(De La casa de las dos palmas-Manuel Mejía Vallejo)
Aunque no fue pionero del cultivo del café en nuestro país, el manizalita don Manuel Mejía Jaramillo (1887-1958) sí fue su gran impulsor, haciéndose merecedor en los foros mundiales del grano al título de Mr. Coffee. El café, un cultivo exótico, fue introducido al país por los jesuitas en el siglo XVIII llevándolo en primer lugar a la misión de Santa Teresa de Tabage, entre los ríos Meta y Orinoco.
En 1835 un jesuita, el padre Francisco Javier Romero, era párroco de la población de Salazar de las Palmas en Norte de Santander, cuando optó por imponer penitencias confesionales a su feligresía que abarcaba los actuales municipios vecinos de Gramalote, Villa Caro, Arboledas, Chitagá y Santiago; penitencias que consistían en “la siembra de tantos palos de café por pecado cometido”. Según la gravedad, y según las veces en que el pecado fuera cometido, los feligreses se fueron convirtiendo en caficultores; pero fueron los colonizadores paisas de la región que ahora conocemos como “el eje cafetero” (Manizales, Quindío, Risaralda, y suroeste antioqueño) los que dieron el mayor impulso y tecnificación al producto, mientras el cultivo disminuía en otras partes.
Igual pasó con el plátano o banano (Musa paradisiaca, de Linneo) que constituye el segundo cultivo en el mundo, después de la naranja. Empezó en la zona bananera del Departamento del Magdalena, pero se desplazó a la región del golfo de Urabá, gracias a los intereses de la United Fruit Company. Urabá fue bautizada por Martín Fernández de Enciso con la palabra indígena que significaba “lago de agua dulce”, debido a la baja salinidad de las aguas en el lugar de desembarque cuando las primeras fundaciones españolas en Colombia, que fueron los poblados de San Sebastián de Urabá y Santa María la antigua del Darién. Algunos quieren acomodar el significado de Urabá como equivalente indígena de la expresión “tierra prometida”, como si los indígenas precolombinos hubieran previsto que algún día iban a ser sacados de su territorio por los sembradores de banano. Me parece un poco traída de los cabellos esa denominación, como me parece traído de los cabellos el significado que quieren darle a la palabra indígena “Apartadó” como río del plátano (pata: plátano). Eso lo entenderíamos si el cultivo no hubiera sido traído desde la Guinea africana y fuera originario de aquí, o si hubieran sido los indígenas sus propulsores en la región, y no los ingenieros agrónomos de la United Fruit Co.; aunque cabría la posibilidad de que los fundadores del primer caserío le hubieran dado nombre indígena derivado de la palabra plátano, siendo los blancos y no los cobrizos los bautizadores.
El caserío existía desde 1907, pero se convirtió en corregimiento de Turbo en 1965, y en municipio independiente en 1967.
En el lenguaje nativo de las tribus Emberá (Chamí y Katío) la partícula “do” significa río o agua, de donde todo riachuelo que atraviesa sus caminos lleva esa raíz como componente, casi siempre como sufijo; lo que da nombre a los caseríos y poblaciones aledañas a la corriente respectiva: Churidó, Chichiridó, Tasidó, Turindó, Baudó, Tadó, Murindó, Chibiridó, Chigorodó, Apartadó. Son tantos los que uno se encuentra en el camino, que termina leyendo algún aviso de advertencia como “Charco Hondó”. Pero de los estudios lingüísticos sobre la comunidad Emberá Katía de Dabeiba realizados por la Hermana Estefanía Martínez de las religiosas de la Madre Laura, se desprende que la partícula “do” en lengua emberá significa “río”; “parata” significa “plata”; y “Apartadó” significa “río de la plata”. Parata es una posible deformación fonética de la palabra plata escuchada por los indígenas de labios de los primeros españoles y adoptada para el metal que los conquistadores apreciaban junto con el oro; palabra que luego sirvió para denominar el lugar por donde corre el río Apartadó cuya toponimia es de designación relativamente reciente. Según la Hermana Estefanía, “Nendó” es “Río de oro”, puesto que “nen” significa “oro”.
Los fundadores oficiales de Apartadó son los colonos recolectores de tagua (madera dura, apreciada por los carpinteros), encabezados por José Cardales y Dionisio Cuello; y por Emito Saúl, Nicanor Sepúlveda, y Medardo Moreno. Esto da a entender que no tuvo una fundación oficial y ceremoniosa a la española, sino que se reconoce como fundadores a los que habitaban la región por los días en que por generación espontánea se originó el poblado.
El medellinense don Gonzalo Mejía Trujillo fue el gran impulsor del desarrollo de la región, gracias a la idea que se le ocurrió: hacer del Municipio de Turbo un puerto de embarque para exportación e importación de productos agrícolas, muy cerca del canal de Panamá; y hacer de la carretera al mar una vía de acceso a ese puerto y una supercarretera de cuatro carriles que atravesara la selva del Darién y se uniera a Centroamérica por el occidente, y a la Patagonia por el sur, en una gran Vía Panamericana. No le alcanzó la vida a don Gonzalo, ni nos alcanzará a nosotros, para ver realizado su sueño; pero es posible que algún día nuestros descendientes vean la carretera tal como él la soñó. Por lo pronto en 1951, en vida suya, se inauguró la carretera al mar en el tramo que une a Turbo con Medellín. Era, dicen los que la conocieron, un tenebroso carreteable de una sola vía sin pavimentar donde “cuando dos vehículos se encontraban en el camino, uno de los dos debía retroceder cien o doscientos metros para orillarse en un lugar que diera paso al que venía en sentido contrario. Mejor dicho, patrón, eso era una trocha”. Esta opción me parece asustadora porque hay conductores que son malos para reversar; y porque en un terreno resbaladizo por el fango, y plagado de derrumbes por el invierno, cualquier maniobra equivocada puede dar con uno en el fondo del corrientoso y profundo “Cañón de la Llorona”, así llamado por un espanto que según dicen aúlla lamentos de madrugada en las noches de luna. Aseguran que el Río Sucio en ese lugar se tragó muchos camiones cargados y buses de escalera con pasajeros, sin que se haya rescatado de sus aguas la menor farola o el más pequeño escarpín de niño de brazos. Se los traga y no los devuelve nunca más, ni enteros ni en pedazos.
Las cosas han cambiado un poco; un poco no más, para que no se confíen. Ahora es una vía de dos carriles, lo que implica una amplitud, y está en su mayor parte pavimentada. Los derrumbes son removidos por la maquinaria de carretera y se le da mantenimiento aceptable. En siete u ocho horas se viaja entre Apartadó y Medellín. Se espantó el fucú.
En mi carácter de mensajero de una empresa, fui de un día para otro a Turbo en 1964, montado en una avioneta. Turbo, la capital de la región, era un descuidado caserío que lideraba un puñado de caseríos menos desarrollados que aquél. Las aguas estancadas del puerto olían a mil demonios y a pescado descompuesto. Tuve que contener bascas mientras iba de la notaría al juzgado saltando, por entre tablas y de piedra en piedra, para no sumergirme en las aguas pantanosas y fétidas pobladas de gusarapos. Me refugié por esa noche en la cabaña que me prestó sus servicios hoteleros, y no vi la hora de que la avioneta me regresara a Medellín al día siguiente. Apartadó, en donde quedaba la instalación cuyo embargo yo había ido a tramitar por cuenta de abogados, quedaba casi inaccesible. No me pidieron que fuera, ni me tomé el trabajo de ir a Apartadó, porque eso hubiera retrasado mi regreso.
Para este momento Turbo sigue siendo un descuidado caserío, que apenas si ha hecho el esfuerzo de cambiar las tablas de las paredes y los techos de paja por materiales de construcción más sólidos. No es mucho lo que ha progresado. Apartadó, en cambio, se creció a lado y lado de la vía, y es una floreciente población donde se mueve mucho dinero proveniente de las inmensas bananeras y los cultivos de tagua. Le falta en urbanismo para ser una ciudad de calles pavimentadas y alcantarillado de aguas lluvias; pero creció a más de cien mil habitantes y opacó a su antigua capital, de la que ahora apenas es vecina, puesto que tienen administraciones independientes.
De Apartadó a Carepa y a Chigorodó se va en un ya (15 minutos a Carepa, 15 más a Chigorodó); y de Apartadó a Turbo, Currulao, y Necoclí, en otro ya; por buenas vías. En Necoclí está el mar para los bañistas, puesto que el de Turbo no pasa de ser un embarcadero ribereño.
La historia oficial de Apartadó habla de unos fundadores o primeros habitantes de la región moderna, tomada como tal la que viene desde el desarrollo de las bananeras. Pero al parecer la cosa depende del lugar adonde uno llegue y en esta vez mi viaje lo hicimos por carretera. A primera hora de la mañana me senté en la mecedora, en la acera, a recibir un poco de brisa fresca antes de que el sol asomara su cabeza redonda y me hiciera esconder bajo el sombrío. Pasó el vecino, un hombre más o menos de mi edad (65 años). Comenté que era éste mi segundo viaje, y que el primero había sido en 1964. “Fue ése el año de mi llegada a la región, a los 20 años de edad, cuando resolví dejar de ser campesino de café en el Quindío y me vine a ser campesino de banano en Urabá”, me dijo, y continuó, como se suele decir de casi cualquier lugar que uno visite:
“Esto eran mangas, y hasta donde alcanza la vista, a uno y otro lado de la carretera, sólo tenía dos dueños que fueron los fundadores del poblado. Don Tomás Osorio, el uno, era un señor alto, elegante, de hablar educado y pausado, de modales cultos, que inspiraba respeto. Por la acera donde él venía, los demás bajábamos a la calle para cederle el paso, cortesía que él aceptaba con una inclinación de cabeza, una amable sonrisa, y un `muchas gracias, hijito´. Para él, todos éramos sus hijitos. El otro era el ronco don Ramón Jaramillo. En su presencia era `Don Ramón´ para todos, pero a sus espaldas era `El ronco´. Un hombre alto, fortachón, y pendenciero; al que le gustaba medir fuerzas con el que le diera lugar y ganarle, porque no le gustaba perder y nunca perdía. Ventajoso en los negocios, y mujeriego lleno de hijos dentro y fuera del matrimonio. Cuando llegaba a algún establecimiento de cantina se fijaba en la mesera más bonita y ésa tenía que ser la que lo atendiera, considerando un irrespeto si la muchacha ponía sus ojos en otro que no fuera él. Hasta que un día El Ronco llegó al lugar donde se encontraba un estibador bajo y de apariencia, comparada con la del patrón, endeble; obrero a quien llamaban “Marimonda” o “Mono Negro”. El estibador tenía ocupada a la mesera con requiebros, y el patrono supuso que el otro debía hacerse a un lado y cederle el paso. Se equivocó. A poco estaban enfrascados en pelea, y a poco más el bajito iba perdiendo frente al fibroso y curtido brazo del jefe que le estaba atornillando la nuca y estrangulando la cara morada, y se encorbataba la lengua del peón que oía ya los últimos conteos estertorosos del round perdido por knockout físico. Nadie se atrevía a meter basa. De pronto el bajito, en un sacudón como de muerte, estiró su mano callosa acostumbrada a anudar sogas, hurgó hasta encontrar lo que buscaba, y apretó fuerte por debajo de la pretina del otro, aprisionándole los testículos. Apretó fuerte. El otro fue aflojando su brazo y desmadejando el cuerpo para caer al piso donde su derrota fue sellada con un par de patadas callosas del de pie limpio. `Es para que aprenda a respetar a los hombres, patrón´, gritó altanero; pero el patrón ya no lo oía. Pasaría El Ronco semanas en el hospital, antes de enterarse de que el bajito se fue de la región sin cobrar prestaciones, pero llevándose la muchacha para apartarla de irrespetos patronales. No se supo de más hijos del ronco Ramón Jaramillo después de esa apretada, ni de que hubiera vuelto a atravesarse en el camino de ningún bajito”.
Escribí este texto en enero 6 de 2010, y el sábado 25 de junio de 2016 recorrí de nuevo la antioqueña carretera al mar hasta el municipio de Frontino, que queda a cuatro horas de la ciudad de Medellín en automóvil, por la misma vía que antes los camiones se tardaban días en cubrir. Pasamos por un aviso que señala el sitio donde se construirá la entrada al “Túnel del Toyo”, una vía que acortará aún más el recorrido. Apartadó queda a media hora de Chigorodó, Turbo queda a poco más de media hora de Apartadó, y Necoclí queda a una hora de Turbo, por buenas carreteras. Los tiempos de la trocha a Urabá son cosa del pasado.
ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
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