Preámbulo:
Después de haber contado en algunos correos dos o tres anécdotas de mi vida, una amiga me propuso que: “¿Por qué no escribes tu autobiografía?”. Le di las gracias y lo acepté como un cumplido, pero decliné la propuesta porque mi vida no da para biografías ni para autobiografías. Una biografía que interese a los lectores ¡Es cosa seria! De todos modos, todo lo que uno escribe está cargado de datos autobiográficos, y acabo de encontrarme este ejercicio de mis primeros tiempos en los talleres de escritura literaria que contiene muchos datos autobiográficos contados con apariencia de cuento. Claro que eso de que me atropelló un carro en la calle San Juan sí es puro cuento. Aparece en este texto mi padre cuando no había muerto, pero ya lo aquejaba el Alzheimer que lo acompañó hasta más allá de la tumba, que yo sepa. Eso lo sé, porque después de muerto no se ha vuelto a dejar sentir. Todo lo que cuento en este texto es verdad, aunque naturalmente está adornado en el intento de volverlo literario. Hasta la muerte del atropellado es cierta, así sea prestada o extrapolada. No le hice modificaciones a la luz de mis criterios y exigencias literarias del momento, y preferí dejarlo tal como lo escribí en febrero del año 2004. De todos modos, pinta una experiencia de lo que era el barrio de Guayaquil en Medellín, en los tiempos en que a mí me tocó guayaquilear.
ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
Medellín, julio 24 de 2016
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GUAYAQUIL ES UN PELIGRO
(Relato en 13 episodios, escrito en febrero 15 de 2004)
1.
Octubre de 1957
La abuela se encontraba dando lanzazos a las ascuas del fogón de leña, y soltó la varilla de hierro que esgrimía a manera de florete. Acomodó las piedras recalentadas que servían de soporte, asiéndolas y soltándolas con premura, como si fueran ascuas, y equilibró el recipiente de aluminio en el que burbujeaba el agua para ablandar los ingredientes de la sopa. Si le hubieran dicho que a pocos años estaría encendiendo los botones de una parrilla eléctrica, no habría alcanzado a imaginar tales y liberadoras comodidades. El cocimiento iba llegando a su punto, y acomodó la tapa, sostenida la olla por una herradura de alambre que formaba el asa. Había dejado de agitar la “china” o abanico de fibra tejida como un rombo que agitaba para atizar el fuego. Sentía avanzar las horas de la comida y atropellarse la cocina con el pedido de las bocas abiertas de una familia hambrienta por costumbre.
– ¿Qué dice, m´hijo? –detuvo el movimiento y rodeó con la palma de la mano el pabellón de la oreja, para escuchar mejor–.
– Que hay manifestación política en la Plaza de Cisneros, en Guayaquil, y yo quiero ir a ver cómo es.
– ¡Qué va a saber ir allá!
– Yo sí sé. Es al frente de la Farmacia Pasteur. Con el anuncio en el techo del “Dril Bucanero” y la amenaza de un pirata tuerto que guiña sus luces por la noche.
– ¿Qué tiene que hacer un culicagado de doce años en una manifestación de políticos bulliciosos? Y liberales, para peor desgracia. Esos son aires que no debe respirar. Somos conservadores. Por culpa de los discursos de los políticos mataron a Gaitán y casi acaban con el país, los porquerías. Que porquerías son todos los políticos, liberales y conservadores, los que quieren vivir a costa del pueblo. No se unte de necedades.
– Pero, abuelita, es que…
– Es que nada. Lo sorprende la noche por allá. Guayaquil de noche es peligroso y no es cosa de que usted ande por ahí buscando perderse entre peligros. “El que ama el peligro, en él perece”. Una persona decente no tiene nada que hacer de noche en Guayaquil.
– ¿Acaso va a ser de noche?... Será a las cinco de la tarde. ¿Cómo cuando tenía siete años sí fui solo a la Catedral a ver los restos de San Pedro Claver que habían traído desde Cartagena, y a andar en procesión? Tomé el bus de Buenos Aires y aquí volví.
– Usted dijo que lo iban a llevar los maestros del colegio y se fue solo. Su mamá lo dejó ir, por alcahueta.
– ¿Qué culpa tengo de haber llegado tarde y de que se hubiera ido el bus de mi colegio? No iba por eso a regresarme hacia la casa. ¡Yo no soy bobo!
– No es porque sea bobo, es porque un niño corre peligros frente a las alimañas de la ciudad. ¿No recuerda sus cinco años cuando lo llevé a la procesión de Cristo Rey en Guayabal y se me perdió de vista? Casi me mata del susto, m´hijo. Casi me mata de la angustia.
– Pero aquí volví, abuelita. Aquí volví. Usted es que se mantiene asustada desde que le raptaron el hijo a su sobrina, como si tuviera que vivir en una selva. Ese niño era un bebé que no sabía hablar, pero yo sí. Si algo me va a pasar, ya me sé defender. Yo grito. Llamo la policía para que se los lleven a la cárcel de La Ladera.
– Deje de hablar ingenuidades y no se vaya a buscar lo que no se le ha perdido. Guayaquil es una selva llena de peligros. Yo no lo dejo. Espere a que llegue su papá, que él verá si le da el permiso. Yo no le voy a poner el pecho a esas responsabilidades.
2.
Noviembre de 1963
Pedrolo, el administrador, lo miraba de reojo preguntándose si debía pedirle que se retirara. No quería problemas con las autoridades, por su edad. Si algo llegara a pasarle a ese muchacho, le remordería la conciencia por sentirse culpable. Algo había de desvalido en él, que le recordaba su propio naufragio en las aguas borrascosas de la adolescencia. Las miradas de los clientes del bar diagonal a El Perro Negro mordían. Sobre el pabellón enrojecido de sus orejas, el muchacho sentía palpitar las sienes por la sangre agolpada que quería salirse de sus venas. A sus dieciocho años, se sentía por fin en Guayaquil sin las mantillas protectoras del sol y de la abuela. Desde el frío metálico de su mesa de café, percibido por los codos, sentía hervir su sangre y reverberar al calor de un aguardiente que prefirió despachar de un solo golpe, para no tener que lidiar con la cantidad de tragos amargos que contiene una botella de cerveza. Era el precio que tenía que pagar para demostrarse que ya era un hombre. Pagó con unas monedas de baja denominación y dijo con aire displicente a la mesera: “Guárdese los vueltos”.
– Guayaquil es peligroso –le parecía oír la voz de la abuela– y el que ama sus peligros en él perece.
– Guayaquil está lleno de peligros. De ladrones, de atracadores, de mujeres que transmiten toda clase de enfermedades, de mujeres que se enamoran de los muchachos y los enyerban. Guayaquil es un antro de vicios adonde un muchacho sano no tiene por qué ir –decían sus padres, decían sus maestros, decían todos–.
3.
Diciembre de 1963
Se había prometido que algún día iría a Guayaquil a enfrentar a los demonios en persona y a matar el tigre de sus miedos, y aquí estaba. “A todo santo se le llega su día”. En el bolsillo de la camisa, la tarjeta laminada certificaba que ya tenía definida su situación militar. Si algún agente aparecía para solicitársela, podría mostrarla sin temores. Desde la pianola, “rockola” vociferante tragamonedas, la voz argentina de un tango suplicaba: “Un tropezón cualquiera da en la vida. / Por favor, lárgueme agente. / No me haga pasar vergüenza. / Yo soy un hombre decente, / se lo puedo garantir. / He tenido un mal momento...”. El amigo apareció preguntando:
– ¿Trajiste plata?
– No mucha, pero sí, vengo preparado. ¿Cuánto puede costar?
– Hablaré con mi amiga. No creo que cobre mucho.
Su amigo era el guía, el conocedor. Tenía experiencia. Mientras él descubría su nuevo continente, el amigo se quedó apurando una cerveza y viéndolo subir las escalas embaldosadas y frías de ese segundo piso de pensión en donde el joven iba a graduarse de hombre sobre el catre caliente de una meretriz.
– ¿Quién había aquí?
– ¿Por qué, m´hijo?
– Porque siento la cama tibia.
Sonrió maliciosa y contestó:
– Nadie. Aquí no ha entrado sino usted. Lo que pasa es que tiene la misma sangre caliente de su amigo.
Mientras ella separó el pulgar de la mano derecha, para envolver ágilmente los otros cuatro dedos extendidos adentro de los pliegues de medio metro de papel higiénico del ordinario, y procedió a secar lo poco que quedaba de sus vergüenzas; él sintió que las suyas se le subían a la cara en el momento de salir y que los transeúntes que cruzaban por la acera lo miraban censuradores. Se sintió empequeñecer a un tamaño menor que el más enano de los Liliputienses y deseó que se lo tragara la tierra para no tener que caminar hacia el bar en donde lo esperaba su amigo. Debería sentirse orgulloso por su graduación de hombre, pero se sentía disminuido a su mínima expresión.
Le quedaron $1,50 en los bolsillos.
4.
Enero de 1964
Un cancel lo separaba del mostrador y las estanterías de la “Farmacia Pasteur”, la más antigua de Guayaquil, a un lado de El Pedrero, mientras él se tragaba los últimos restos de la vergüenza que había tenido que exhibir al ingresar en el establecimiento. El doctor terminó de secarse las manos en el lavabo y entró al cuartucho improvisado. A las 9 de la mañana su aliento ya golpeaba aguardientoso. Pertenecía al grupo de médicos de los que Jorge Franco Vélez contaba en su novela que se desayunaban con aguardiente. “Hildebrando”, la historia de un médico guayaquilero.
– Déjame ver el lugar de tus dolencias...
– ¿Me la quito toda?, doctor Gabriel, ¿toda la ropa?
– Déjate la camisa y los zapatos, que ahí no te duele nada.
Le recetó antibióticos inyectados y cápsulas, para la supuración. Lavatorios. Ungüento para la mancha ardorosa de los muslos. Insecticida para rociar el pubis recién estrenado de parásitos. Le prohibió el alcohol, que sería lo único que pudiera calmar los remordimientos. Aunque estaba la confesión, pero no iba a presentarse al sacerdote con su alma supurosa. No le quedó nada en los bolsillos.
5.
Febrero de 1966
Salió de las oficinas gerenciales del banco y se acercó donde su amigo, el que lo había recomendado.
– Está listo. Me aceptaron para trabajar.
– ¡Cuánto me alegra! ¿Y a dónde te asignaron?
– A la oficina de la Plaza de Mercado, en Guayaquil.
– ¡Uy!, zona caliente.
– No es problema –Dijo con la suficiencia de los veinte años–. Estoy acostumbrado. Yo he sido guayaquilero desde antes.
En otros tiempos las calles del Guayaquil de día “eran” un peligro, con tantos raponeros que arrebataban los bolsos en donde guardaban las señoras el dinero del mercado. Resolvieron ellas enrollar los billetes y anudarlos en un pañuelo que depositaban en su pecho, cuñado por las curvaturas de sus senos, las más jóvenes. O sostenidos bajo la flacidez de los suyos, las más viejas. Por eso las calles del Guayaquil de día “son” un peligro en la actualidad, con tantos raponeros mandando la mano a los pechos, pero no para acariciarlos, sino para despojarlos de sus medallas y pañuelos. Su abuela lo sabía.
– ¿A la señora no le da miedo bajar a Guayaquil?
– Lo único de valor que yo tenía era la virginidad y la perdí hace ya tiempo. A mi edad dejé de preocuparme por apariencias.
– Entonces usted hace su mercado en el interior de la plaza de Guayaquil que tuvo un conato de incendio en días pasados. Es un peligro. Cualquier día puede incendiarse con uno adentro.
– A veces compro. Pero me gusta más en El Pedrero. Es más barato.
El interior de la plaza, con sus galerías o pasillos plagados de negocios, situados en pequeños espacios de dos metros de frente por dos de profundidad y tres de altura. Con entarimado de madera para almacenar mercancía por encima de las cabezas del propietario y su ayudante; hacinados detrás del mostrador entre bultos, cajas y paquetes de todos los tamaños. El espacio, insuficiente, obliga a depositar más mercancía en las afueras, invadiendo la vía de circulación. Las compradoras, sabedoras de que tienen que acercarse haciendo piruetas y eludiendo el hormiguero de otros compradores, acostumbran ponerse ropa informal apropiada para ensuciar y sandalias cómodas capaces de sortear esos estorbos. Por la galería que conduce a las carnicerías, no es raro divisar en la entrada un camión furgonado de aluminio que se detiene y abre sus puertas traseras. Descienden dos cargadores fornidos, semidesnudos, enfundados en sus pequeñas pantalonetas abajo de sus torsos al aire. Se calzan una ruana de cuero a manera de delantal. Sus brazos destilan sangre de los novillos acabados de matar y descuartizados en el matadero. Sus músculos potentes y acostumbrados, engarzan un cuarto de res en cada brazo, e impulsados por su peso, trotan rumbo a la carnicería cuyo propietario contrató su transporte. Previniéndose de tumbar a alguna señora o embadurnarla con sangre a medio coagular, emiten sus gritos de advertencia: “¡Cuidado las ensucio! ¡Vean que las ensucio!”, con vozarrones potentes que restallan como cornetazos de camión y las obligan a lanzarse sobre los bultos de papas, para no ser arrolladas por una tromba sanguinolenta que las rebasa disparada.
6.
Junio de 1966
Algunas prefieren mercar en El Pedrero, en las afueras. Dos calles en “L” alrededor de la plaza; invadidas por ventorrillos armados con restos de maderas, latas y cartones. Con techo improvisado con plásticos, para rechazar el sol y escamparse de la lluvia. Mercancías regadas por todos lados. Breves espacios reservados para circulación, tapizados de hojas de plátano, guascas de amarre, cáscaras, restos de empaques de todas clases. Lodos traídos en las suelas de los zapatos desde todos los barrios de la ciudad, mezclados y apelmazados con aguas lluvias y hasta con aguas negras. Podredumbres compostadas de deshechos orgánicos. Olores pestilentes. Piso de pavimento resbaladizo. Es un bazar de regateo. A diferencia de los supermercados en donde las compradoras encuentran gajos de bananos de cáscara amarilla y reluciente, contramarcada con una pequeña calcomanía que indica la marca de su procedencia. Gajos debidamente empacados en bandejas al vacío, para preservarlos y señalar su precio con un tiquete adhesivo que tiene además código de barras porque sus precios son fijos. A diferencia de estos, los gajos de banano en El Pedrero corresponden a deshechos de la producción que vienen maltratados y golpeados en diferentes momentos; desde su producción, recolección y transporte; hasta el manejo que se les da en éste, su lugar de destino.
– ¿Cuánto valen estos siete bananos y medio que vienen a medio macerar?
– Esos valen $2.oo
– No. Muy caros. ¿No me los deja por $1.oo?
– No puedo. Llévelos por $1.80
– Le doy $1.50
– Bueno. Déjelos. ¿Qué puedo hacer con usted? –Aparenta resignación el vendedor–.
En el fragor del regateo, pasan por su lado hombres y mujeres de todo tipo, de todas las edades. Todos parecen tener necesidad de recostarse, de frotar sus cuerpos contra los de los compradores. Es parte de los riesgos que se aceptan por comprar en este lugar y hacer todo un mercado a precios que pueden ser la mitad o menos de los de un supermercado. En ese roce, muchas manos entran imperceptibles en sus bolsillos. Palpan, imperceptibles, su pretina. Buscan, imperceptibles, los resquicios en donde pueden encontrar el pequeño tesoro. Ellas lo saben, las compradoras, y por eso su mano derecha examina los artículos y su mano izquierda se recuesta al pecho en actitud piadosa, que parecería estar pidiendo perdón al cielo por sus pecados veniales, pero que tiene como encargo ser guardiana de los pequeños ahorros que han sido destinados a comprar la provisión de su cocina.
El edificio es la Plaza del Mercado Cubierto de Guayaquil, construida por el arquitecto Charles Carré para el Sr. Carlos Coriolano Amador frente a la Estación Cisneros del Ferrocarril, en la calle de San Juan. Los tenderetes de la calle en L que rodean la plaza por el exterior, son el mercado callejero de El Pedrero. Todo el territorio, más la plaza de Mercado Sucre, también demolida, constituye lo que hoy son el Parque de las Luces en el sector gubernamental de La Alpujarra y la biblioteca de las Empresas Públicas de Medellín.
7.
Junio de 1968
“Las calles de Guayaquil son un peligro”. De noche, los atracadores ponen cuchillos en el pecho de sus víctimas y las obligan a entregar sus pertenencias. “Tarzán el del celuloide”; con su cuerpo musculoso, sus cabellos rubios y sus ojos azules; tomaba los árboles por las lianas, dispuesto a defender sus dominios de los cazadores que invadían el territorio de la selva. Así se veía en las películas. “El Tarzán de Guayaquil”, con su boca desdentada, era un negro fornido que atracaba a todo el que se ponía a su alcance y ponía de huida a todo el que le disputaba sus terrenos. El novel empleado de banco había oído sobre él.
– ¿Cuánto tiempo llevas de trabajar como cajero de banco en Guayaquil?
– Dos años ya.
– ¿Es peligroso?
– Uno se acostumbra. Nunca me ha pasado nada. Ya me conocen. Aunque no dejo de sentirme extraño vestido de saco y de corbata, con traje de ejecutivo; entre gentes sencillas de pantalón de dril y camisa de algodón, que son mis clientes.
8.
Octubre de 1968, jueves
Tarzán lo vio venir, a un parroquiano de camisa y chaqueta de cuero deportiva, y lo intimidó poniendo su cuchillo en las costillas. Su estatura de atracador, muy superior a la de la víctima.
- ¡Entrégueme lo que tiene!
- Sí, sí, tranquilo, yo le entrego –alcanzó a modular la víctima, asustada–.
Empezó a despojarse de sus anillos, y los entregó. De su reloj, y lo entregó. De su billetera, y la entregó. Iba esculcando bolsillos y entregando contenido. Puso la mano en el interior de la chaqueta, para tomar el objeto allí guardado.
Lo segundo que vio Tarzán en la mano izquierda del detective, que tal era el parroquiano, fue la placa que lo identificaba. Lo primero, en la mano derecha, el revólver que vomitaba fuego y golpeaba su pecho, astillando las costillas que lo recubrían. Lo tercero, a la dama de la muerte que le estiraba sus brazos.
9.
Octubre de 1968, viernes
Esa noche el cliente del banco, de piel negra con facciones blancas. Enfundado en pantalones, camisa, zapatos y sombrero blancos, que le eran su traje habitual y por lo tanto lo apodaban “Negativo”; presidía el mostrador del bar, del que era dueño, en lo más tenebroso de El Pedrero en Guayaquil. Se sentía seguro; puesto que su generosidad con indigentes, callejeros, y personas de toda laya lo hacía conocido y le aseguraba protección. Agradeció a los dos cajeros por haberse tomado la molestia de llevar hasta su negocio ese recibo de consignación, que bien hubiera podido esperar hasta mañana. Pero es que eran sus amigos y le gustaba recibirlos con su aspecto de magnates, por refrescar el aire de sus clientes habituales, descamisados. Cargadores de cotizas, enfundados en pantalones untados con la mugre de los días anteriores; sin camisa, pero con un trapo rojo que terciaban doblado sobre el hombro, a manera de poncho, y les servía como cojín para amortiguar las talladuras de los bultos pesados. Se les veía apurando copas y enfrascados en el juego de cartas, en donde algunos solían perder las ganancias del día, y otros solían ganar alguna vez, de tarde en tarde. Negativo saludó con apretón de manos a sus dos amigos, y en eso hizo una excepción (“Raro que Negativo le dé la mano a alguno, él que no se deja contaminar de nadie”). Negativo también tenía la pasión del juego, pero no las migajas que salían de los bolsillos de sus clientes. A veces se encerraba toda una noche con acaudalados y propietarios de negocios. Jugaban casas, fincas, carros, almacenes. Como montado en una montaña rusa de las de los parques de diversiones, Negativo se ha visto propietario de muchos bienes como producto de su juego. Y se ha visto arruinado, sin un peso, por haber perdido todo lo suyo en la suerte de una sacudida de dados. A eso estaba él acostumbrado, pero no su familia, que vivía en la zozobra de esperar su llegada cada noche; para explorar si venía con una sonrisa, o si un rictus amargo les indicaba que tenían que desocupar la casa. Recibió a los dos cajeros con la sonrisa de los días triunfadores y les brindó un par de copas. Ya iban apurando la tercera, cuando entraron dos meretrices callejeras, de las que se rebuscan la vida en las tenebrosidades de la noche.
– ¿Podrían obsequiarnos unas monedas? Han matado a Tarzán, el proxeneta que protegía a mi compañera, y no tenemos con qué sepultarlo.
– ¿En dónde lo tienen?
– Al lado de la Farmacia Pasteur, en “El Naranjal”.
El Naranjal era un cobertizo con escaleras y piso de madera, en cuyo segundo piso almacenaban los camioneros sus bultos de naranjas traídos del campo, mientras los distribuían a los vendedores de detal. A estas horas siempre estaba desocupado.
Los cajeros se miraron.
– ¿Vamos a verlo?
– Solos no vayan –dijo su amigo–, Guayaquil es peligroso. Mejor yo los acompaño.
A diferencia del sector de bares de Guayaquil, que era un hervidero, esta parte dedicada al acopio de productos agrícolas iniciaba movimiento después de las 3 am., cuando llegaban los camiones cargados. A las 11 pm. se veían apenas unas pocas personas con aspecto de indigentes. Los dos cajeros, acompañados de su amigo, llegaron a las puertas del establecimiento que tenía la luminaria de la calle rota y, por lo tanto, a oscuras. El interior estaba en penumbras, alumbrado con luz tenue. El servicio de energía estaba suspendido. El aspecto era de antro.
– Es que es un negocio cooperativo. No hemos podido reunir el dinero para el pago del arriendo.
Las escaleras crujían, con sus tablas desajustadas, marcándose en el silencio de la noche los pasos de los visitantes que llegaron a la entrada y se detuvieron a contemplar el cuadro que se ofrecía ante sus ojos. En la parte superior, una luminaria de trapos empapados en petróleo, colgada de un alambre, azotaba el aire con su llama amarillenta y su humareda de hollín, desde el fondo de un tarro de hojalata abollado. Una tarima con un cajón de tablas burdas, enmarcado entre cuatro cirios baratos, aguardaba el cadáver que habría de ser velado. Parecía que en cualquier momento el aire iba a cruzarse con el aleteo asustador de un murciélago inoportuno, y que al salir por alguna de las ventanucas, se escucharía la risa terrorífica de una bruja que abandonase el aquelarre. Unos pocos dolientes, con cara circunspecta, más bien que compungida, cuchicheaban en un rincón mientras aspiraban aromas del contenido de una botella de pegante químico alucinógeno. Tosían con sus inhalaciones. Parecían ahogarse. Tres de ellos se pasaban de boca en boca la colilla de un cigarrillo de marihuana que, con seguridad, ya quemaba los dedos manchados de los comulgantes. El olor dulce impregnaba el lugar, fastidiando a los que no estaban acostumbrados a ese ambiente. Es decir, a los recién llegados. En otra tarima, al fondo, yacía el cadáver del negro que en vida se veía imponente, pero que ahora tenía un algo disminuído, al carecer ya de su aliento. Tenía el pecho abierto y parecía manar sangre, restos de sangre, lo que era inverosímil por las horas transcurridas desde su muerte. Era un efecto producido por el ayudante que dejaba caer con su mano izquierda, desde la boca de una jarra sucia, un chorro de agua. Con su mano derecha secaba con una toalla deshilachada los restos de aguasangre que rodaban al piso, dejando ver la carne rosada del difunto. El embalsamador de oficio era un travestido de cara “pintarrojeada”. Pintura rosa que ocultaba sus ojeras moradas de trasnochador y el color verdoso de su piel aguantahambres, bajo la cortina de rubor cosmético. Un lunar negro en la mejilla, tan falso como todo él, de los pies a la cabeza. Como un torero disponiéndose a matar con sus fuertes dedos agarrotados a la espada, los dedos afeminados del señorito aguardaban el momento de acometer su tarea, armados de una aguja gruesa y un cordel. Se veía desvalido el embalsamador, pero su desvalidez era engañosa. Con esas mismas manos suaves y desgonzadas había abierto con un tajo de navaja la cara de un enamorado que le fue infiel, y en estos momentos estaba recién salido de la cárcel. Con la mirada vidriosa de los ojos cuyos párpados nadie se había molestado en cerrar, el difunto se disponía a mirar sin ver, la cosida de la mueca macabra florecida en su pecho desafiante, que aparecía a la vista como la boca descosida de cualquiera de los sacos de naranjas que horas antes, apenas unas horas antes, ocupaban el lugar de ese cuerpo despreciable que llenó de terror las calles vecinas, cuando era todavía joven y vital.
– Es que no hemos tenido con qué comprar el cajón para enterrarlo, ni tuvimos con qué mandarlo a arreglar de un funerario, después de que le practicaron lo de la autopsia –Dijo con voz pastosa un informante no requerido, con una lenta pasada de su mirada torva–.
Otro informante, también de mirada turbia, acuchilladora, que tampoco había sido requerido, se creyó en la obligación de aclarar con estocada:
– No se extrañen, “doptores”, que a los ricos “jijueputas” de saco y de corbata no les interesa pagar el entierro de un descamisado “como uno”.
Los cajeros se miraron sus corbatas y levantaron la mirada para hacerse una seña con los ojos. Sentían que su presencia no era bienvenida ni mucho menos agradecida. Era evidente que este deudo con solidaridad de clase se estaba alineando a un lado y los estaba alineando a ellos en el otro.
No supieron cuándo, cómo, ni de qué manera balbucieron una despedida que quiso ser cortés, pero que sonó falsa en la premura con que abandonaron el sitio.
– Era mejor salir –dijo uno ya afuera, mientras consumían una salchicha caliente de carnes rosadas en el ventorrillo de la esquina y le ponían suficiente salsa de tomate rojo sangre–. Este Guayaquil siempre ha sido peligroso.
– Se puede uno morir de un tiro. O de una puñalada –respondió el otro, mientras observaba las manos sucias con que el ventero preparaba los alimentos, recogía el dinero y daba los vueltos, todo en uno–. (... O de infección por las manos engrasadas y orinosas de este vendedor, que no respetan a nadie... Ni siquiera a uno que tiene estómago de vagabundo y un ángel en el cielo, para cuidar de que nada le pase acá en la tierra). –Agregó por lo bajo, al oído de sus compañeros, sintiéndose fuera de lugar–.
10.
Noviembre de 1985
Si ese domingo hubiera habido tarde de toros, los alrededores de la Plaza de Toros de la Macarena estarían llenos de gente haciendo el remate de corrida al calor de muchas botellas de licor. Pero no, ese domingo a las ocho de la noche todo se veía muy solitario. Desde que dejó de trabajar en el banco se había hecho vendedor. El vehículo que lo trajo desde los pueblos del oriente, que seguiría su recorrido de norte a sur por la autopista, paró para permitirle descender frente a la plaza. Se proponía ascender por las escalas y recorrer el largo puente peatonal para acercarse hasta la calle de San Juan. Allí abordaría un taxi que lo condujera hasta su casa. Había separado en dos fajos los billetes, producto de sus ventas, para que no le hicieran estorbo en los bolsillos del pantalón. Pero, al caminar, algo se notaba. Era evidente que allí tenía un dinero que cualquier necesitado podría averiguar con solo hacerle levantar los brazos, poniendo en sus costillas la punta de un cuchillo sostenido por la mano derecha firme, y esculcando con la izquierda temblorosa. Para un atracador, es pan comido. Ascendió las escalas e inició el recorrido, cuando vio que no estaba solo. Diez o doce indigentes, recostados a las barandas del puente, compartían los vapores de una botella de químicos alucinantes y clavaban sus miradas en él para darle la bienvenida. No se pudo dar el lujo de dudarlo. Le fue preferible continuar su paso firme, que dar marcha atrás; puesto que habría sido presa fácil de la jauría.
– ¡Buenas noches!, permiso –dijo con la voz firme y el alma estropajosa–.
– Buenas... Buenas... Buenas... –le contestaron tres voces, con voz cansada y displicente–.
Bajó las escalas del descenso hacia la vía, eludiendo un carromato con restos de basura reciclada que estorbaba, y esperó el taxi que tardó no más de tres minutos largos, lentos, eternos, en llegar. Ciento ochenta segundos. Mil ochocientas décimas, medidas con el cronómetro golpeante, galopante, del pecho. El taxi se detuvo. Sentía quince, veinte, qué sabía él de pares de miradas a su espalda.
– ¡Por Dios! ¿Qué hace en este lugar, y a esta hora, dando oportunidad de que lo roben? –dijo el taxista–.
– Uno que es arriesgado, sin pensarlo.
– Si usted fuera un niño nada digo, pero un hombre cuarentón debe saber por dónde anda. Este lugar es prácticamente Guayaquil y los peligros de Guayaquil no son un juego. Perdóneme el regaño, pero no vuelva a hacerlo. Decía mi abuela que “El que ama el peligro, en él perece”.
– Le agradezco. Igual decía la mía.
11.
Diciembre de 1995
No es posible que a sus cincuenta años ese desgaste de rodillas lo tenga caminando tan cojo. Muchos conoce que a esa edad, y más allá, caminan con paso firme y seguro. Pero él, no; su paso es vacilante. Los médicos le han dicho que “economice rodillas”, que gaste poco. Que se abstenga de subir o bajar escaleras, porque el esfuerzo lo perjudica. Y de subir o bajar por planos inclinados. “Qué sé yo de recomendaciones que son más fáciles de decir que de cumplir”. Las estaciones del Metro. ¡Cómo le gusta viajar en Metro!, pero son sólo escalas. Por todas partes. En el parque de Berrío han instalado unas escaleras eléctricas que sirven sólo para subir. Como si las personas como él no necesitaran también de bajar. Y como si solamente pudieran abordar por esa estación. O someterse a la vergüenza de ser alzado en andas por los brazos jóvenes de los policías de servicio. Los puentes peatonales. Escalas y más escalas, la mayoría. Y unos pocos con planos inclinados. ¡Planos inclinados! (“Ni escalas ni planos inclinados, sus rodillas ya no están para eso”. Sí, doctor)
– Cuídese de dar un mal paso. En sus condiciones, es un peligro.
– Sí, doctor.
12.
Junio de 2003
Sólo tiene cincuenta y siete años, pero tal cual achaque ya ha azotado sus mejillas. Recibe una palmada, y pone su cara para recibir la otra con cristiana resignación, como dice el Evangelio. Que si ya se acostumbró al dolor de rodillas. Que si va a esperar a que se caigan todas sus calzas y a seguir aguantando dolores de muela. Que si el dolor de riñones es cada vez más pronunciado. Que si la úlcera. Que si el mal genio. No demorarán en aparecer las fallas de memoria que su padre ha soportado con la paciencia del Santo Job. Él no tanto, sus familiares.
– Mi papá, cada vez más achacoso e irritable. Todo lo incomoda y por todo le da rabia. Y caprichoso como ha sido, insiste en salir solo al centro y no dejarse acompañar por nadie. No recibe consejos y todo se le olvida. Eso es lo peor. Ya ni siquiera recuerda a veces quién es él o cuáles son sus limitaciones. No es raro oírle preguntar por el nombre de alguno de sus hijos que tiene traspapelado en la memoria –decía de su padre como si él estuviera muy lejos de alcanzar su misma edad. Veinte años los separaban–.
La gente no aprende. Cuánto tiempo hace de esa campaña de pintar en la vía estrellas negras bordeadas de amarillo, en donde quiera que ha ocurrido una muerte por accidente de tránsito. Es una advertencia para los peatones que cruzan con imprudencia. Pero no aprenden. Siempre hay más estrellas, al lado de las primeras. Es increíble. Los puentes peatonales se parecen a los hoteles que promocionan las corporaciones de turismo. Los hay con tres, con cuatro, con cinco estrellas por debajo. Los peatones no aprenden.
El anciano que se sentó dos sillas por delante de la suya empezó a mascullar. Se sintió mortificado porque a duras penas el conductor del bus lo dejó subir y arrancó de nuevo, sin esperar a que él ocupara su asiento.
– No tengo tiempo. Tengo que marcar el reloj de control, para que no me sancionen, y tengo que apurarme a recoger pasajeros porque de sus pasajes es que vivo.
El anciano hizo un comentario a su vecino de asiento al sentirse mortificado porque el bus corría que daba miedo y frenaba intempestivo para sortear los peligros.
El anciano mostró en su cara la mortificación porque el conductor, al llegar, a duras penas esperó a que descendiera, para arrancar de nuevo a toda velocidad. Casi arranca, dejándole adentro el medio cuerpo que aún no se bajaba. Él, que había descendido un poco antes por la puerta trasera, acudió a sostenerlo en su trastrabilleo.
– Son unos irresponsables –rezongó el anciano– cuántas personas han perdido falanges de sus dedos que se quedan atrapadas en el bus por culpa de un anillo. Por eso no uso anillos. Y menos con esos estribos que los hacen cada vez más altos y más difíciles de abordar.
– Los viejos, todos iguales. Me parece que veo a mi papá –pensó, sintiéndose joven a los cincuenta y siete años–.
13.
Enero de 2004
La avenida, en pleno Guayaquil, tenía tres carriles triples con cortos separadores. Los peatones debían ir dos cuadras adelante o una atrás, para atravesar por la cebra señalada en los semáforos. O dos más, para cruzar por el puente peatonal.
– ¡Eh!, yo no voy a dar esas caminadas tan largas. Que las den los viejos. Es cuestión de apurarme y atravesar cuando no vengan carros o vengan distanciados –se propuso con la determinación de sus reflejos activos en tiempos no lejanos–. En mis tiempos ésta era apenas una calle de dos carriles y fácil de pasar. No había tantos vehículos ni habían tumbado tantas construcciones. Eran tiempos en que se vivía más tranquilo. En esos tiempos Guayaquil no era tan peligroso.
Vio cambiar el semáforo más adelante y los carros de turno arrancar velozmente. Vio la calle despejada y los carros detenidos en el semáforo de atrás. Impulsó los cincuenta y ocho años de ganas de vivir sostenidos en sus dos rodillas bien vividas, y emprendió veloz (¿veloz?) carrera hasta el separador central.
La viejecita de la esquina sintió el golpe sordo, con el consabido chirrido de frenos, y empezó a musitar en su latín de oídas, escuchado en los días de la primera comunión, una oración cuya pronunciación imitaba, cuya traducción desconocía, pero que entendía como una fórmula mágica para ayudar a que las almas de los fieles difuntos descansen en paz: “Ré-quien-eterna-dona-y-dómi. / Luz-per-petua- luce-a-Dei / réquies-cátin- paz. Amén”.
Las autoridades de la Inspección de Policía de Guayaquil se acercaron a acordonar el sitio y a tenerlo despejado de curiosos. Una sábana cubrió el cadáver para alejarlo de la morbosidad ajena. Un funcionario trazó un croquis con tiza, delineando los contornos del cuerpo en donde después se pintaría otra estrella negra con bordes amarillos. El conductor, compungido, no sabía qué hacer.
– Yo estaba pendiente del semáforo –dijo– y había muchas personas en la acera. No pensé que al hombre le fuera a dar por avanzar en el último momento. Los pasajeros son testigos de que él fue quien se lanzó.
En la confusión del atropello, una mano desconocida extrajo del bolsillo de la víctima la cartera con sus documentos. El agente de policía que llegó de primero, trataba en vano de identificar quién podría ser el que yacía sin vida sobre el piso. Tendrían que hacerlo registrar como N. N. y llevarlo hasta la morgue por tres o más días hasta que apareciera algún familiar a reconocerlo. Los curiosos querían desbordar el cordón que lo rodeaba. Su estrella negra bordeada de amarillo sería pintada justo al frente de donde antes estuvieron la Plaza de Mercado, La Pasteur, El Pedrero, y El Naranjal, que le perdonaron la vida cuando era joven, y que desaparecieron antes que él.
– ¡Gente tan vieja de vivir en Medellín y todavía no sabe que Guayaquil es un peligro! Se les tiene advertido, pero no aprenden–.
Comentaron los vendedores de baratijas de la esquina, mientras regresaban a sus lugares. No era cosa de perder ventas por culpa de otro entre muchos accidentes. Si así lo hicieran, tendrían que parar su trabajo y dedicarse a velar cadáveres ¡Carajo!
ORLANDO RAMÍREZ–CASAS (ORCASAS)
Lo he leido todo. Muy ameno. Me parece verme allí viviendo muchas de esas experiencias
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