domingo, 3 de septiembre de 2017

220. Candelabro enterrado (el) -Menorah-, de Stefan Zweig

CANDELABRO ENTERRADO (EL) –MENORAH–
Stefan Zweig, 1937 
Acantilado-Quadernos Crema S.A., 2ª. edición mayo 2008
Traducido por Joan Fontcuberta

Aunque data de 1937 la primera edición en alemán, y hay traducciones al español más antiguas que ésta de 2007, la de Joan Fontcuberta es una excelente traducción al castellano neutro universal, sin los localismos que suelen enturbiar otras ediciones. Haré unas observaciones, que me clasifican dentro del concepto emitido por Gabriel García Márquez a Héctor Abad Faciolince diciendo que “En Colombia no hay críticos literarios, sino correctores de texto”.

Stefan Zweig afirmó que era judío de padre y madre por accidente, puesto que la cultura judía no hizo parte de su formación primaria, hecho indispensable para que una persona se sienta arraigada a sus ancestros. Testigo de las dos guerras mundiales del siglo, fue adinerado de nacimiento y en su juventud, pero parece ser que tres hechos lo condujeron a un pacto suicida con Charlotte Elisabeth Altman, su segunda esposa, hecho que sucedió en Persépolis, Brasil, en el año de 1942: la pobreza de él, la enfermedad de ella, y la desesperanza de ambos ante los avances de un nazismo hitleriano que parecía imparable cuando la caída de Singapur en manos alemanas, lo que para él significaba que el mundo entero iba a quedar dominado por Hitler y su antisemitismo. A pesar de no sentir la religión y cultura judías como propias, fue consciente de la maldición sin esperanza que parecía recaer sobre el pueblo judío. Al momento de publicar su relato de ficción (1937) sobre la diáspora judía y la misión de rescatar la menorah como símbolo de la Alianza Divina y la libertad para su pueblo, parecía imposible y lejano un futuro promisorio para la raza judía. Tres años después de su muerte finalizó la segunda guerra mundial con la derrota del nazismo, y seis años después fue creado el Estado de Israel como la ansiada y por fin alcanzada tierra prometida; pero Stefan Zweig y su esposa ya no estaban en este mundo para verlo. Lo mejor de la obra de Zweig está representado en las biografías sobre María Estuardo, Fouché, María Antonieta, y los Momentos Estelares de la Humanidad; puesto que fue un escritor prolífico en biografías, en ensayo, en poesía, en novela. 

El candelabro enterrado es una exquisita obra narrativa que atrapa al lector desde la primera hasta la última página en una ansiedad por leerla de un tirón, por la riqueza descriptiva y las poéticas metáforas empleadas por el autor. La primera página describe una escena memorable, basada en un hecho histórico; más memorable por la forma que él tiene de describir y de insertar los hechos y personajes que imagina. Es un texto a la manera garcíamarquiana y juangossainiana de hacer crónica periodística de algún suceso del día, como aquellas tomas guerrilleras de algún pueblo a las que nos acostumbramos en otra época, y a las descripciones de ellas que estos reporteros solían hacer.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
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ALGUNAS FRASES

1 Para efectos comparativos de estilo de traducción, copio la primera página del texto traducido para El Aleph.com, que puede descargarse de Internet. De “elaleph.com”:


En un luminoso día de junio del año 455 acababa de definirse sangrientamente en el Circo Máximo de Roma, la lucha de dos gigantes hérulos contra una jauría de jabalíes hircanos, cuando a la tercera hora de la tarde empezó a cundir entre los miles de espectadores una creciente inquietud. Primero sólo observaban los vecinos próximos que habían entrado a la tribuna -ricamente adornada con tapices y estatuas- en que estaba sentado el emperador Máximo rodeado por sus cortesanos, un mensajero cubierto de polvo, el cual, evidentemente, acababa de apearse al cabo de una cabalgata arrebatada, y que, apenas transmitida la nueva al emperador, éste se levantó, contra todo uso, en mitad de la agitada lucha; le siguió con la misma sugestiva prisa, toda la corte, y pronto desocupáronse también los asientos destinados a los senadores y dignatarios. Tan precipitada partida debía tener un motivo importante. En vano anunciaron nuevos toques estridentes de fanfarrias otra lucha con animales, y en vano azuzóse contra las cortas navajas de los gladiadores a un león numídico de negra melena, que atravesó con bramidos roncos la reja levantada; la oscura nube del desasosiego, cubierta por la espuma pálida de rostros indagadores y tímidamente agitados, se había levantado ya irresistiblemente y se expandió de fila en fila. La gente saltó de sus asientos, señaló las tribunas vacías de los nobles, preguntó y metió ruido, voceó y silbó; y de pronto se divulgó, sin que se supiera quién lo había pronunciado primero, el rumor confuso de que los vándalos, los temidos piratas del Mediterráneo, habían anclado su poderosa flota en Portus y ya se hallaban en camino a la despreocupada ciudad. ¡Los vándalos! Primero, la palabra corrió de boca en boca, como cuchicheo macilento, luego de repente fue el grito agudamente levantado: "¡Los bárbaros, los bárbaros!", retumbando en centenares, en miles de voces por el redondel escalonado en piedra del circo, y ya se abalanzaba, como empujada por una ráfaga de tempestad, la enorme multitud de hombres en pánico furioso hacia la salida. Derrumbábase todo orden. Los guardias, los soldados en servicio abandonaban sus puestos y huían con los demás; la gente saltó las gradas, se abrió camino con los puños y espadas, pisoteó mujeres y niños que chillaban, y en las salidas formáronse vociferantes y arremolinados embudos de masas apretujadas. A los pocos minutos quedaba completamente barrido el amplio circo que acababa de apretar a ochenta mil personas en un oscuro bloque sonoro. Marmóreo, mudo y vacío, como una cantera abandonada, permanecía el óvalo escalonado en el sol veraniego. Sólo quedaba en la arena -los gladiadores habían huido ya detrás de los demás- el olvidado león, agitando la melena y bramando provocativo al repentino vacío.

2 Pag. 7:  La primera página del relato en la traducción de Joan Fontcuberta para Editorial Acantilado es una acuarela:

Un espléndido día de junio del año 455, justo cuando en la hora tercia, en el circo Máximo de Roma había terminado el sangriento combate de dos gigantescos hérulos contra una piara de jabalíes hircanos, una creciente agitación se apoderó gradualmente de los miles de espectadores. Al principio había llamado la atención sólo de los más cercanos que, en la tribuna separada, ricamente adornada con tapices y estatuas, donde tenía su asiento el emperador Máximo rodeado de sus funcionarios, hubiera entrado un mensajero cubierto de polvo, que, obviamente, acababa de descabalgar del caballo tras una acalorada carrera; y también que, apenas hubo comunicado la noticia al emperador, éste, en contra de los usos y costumbres, se levantara interrumpiendo el enardecido espectáculo; toda la corte lo siguió con prisa igualmente llamativa y pronto se vaciaron también los asientos asignados a los senadores y demás dignatarios. 

Una salida tan precipitada debía de tener un motivo importante. En vano las estridentes fanfarrias anunciaron otra lucha con fieras y de la reja levantada salió un león de Numidia, de negra melena, que se lanzó, con sordos rugidos, contra las cortas espadas de los gladiadores; la oscura ola de la alarma, rebosante de la pálida espuma de rostros inquisitivos, temerosos y asustados, ya se había encrespado y avanzaba fila tras fila. La gente se levantaba, señalaba con la mano los asientos vacíos de los prohombres, preguntaba, alborotaba, gritaba y silbaba; entonces, de repente, sin que nadie supiera quién había sido el primero, se propagó el confuso rumor de que los vándalos, esos temidos piratas del Mediterráneo, habían desembarcado en Portus con una poderosa flota y estaban avanzando hacia la despreocupada ciudad. ¡Los vándalos! La palabra circuló primero de boca en boca como un tímido cuchicheo; después, bruscamente, se convirtió en un grito atronador: “¡Los bárbaros! ¡Los bárbaros!”. Cien, mil voces retumbaron por los graderíos de piedra del circo, y la multitud, presa del pánico, como arrancada de sus asientos por un tempestuoso vendaval, ya se precipitaba hacia la salida, sin orden ni concierto. Los guardias y los centinelas abandonaron sus puestos y huyeron con los demás; la gente saltaba por encima de los asientos, se abría camino con puños y espadas, pisaba a mujeres y niños que proferían alaridos, y en las salidas se formaban embudos de masas humanas que gritaban, se arremolinaban y giraban como peonzas. 

Al cabo de unos minutos, el espacioso circo, donde pocos minutos antes se estrujaban ochenta mil personas en un oscuro bloque retumbante, quedó completamente barrido. El óvalo escalonado permanecía marmóreo, mudo y vacío bajo el sol de verano. Tan sólo, en la arena, quedaba el olvidado león –los gladiadores habían huido hacía rato junto con los demás–, que, agitando la melena, desafiaba al repentino vacío con sus rugidos.

3 Pag. 17. Me parece memorable este pensamiento de Zweig sobre la oración: 

Porque la oración es prodigiosa: aturde el miedo con grandes promesas, adormece el horror de las almas con salmodias, con el murmullo de sus alas levanta hacia Dios los corazones apesadumbrados; por ello, es bueno rezar en la necesidad, y aún mejor rezar en común, pues todo lo pesado se vuelve ligero cuando se lleva entre muchos, y todo lo bueno se vuelve mejor si se hace en compañía.

4 Pag. 28. Aquí entra una escena parecida a aquella bíblica en la que Dios pide a Abraham que sacrifique a su hijo Isaac (Génesis, 22). No es casual que Zweig haya escogido el nombre de Abtalión para el abuelo, y el de Benjamín para el nieto que había de sacrificarse sin hacer preguntas (“Silencio”, contestó Abtalión con brusquedad, “las mujeres no debéis hacer preguntas”) para el bien de su pueblo; puesto que este Benjamín es también el más pequeño de la familia de Abtalión. Benjamín, como todos los judíos, había aprendido a convivir con el miedo:

El niño no había aprendido todavía las Escrituras, pero una cosa sabía ya: tener miedo a todo el mundo en la tierra.

5 Pag. 33: Pregunta, hijo. Pregunta con valentía todo cuanto desees. Yo te responderé. Peor es para los hombres no saber qué preguntar. Sólo aquel que ha preguntado mucho, puede comprender mucho. Y sólo aquel que mucho comprende hace justicia.

6 Pag. 36. Para que nuestro corazón no se aleje de su deber de servir a lo invisible, que es la justicia, la permanencia, y la gracia, nos procuramos objetos de culto que requieren una vigilancia constante: un candelabro llamado menorah en el que ardían eternamente las velas… Pero estos objetos, que llamamos sagrados, tenlo muy presente, no eran imágenes del Ser Divino, como las que se fabricaban sacrílegamente otros pueblos, sino sólo testigos de nuestra fe siempre vigilante y dondequiera que fuéramos del mundo, ellos nos acompañaban… Mientras conservemos el sentido de lo sagrado, seguiremos siendo un pueblo en cualquier país extraño.

7 Pag. 47: En este mundo prevalece la ley del más fuerte, y no la de los justos. La fuerza impone siempre su voluntad en la Tierra, y los dóciles no tienen poder terrenal. De Dios hemos aprendido sólo a soportar la injusticia, y a no imponer nuestra ley con los puños.

8 Pag. 53: Pero el niño no miraba en la misma dirección. Como hechizado, tenía los ojos fijos en el mar, que veía por primera vez. Ahí estaba un infinito espejo azul, resplandeciente, abombado, hasta la nítida línea donde las aguas tocan el cielo, y este espacio inmenso le pareció aún más vasto que la cúpula de la noche cuando por primera vez había contemplado las estrellas de la bóveda celeste en toda su redondez. Miraba embelesado cómo las olas jugaban unas con otras, cómo se perseguían y empujaban, cómo una saltaba sobre la cresta de otra y después huía encrespada con una suave y traviesa risa parecida a un cloqueo, para formarse una y otra vez de nuevo, y el muchacho presintió en este juego feliz una alegría como nunca se había atrevido a soñar en las mohosas sombras de su estrecha y apartada calle de gentes pobres.

9 Pag. 54: Cual blancos proyectiles descendían y volvían a ascender las gaviotas, y los gráciles barcos hinchaban sus blandas y sedosas velas al viento.

10 Pag. 94: Vieron que en el fondo se alzaba, sobre tres peldaños de pórfido, el trono cubierto de joyas en el que se sentaba el Basileo, sombreado por una cúpula de oro. Estaba rígidamente sentado, pareciéndose más bien a su propia imagen que a él mismo, un hombre grueso y robusto, y su frente desaparecía bajo el aura radiante de una corona que brillaba como un nimbo por encima y alrededor de su cabeza.

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