http://www.universocentro.com/NUMERO47/Delostoldosaloscentroscomerciales.aspx
En mi niñez había algo así como 22 departamentos, y varias intendencias y comisarías que se denominaban “territorios nacionales”. Antes de yo nacer, un tío que se había ido para el Meta y radicado en Villavicencio, que quedaba por allá en la selva, regresó a Medellín tuberculoso para internarse en el Hospital de la María en el barrio Castilla, en el noroccidente de la ciudad, donde murió por los días en que inauguraban el Cementerio Universal cercano a ese hospital. Su tumba estuvo marcada con el #3 y se la llevó el ensanche por falta de dolientes porque mi abuela Valentina Restrepo, y sus otros hijos, vivían en el barrio Buenos Aires en el extremo oriental, y eso quedaba muy lejos para estar visitando sus restos. No lo incineraron, porque en ese entonces no había hornos de cremación; pero tampoco lo enterraron en el Cementerio de San Lorenzo, el de los pobres, porque no era cuestión de pasear un cadáver infectado con el bacilo de Koch esparciendo contaminación por todos lados.
Valentina Restrepo, mujer pobre, provenía de los Restrepo ricos. Todos los Restrepo, incluidos los descendientes de esclavos que tomaron el apellido de sus amos, debían su “estirpe” al extremeño don Alonso López de Restrepo Méndez que, siendo muy joven, llegó en 1646 a América y se radicó con su primo Marcos López de Restrepo Águila en el Valle de Aburrá, donde en 1675 ya eran personajes distinguidos e influyentes cuando la regente española doña Mariana de Austria la declaró “Villa de Medellín”. ¿Por qué Alonso y Marcos López de Restrepo, par de jóvenes aventureros, se radicaron aquí y no en Santa Fe de Antioquia? Porque eran pobres. No tan pobres que no tuvieran con qué comprar un pedazo de tierra, pero sí pobres como para no poder comprarlo cerca del poblado donde estaba la civilización. Entre su terruño y el poblado central había un trecho que debían recorrer en mula por una trocha, y tardaban su buen tiempo y no la hora y cuarto que se tarda un automóvil hoy en día por la vía del túnel de occidente. No sé cuánto tiempo gastaban en ese recorrido en mula para ir a comprar las cosas de mercado que no se conseguían en su finca, pero sé que de Santa Bárbara a Medellín, dos siglos después:
“Los arrieros en el siglo XIX se gastaban seis jornadas madrugando desde las 4 am. y parando después de las 6 pm.; y eran muchas leguas de camino a pie, con mulas cargadas y ajustando cabezales, sobrecinchas, enjalmas, pretales, baticolas, reatas, y retrancos, que no es lo mismo que viajar sin estorbos. Una legua, con sus 5.572 metros, está más cerca de las tres millas que son 5.556, que de los seis kilómetros. Pero ellos no medían la distancia por leguas sino por “tabacos de camino”, es decir el recorrido mientras fumaban un tabaco; y eso varía, porque los dos eran buenos para fumar. Todos no andaban al mismo ritmo, ni todos los días estaba el palo pa´ cucharas. Eso desde Santa Bárbara, porque otras veces venían de Manizales y vaya a saberse cuánto tardaban”.
Dos siglos después de la llegada de los Restrepo al Valle de Aburrá, Medellín ya era una aldea recién convertida en ciudad, y los habitantes no tenían necesidad de ir hasta Santa Fe de Antioquia para hacer mercado porque aquí se conseguía de todo lo que podía conseguirse por esos días. ¿En dónde? En los toldos del mercado como en cualquier caserío que se respete.
Mercado de toldos en la plaza del
municipio de San Vicente en Antioquia
Hasta 1891 los toldos del mercado estuvieron situados en la plaza mayor de la Candelaria, o sea en el Parque de Berrío, hasta que don Rafael, casado con una sobrina de don José María Uribe Restrepo, el suegro de don Carlos Coriolano Amador, construyó la Plaza de Rafael Flórez en donde no vendían flores por la sencilla razón de que en ese tiempo las flores se cultivaban silvestres en los patios de las casas. “¿Comprar flores? Pa´ qué”. Esa fue la plaza o mercado cubierto por antonomasia hasta que en 1894 su pariente político, don Coroliano, encargó al arquitecto Charles Carré la construcción de la Plaza de Mercado de Amador en Guayaquil, y relegó la de Flórez a la categoría de “placita”.
Ochenta años le duró el reinado a la plaza de Guayaquil y fueron dos incendios los que dieron la estocada final que desplazó a los vendedores y compradores hacia las plazas mayorista de Guayabal y minorista de San Benito. Hasta ese momento todos los habitantes de la ciudad iban al centro a hacer mercado y compras en los almacenes situados entre el Parque de Berrío y la Estación Cisneros del Ferrocarril.
Para ese entonces, algunas de las que habían sido fincas se habían dividido en lotes entregados en propiedad a los herederos. Los mayores, recibiendo los lotes del frente, dando a la calle; y los menores, recibiendo lotes en el interior, alejados de la calle. Allí construyeron sus viviendas, pero se idearon un corredor que les diera acceso a la calle por una puerta común, corredor que recorrían hacia un patio en cuyo interior se abrían en abanico las entradas a varias viviendas que en algún momento fueron alquiladas a otros y se convirtieron, a su vez, en “casas de inquilinato”. Ese tipo de construcciones, que en Argentina fueron denominadas “conventillos” y en México "casas de vecindad", para nosotros se convirtieron en “pasajes”.
El concepto de pasaje, aplicado al comercio, apareció en los años sesenta. El terreno de lo que quizás haya sido una amplia casa, como muchas, con solar al fondo capaz de albergar vacas, animales de corral, caballeriza y cochera; fue loteado y construido en locales comerciales con dos puertas de acceso comunes a todos ellos, una por Junín, y otra por Maracaibo. Varios comerciantes se quebraron en ese lugar antes de que la ciudad desarrollara la cultura de recorrer ese tipo de establecimientos para hacer sus compras, al punto que algunos denominaron al pasaje Junín-Maracaibo “el túnel de la quiebra”, tomando el nombre del túnel que daba paso al ferrocarril de Puerto Berrío.
Mucho tardaron esos negocios en volverse rentables y fue ese nuestro primer centro comercial aunque no cumpliera con los parámetros que hoy aplicamos para tal denominación. Para merecer el nombre de centro comercial tuvo que unirse con los que fueron construidos posteriormente en lo que era el Club Unión.
En 1972 se construyó el que tal vez fue el primer centro comercial de Colombia: el Centro Comercial San Diego. Hoy en día un local allí vale una millonada, pero por entonces muchos comerciantes perdieron sus ahorros mientras la gente adquiría la costumbre de comprar en ese tipo de negocios; gente que todavía viajaba al puerto libre de impuestos que era la isla de San Andrés con el propósito de broncearse y traer un equipaje compuesto por electrodomésticos y otros artículos comprados a bajo precio.
Entonces hicieron su aparición los llamados Sanandresitos que los contrabandistas establecieron para ofrecer las gangas de San Andrés sin necesidad de viaje. Los Sanandresitos proliferaron y muchas casas y locales comerciales de Guayaquil fueron subdivididas y acondicionadas con locales más pequeños que se unieron, de manera informal, por pasadizos y puertas de acceso, para conformar lo que hoy en día se conoce como “El Hueco”, que viene a ser no uno sino muchos huecos. Dicen los que saben que allí se consigue de todo y muchas señoras de postín hacen sus compras en esos puestos porque según sus cuentas obtienen un ahorro considerable, aunque no todo el mundo se le mide a ese sistema de compras abigarradas. Mientras tanto, el Centro Comercial San Diego adquirió vuelo como lugar de compras para quienes preferían pagar un poco más por la comodidad en el tránsito por las vitrinas y la facilidad de sentarse a descansar. La idea que convertía las compras o el simple vitrineo en un plan familiar y un ritual social comenzaba a consolidarse.
Fue ese el momento en que surgió el concepto actual de lo que es un centro comercial. Alguien calculaba, no sé con qué bases, que en realidad son más de 250 en Medellín; pero la cifra oficial según Fenalco es que tiene 50 centros afiliados. Bajar al centro de la ciudad dejó de ser una costumbre y una obligación, ahora el centro comercial es el santuario de peregrinaje para muchos medellinenses, donde no sólo se va de compras sino a comer, a lolear, a afilar el ojo y las ganas.
Naturalmente lolear viene de Lola, que quizás fue alguna señora de esas que mucho miran y por todo preguntan pero, a la hora de la verdad, no compran nada. Ese apodo debió ser puesto por las vendedoras de los almacenes que también se inventaron el apellido de la familia Miranda para los que miran y miran sin comprar. Aunque, también se me ocurre, lo de lolear pudo venir de las jovencitas atractivas y sexis, como la Lolita de Nabokov, que se pasean por los centros comerciales. Porque los centros comerciales son también pasarela de modas y sustitutos de los bazares parroquiales y las procesiones de Semana Santa a los que los muchachos de mi época íbamos a conseguir novia. Hay que ir al Tesoro, a Oviedo, al Santa Fe, a Unicentro, a Los Molinos, para ver la pléyade de estrellitas criollas que parecen sacadas de portadas de revista. Los comerciantes opinan que el loleo es un gancho y que, detrás del loleo, viene la venta. “Los loleadores lo mínimo que compran es un helado y un cucurucho de crispetas o palomitas de maíz”.
Es curioso ver cómo algunos terrenos cambian de vocación. Lo que fueron grandes teatros para exhibición de películas, se han convertido en lugares de oración para las sectas evangélicas. Los espacios de la silletería fueron reemplazados por sillas plásticas Rímax, fáciles de apilar; y lo que fue el telón de proyecciones se ha convertido en el púlpito de los pastores que predican la conversión.
Así mismo, varios centros comerciales y almacenes de grandes superficies han sido construidos en lo que anteriormente eran fábricas textileras como Tejicóndor, que hoy alberga a Makro, a Carrefour, y a Home Center; como Fatelares, frente a la Plaza de Mercado Minoritaria, donde acaba de construirse un nuevo centro; como Vicuña, donde se construyó el de Los Molinos; y como Everfit, en donde acaba de construirse el Centro Comercial Florida.
Los Molinos, en el terreno que ocupó la desaparecida fábrica de textiles Vicuña, fue un centro comercial que marcó otra revolución. Hasta ese momento, los centros comerciales se construían en lugares estratégicos donde pudiera llegar la gente de altos ingresos que era la que solía comprar en ellos. Los Molinos quedaba lejos de las viviendas de altos estratos y estaba más próximo a los barrios de Las Mercedes y Las Violetas que a Laureles. En Laureles estaba Unicentro, ¿para qué caminar más? Pero se construyó sin estrecheces ni economías, con el propósito de hacerlo más que un lugar de compras un sitio agradable de paseo, un punto de encuentro, y arrancó de una. Desde un principio sus comerciantes mordieron el éxito, y esto marcó una pauta.
El concepto pegó, y acaba de inaugurarse el Centro Comercial Florida en donde era la fábrica de Everfit, lejos de las viviendas de estrato 6. ¿Qué hace un centro comercial moderno en ese lugar? ¡Llenar un vacío! La populosa concentración poblacional del noroccidente ya no tiene que recorrer media ciudad para pasar la tarde en un lugar agradable, y está empezando a colmar los comercios de un centro construido con gusto arquitectónico y variedad de servicios. Se está convirtiendo en lugar de moda para el loleo, y la gente va allí a desayunar, a tomar el algo o refrigerio, a cine, a ver a otros y a dejarse ver.
Unicentro Bogotá, escaleras eléctricas
En las ciudades intermedias los centros comerciales se han convertido en una especie de graduación citadina. Y los pueblos olvidan el marco de la plaza cuando levantan su Multiplex. En las grandes ciudades es la forma como la clase media recién conformada puede sentirse un rato en el escenario de los grandes comerciales de televisión.
ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
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