domingo, 21 de enero de 2018

240. El último romántico del mundo

Lo dijo un jefe que recurría a mí con frecuencia para que le ayudara a hacer sus informes o a responder una carta que requería de mayor cuidado. Él era gerente, y yo un supervisor de vendedores, y la reunión de finales de año era para proyectar los presupuestos del siguiente:

Tus informes son los mejor escritos, y los más bien presentados; pero sos muy superficial. Te faltan profundidad y análisis. Te centrás más en la anécdota que en el contenido”. 

Yo ya sabía que en la repartición de talentos el Señor me había hecho más humanista que pragmático.

Pocos años después tuve el único negocio de mi propiedad en la vida… y la única quiebra. Las razones eran las mismas, y la causa me la cantó mi mujer en un tonito de disgusto, por mi falta de ambición, que todavía repercute en mis oídos: “Como a vos se te llena la boca diciendo que no te llamás plata”. Eso ya lo sabíamos desde que nos casamos y convinimos en que fuera ella la que administrara el presupuesto familiar, así ella todavía no hubiera perdido las esperanzas estando recién casados de que yo aprendiera algo de las cosas prácticas del hogar. Me encargó de ir a hacer mercado al almacén de cadena. A mi regreso preguntó: “¿Y dónde está el arroz?”, se me olvidó; “¿Y los fríjoles?”, se me olvidaron; “¿Y las papas?”, no me acordé. La bolsa tenía, en cambio, dos clases de jamón y mortadela, dos quesos, dos frascos de mayonesa y salsa de tomate, un pan tajado. Supo ella, entonces, que si yo seguía haciendo el mercado no pasaríamos de desayunar con sánduches. 

Soy un idealista, un iluso, y un romántico sin remedio. Creo que ya voy a morir así, y hago parte de un definido grupo de la humanidad que está destinado a tener ideas luminosas… y morir pobre.

Pero no se crea que me han faltado ideas innovadoras, porque las he tenido. Las largas esperas en los aeropuertos, con aplazamientos de vuelo una y otra vez “por razones técnicas”, me generaron una que no existía durante mi época laboral. “Deberían instalar cubículos en donde uno pueda sentarse a ver una película en Betamax o VHS (aún no aparecían los DVD ni los celulares), para entretenerse mientras llaman a abordar”. Años después surgió una empresa llamada “Cosmovisión”, y los aeropuertos se llenaron de pantallas para que los viajeros en espera se entretuvieran mirando alguna cosa. Algún día se me ocurrió que si en los aviones y en los trenes había cabinas de baño para los viajeros, cuyos desechos debían recogerse en alguna bolsa que luego se llevaría al depósito de desperdicios apropiado, “Deberían inventar una cabina como las de los teléfonos públicos pero portátil, con inodoros de avión incorporados; para uso en los lugares públicos de asistencia masiva a eventos deportivos o artísticos”. Esas cabinas, que hicieron su aparición años después, ya no son novedad y se usan incluso en campamentos de trabajadores de construcción y en cercanías de permanencia de grupos de indigentes, para que no hagan uso del espacio público para tales menesteres. La engorrosa recarga de la batería de mi celular dos veces al día me puso a pensar en lo bueno que sería tener una pila que durara tres días, o una semana, y cuya recarga no tardara más de quince minutos. Ya existe. Sólo falta que su producción se haga masiva y al alcance de todos. En fin. A veces creo que todo ya está inventado, y que lo único que falta es que alguien lo popularice.


Y, para cerrar, un poco de música como a propósito para el tema que estamos tratando, oigamos a Nicola di Bari cantando su tema “El último romántico del mundo”:


ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)



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