas, y yo les pago las serenatas con vestidos”. Fue un arreglo a satisfacción de ambas partes, muy a propósito por los días en que Pablo Lindo había resuelto dejar la soltería.

Joaquincito llegó del pueblo, y la abuela lo acomodó a dormir en la primera habitación, la que da a la calle, mientras puso a las dos mujeres a dormir juntas en el cuarto siguiente, y ella conservó para sí la pieza del lado del comedor.

Eso fue lo mejor que pudo pasarme”, dice Joaquín, “porque gracias a Pablo Lindo conocí el bambuco”. No fue para menos, puesto que las serenatas del dueto de Obdulio y Julián en las madrugadas al pie de la ventana se volvieron frecuentes. “¡Tía, tía, despierte que le trajeron serenata!”, fue un reclamo habitual, y habitual se volvió recoger la tarjeta tirada bajo la puerta con la lista de los bambucos interpretados en otra madrugada musical de las muchas que la vida habría de regalarle a Joaquincito por cuenta de una tía que al fin se casó “con un hombre que era feo, pero elegante, y que era una caja de música cuando no estaba sobrio”, el hombre que la conquistó a punta de serenatas. Los bambucos de Obdulio Sánchez y Julián Restrepo marcaron el encuentro de Joaquín Álvarez con el bambuco.

Y, ¿Recuerdas, Joaquín, cuáles eran esas canciones de serenata que cantaban Obdulio y Julián en la ventana de tu tía?”, le pregunté.

Eran muchas, muchas”, me respondió. “Como decir, por ejemplo…”:

Amor inútil (bambuco)

Anhelo infinito (pasillo)

Anhelos (pasillo)

Beso robado (bambuco)

Como si fuera un niño (bambuco)

Corazones sin rumbo (pasillo)

Dolor sin nombre (bambuco)

Pobrecita mía (bambuco)

Qué puedo hacer (bambuco)

Ruego (bambuco)

Tu piel morena (bambuco)

El repertorio es amplio: 

“Cuatro preguntas, Antioqueñita, Primavera en Medellín, En el fondo de tus ojos, Tu recuerdo, Al caer de la tarde, En el alma de una flor, Adoro niña tus ojos, El trapiche, Serenata del campo…”. 

Es amplio.

“Desde entonces colecciono sus discos, hombre Orcasas, y los oigo cuando me acomete la nostalgia. Te invito a oírlos cuando la prostatocirujana haya salido de tu vida”.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)



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