domingo, 6 de diciembre de 2015

128. Carlos Coroliano Amador, un Coro no Coriolano

Un par de artículos atrás en este blog menciono el caso de Susana Gricel Viganó Andersch, hija de don Egidio y de doña María Magdalena “Maruca”, cuyos amores con José María Contursi inspiraron el tango “Gricel”. Doña Maruca admiraba la novela del español Jesús Flores titulada “Grisel y Mirabella” y quiso ponerle a su hija ese nombre, pero el padre de la criatura y el cura se equivocaron en el registro bautismal y quedó cambiado por Gricel, escrito con C.

He visto un curioso video de 45 segundos de duración, filmado por los cineastas Acevedo Hermanos, que trae en la introducción un letrero con el año de 1948 como fecha de producción. Se trata de una campaña de prevención de accidentes viales contratada por el Departamento de Circulación y Tránsito de la ciudad de Bogotá,  en la que se muestran varios accidentes como el de un niño que patina en las calles y no se fija al llegar a una esquina de tránsito vehicular, o el de un anciano que trata de descender del tranvía en movimiento en el momento en que se atraviesa un poste eléctrico que lo lanza sobre la vía. “No descuide las señales de tránsito… Este descuido le dejará inválido de por vida… Patinar en la calle trae funestas consecuencias… Salve a su hijo de la muerte, impidiéndole patinar en la vía pública… No se baje del tranvía en movimiento… Segundos de espera le habrían evitado este accidente…”, decía el mensaje. Una voz en off, fuera de cámaras, parecida a la del locutor de la UFA que presentaba el tráiler o corto cinematográfico del noticiero “El mundo al instante” en español (locutor cuyo nombre no pude averiguar ni siquiera con la acuciosa colaboración de don Ricardo Bada en las oficinas de archivo de esa institución en Alemania), hace de vocero en esta filmación. La campaña hacía parte de los preámbulos en las salas de cine antes de la proyección de las películas. 

Tranvía de Bogotá 

y

Video de la campaña de tránsito filmada en 1941 por los hermanos Acevedo:


Pues… resulta que no. Que ese corto no fue filmado en 1948 por Acevedo Hermanos sino en 1941; y que, contrario a lo que muchos piensan a estas alturas de la vida, no estaba destinado a la televisión sino al cine en el que desde 1924 había incursionado con cortometrajes don Arturo Acevedo Vallarino con sus hijos los Hermanos Acevedo: Alfonso, Álvaro, Armando, y Gonzalo Acevedo Bernal.

Decían algunos abuelos que “a la gente hay que creerle”, y otros decían que “uno no puede creer sino en lo que ve”, pero yo saqué la conclusión de que “uno no puede creer ni siquiera en lo que ve”. Tal cosa se me ocurre porque en ocasiones uno cree ver una cosa, y resulta ser otra. ¿Recuerdan la fotografía del líder de la Unión Soviética Leonid Brézhnev besando en la boca al líder de Alemania Oriental Erich Honecker, que dio origen a una campaña publicitaria de la casa de modas United Colors of Bennetton? A eso me refiero. No es lo que los malpensados creen.

Leonid Illich Brézhnev 
y Erich Honecker

Entre los personajes típicos de Medellín a mediados del siglo XX estaba José Antonio Ramírez, apodado Majija, que solía verse en los salones del elegante Club Unión invitado por alguno de los socios que gozaban sus excentricidades y lo tomaban como bufón. Dicen que provenía de una buena familia, pero que resultó con deficiencias mentales en una época en la que los hijos con discapacidad o diferencia eran escondidos en algún cuarto de la casa “para que no los vieran las visitas”. Majija no se escondía sino que, por el contrario, era bastante visible en su recorrido por las calles del centro de Medellín. Solían invitarlo los ricos de la ciudad a sus elegantes bodas en la iglesia de Buenos Aires, y para el efecto le alquilaban frac, sacoleva, o traje de etiqueta con sombrero de embajador, traje que él usaba descalzo porque una deformidad en los pies hacía que le maltrataran los zapatos. Por ser arribista social, el apodo de “Majija” lo sacaba de casillas según quien se lo dijera, y oí decir que la palabra “majija” venía a ser una deformación fonética de la forma como él pronunciaba el insulto de “¡marica!”, a quien el Dr. Jaime Jaramillo Panesso describe así:

José Antonio Ramírez, Majija

Majija, quizás el más gozoso y gozado de nuestros personajes típicos. Vestía de paisano en el día y en muchas noches de frac para ingresar al Club Unión, invitado por algún socio fiestero. Siempre anduvo descalzo debido a una deformación de nacimiento. Su nombre José Antonio Ramírez. No hablaba normalmente, ya que lo afectaba el labio leporino. Cuando un médico le ofreció operarlo, contestó: ”¿Jí? Y, entonjes, ¿je qué vivo yo?”. Murió en Medellín el 19 de mayo de 1973”. 

Escribió don Lisandro Ochoa Ochoa (nacido en noviembre 4 de 1867 y fallecido en noviembre 1º de 1948) la interesante obra titulada “Cosas Viejas de la Villa de la Candelaria”, que no alcanzó a ver impresa porque falleció tres días antes de cumplir los 81 años y un par de meses antes de que el libro saliera de imprenta, en la que encontré algunas inconsistencias menores que son atribuibles a fallas de la memoria, a fallas de imprenta, y a limitaciones técnicas de escritura en una época en la que no existía el Internet, ni los computadores, ni las comunicaciones satelitales, ni tantos adelantos y ayudas como tenemos en la actualidad. Esta segunda edición del libro de don Lisandro fue patrocinada en 1984 por el Departamento de Antioquia para la colección de Autores Antioqueños, y contó con don Miguel Escobar Calle como editor, y prólogo del historiador Roberto Luis Jaramillo Velásquez.

Hallé en la página 376 que, entre otros reseñados, dice sobre Majija:

“...De los que dejo mencionados, es el único que está vivo. Es el bobo de la época moderna, amigo del cine, de los deportes, y hasta de la televisión” (el subrayado es mío).

José Antonio Ramírez, Majija

Hay inconsistencia por el hecho de que la televisión no existía en Colombia antes de que el General Gustavo Rojas Pinilla la trajera en el año de 1954, y no existían las comunicaciones satelitales inalámbricas ni los aparatos de Betamax o VHS. Es posible que no hubiera siquiera aparatos de televisión en el país porque ¿Para qué traerlos? Siendo así, ¿Cómo pudo Majija ver televisión en vida de don Lisandro Ochoa, fallecido en 1948? Claro está que Majija sí la conoció después de la muerte del cronista Ochoa, por lo que presumo que tal frase fue una adición de último momento aportada por el revisor de texto de la segunda edición, que le metió mano a la obra original. Tales cosas a veces suceden.

En ocasiones un testigo presencial, de los que uno describe como de edad avanzada pero lúcido, dice recordar una fecha, cuando es otra; lo que ha dado lugar a algunas de las más de 200 precisiones que tengo para hacer en el libro sobre el barrio Buenos Aires, cuando se presente la oportunidad de una segunda edición. 

Me pasó con el profesor don Alfonso Builes Ortega cuando yo escribía ese libro. Me dijo él que el Congreso Eucarístico Nacional celebrado en Medellín había sido en el año de 1936; y después descubrí que dicho congreso se efectuó del 14 al 18 de agosto de 1935, un año antes de lo que registran sus recuerdos. Esas diferencias de un año de más o de menos en la memoria suelen ocurrir.

En el mencionado libro de don Lisandro Ochoa cuenta en las páginas 355-356 de la segunda edición que el padre Valeriano Marulanda, después de varios años tratando de conseguir para el templo de San Juan de Dios situado en la calle Colombia al cruce con la carrera Cúcuta el privilegio de la velación diaria del Santísimo Sacramento, única iglesia que lo tendría en toda Antioquia para ese momento, lo obtuvo “Como fruto del gran Congreso Eucarístico celebrado en esta ciudad en el mes de agosto de 1936”. La fecha que da don Lisandro tiene el mismo error de la jugada que le hizo la memoria a don Alfonso Builes; corroborando la idea de que uno no puede creer a pie juntillas ni siquiera en las declaraciones de los testigos, y de que todos nos podemos equivocar en algo porque, a la hora de la verdad, como pudo haber pensado Galileo Galilei, no hay nadie infalible. Claro que el error en la fecha de los dos testigos se explica por el hecho de que tal congreso se inició en 1935 con la misa en el templete levantado para la ocasión en el terreno donde hoy se levanta la iglesia de El Sagrario en el barrio Sevilla, frente a la Clínica León XIII del antiguo Instituto Colombiano de los Seguros Sociales, pero sus deliberaciones terminaron en el año de 1936. Al no haber una sola fecha determinada, sino un período comprendido entre dos años del calendario, tal lapsus de memoria es comprensible y da valor a la recomendación que me hizo el Dr. Luciano Londoño López cuando yo escribía el borrador de “Buenos Aires, portón de Medellín”. Él, que en materia de Historia era seguidor de la Escuela de Annales preconizada por Lucien Febvre y Marc Bloch, de la Nueva Historia que lideraran Jacques Le Goff y Pierre Nora, y de la Teoría de los Indicios del italiano Carlo Ginzburg; me aconsejaba no tragar entero, puesto que “toda afirmación debe ser confrontada con los hechos, y no olvides que no siempre lo afirmado por la mayoría de los testigos resulta ser verdad”. Tal cosa la había aprendido en su actividad intelectual y en el ejercicio de su carrera de abogado. De ahí mi recurrente afirmación de que “Uno no puede creer ni siquiera en lo que ve”, o lo que dicen ciertas mujeres infieles cuando son sorprendidas por el marido en dudosa compañía: “No es lo que tú piensas, querido”.

El hombre más rico que había en Medellín, según me contaba mi abuelo, era un señor don Coloriano que fue el que mandó a hacer este edificio”, me dijo un vendedor de frutas en la antigua plaza de mercado de Cisneros en Guayaquil, la que se incendió, en donde ahora queda el Parque de las Luces de La Alpujarra; asociando el nombre del legendario ricachón con el colorido de sus productos.

A don Carlos Coriolano Amador Fernández le decían “Don Coro”. Recibió él ese nombre como homenaje al reconocido general romano Cayo Marcio Coriolano, del siglo V antes de Cristo. La deducción es obvia: Si Coriolano era el nombre del general, Coriolano tendría que llamarse el hijo de don José Sebastián Amador López. Sólo que, me lo ha dicho la historiadora Sor Natalia Álvarez Micolta, hubo un error en los registros bautismales y, según documentos notariales de mediados del siglo XIX, que ella tuvo a la vista, no aparece su nombre como Carlos Coriolano Amador sino como… Carlos ¡Coroliano! Así es que, contrario a lo que creía el vendedor de frutas, y a lo que hemos venido creyendo nosotros desde hace rato, por más Coriolano que fuera el general de los romanos, el rico magnate de los negocios paisas no se llamaba Coriolano sino Coroliano. Tomen nota, es COROLIANO.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)


No hay comentarios:

Publicar un comentario