lunes, 14 de julio de 2014

67. Sonidos naturales, connaturales, y sobrenaturales

Adelita Alzate, maestra de música del barrio Buenos Aires, era un caso excepcional de guitarrista con oído absoluto, capaz de oír una nota a ciegas en la emisora Ecos de la Montaña para ganar una apuesta; e ir a su casa para tomar un instrumento destemplado y, después de templarlo, repetir esa misma nota sin equivocarse. Esa proeza es de las que los músicos se quitan el sombrero porque entienden lo que eso significa.

La interpretación instrumental de la guitarra tiene niveles que van desde el zurrungueo de “te tumbo, te tumbo, y te vuelvo a parar” para el acompañamiento de oído, hasta los magistrales acordes de la guitarra clásica de la que los maestros Andrés Segovia y Paco de Lucía son dos ejemplos. Me dice el músico Elkin (Elkin Guitarra) Restrepo que algunos llegan a alcanzar un nivel en el que son capaces de interpretar una pieza inédita leída repentinamente en partitura, y que también hay músicos de academia o de oído que, sin ensayar, son capaces de acompañar a cualquier cantante, acoplándose al tono y hasta corrigiendo sobre la marcha para que el público no note los desafinamientos del cantor. Músicos que tienen cerebro musical y oído absoluto, y son capaces de detectar una cuerda que está un punto por debajo del afinamiento requerido, cosa indetectable para los oídos profanos, y de templar el instrumento sin dejar de tocar. Unos magos. 

Los argentinos “Trovadores de Cuyo”, por ejemplo, me seducen no sólo por el repertorio y por el encanto de sus voces, sino por el maravilloso punteo de la guitarra.

Dónde andará” (…Déjenla venir llorando, que yo la he de consolar), por Los Trovadores del Cuyo:

Hay una polca guaraní que se acompaña de arpa, instrumento común a Paraguay y Venezuela, entre otros países; y fue compuesta por el paraguayo germanodescendiente Guillermo Breer, que no sé si en algún momento usó el seudónimo de Indio Pitaguá o le fue falsamente atribuida a este su autoría. En todo caso, la letra recoge la leyenda guaraní del indiecito que cayó de un árbol de naranjas y se convirtió en pájaro chogüí (Thraupis sayaca. Chogüí significa azul), en la canción se oye la onomatopeya de este también llamado pájaro naranjero.


Pájaro Chogüí”, polca de Guillermo Breer:

En los montes paraguayos habita una calandria del género Procnias tricarunculatus (o nudicullis o cotingidae, según la variedad ornitológica), que los nativos conocen como “Guyra (pájaro) Campana” y es un ave que está en vías de extinción. El nombre le viene por la particularidad de su canto semejante al tañido de una campana:


De regreso de una correría artística el músico paraguayo Carlos Talavera atravesó el río Paraná, y antes de abordar la canoa escuchó este canto que le inspiró el mítico tema instrumental para arpa que conocemos como “Pájaro Campana”:

Félix Pérez Cardozo

Pájaro campana”, por el legendario arpista paraguayo Félix Pérez Cardozo:

Para imitar onomatopéyicamente el canto de este pájaro el arpa es el instrumento por excelencia, pero el tema musical ha sido interpretado, salvando dificultades, con otros instrumentos. Particularmente hermosa es esta versión en la que el dueto argentino de los hermanos Néstor Eduardo y Nelson Abel Tacunau, conocidos artísticamente como los “Indios Tacunau”, y sus acompañantes reemplazan el sonido del arpa por el celestial punteo de sus guitarras obteniendo (el tercero de sus integrantes, de izquierda a derecha en el video) unos agudos imposibles, casi, al acercar su plectro punteador al puente de la guitarra. Es un descreste.

Indios Tacunau”, de Argentina

Pájaro campana”, por los Indios Tacunau:

El tema de los guitarristas me ha traído a la memoria una noche de viernes en que parecía que todos los amigos andaban ocupados o habían hecho programa por su lado, y me senté con mi señora en una tienda de garaje a apurar unos tragos de aguardiente animados por una grabadora de las de casete. La música de Los Cuyos nos arropaba, y la de Margarita Cueto con Juan Arvizu, y tangos, y boleros. Una pareja de novios se arrullaba en un rincón. De pronto, hizo su aparición una pareja de músicos merenderos, así llamados porque algunos en caso de necesidad, cuando el hambre acosa, son capaces de dar una serenata a cambio de una merienda. Parecidos a Don Quijote y Sancho Panza, el uno era un hombre alto y desgarbado cuyas arrugas lo situaban pasada la década de los 70 y cerca tal vez de los 80. El otro, bajo y rechoncho, podía tener 15 años menos; y tenía la piel tersa pero rubicunda, y la nariz roja, de los que se desayunan con aguardiente. Sus sacos ajados y deslucidos, y sus corbatas en consonancia, vociferaban su pobreza. Su aspecto daba grima. Condolido por la situación que se adivinaba sólo con verlos, les pregunté por cuánto me cantarían seis canciones, que es el número usual en una serenata. Me pidieron la irrisoria suma de $2.000 por canción, y les ofrecí $10.000 por las seis, más por seguir la costumbre de regatear, y por guardar las apariencias de que se trataba de un negocio y no de una obra de caridad, que por escatimarles un peso de más o de menos que pudieran ganar y que estaban necesitando. Tal era su situación, que con el primer billete que les entregué se echaron la bendición y dijeron que “este es el nombre de Dios”, con lo que acostumbran saludar el primer trabajo en las noches que son particularmente malas. Es una especie de agüero para atraer la buena suerte, o de oración para obtener la gracia divina. Convine con ellos las seis canciones, consultando con el repertorio que tenían montado, y parecían sabérselas todas porque no hubo ninguna solicitud que no se supieran. Dieron inicio a su interpretación. Sus voces no eran nada del otro mundo, ni nada que despertara la ambición de los promotores de artistas. Apenas cumplían un poco decorosamente con la tarea que les había sido asignada. Pero otra cosa era el punteo de sus instrumentos que no dudo en calificar de excepcional ¡Qué derroche de solvencia guitarrística! No dudé en contratarlos para otras seis, y los vecinos de mesa los contrataron para otras seis. Después vinieron otras seis. Dos o tres horas más tarde nos pidieron que, por favor, ya no los contratáramos más porque tenían las yemas de sus dedos en carne viva de tanto rasgar las cuerdas. Tal vez cincuenta o sesenta mil pesos se embolsillaron por nuestra cuenta, y tal vez treinta o cuarenta por cuenta de la mesa vecina. Nosotros les salvamos la noche pero, viéndolo bien, fueron estos músicos los que salvaron la nuestra.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)


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