domingo, 29 de enero de 2017

189. Método Trueta, Profesor Campuzano Ibáñez, y Dr. Hernando Echeverri Mejía

–TRES VELAS ENCENDIDAS EN EL ALTAR 
DE MIS TAUMATURGOS Y MIS TRAUMATÓLOGOS–

1. Curadores de almas

Hay de curas a curas, y de médicos a médicos. Curas hay cuyo método inquisitorial de confesión consiste en fórmulas aprendidas y mecánicas de introducción: “Rece el Señor Mío Jesucristo… Cuánto hace… Diga sus pecados…”. Lo que se sigue luego puede oírse en varios confesionarios a la redonda: “Grave, muy grave… pecado mortal… grave, muy grave… ¿Que queeé?”, y sacan la cabeza de su sitial para ver bien al confesado que se oculta tras de la ventanilla y la cortina. Su tono de voz tronante ya infunde miedo, y la penitencia que imponen es un castigo ejemplar que requiere de valor, tiempo, y voluntad para cumplir.

Otros hay, por el contrario, bondadosos que acogen al penitente con alma caritativa y muestras de comprensión. No ocultan la gravedad del pecado, pero procuran hacérselo saber en medio de consejos pronunciados con voz tenue y haciendo lo posible para que los vecinos no se enteren del contenido de la conversación. Estos animan al arrepentimiento y al propósito de la enmienda, y estimulan a volver porque con ellos se siente alivio y no sobrecarga de culpa.

Cuando en aquella noche de sábado, madrugada de domingo ya, salimos del pequeño apartaestudio que albergaba a la amiga de mi amigo y a su prima (de ella, hay que aclarar), donde habíamos estado jugando a la pérdida de prendas con el giro de una botella; mi amigo y su amiga ya eran más que novios, y yo me había hecho novio de la prima. Salí embriagado de copas y de besos, y abordé mi Lambretta con los reflejos y el sentido de orientación bastante embotados. En donde hoy está el intercambio vial de la Avenida 80 con la calle San Juan había una glorieta en ese tiempo, con sembrado de pasto y matas en el centro, rodeada por un cordón perimetral de cemento de unos veinte centímetros de altura. Ustedes tal vez recuerden esa glorieta pero ese día… ¡A mí se me olvidó! Pasé derecho con la Lambretta hecha una guanábana, y con mi tibia y peroné izquierdos fláccidos como si fueran un pañuelo agitado por despedidas en medio de lastimeros ayes de dolor. No podría decir que ese día fue mi día de mala suerte, no, puesto que mi novia de esos días estuvo adorable y se hizo inseparable de mí en las semanas que siguieron. No puedo ser desagradecido porque su compañía fue un soporte emocional incomparable para mi recuperación, mientras médicos ortopedistas traumatólogos de la clínica como el Dr. Gabriel Álvarez Vásquez, el Dr. Heriberto Gil Lasso, el Dr. Marcos Roiter Sztum, y el Dr. Hernando Echeverri Mejía (nombres que se leían en el directorio con las placas de los consultorios a la entrada), se reunían a debatir qué se debía hacer en este caso, que mostraba un cuadro clínico complicado. 

2. El Dr. Hernando Echeverri Mejía, curador de cuerpo y espíritu 

Puedo afirmar, también, que ese fue mi día de buena suerte porque en la sala de urgencias de la clínica a donde fui llevado estaba de turno el médico ortopedista Hernando Echeverri Mejía que era, al decir de las señoras, “una eminencia”. Por feliz coincidencia, para mí, el Dr. Echeverri era un reputado especialista en ortopedia, con amplios conocimientos en el área de traumatología; pero, además, aunaba a esos conocimientos un carisma, una empatía con los pacientes, una queridura, que lo convertían en un tumbalocas por fuera de los quirófanos y una especie de santo milagroso por dentro. A diario pasaba a visitarme, y su esperado saludo era como un bálsamo que me hacía sentir como si hubiera recibido la bendición del Santo Padre. Ese sentimiento pueril e ingenuo es, para la recuperación, un importante soporte sicológico, como saben los estudiosos de los fármacos y los placebos. De hecho, “en la confianza que el médico genere en el paciente está la mitad del tratamiento”, dicen algunos. 

Años después, cuando mi episodio ya era historia, me encontré con el Dr. Echeverri que se había retirado de la política. Me saludó con deferencia e incluso, diría yo, con alegría de verme, igual a la que yo sentí de verlo a él. Soltó un efusivo: 

¡Orlando, qué alegría me da verte caminando por tus propios pies! Yo llegué a creer que vos no volvías a caminar cuando la junta de médicos dictaminó que teníamos que amputar la pierna; pero, sabiendo que no había nada que perder, y viéndote tan joven e ilusionado con la vida, pedí me dieran la oportunidad de tratar de salvártela aunque tenías los huesos desastillados y la herida sucia comenzando a infectarse. Acomodamos los huesos y te pusimos una platina que infortunadamente tu organismo rechazó como cuerpo extraño. A veces pasa. El tratamiento para la infección se complicó por ser alérgico a la Penicilina, pero afortunadamente en la Rifampicina encontramos un sustituto. Te enyesamos para tapar la herida según un método descubierto durante la guerra civil española. En ese entonces no había médicos suficientes para atender a los heridos, que eran vendados mientras podían trasladarlos a hospitales de campaña y encontrar el tiempo de que los revisara un ortopedista. Al destaparlos, una gusanera se había apoderado de la herida pero, curiosamente, esos gusanos se alimentaban con los tejidos necróticos y, al retirarlos, ¡la herida estaba limpia y sin infección!, por lo que los anticuerpos no tenían que desgastarse en esos tejidos y podían ocuparse de las bacterias. Te aplicamos el tratamiento, y funcionó”. 

Vea, pues, quince años después de mi accidente, vine a enterarme de que mi pierna está donde está de puro milagro, y que el santo que me bendijo con su intercesión fue el Dr. Hernando a cuya memoria prendo velas en el altar de mi gratitud.

3. El Profesor Campuzano, un curador de cuerpos

Pero el asunto tuvo más episodios. Cuando el Dr. Echeverri se dedicó a la política, y dejó la profesión. Mi tratamiento pasó a manos de otro especialista, reputado en su profesión, cuyo estilo era sobrio y circunspecto, frío, distante, escueto; que no me generó ninguna empatía. Su intervención fue fatal para mi osteomielitis y los huesos empezaron a supurar con lágrimas purulentas incontrolables que tenía que recoger en una venda desechable y cambiar tres veces al día para que el nauseabundo olor no espantara a mis amistades y no me llenara de horror de mí mismo. Por la abertura de la piel, al fondo, se veía el hueso. Acostumbrado como estaba al trato caluroso del Dr. Echeverri, este otro especialista resultó ser nocivo para mi mal, que se recrudeció, y puso en peligro el avance logrado hasta el momento. Pensé que mi problema no tenía solución, y dos alternativas me fueron ofrecidas en los mentideros callejeros, cuando ya llevaba dos años y medio andando con ayuda de muletas y bastón. De una parte, a mi padre le dijeron que un policía de La Estrella curaba con oraciones. No soy bueno para creer en las oraciones de los policías de La Estrella. De la otra, el Dr. Gabriel Álvarez, un médico general que atendía en un cubículo con divisiones de triplex al fondo de una farmacia de la carrera Carabobo con calle Amador en Guayaquil, con clientela compuesta principalmente de mujeres callejeras que acudían a él por culpa de sus enfermedades venéreas, me dio el mejor consejo que podía darme en ese momento:

Vea, Orlando, no vaya a contarle a mis colegas que yo le di esta información porque ¡me matan!, pero vaya al Hospital San Vicente de Paúl, por el pabellón de la derecha al fondo, cruzando a mano izquierda, y pregunte por el profesor Tomás Campuzano. Su puerta no está marcada, pero es fácil de identificar por la fila de pacientes que encontrará a la entrada. Cuéntele su problema, y dígale que va de parte mía”. 

Este Dr. Gabriel Álvarez era homónimo del reconocido ortopedista deportólogo Dr. Gabriel Álvarez Vásquez. Por no dejar de hacer esfuerzos, y sin ninguna fe, allá fui; y por parecerme mejor alternativa que la del policía de La Estrella. Muchos pacientes estaban en turno, unos enfermos de asma, otros de artritis reumatóidea, otros con ronchas, otros de osteomielitis. Llegó mi turno. De una estantería tomó una ampolleta de las que él mismo envasaba, y aserrándole la cabeza de vidrio la desprendió para poner la mitad de su contenido acuoso y salobre en una jeringa con la que me inyectó. La otra mitad me la dio a beber en una cucharilla y me dijo: 

Vuelva a la misma hora cada semana, durante seis meses. En un comienzo la infección se pondrá virulenta y sentirá fiebre, como sucede con cualquier vacuna. No se asuste, que es normal. Pero luego empezará a mejorar y mejorar, hasta que la herida termine por cerrar. Yo no cobro, pero según sus capacidades económicas acérquese a la recepción y done lo que pueda para la atención de los pacientes pobres que llegan al hospital”. 

Seis meses después, yo estaba curado. Asumo que esa inyección universal era una panacea aplicada a pacientes con dolencias muy diversas, y estimulaba en el organismo la creación de anticuerpos que atacaban cualquier enfermedad de origen infeccioso o alérgico. Eso es lo que yo supongo, porque saber-saber, no sé. Lo que sí puede deducirse es que sus conocimientos no le venían de ningún encuentro con indígenas del Chocó, como muchos especularon, sino de su experiencia con la microbiología patógena en la Escuela de Veterinaria de Madrid de donde emigró por culpa de la posguerra civil española.

El profesor Campuzano era hijo del pintor, acuarelista, y grabador español don Tomás Campuzano Aguirre, y tenía cuatro hermanos. Fue profesor de la cátedra de Enfermedades Parasitarias e Infecto Contagiosas de la Escuela de Veterinaria de Madrid desde 1921 hasta 1940 en que a petición propia pasó a excedente (retiro). La titularidad de la cátedra que había obtenido por oposición o concurso estuvo vacante hasta que años después le fue asignada también por oposición al profesor Carlos Sánchez Botija. Venía Campuzano de ser Auxiliar de Sección en el Instituto de Farmacobiología de España. Dijo el Dr. José Manuel Pérez García que el profesor Campuzano “De gran cultura y bien preparado para la cátedra, desde ella ejerció una eficaz labor de presencia y tratamiento de ciertas enfermedades infecciosas, no bien esclarecidas hasta entonces”. 

A la par con el ejercicio de la cátedra, en 1936 fue nombrado consejero del Ministerio de Trabajo, Sanidad, y Previsión de España, entre otros profesionales de la rama de la medicina. De su paso por el Instituto Nacional de Higiene Alfonso XIII, precursor de la Escuela de Veterinaria, da cuenta el Dr. Guillermo Suárez Fernández ante la Real Academia de Doctores al afirmar que: 

Debemos destacar el nombre de Tomás Campuzano Ibáñez, discípulo predilecto del Dr. Dalmacio García Izcarra…”.

En su libro autobiográfico “Una vida, y un entorno –1903-1978–. Memorias de un médico con vocación de biólogo”, publicado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España, el autor Dr. Juan Manuel Ortiz Picón da cuenta en la página 278 de su venida a la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia como invitado para dictar unas conferencias, habiéndose hospedado en el Hotel Nutibara: 

Entre los profesores de aquella Facultad, encontré a dos españoles: Uno era el Dr. Miguel Gracián, procedente del Instituto Nacional de Sanidad de Madrid; y el otro español era el Dr. Tomás Campuzano Ibáñez, que fue profesor de la madrileña Escuela de Veterinaria, y que se exilió después de la guerra civil. Me causó pena encontrar a ambos un tanto decaídos; más Campuzano que Gracián”.  

El Profesor Campuzano vivía en un cuartucho de tercer piso en uno de esos edificios que hay en Juan del Corral entre la Avenida de Greiff y Caracas, residencias de solterones, en las que nadie se da cuenta de quién entra o quién sale. Un día los vecinos se quejaron de olores nauseabundos, y el portero derribó la puerta de la habitación. En medicina legal calcularon que llevaba de tres a cuatro días fulminado por un infarto, y se fue para la otra vida llevándose el secreto de su fórmula. 

Otra de las velas en el altar de mis afectos está encendida a la memoria del profesor Tomás Campuzano Ibáñez.

4. El Dr. Josep Trueta i Raspall, y su método cuasimilagroso

Hace un tiempo conté a un amigo esta ristra de historias que él, naturalmente, me creyó y, es más, me dijo que había conocido a varios de estos personajes porque fueron sus compañeros de trabajo. 

En ese altar te hace falta una vela, Orlando”, me dijo, “Debes encenderla en homenaje al profesor Josep Trueta i Raspall”. 

No sabía que el mencionado personaje existiera o hubiera existido, ¿Quién fue él? 

Fue el hombre que descubrió el tratamiento anaeróbico que te salvó la pierna”, me dijo mi amigo ortopedista. 

Efectivamente, encontré un enlace donde lo describen:


Allí me entero de que su tratamiento tuvo una contribución inspiradora en las experiencias del Dr. Winnet Orr, y que la confluencia de muchas personas del mundo de la medicina fue la que produjo los salvadores resultados que medio siglo después me tienen caminando. Una vela le estoy debiendo en el altar de mi gratitud por tenerme caminando sin ayuda de muletas.

5. San Pascual Bailón, santo patrono de los bailarines

Se cuenta en la hagiografía de San Pascual Bailón que él era un humilde pastor del campo que fue aceptado como hermano lego de la Orden de San Francisco, como encargado de hacer los oficios más sencillos. Un día un religioso se asomó por la ventana y vio a Pascual danzando ante un cuadro de la Santísima Virgen y diciéndole: 

"Señora: no puedo ofrecerte grandes cualidades, porque no las tengo, pero te ofrezco mi danza campesina en tu honor".

Mi madre se sentía feliz rodeada de sus hijos, sus nietos, y sus bisnietos, en la celebración de su nonagésimo cumpleaños, por saberse una sobreviviente que salió de hospitalización en cuidados intensivos después de una complicada cirugía, invasión infecciosa de dos bacterias, y aplicación in extremis de los santos óleos. Pidió que para su cumpleaños le lleváramos serenata con música vallenata, y su sonrisa y alegría eran exuberantes como si se tratara de una quinceañera. Le parecía mentira estar en esa celebración. En algún momento, llevada del impulso, me sacó a bailar en un pedido que yo no pude rechazar. “¿Sabe qué, mijo?”, me dijo: 

Cuando yo le vi su pierna tan destrozada la vez del accidente de la motoneta, creí que usted iba a perderla y me puse a llorar. Le recé, entonces, la novena a San Pascual Bailón para que por su intercesión Dios le hiciera el milagro de salvársela, y vea cómo se lo hizo. Me parece mentira estar bailando con usted. Dele gracias a ese santo bendito”. 

Velas quedo debiendo, pues, en el altar de mis gratitudes.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)


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