(Hace poco tiempo la columnista Elbacé Restrepo publicó en el periódico El Colombiano un artículo a raíz del fallecimiento de Niño Lindo, el indigente con el que se habían familiarizado los habitantes de su barrio en San Javier, y eso me trajo a la memoria a Guayaco, el indigente desdentado de mi barrio de Altavista que murió atragantado con un trozo de carne de sancocho que le había regalado un alma caritativa, sin saber que sus desaparecidos dientes no estaban ya para carnes gordas ni cosas por el estilo. Era mi amigo, y a él dediqué un capítulo de mi libro “En altavista se acaba Medellín”: “Cap. 18. No se puede torcer al destino”. Cuando asistía a talleres de escritura literaria, Guayaco fue tema de algunos de mis ejercicios de escritura que ahora retomo para compartir con mis lectores y también para rescatar esos textos del olvido).
(Fragmento):
EN ALTAVISTA SE ACABA MEDELLÍN
Cap. 18. NO SE PUEDE TORCER AL DESTINO
(AÑO 1966)
La inseguridad es un problema. Por doquiera. En los comienzos del barrio, la quebrada no estaba canalizada. No había puente hacia la Gloria, que allí se estaba construyendo la iglesia más cercana. Había que saltar por entre piedras, para pasar al otro lado. Las señoras de edad no podían hacer eso. Tenían que ir hasta la iglesia de Los Alpes, y quedaba distante. La quebrada llegó a salirse de madre en una tarde de lluvia torrencial y arrastró todos los muebles y utensilios de una casa de la terminal de los buses. Era un peligro. Los buses municipales prestaban servicio solamente hasta las ocho de la noche. Los borrachitos terminaban sus libaciones en el centro y se veían obligados, gastados sus últimos centavos, a transportarse en los buses de la carrera 76. El último hacía el recorrido a media noche. Entonces caminaban hacia sus casas y pasaban la quebrada en precario equilibrio. Alguno hubo que bañó su borrachera en aguas sucias. Al llegar a la calle, por su paso obligado, los esperaba una barra de muchachos de malas costumbres, que los atracaban. En alguna vez coincidieron en la heladería las dos barras. La de los borrachitos que vivían en Altavista. La de los otros, que vivían en Sucre. Alguno tomó la iniciativa de extender el brindis a la otra mesa y terminaron siendo amigos. Formaron equipo de fútbol, compartieron. Por comparación, los unos vieron que había ventajas en llevar una vida sana como la de los otros. Encontraron satisfacciones. Se sintieron reconocidos. Vieron en las miradas confiadas de la gente diferencia con las miradas desconfiadas de antes. Sintieron el placer de ser gente. Paladearon el gusto de ser tratados como gente.
– ¿Sabe qué?, Orlando, hemos resuelto enderezarnos y no volver a manejarnos mal– Dijo Octavio. Le decían Guayaco. Por ser bravo para la pelea y para conseguirse sus pesos, a como diera lugar. Igual que los habitantes del sector de Guayaquil–
– Me parece excelente, Octavio, cuenta con nuestra ayuda, ¿Sí o no, muchachos?
– ¡Claro! Cuenten con ella.
Quiso superarse. Quiso superar su destino. Pero no pudo. No lo dejó la vida.
– Tengo un problema, Orlando. Lo que hace que dejé el vicio y boté el arma, a muchos se les ha vuelto fácil provocarme. A cada nada me ponen disgustos por nimiedades.
– No importa, Octavio, persevera. Vamos a seguir nuestro objetivo.
No pudieron ayudarlo a conseguir trabajo. Nadie quiso ocuparlo. Por sus antecedentes. Lo llevaron a bailes, para socializar. No fue aceptado.
– No me pidan que baile con él, que yo no quiero. No baila bien. Es que ni puede llamarse baile a sus pisadas. Y quiero dedicarme al que me gusta. No me distraigan que tampoco estoy para hacer obras de caridad con mi reputación.
– Déjame, Orlando, no insistas. Déjame seguir solo mi camino.
– A ese paso, llegarás a indigente.
– Entonces cantemos el vals: “No se puede torcer al destino, como débil varilla de estaño”.
[Gildardo:
Recuerdo que su padre biológico era celador y tenía los mismos nombres y apellidos del presidente Marco Fidel Suárez. Como Guayaco podría ser muy Morales, pero era su hijo y era ladronzuelo, él lo perseguía con un machete y lo “aplanchaba”, antes de entregarlo a la policía para que lo detuviera. “Será mi hijo, pero que se compone, se compone”, decía. El caso de Guayaco sí me dejó muy triste. ¡Qué bueno haber podido culminar la labor, integrándolo a la comunidad! Fue el primer desmovilizado que conocí, y el primer reinsertado a la sociedad.
Orlando:
Y el primer desengañado. Quisimos que se le recibiera sin prejuicios, eso quisimos. Eso quiso él. Pero no fue posible. Entregó mucho y recibió poco. Mas, no todo fue perdido. En su indigencia, es persona que no le hace mal a nadie. Sufre con paciencia los desprecios. Hace la vista gorda ante las humillaciones. Pide con humildad. No te olvides que alguna vez fue atracador y consumidor de drogas fuertes. Que era violento y peleador en su momento. Y logró dominar esos instintos. No habrá ascendido en la escala social, más bien ha sido lo contrario. Pero no lo considero “antisocial”, que para eso se necesita de ser también un pernicioso. “En el juego de la vida, / juega el pobre y juega el rico, / juega el blanco y juega el negro, / juega el grande y juega el chico. / Cuatro puertas hay abiertas / pa´l que no tiene dinero / el hospital y la cárcel / la iglesia y el cementerio...”. De las cuatro, ya cruzó tres, pero al paso que va, nos va a ver a nosotros cruzar la cuarta, y él ahí].
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(Ejercicios de escritura literaria
inspirados en el personaje de Octavio “Guayaco” Morales)
A LA HORA DE DORMIR,
HASTA LOS PERROS SON BUENA COMPAÑÍA
La noche va a estar fría. Es lo que pasa cuando empieza a lloviznar temprano y se le entrapan a uno las ropas. Me da pereza cambiármelas. No, no es que me dé pereza, es que no tengo más. La última vez que me las cambiaron por otras y me hicieron bañar y afeitar, todos: ¡Uy!, Guayaco, como está de limpio, como está de aseado, ahora sí que parece un señor, pero de limosnas nada, como si el olor a jabón se comiera. De trabajo tampoco, como si esa tarea les quedara a los demás. Y otra vez a aguantar filo de hambruna partiéndolo a uno por la mitad y borbollones de tripas haciendo reclamo. En cambio así no falta quién lo vea venir a uno y le salga a la puerta con una taza de aguadepanela, con un tazón de sancocho, con un vaya y consígase una bolsa plástica que le voy a regalar un pedazo de pollo que sobró, una arepa que sobró, algo que sobró, pero no se los coma aquí que me hace regueros en la acera, váyase a comer en otra parte, sí señora, mi Dios le pague y ella se entra con una sonrisa de lado a lado porque mi Dios le habrá de pagar porque ya le ha dado de comer al hambriento, ah, y tome este poquito de aguadepanela que también tengo que darle de beber al sediento no importa que no tenga ganas que la bebida también le alimenta –y no me vaya a descompletar las obras de misericordia–. Otros pasan y sueltan su moneda y meten la mano al bolso para guardarlo lleno de indulgencias porque todo lo bueno que uno haga en esta vida lo premia Dios. Entonces a dormir como lirones, a meterse debajo de las cobijas porque ya hice la buena obra y uno chupando llovizna, esperando aguacero, echando cabeza en dónde lo van a dejar dormir hoy que el cielo está oscuro y sin estrellas. Cuando el cielo está oscuro y sin estrellas es porque hay nubes y cuando hay nubes es porque tal vez llueva. Es muy posible que llueva si el cielo está así y cae llovizna. Hoy dormiré en la acera de las viejitas porque se acuestan temprano y tiene alero. Yo me acomodo bajo la escalera que da al segundo piso desde el día en que oí que dijo la una ¡Eh!, déjelo, que hasta sirve para que no se arrimen los ladrones. La otra no dijo nada y aquí vengo con mis perros. Todos los días no, para no cansarlas. Si uno arrima todos los días no falta el día en que las encuentre aburridas y con ganas de desquitar sus soledades en el primero que llegue y resulte ser yo que despierto del sueño con un baldado de agua fría tirado por debajo de la puerta o con una ollada de agua caliente como a otros les ha pasado. Por eso las ocupo solamente en las noches que llueve. Cuando llueve de día, entro a la iglesia. Me paro cerca de la entrada y me echo bendiciones, me cubro de bendiciones. Cuando veo venir al cura o al sacristán o a cualquiera de las viejitas que rezan, me baño otra vez en bendiciones. Así no se atreven a echarme porque me ven como uno de ellos, de menor categoría, pero de ellos. Más descarados fueran si me sacaran de ahí porque no doy limosna. Ellos tampoco me dan, pero no parecen sentir remordimientos. Los más dolidos, de pronto, si mucho, sueltan una moneda en el sombrero al salir, una moneda, la buscan en su cartera y la remiran para asegurarse de que sea una de las de menos valor. Les duele dar una de las grandes y ésas tampoco sirven sino para comprar un café de los pequeños. Eso porque el panadero me rebaja cien pesos convencido de que con eso él también está haciendo su obra de caridad. Si quiero pan, debo buscarme otra moneda y me rebaja cincuenta pesos. Si quiero pastel, muestre a ver con qué va a pagar que esta es una panadería y no una casa de beneficencia. Pero la necesidad tiene cara de perro y allá meriendo antes de ir a dormir donde las viejitas. Así envolato el hambre y hago como que me estoy nutriendo. El mejor aperitivo es el hambre y para un buen frío cualquier cobija da lo mismo. La última vez que me tuvieron en el hospital me cayó de golpe la nutricionista. Está de mejor semblante, se ve que le fue bien en la operación, mañana le dan salida, debe cuidar de alimentarse balanceado, no se olvide de comer pescado una o dos veces por semana y también pollo, no abandone la carne que también la necesita, tome mucha leche y coma fruta. Aquí le apunto el menú en esta hojita para que no se le olvide y Dios lo bendiga. Dios lo bendiga. Todos lo ponen a él de intermediario para evitar poner bendiciones de su propio bolsillo. Lo que me enferma no es tener que dormir en una acera, no es la lluvia, no es el frío, no es la falta de cobijas. Lo que me enferma es dormir solo. Esa es la sed con que yo bebo. Hasta el ser más infeliz de aquí hacia arriba, de aquí hacia abajo, al frente, atrás, a los costados; todos los que uno ve tienen su compañía. Un padre, una madre, un hermano, una amiga, una novia, una esposa, una amante. Todos tienen compañía, menos yo. Claro que también tengo a mis perros, pero ésos son mala compañía. Uno por la necesidad, pero son más los escobazos que uno se gana y las pedradas por culpa de ellos y no falta quién diga que él no se va a poner a dar limosna para alimentar perros. En mis días de andar a lo bien yo puse el ojo en todas las cosas buenas de la vida y qué, ¿qué me quedó?, nada. No quedó nada. Me creía hombre porque podía pasear tal cual vecina, tal cual mesera, tal cual mujerucha de la calle. Me creía hombre porque sentía ganas de vomitar frente a un marica. Saber que uno termina mirando con ojos tristes hasta a un reciclador que pasa, hasta a un peluquero que riega flores en la ventana, hasta a cualquiera. Cualquiera sería preferible a andar solo. Ya no es problema el qué dirán, ¿ya qué me importa? Eso ya no es para mí un problema. El problema es que tampoco hay. Una vez hubo. Yo sí me acuerdo cuando me vieron venir en noche oscura. Tenía una papeleta de marihuana entre las medias y un cuchillo pegado a la espalda con la punta señalando al piso. A uno suelen tantearle las caderas y las piernas. No me dio miedo. Ya había pasado por ésa muchas veces y a la hora de la verdad qué, otro carcelazo y ¡listo! Iba para donde la Juaneca y me sentía preparado para clavarla contra la pared, contra una puerta, contra un espejo, contra lo que fuera. No creía tener la paciencia de esperarme hasta una cama. Ya iba haciendo cuentas alegres cuando en la oscuridad de la distancia dos sombras verdes: ¡Los policías! Este paseo ya se perdió, fue lo primero que pensé. En este asunto ya no voy más, me dije, mientras el hombrote me hacía poner manos en la pared y abrir de piernas sin perder ojo y el de los ojos brillosos paseaba su mano buscando lo que no se le había perdido. Ya iba a encontrar el arma cuando sentí su mano y su mano tembló. Se detuvo por un instante y vi que estaba dudando en si seguir o quedarse ahí prendida a la atracción que sentía irresistible. Yo hubiera tenido que emputarme, eso es lo que hubiera tenido que hacer, pero quedé a la expectativa a ver el hombrecito qué hacía. Hubiera querido mirar sus ojos para ver cómo los bajaba, hubiera querido ver sus pestañas hacer dos pases de cortesía y asombro, pero me soltó e hizo señas de que yo no tenía nada. Perdí el impulso de buscar a la Juaneca y me entré a un café a apurar un par de tragos, cuando el hombrote en la puerta. Una señal de que venga que aún no hemos terminado, una señal de que me siga que aún tenemos que hablar, entonces me entraron a un solar y ojitos me apuntó con su revólver a la cabeza para guardar las apariencias mientras hombrote se agachaba a sorberme hasta el seso. Tuvieron la paciencia de esperar a que me recuperara para que ojitos sintiera cómo le entraba, y a partir de ese día supe que tenía aliados para seguir viviendo la vida de la calle. No hubiera podido, si no hubiera hecho primero la escuela de la cárcel. No me queda nada por perder. ¿Ya qué me queda? Sólo esta soledad amarga que no alegra siquiera la mano de un policía con cara de matón y boca sabia. No volvieron a buscarme, los trasladaron de guarnición o quién sabe qué diablos. O los molestó el hecho de que ya no podían mirarme a la cara. Bajaban la mirada como otros solían bajarla ante el cuchillo y yo, que estuve a punto de caminar con la cabeza gacha, volví a subirla porque ahora sabía que no hay hombres fuertes que no sucumban a sus impulsos poderosos. Ante la ley todos somos iguales. Eso creo. No aguantaron. Uno como que sigue la huella de un destino. La culpa fue de la vieja que venía en su carrazo de película y ¡suaz! Se le pincha una llanta y pone cara de ¿ahora quién podrá defenderme? Y ahí estoy yo que nunca había visto una artista de ésas de pantalla al alcance del ojo, una belleza de reinado al alcance de la mano, y digo no se preocupe monita que aquí estoy yo y ella que gracias y yo que cambie llanta y ensúcieme por un lado y por otro y ella que esa sonrisa de Colgate alegra su vida, y esos ojos azules de colirio no sé qué que pone un brillo de estrellas, y ese rubio de champú de tal y tal que convierte su cabellera en una cascada, y esa piel suave y los bellitos rubios de sus brazos y senos que al agacharse… ¡Yo los vi! ¡Yo se los vi! Y los pantalones blancos ceñidos que dejaban ver… ¡Yo la vi! ¡Yo se la vi! Y sonría por aquí, y sonría por acá, y gracias mil, y cómo podré agradecerle, y saca la cartera y me da un billete de los grandes y tiene más. Pensé en sacarle mi socio y ponérselo en las costillas y decirle tome esa vía y desvíe por esa carretera y bájese de lo que tenga, pero no. Cómo le voy a hacer ésa a esa virgencita que me sonríe y me dice gracias y me da uno de los grandes, no. Si fuera avarienta, tal vez, pero no. Claro que me arrepentí. Pasé semanas azotando remordimientos. Pasé semanas azotando pasiones y deseos, que en el baño, que en todas partes y láncese a la Juaneca. La Juaneca me pagó los remordimientos. En ésas se aparecen el hombrote y el de los ojitos y ¿qué imagen me viene a la cabeza? Eso es una broma perversa del destino. El de los ojitos tiene el pelo rubio y tiene la sonrisa blanca y tiene los ojos azules y tiene la piel suave de la mujer de los afiches que tuve al alcance de la mano en carne y hueso. Algo me debieron pillar en la mirada, algo se me debió notar y por eso hicieron lo que hicieron y por eso yo hice lo que hice. Después me la supe. El negro buscó traslado para otra guarnición lejos, bien lejos. No sabe que adonde uno vaya va su conciencia. El de ojitos azules se metió al ejército. Sabía que lo iban a mandar a zona de guerrillas. Eso se supo. Todo se sabe. Cuando el cabo que le tenía puesto el ojo le puso un cuchillo en las costillas y lo obligó a meterse a un cobertizo no sabía el cabo que no tenía necesidad de preámbulos porque el monito ya estaba en el paseo. Bastaba con apagar la luz para que no se vieran las cicatrices en la piel del cabo, ni la boca abembada, ni los ojos inyectados en sangre. Bastaba apagar la luz y llevarle la mano a sus caminos conocidos, y él aceptaría, pero, ¿qué van a saber los cabos de esas cosas? El cabo le puso el cuchillo en las costillas y sin más nada ¡suaz!, le entró. El dolor y el maltrato no tienen nombre. Esas cosas así no se hacen. Hubiera debido pasarle la lengua por el lóbulo de la oreja, hubiera debido decirle fresco monito que no le va a pasar nada, hubiera debido morderle con suavidad la nuca, en fin, esas cosas, pero no, al cabo no se le ocurrió otra cosa sino ¡suaz! Y el monito quedó aburrido soñando con un capitán que lo traía desvelado pero no sabía si sí o qué. A veces le parecía que el capitán lo miraba con ojos de ojalá que este monito fuera mujer o cosa parecida, pero no decía nada. Por eso cuando él, el cabo y otro se encontraron el barril enterrado con billetes y el cabo propuso repartirlo entre los tres, él y el otro resolvieron cargarse al cabo para no tener que repartir sino entre dos. Él pasó el río y se fue para el Brasil para hacerse poner cuerpo de mujer y le mandó una carta con su fotografía al capitán invitándolo a viajar a los carnavales de Bahía con gastos pagos, pero si quiere ser feliz, coma callado. El capitán, como en un cuento de hadas, viajó y vivieron felices. El otro se metió a narcotraficante y terminó con el cuerpo lleno de perdigones. Pero como que antes de morir habló, o entre tragos algo dijo, o quién sabe, porque a la larga todo se supo y a mí me llegaron las noticias. En esos tiempos no me faltaba compañía. Compañía de la buena. La Juaneca, la Flaca, La Pecosa. A cuál más y mejor. No me arrugaba. Pero me llevaron al hospital mental y me aplicaron esos choques. Salí convertido en nada. Ahora sólo busco los perros para que me den calor. Si quisiera otra cosa me la darían, casos se han visto, pero ya no quiero nada. Hablo solo y les hablo a mis animales. Ellos me entienden. Me miran con ojos de te comprendo y agachan la cabeza. O mueven la cola, según su estado de ánimo. Parecen decirme no te preocupes que de mi boca no saldrá nada. Parecen decir que por nuestros labios no te ganarás recriminaciones. Si las ganara, ¿qué problema sería? Ya no tengo nada que perder, ni tengo alientos.
UN HOMBRE APODADO GUAYACO
La acera acoge sus días de mano estirada y sus noches tiritantes. La mayoría de las gentes pasan por su lado sin ver el sombrero que mendiga monedas y rayos de sol, el bulto de trapos que torea fríos y golpes de lluvia, o los perros que acompañan su soledad y dan cuenta de restos del sancocho que consumió su dueño en el mismo tazón que ellos atacan a lengüetadas.
– ¿Qué edad le calculas a “Guayaco”? –pregunta alguno.
– No sé. ¿Tal vez setenta?... U ochenta. No sé –responde el preguntado.
Es un indigente de boca desdentada y pelo largo, sucio y enmarañado; uñas negras y costra de suciedad adherida a la piel que camina con un zapato de un color y otro de otro, sin cordones y de tallas que no corresponden con la suya; se ve anciano de barba y bigotes que muestran salpicaduras del plato consumido. Su aspecto es de loco. A uno de los perros se le ha ocurrido alzar la pata y marcarle una pierna como territorio de su propiedad. Él no se inmuta porque hasta los perros le hayan perdido el respeto. Sus ojos vidriosos miran a la distancia como si vieran alguna cosa de su interés. Son ojos vidriosos acompañados de dos o tres pestañas, las dos o tres que no se le han caído. Sus cejas se ven ahora enmarañadas, para no desentonar con los cabellos, y son mezcla de gris y negro también. De gris triste y negro opaco. Nada en él brilla. La piel curtida por los soles de muchos días y por el frío de muchas noches tiene pliegues como caminos hiriendo las breñas de una montaña. Son arrugas que marcan el paso de los días como rayas puestas en la celda de un prisionero que ve llegar la hora del cadalso. Los colgajos de piel del cuello denuncian carencias. El cerumen rebosa el pabellón de sus orejas, y muchos bellos apelmazados van y vienen por sus adentros como otros tantos se ven aflorar por las ventanas de su nariz, también apelmazados. El ceño fruncido muestra sus muy pocas alegrías y sus tal vez negros pensamientos. Tal vez algún insecto lo ha molestado y resuelve quitarse uno de los zapatos. Un pie de color irreconocible sale cubierto por una costra roñosa que rodea sus talones, que cubre todo el pie, como una nata negra y endurecida. Las uñas de los dedos, mal recortadas, dejan ver que hace rato pasó por ellas la cuchilla. La del dedo gordo es una garra dura encorvada hacia adentro con una callosidad rebelde a cualquier otro instrumento que no sea una tenaza de torturas. Los callos explican su caminar de zapatero, apoyándose en los talones.
CONTRA EL DESTINO NADIE LA TALLA
Hubo un tiempo en que decían las señoras que “Ese muchacho es encarnación del mal”, al hablar del que fue y ya no es, porque no es el mismo que muestra brillo en sus ojos al ver bajar del bus a un contemporáneo y se apresura a saludarlo con mano estirada, sabedor de que al despedirse de él sus manos no se recogerán vacías. Es un indigente que se acerca al hombre con aspecto de jubilado y, ante la sorpresa de muchos ojos que miran, se hace evidente su amistad.
– ¿Qué te trae por acá, Orlando?
– ¡Hola, Octavio! Me han puesto tarea en el taller de escritores y he venido en busca de material.
– Seguís escribiendo… Yo no sé de dónde inventás tantas historias.
– Inventadas no, la mesa está dispuesta, uno escoge.
¿Veis esa vieja escuálida y horrible? / Pues, aunque hoy parézcate imposible, / fue la mujer más bella entre las bellas… se oyó sonar el traganíquel en una y otra vez hasta el cansancio el Día de la Madre del año en que murió la de “Guayaco” y dejó a cuatro o cinco huérfanos que no tenían padre que viera por ellos. Se “gaminiaron”, como se dice de los niños que se lanzan al libre albedrío de la vida de la calle y empiezan a verse durmiendo en cualquier acera del barrio Guayaquil. Era el mayor y no asumió el papel de padre de sus hermanos, por lo que cogió cada uno por su lado. Ha llegado a la vejez sin nexos familiares.
– ¿Qué edad le calculas a “Guayaco”? –pregunta alguno.
– No sé. ¿Tal vez setenta?... U ochenta. No sé –responde el preguntado.
Tiene dos barrios: el que lo vio nacer y el que lo enseñó a cometer sus fechorías. En los días en que el solo nombre del barrio Guayaquil anunciaba los peligros que acechaban en cada esquina, era un muchacho de diecisiete años que iba y venía como si fuera por su casa, mirando fijo a cuanto malandrín encontraba, esperando a que el otro bajara la mirada, como solía ocurrir. Se había ganado ese respeto a cuchillo cortaventeado y ahora cosechaba frutos. Andaba en busca de unos pesos que pagaría por comprar el certificado de servicio militar y encontró la oportunidad en una mochila que colgaba despreocupada de algún hombro a la entrada del banco, con una consignación en su interior. Fue más fácil de lo que suponía, puesto que de haber tenido necesidad hubiera mostrado su cuchillo y la mochila habría pasado a sus manos sin mucho esfuerzo. Fue conocido en el barrio en que nació con el apodo de “Guayaco” y temido o respetado, que para el caso da lo mismo. Los unió la música un día en que el uno accionaba en el traganíquel botones para escuchar un disco y escuchó a sus espaldas un fastidioso “Yo también le iba a echar a ése”, pulsó botones para otros dos y escuchó lo mismo.
– Ya veo que nos gustan los mismos discos –se animó a decir el de adelante, solidario con uno que tenía sus mismos gustos, aunque al principio le hubiera molestado el entrometimiento.
Era Guayaco en uno de sus días de pobreza porque el dinero, con la misma facilidad con que entraba se iba, y ese día unas monedas se vieron nerviosas entre sus dedos, frente al traganíquel, dudando de si comprar cigarrillos o dejar oír esas voces que dicen Sentir que es un soplo la vida y veinte años no es nada y… Si arrastré por este mundo la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser. Algo debió fallar en el código genético del joven, porque ganó la música. Más tarde quiso oír Yo también tuve veinte años, aunque aún no los tuviera y gastó en eso sus monedas mientras el otro lo invitaba a dos o tres copas de licor que fueron apuradas sin sentir incomodidades porque esos sentimientos no estaban en el catálogo del que fue criado en la calle. Apenas había cumplido diecisiete, pero aparentaba más y por eso podía entrar y salir de bares, sin problema. Medía poco más de metro y medio de estatura y su contextura era delgada, pero sólida. Piel morena y mirada torva. Dientes aperlados, cabello negro y lacio. Raza indefinida con mucho del padre blanco y mucho de la madre negra. Su nombre, Octavio Morales, fue sacrificado ante el apodo por todos conocido, y hubo un momento en que su padre, Marco Fidel Suárez era el vigilante de la cuadra atento a atrapar ladrones para darles una paliza y luego entregarlos a la policía, mientras el hijo estaba atento a que el vigilante diera vuelta en la otra esquina para entrarse a robar en la casa que ya tenía vista y saltar con un costal lleno de objetos por la parte de atrás hacia la quebrada. Su padre tenía sospechas del pícaro, según la ferocidad con que afirmaba que si llegaba a atrapar al ladrón lo apalearía sin fórmula de juicio y entregaría el cadáver a las autoridades.
– Ese muchacho podrá llevar el apellido de su madre, pero es hijo mío y yo no admito hijos atracadores.
Tuvo que admitirlo. La fama del muchacho, como humo de cigarrillo, iba de boca en boca y, aunque a su edad no hubiera sido raro, pudo tener hijos con alguna de las mujeres de mala vida con quienes se mantenía y no quedaron en embarazo por azar pero, de haber quedado, hubiera sido difícil determinar cuál era el padre sin ayuda de las facciones, en una época en que el ADN no había revelado sus misterios.
Cuando construyeron la urbanización contigua al barrio quiso acercarse a la barra de muchachos que se paraba en la esquina, pero leyó en sus ojos el rechazo. Hubiera reaccionado atacándolos, pero entendió que su vida iba por mal camino, y resolvió modificar el rumbo. Entonces se propuso aprender a bailar, como ellos. Aprender a trabajar, como ellos. Conseguirse una novia, como ellos. Hacerse digno de la amistad de ellos. Le ayudó el hombre que alguna vez lo había invitado a oír discos y casualmente llegaba a vivir a ese lugar. Se propusieron ayudarlo. Le buscaron trabajo, pero no pudieron conseguir (“Aquí, entre nos, la presencia no le ayuda”, dijo algún empleador). Le dieron lecciones de baile, pero no pudo soltar el cuerpo. Trató de conseguirse una novia, pero le dijeron no (“A nosotras nos da pena que nos vean andar con esa fachada, pídanos cualquier cosa, menos tener a su amigo cerca de nosotras”). No basta con querer ser bueno, y así lo entendió. Tomó una decisión: dejó de cargar armas y de consumir drogas, buscó ropa apropiada, se hizo motilar correctamente, asumió poses de señor. (“El hábito no hace al monje. No confío”, dijeron otros, negándose a ayudar).
– ¿Puedes creerme, que desde que dejé de cargar armas a muchos les ha dado por ponerme problemas? Ya me han perdido hasta el respeto.
No fue sorpresa cuando se supo la noticia de haber sido condenado a nosesabecuántos años por atraco a mano armada y homicidio, pero sí causó extrañeza su salida de la cárcel: No dejó ver su cara por el barrio.
La próxima vez que apareció ya no era él. El indigente de boca desdentada y pelo largo, sucio y enmarañado; el pobre hombre de uñas negras y costra de suciedad adherida a la piel que camina con un zapato de uno y otro de otro, sin cordones y de tallas que no corresponden con la suya; el anciano de barba y bigotes que muestran restos de carne de sancocho y pedazos de yuca o papa que rodaron y no se tomó el trabajo de retirar; mueve a risas o a lástimas. Dicen que estuvo en el hospital de locos, pero lo dejaron salir por falta de pagos. Su aspecto es de loco. Dicen que lo está. Dicen que consumió toda clase de drogas. Dicen que las consume. Dicen que no tiene con qué. Sólo una vez se vio en la iglesia. No dio limosna. Hizo fila para comulgar. El sacerdote se hizo a un lado y avanzó la Hostia hacia la señora que lo seguía. No volvió. Contrario a muchos que instalaron sus puestos de pedir limosna lejos de los sitios que conocieron sus días de opulencia, él lo hizo en las mismas esquinas para estar al lado de la misma gente que ahora repugna los olores pesados de sus ropas ignorantes de jabones. Algunos niños, que desconocen antecedentes, se acercan a tirar de sus collares de vidrios y baratijas recogidas al paso de la carreta de reciclajes por uno que se ha vuelto reciclador de los recicladores. Algunos otros son amenazados por sus padres con ser entregados a él si no toman la sopa. Nadie sabe su nombre y apenas se acuerdan de que ha sido nombrado “Guayaco” desde siempre por todos, menos por el amigo cercano a su misma edad que ya remonta el medio siglo. Eran contemporáneos y ahora parece hijo suyo el amigo que no olvida la vez en que Octavio dijo:
– Vos sos un bacán, Orlando. Mientras yo esté cerca no te pasará nada.
De las cuatro puertas que hay abiertas para el que no tiene dinero: El hospital y la cárcel, la iglesia y el cementerio, a Octavio no le falta sino la última, pero parece estar ya cercano. Cada vez le es más difícil sostener promesas ahora que le han perdido el respeto hasta los perros y no tienen inconveniente en alzar patas a sus pies, resueltos a no ladrar porque no lo consideran amenaza. Perros de los que ha recogido a varios por considerar que son más pobres que él. Las señoras que pasan para misa ya no cambian de acera porque le tienen lástima a los sarnosos y a su dueño:
– ¡Pobre hombre tan desvalido, el Guayaco! Es un pobre de espíritu –dicen soltando una moneda y olvidadas de que es el mismo que solía bañarlas en miedos y arrebataba pertenencias a punta de chuchillos cuando le venía en gana.
GUAYACO, GUAYA–LOCO, SOLI – LOQUIO
La anciana se aproximó al indigente y estiró la mano con un billete enrollado que alteró la paz del pocillo a medio adornar con algunas monedas.
– ¡Caramba, Octavio! Ésta sí se fajó. Ése está bueno.
– Agradecidita que es la vieja, Orlando. Vos te acordás que ella tenía sus muchos años en los buenos tiempos y me lanzaba cartas a ver si yo caía. Yo me hacía el loco ante la fea. Pero la hija me salió con el cuento de que no quería bailar conmigo, porque le daba pena. Entonces me le llevé la mamá pa´ Guayaco y allá le hice los honores. Al día siguiente la hija se sonreía, porque logró alejarme. La madre me sonreía, porque logró atraerme. Ahora la hija pasa y no me da nada, pero la madre agradece por las dos y mi silencio. Véale la cara a la hija: se parece a la madre de aquellos días en que me la llevé al río como si fuera mozuela… Si yo tuviera la misma cara de entonces, la hija me haría atenciones. El río da vueltas y busca su cauce.
– Vos tenés muchas historias guardadas, pero llegó la noche. Otro día vuelvo.
¿Te acordás que le echábamos monedas al piano Cuando tallan los recuerdos, Guaya? Con este maestro que es buena gente solíamos tanguear en otros tiempos, Guaya. El hombre se fue a dormir en su camita con cobija y tal. No se tiene que preocupar de acostarse tarde pa´que lo dejen dormir, ni de levantarse temprano pa´que no le tiren agua. Ve salir al sol desde la cama. Si nosotros hubiéramos nacido en casa buena, con la piel blanca; si padre no hubiera sido loco de los que se van, sino figura derecha de los que se quedan; nosotros también dormiríamos en cama sin importar que llueva. O si a madre no se le hubieran reventado los pulmones del batacazo. Pero se reventaron. Nadie es eterno en el mundo y ya suenan otras músicas. Unos nacen con estrella y otros… ¿Entonces qué, Loco, a abrigar baldosa o qué? Vos dirás, Guaya. A la hora de la verdad no estamos solos, desde que nos dio por acompañarnos uno al otro. Porque todo hombre son dos: un ojo que mira lo malo y el otro que mira lo bueno. Para no amargarse la vida lo mejor es tratar de que no peleen y no dejar que la mano izquierda sepa… Yo hablo solo desde que salía con papá. Saber que el albañil ese no era mi papá. Fue vecino de mamá y vino a vivir con ella cuando quedó en embarazo de otro. Como si lo fuera. Mientras estuvo ahí me correteó para todos lados y estuvo hasta que nacieron mis hermanos. No volvimos a verlo después de la última golpiza que le dio a la vieja. Me vio el cuchillo en la mano y adivinó que ya no podría dormir tranquilo. Después ella resultó enferma de los pulmones, pero ya no había a quién hacer reclamos. Recuerdo que era niño casi de brazos cuando madre quedaba golpeada, hecha un ovillo en la cama, mientras padre se ponía la pantaloneta, la camiseta de fútbol y unos tenis, metía guayos en el maletín y me tomaba en brazos para llevarme a la cancha. Le gustaba mostrar la pinta. Pero yo no era su pinta. Ésa no se la creía sino él que se metía mentiras a sí mismo. Y yo, que no tenía por qué saber. Por esos hechos repetidos se sabía que era domingo. En el kiosko de la cancha padre apuraba una cerveza helada, saboreándose, y me daba un sorbo que me hacía arrugar la cara porque sabía amargo.
– Téngame el muchacho, Mona, que ya vuelvo.
– ¡Eh!, ¿no me ve ocupada sirviendo fritos y jugos de naranja? Póngalo adentro y cúñelo con ese cajón para que no se salga.
– Dejá de poner problema, Mona, que es mientras juego el partido.
– Mejor hacete echar pa´que volvás ligero, conchudo.
– Listo, Mona, acabé. Servinos media de aguardiente y cuatro copas que vamos a espantar resacas.
Yo apuraba con desgano un tetero de malta dulceamargosa y sentía la copa de papá en la boca, dejándome restos de licor:
– Para matar lombrices y que se vaya acostumbrando al saborsito.
Yo gateaba, creo, o daba cualquier paso. Al regreso nos caímos muchas veces.
– Mejor, para que se vuelva verraquito –decía, pero uno no se vuelve verraco así a punta de chichones.
– Muérdale la mano o una oreja, pero no se la deje montar de nadie –recuerdo que me empujó hacia un vecinito que me arañó la cara.
– Tóqueme el muchacho pa´que vea –se oyó el desafío de la madre.
Pero el mensaje me quedó claro: Tenía que dar golpe por golpe y cobrar ojo por ojo o, lo que era mejor, golpear primero porque “el que pega primero pega dos veces”, decía él.
– Es que este muchacho me salió manipesado –decía mi madre, achacándole a la Divina Providencia las herencias de papá. De ambos papás.
En la escuela no tuve rivales. En la calle tampoco.
– El muchacho queda expulsado de la escuela por lesiones personales –dijo la directora.
Se me había ido la mano con el cuchillo, pero le perdí el miedo a hundirlo en una barriga. Ya no me asustaba la sangre y había aprendido la lección: si debía correr sangre, que no fuera la mía. Aun así con el tiempo el cuerpo se llenó de cicatrices, pero eso son gajes del oficio, ¿Sí o no, papá? Con el primero que me llevé no pasó nada, no se supo que había sido yo. Lo encontraron tirado en una manga y fueron a hacerle levantamiento. Yo estaba entre los curiosos, pero no sentí nada. Lo merecía por faltarle al respeto a un varón, ¿por qué había de sentir algo? Sólo a él se le ocurre negarle la billetera a un hombre que viene cuchillo en mano. Esas cosas no se hacen. El segundo fue por lo mismo. Me cogieron. El tercero fue en la cárcel. No hay más. Lo demás son cuentos de la gente y escarceos en la calle. Filigranas con uno u otro, pero sin consecuencias. Heridas sí. En el abdomen. En el corazón. En los riñones. Heridas sí. A mí no, al otro. A los otros. A mí marcas de piel solamente, rayitas en el cuero que son credenciales para vivir la vida de la calle. Por eso me ha ido bien, porque no me le arrugo a nada. Cuando salga voy a cambiar de vida. Me voy a volver señor, póngale la firma. Buscaré oficio. ¿Bobo por qué? Pues sí, ya hice el ensayo. Me fue mal. ¡Ah!, pero no importa. Volveré a ensayar. ¿Sabe qué? Tiene razón. Yo no nací pa´eso. Preste pa´cá y fumémonos todo el vicio que podamos que a la hora de la verdad eso es lo único que queda ¿o qué? Yo qué me voy a acordar, doctor, cuánto tiempo estuve trabado. ¡Tres días!, porque usted lo dice, le creo. ¡Ah, no! Eso sí no lo prometo. Pa´qué va uno a prometer lo que no cumple. La próxima vez no me la fumo de a poquitos sino toda de una vez. Qué importa, doctor, que uno se muera. No nacimos pa´semilla o qué, doctor.
¿Ahora pa´dónde cojo? Pa´cualquier parte menos pa´ese barrio donde todo el mundo lo mira a uno feo. Mejor sería que me devolvieran a la cárcel. Creo que voy a volver a Guayaco. Allá nadie se ocupa de nada. Uno es lo que es y los demás comen callados. Peso que coja, peso que me fumo. Lo que no tenga lo busco, lo que tenga me lo gasto. Y me le apunto hasta al pega-pega. No es cosa de venírmele a humillar a la vida y a arrugar ahora a nada. Cualquier cosa menos tener que rendirle pleitesía a esos hijueputas. Que porque viven en casa bonita. Que porque tienen la piel blanquita. Que porque no estudiaron en la rural. Que porque lo uno o porque lo otro. ¡Que coman mierda los hijueputas!
¡Ah!, ¿sabe qué?, hermano. Creo que me la fumé toda, me la chupé toda. Me cogieron cansado. Me hirieron. Casi me llevan. Me volví loco. Me creí capaz de tumbar muros con la cabeza. Veía en cada ladrillo un enemigo. Me cogieron entre varios y me aplicaron de esos tratamientos que lo agüevan a uno. Es preferible ser loco. A un loco lo respetan, a un agüevado se la montan. A mí me la montaron. Tenía que rebuscar plata con la familia. ¡Con la familia! Parecen bobos, yo no tengo familia. Salí sin ganas de nada. Ya no era capaz de nada. Ahí fue donde apareciste vos, Loco. Entonces chupe. Chupe y chupe. Hasta que un día se me prendió una lucecita y me vine para acá a pedir limosna. Hermano, me dije, si no quiere que lo corran, nada con las cosas ajenas ¿entiende? Vivo con lo que me dan y con eso tengo. No me falta nada. Es suficiente. De los dos, ganó Guaya que quería ser bueno, y los dos perdimos. Si hubiera ganado Loco, ya estaríamos muertos y nos habríamos evitado el recorrido, pero esas cosas no se pueden cambiar. No es uno el que las determina. Cuando me muera, recojan plata y háganme quemar o como se llame ese asado pa´que me conviertan en polvo y no estén por ahí trasteando huesos. A la hora de la verdad hasta los huesos de uno estorban en este mundo, ¿Sí o no, socio?
ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
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