domingo, 30 de agosto de 2015

114. Vida de perros y gatos

Acaba de aparecer esta noticia en la red; y es una noticia que quizás tenga dos ángulos o enfoques, según el lector pertenezca a uno u otro bando. Tengamos en cuenta que las aerolíneas tienen establecido que estos acompañantes no están permitidos en la clase de asientos que la mujer ocupa, que el acompañante de la mujer no viaja en el lugar que está indicado para estos casos, y que la mujer reacciona histéricamente y sin ningún respeto por las autoridades civiles de la aerolínea que primero le llaman la atención, ni por las autoridades de policía que acudieron a controlar la situación. El avión tuvo que regresar al punto de partida, con el consiguiente perjuicio para la aerolínea y la consiguiente molestia para el resto de pasajeros. A mi modo de ver, fue una situación bochornosa. ¿Quién cree que tiene la razón? Si después de ver el video usted se siente solidario con la mujer, entonces está en un bando; pero si, después de verlo, usted se solidariza con la aerolínea, pertenece al otro.


http://yahoo-noticias-es-international.tumblr.com/post/127064728083/una-mujer-es-expulsada-de-un-avi%C3%B3n-por-negarse-a

Supongo que en mi remota niñez descubrí que el mundo se dividía entre niños llorones y niños que no. Yo era de los llorones. Poco después supe que el mundo se dividía entre niños tímidos y niños extrovertidos. Aunque ustedes no lo crean, yo era de los tímidos. Luego supe que había deportistas e intelectuales, y que yo era uno de estos. En la escuela no sólo entendí que había blancos y negros, sino que al hacer la primera comunión descubrí que había ricos y pobres, cuando los padres de un niño rico me discriminaron para la piñata de un condiscípulo. Llegó la época en que puse mi interés en las mujeres y supe que había muchachos conquistadores natos, y muchachos que no. Yo no. En el bachillerato supe que había jóvenes destinados a ir a estudiar en Estados Unidos, y otros que podían darse por bien librados si lograban matricularse en alguna universidad de garaje. Para estas alturas de la vida ya sé que el mundo se divide entre partidarios de los rojos y partidarios de los azules, entre hinchas de los verdes e hinchas de los rojos, entre amantes de la lírica y amantes del tango, entre amantes del tango y amantes del reguetón, entre ateos y religiosos, entre los que votan por el presidente y los que votan contra el presidente, entre izquierdistas y derechistas, entre homosexuales y heterosexuales. Y un largo etcétera de divisiones que daría la impresión de que, a pesar de todos los cuentos sobre el asunto de la diversidad y pluralidad de pensamiento, la humanidad no es gregaria sino guerrera, y siempre tiene que estar compitiendo sobre si el mío es más grande que el tuyo.

El perro de la casa. Y está el asunto de las mascotas. Yo creo que el mundo se divide entre los que aman a las mascotas… y los que no. Por algún temor atávico yo soy de los que no, y mi niñez fue tortuosa porque yo les tenía pavor a los perros y ellos olían la adrenalina producida por mi miedo. Me ladraban agresivamente y me pelaban los colmillos de manera amenazadora. Tal cosa me aterrorizaba. Respeto a los que aman a sus mascotas, y no trataré de disuadirlos de que lo hagan; pero espero que ellos tampoco traten de convencerme de que las ame. Ellos no lo dicen abiertamente, pero conozco esa expresión de “tranquilo, que no hace nada”, mientras el bicharejo me pasea la lengua por la mejilla y se me recuesta como si yo estuviera obligado a quererlo. Yo me siento aterrorizado en ese momento, pero su dueño apenas esboza una sonrisa supuestamente comprensiva de “tranquilo, que no hace nada”. Es una sonrisa bastante comprensiva… con las mascotas. Aunque sus dueños no lo sienten, porque su olfato se acostumbra a ello, los perros huelen a perro y los gatos huelen a gato. A mí me fastidia ese olor. Por cierto que la palabra mascota es engañosa, e igual se aplica a un humilde periquito metido en su jaula que a un oso siberiano enrazado en orangután. Para algunos, mascota es todo animal que quiera a su dueño, aunque la tome con el resto del mundo como si fuera el enemigo. Detesto eso.

El polideportivo. Madrugo a caminar por media hora en el polideportivo del barrio. Algunas veces salgo a las 4 de la mañana, y otras a las 5. A veces estoy muy solo, y a veces estoy acompañado. No siento miedo, a pesar de la posibilidad de que cualquier atracador tempranero (o cualquiera tardío, que es más probable) me amenace con un arma para quitarme el llavero y el reloj, que es lo único que cargo a esa hora. Solía ser una hora feliz… hasta que a una joven, encapuchada para resguardarse de un mal viento, le ha dado por aparecerse en la pista con dos perrotes que ella adora y supone que todo el mundo tiene que hacer lo mismo. Me amarga el rato. Mientras sus perros corretean libres por el terreno de los humanos, y ya una vez me tomaron desprevenido y se me acercaron a olisquearme y a gruñir mientras la dueña gritaba algo así como “¡Puppy, no! ¡Terry, acá!”, yo me metí a la jaula de microfútbol y me encerré a dar vueltas en redondo como perro asoleado. El mundo al revés.

Annie. Era una perra inmensa, obesa, sobreprotegida, con vejez de perro que creo que se calcula multiplicando por 7 para equiparar a la de un ser humano. Entraba al ascensor llevada de la traílla por su dueña, pero Annie era una dama, una verdadera dama. Ningún intento por congraciarse con el extraño, ningún jadeo, ningún gruñido, ningún ladrido, ningún mal olor. Su dueña cargaba un recogedor de basura y una bolsa plástica, y era evidente su intención de no dejar nada por ahí suelto que pudiera incomodar a los demás. Todo un ejemplo para la comunidad, pero un solitario ejemplo. No son muchos los que lo siguen.

La del otro edificio. Por causas que yo ignoro, la señora que vive en el otro edificio es un ser hostil y gruñón, en permanente guerra con la comunidad y en permanente transgresión de las normas de convivencia establecidas en el manual. Quién sabe qué de resentimientos y reconcomios reconcentrados arrugan su alma, y esa neurosis se refleja no sólo en su actitud sino en el comportamiento de sus perros que le ladran a todo lo que se mueve y a lo que no se mueve. Son la clara demostración de que “las cosas se parecen a su dueño”. Mientras ladren al otro lado de la calle, a mí no me molestan. Allá ellos. Pero hay personas que sí. Tales ladridos les alborotan la gastritis, la migraña, la úlcera péptida, el reumatismo, los achaques todos de su vejez. Desde mi ventana veo a la vecina del frente salir con sus perrotes con un par de cinticas amarradas al cuello como si fueran traíllas para cumplir con la norma policial, pero los deja sueltos a su albedrío mientras ella aparenta ver pasear a las hormigas con sus hojitas a cuestas por el jardín del frente. Ni se le ven bolsas plásticas en la mano, ni se le nota ningún interés por saber qué están haciendo sus mascotas mientras ella contempla hormigas.


La perra de mi amiga. Una galgo afgana, cocker spaniel, o algo así, de tamaño equivalente al de un enano. Tal tamaño en un humano es pequeño, pero en un perro ¡es gigantesco! Su lustroso pelambre café, sus orejas caídas, y su mirada circunspecta, le daban un aire de dama victoriana de las de dedo parado. Mi amiga nos recibió amablemente y nos invitó a pasar a la sala de recibo. Yo hice ademán de sentarme en un sillón que había junto a la ventana, pero la perrota se lanzó en voladora a ocupar el asiento que yo había escogido. “Es que ese es su asiento preferido”, dijo mi amiga. La perra no se echó perrunamente, como es de suponer, sino que literalmente se sentó, con su apariencia de señora, a recibirnos la visita. Mi amiga nos contó que a la perra no le gustaba ningún alimento concentrado habitual de los que venden en el mercado, y mucho menos aceptaba comer preparaciones caseras que tuvieran la apariencia remota de ser sobrados. No se rebajaría ella a comer porquerías. Entonces mi amiga, que no tendría por qué contarles pero sé positivamente que ha tenido momentos de afugias económicas por asuntos que no viene al caso, hace lo que sea para comprarle unos enlatados de importación que valen a dos dólares. Se come uno por día. No exagero si digo que la perra come mucho mejor que mi amiga, sin contar con lo que cuesta cortarle las uñas, peinarla y maquillarla con moños, en una sala de belleza especializada para mascotas. Extrañamos a mi amiga en un funeral de la familia. No tenía ropa de luto qué ponerse, ni tenía con quien dejar a la perra. “No se puede dejar sola, porque se deprime”, me explicaron.


Theo y Lolita. Son los perros de mis hermanas, que frecuentan la casa de mi madre. Dos Yorkshire Terrier. A mi anciana madre, que toda la vida detestó a las mascotas, le ha tocado aceptar éstas desde que en casa ella dejó de mandar. Puedo darme cuenta de que, para decirlo con sus propias palabras, “las mastica, pero no se las traga”.  Theo es un bulloso ladrador que muerde a los médicos y enfermeras que van a revisar a mi madre. Muerde a los plomeros, a los electricistas, a los visitantes. Es un malcriado agresivo que, pese a que yo no le muestro ningún interés, me ha adoptado como su macho alfa. Me ladra eufórico cuando me ve, y se pone histérico cuando hago ademán de salir. Ha llegado a aferrarse con sus dientes de mi bota del pantalón para impedir mi partida, y mis hermanas han optado por encerrarlo en el baño mientras yo salgo. Lolita, en cambio, es calmada. También me hace fiestas con su cola, y aceza buscando que yo le pase la mano por el lomo en una primera caricia. Se sube a un mueble y se voltea boca arriba para que yo le acaricie la barriga. Me sigue, entonces, mientras yo saludo al resto de la familia, y se echa a mi lado por largo rato hasta que se le calma la ansiedad. Tuvo problemas de parásitos mientras mi sobrina estuvo en embarazo. Cualquier desparasitador podía afectar a la criatura que venía en camino, y hubo que palear la cosa con un baño frecuente, mientras transcurrían los nueve meses de gestación. “A los perros no se les puede bañar con frecuencia porque les hace daño”, decían los perrólogos del vecindario, que nunca faltan. El problema fue cuando nació la niña. La perra se llenó de celos, y hubo que cuidar de que no le hiciera daño a la bebé. Ya está crecida y empieza a dar sus primeros pasos. Mis hermanas le han regalado un juguete de peluche que la niña dejó caer al piso. Lolita se ha apoderado de él y lo ha llevado debajo de la cama en actitud de “no me lo quiten, porque es mío”. Se lo han quitado, y la perrita se ha puesto a aullar de manera lastimera. Jura mi madre que vio salir lágrimas de sus ojos. Mis hermanas han tenido que salir a comprar un peluche igual, y ahora la perrita juega incansable con él y lo esconde debajo de un cojín para que no se lo quiten. Ya lo tiene medio desbaratado. “Es que no le falta sino hablar”, dice mi madre, que de alguna manera ha tenido que aceptar que los perros sean los nuevos dueños de la casa.

La hija de mis amigos. Es una joven que se casó hace un par de años, pero muy pronto se separó. Por incompatibilidad de caracteres, según dijeron. No tuvieron hijos. De hecho, no querían tenerlos. Lo de la separación, en sí, no fue problema. Fue un simple acuerdo refrendado por el conciliador del Instituto de Bienestar Familiar. Lo de quién se queda con el carro y quién con el apartamento no fue problema. Sólo hubo un punto en el que no parecían ponerse de acuerdo: “¿Quién se queda con el perro?”. El conciliador tuvo que acudir a una solución salomónica y el perro permanece una semana con el uno, y la otra con el otro. Santo remedio.

La hija de mi amiga. A pesar de su belleza, ninguno de sus novios parece durar. Las cosas se le vinagran cuando ellos descubren que ella quiere a su perro más que a ninguna otra cosa en el mundo. “Quien no quiere a mi perro, no me quiere a mí”, es su frase favorita, y “primero mi perro, después lo demás”, es la otra con la que explica por qué la cama está destendida o por qué el almuerzo no está preparado. Ninguno aguanta. Le ha resultado un pretendiente con propuesta de matrimonio. Es alguien de otro país, que conoció por Internet pero no han podido ponerse de acuerdo en el asunto del perro. “Un perro, es un perro”, dice él, “Y aquí puedes comprarte uno a tu gusto. Por aquí hay muchos”. La propuesta no le satisface. Ella responde: “Mi perro es mi perro, y nadie lo reemplaza. Si no puedes resolver lo de sus trámites de inmigración, prefiero quedarme aquí”. Parece ser que al hombre lo espera una vida de perros.

Mi amiga. Tuvo una perrita con nombre humano, que murió de vieja. La ha reemplazado con una gata, y le ha puesto el mismo nombre que tal vez sea el de alguna maestra de primeras letras que la torturó en vidas pasadas. El animal es el verdadero dueño de casa. Fui a visitar a mi amiga, y me senté en el sofá de la sala en el momento en que la gata dio un salto y se acomodó en mi regazo. Yo grité, aterrado, “¡Quítame este animal de encima, quítamelo!”. Mi amiga me miró, sorprendida. “Ella sólo quiere que la acaricies un poco y después te deja. Anda, acaríciala”. Yo estaba paralizado de terror. “¿Por qué no la encierras en la otra pieza, mientras pasa mi visita?”, le propuse. “Y, ¿Como por qué voy a encerrarla, si ella está en su casa?”, fue la declaración de principios de mi amiga, y esa fue la última vez que visité la casa de la gata. No pienso volver. A estas alturas de la vida no estoy para acariciar gatos ni para que los felinos me marquen territorio.

Corduroy y Crème Puff. Crème Puff, de propiedad de Ashley Reed Okura en Estados Unidos, era el gato más viejo del mundo, según los Record Guiness. Tenía 38 años calendario cuando murió, lo que equivale a 171 años en un humano ¡Una barbaridad! Le sobrevive Corduroy del estado de Oregon (USA) que tiene 26 y eso equivale a 105 ¡Otra barbaridad! La expectativa de vida normal en un animal de esos está entre los 15 y los 20 años, o sea entre 70 y 90 de un humano promediados a razón de 4.5 por cada año; que no son pocos, pero son más humanamente aceptables. Ignoro cómo calculan esta conversión.

Llegó el tiempo de las mascotas. Los tiempos han cambiado desde cuando a las mascotas caseras o pets no se les llamaba así y las alimentaban con las sobras que quedaban después de que comían los humanos. Casos se ven en que un multimillonario deshereda a los miembros de su familia y deja toda su fortuna en una fiducia a favor de su mascota preferida. Gatos ha habido cuyos abogados y albaceas testamentarios se enriquecen a costa de sus maullidos. Ahora la sección dedicada a las mascotas en los supermercados ocupa más espacio que la de los bebés, y hay cuidos especializados por edades y razas y características, incluidos los concentrados dietéticos para los animales obesos. Hay zoosicólogos especializados en el manejo de traumas de las mascotas que viven en el estrecho espacio de un apartamento, hay clínicas y hoteles para ellas, hay servicio médico veterinario de emergencia con ambulancia a domicilio, hay servicio de peluquería canina y felina, y ahora hay cementerios y servicios funerarios para animales, según esta noticia:

…Pero, como cualquier otra compañía, Coffins diversificó su negocio y hace unos años empezó a vender ataúdes para perros, gatos, loros, y canarios, que tardan unas tres horas en fabricar. Tal ha sido el crecimiento de esta rama de negocio que ya tienen un cementerio para las mascotas, tres coches fúnebres específicos para ellos, y hasta un velatorio animal personalizado. Coffins tiene entre 30 y 40 servicios mensuales en los que se rinde tributo a las mascotas fallecidas, como si fueran seres humanos”.

Ingenio macabro en industria funeraria” (Bogotá, 15 de agosto de 2015), de Agencia EFE para Diario Extra.com.


Los cementerios y servicios funerarios han tenido que reinventarse desde que muchas personas han optado por no contratar velatorios ni servicios exequiales sino que van directamente a la cremación y se contentan con una misa de cenizas presentes mientras llevan el ánfora para vaciarla al pie de un árbol en el Jardín Botánico. Si la gente no quiere gastarse la plata en los sepelios de la gente, pues que se la gasten en perros. Lo importante es que el negocio no se acabe. ¿De qué me extraño, si las mascotas son ahora más importantes que la gente?

Maltrato a los animales. Pero no se crea que porque no me gustan los animales es que no los quiero. Sí los quiero. Les tengo conmiseración y soy solidario con ellos, no me gusta que los maltraten. Tener un animal grande encerrado entre las cuatro paredes de un apartamento es, para mí, un maltrato. Dejarlo solo mientras la familia se va de paseo o de vacaciones, por más cuido y agua que le dejen en la coca, o vuelta que les dé algún vecino, es una tortura. Me alegró que recogieran a los caballos de tiro de las calles y los reemplazaran por motocarros. Me alegró que prohibieran la cabalgata etílica durante la Feria de las Flores. Me alegra que las corridas de toros hayan venido a menos. Me alegra que muchos animales salvajes encuentren en los parques de reserva zoológicos una franja protectora contra maltratos de los cazadores furtivos.

Pero no todo son noticias buenas en este perro mundo. Hay noticias malas, y no solo en el hecho de que los burros que poblaban la carretera hacia la costa hayan desaparecido entre los molinos de alguna fábrica de salchichón.


Las mascotas al cine. Cuando llegó al cine, el gorila King Kong era un disfraz fabricado en el departamento de efectos especiales para un actor secundario del estudio de producción, al que por un juego de cámaras se le hacía aparecer de tamaño gigante. En cambio la perra Lassie, el perro Rintintín, y Chita la de Tarzán, fueron animales de carne y hueso, debidamente entrenados para actuar en las películas, que hicieron las delicias del bolsillo de sus dueños que los cuidaban a cuerpo de rey. Otros animales han aparecido como relleno necesario para contar la historia, y tal puede decirse de los cuadrúpedos que aparecen en la película “El señor que susurra a los caballos”. Por su parte, “Hachiko” fue un perro akita japonés que protagonizó la película de su nombre, junto al actor Richard Gere, basada en una historia real.


Y también se basa en una historia real el perro de la película “Marley y yo” (en realidad fueron 22 perros labradores los utilizados para las distintas escenas de la película) cuyo nombre proviene de Bob Marley, el cantante jamaiquino de reggae, y cuenta la historia autobiográfica de un periodista de nombre John Grogan (interpretado por Owen Wilson) que lo adoptó para llenar el vacío producido por la falta de hijos en su matrimonio con una colega de nombre Jenny (interpretada por Jennifer Aniston). Su amigo Sebastián (Erik Dane) lo convenció de adoptarlo con los argumentos de que “Si tienes un hijo, dejas de ser tú para convertirte en un padre. En cambio, si tienes una mascota, no eres un padre. Sigues siendo tú. ¡Eres el amo!... No es difícil. Lo alimentas, lo paseas, y lo dejas salir de vez en cuando, pero en verdad no importa porque tú no vas a cuidarlo sino ella… Se supone que es como un niño, pero más fácil de entender”. Los hijos vinieron después, pero el animal resultó ser el rey de la casa; una casa que por su culpa, y por otros factores, se convirtió en un caos invivible. Es un perro dañino y destructor que pone a su dueño en aprietos a cada nada y acaba con los muebles, con las paredes, con lo que se ponga al alcance de sus colmillos. Al final, cuando su vida termina, la familia reconoce que en todos los momentos de su relación matrimonial Marley estuvo presente y eso se aprecia en los recortes de prensa que el periodista guarda de toda su carrera, y en las fotografías del álbum familiar que registran las distintas celebraciones con perro incluido. La película, dirigida por David Frankel en el 2008, aparece clasificada como una comedia, y como tal parecería ligera y hasta chistosa; pero es un drama, y como tal la considero no sólo porque el protagonista fallece, dejando una huella imperecedera; sino porque, a mi modo de ver, una familia que construya su vida alrededor de un perro, y sus amos se conviertan en comparsas y esclavos del animal, ya no sólo es una situación dramática, sino ¡Una tragedia! Para mí, es una verdadera tragedia. No quiero estar en su lugar. No esperen que nunca lo esté. Pertenezco al mundo de los “No mascotas”.


Película “Marley y yo”, dirigida por David Frankel en 2008, con Jennifer Aniston y Owen Wilson (película completa en español):


En el tema que nos ocupa es una mera curiosidad, pero esta película sucumbe a la tentación hollywoodense de meter a Colombia en cuanto asunto se atraviese y confirma que el mundo se divide entre países narco ofertantes y países narco demandantes. Sebastián, el reportero colega de John en el periódico, anuncia que va a viajar a Colombia porque se consiguió un amigo “que le va a presentar a Pablo Escobar” (el patrón de la Hacienda Nápoles, con sus leones y rinocerontes cuasi domésticos), y después cuenta de cómo se reunió con Escobar y estuvo rodeado de guardaespaldas que no tenían fusiles AK47 sino Kalashnikov, pero más tarde agrega que “Con entrenamiento de los Estados Unidos Colombia le declaró la guerra a la droga”, con lo que supongo Hollywood quiso ponerse a paz y salvo con la opinión pública nuestra, si acaso tal cosa les preocupa.

Sospecho que más les preocupa a mis amigos lo que yo pueda opinar de los perros, que es casi nada, que la preocupación de Hollywood por la opinión pública colombiana… que es ¡Nada! Y esto me da pie para introducir una frase dicha en esta película por Arnie Klein (representado por el actor Alan Arkin), jefe de redacción del periódico donde trabaja John: “No uses signos de admiración en los reportajes, porque es ¡Como reírte de tus propios chistes!”. La película fue titulada en algunos países como "Una pareja de tres"  Ja-ja-ja.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)


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