miércoles, 18 de marzo de 2015

90. Jurisconsulto tanguero, el Dr. Carlos Gaviria Díaz

Para la gente del común es bien sabido que el Dr. Carlos Gaviria Díaz era líder y cabeza visible del partido político de izquierda denominado Polo Democrático, es sabido que él era un exmagistrado de las Altas Cortes, así no se tuviera claro de cual, y es sabido que fue profesor universitario en la carrera del Derecho. Son cosas sabidas. Pero hay facetas suyas que no son tan conocidas.

A raíz del fallecimiento del Dr. Carlos Gaviria Díaz, sopetraneño exmagistrado de la Corte Constitucional de Colombia, reproduje un artículo del escritor Héctor Abad Faciolince donde revela detalles sobre su amistad, su compadrazgo, y sus conversaciones relacionadas con personajes de la literatura. Allí leo que el Dr. Gaviria coincidió en las sesiones del tribunal de Sir Bertrand Russell en Roma con el escritor argentino Julio Cortázar, autor de esa novela tango titulada "Rayuela", y que Gaviria estuvo exiliado por dos años en Argentina. Tendría, pues, oportunidad de refrendar su gusto por el tango; y digo de refrendarlo porque debió adquirirlo por ósmosis callejera en las aceras de las cantinas de su Sopetrán natal y en los guayaquileros recovecos del Medellín donde vivió.

Entre los aficionados al tango hay un abanico de profesiones que, me atrevería a decir, las abarca todas desde el más humilde obrero y artesano hasta las más altas magistraturas. Entre nosotros los ha habido médicos, ingenieros, arquitectos, escritores, abogados, y pare de contar. La sola profesión del derecho entre nosotros cuenta con los tangófilos doctores Jaime Jaramillo Panesso, miembro de la Asociación Gardeliana de Colombia; y Jesús Vallejo Mejía, reconocido tanguero de ley. 

Precisamente sobre el aspecto tanguero del Dr. Gaviria Díaz escribe el frontineño Dr. Andrés Nanclares Arango, exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia, quien compartía con el Dr. Gaviria ese gusto y de quien hace una tanguera semblanza que los pinta como tangueros en ley y en extratiempo de su práctica como guardianes de la ley. Ese artículo fue publicado por el periódico El Espectador, pero el Dr. Nanclares me ha autorizado a difundirlo entre la cofradía de los tangueros que en el mundo somos. Bienvenidos, pues, a este blog el escritor Héctor Abad Faciolince y el exmagistrado Andrés Nanclares Arango en sus respectivas semblanzas del Dr. Carlos Gaviria.


ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
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CARLOS GAVIRIA DÍAZ, POR HÉCTOR ABAD FACIOLINCE

Si la memoria fuera un hilo con dos puntas y con algunos nudos, podría rememorar a Carlos Gaviria empezando por un extremo del hilo -mi recuerdo más remoto de él-, contar luego algunos nudos en que la memoria se condensa, y terminar por la otra punta del hilo de la vida, cuando esta llega al final y se comprende lo más triste que tiene la muerte de un amigo: que ya nunca más vamos a caminar juntos, a comer y beber juntos, y, sobre todo, a conversar juntos. Lo que más falta me va a hacer de Carlos son sus palabras y el tono de voz con que las decía: inteligencia, entusiasmo, citas que su extraordinaria memoria traía a cuento, y sobre todo claridad de las ideas. Hablar con Carlos -que siempre fue un maestro- era aprender algo en todo momento, poner en duda las propias convicciones, aclarar el pensamiento a través del diálogo. Saber que ya no puedo llamarlo ni oírlo ni invitarlo a conversar será ya siempre en mi vida una carencia imposible de llenar.

Si me remonto a la punta más lejana del hilo, puedo recordar el momento en que conocí a Carlos Gaviria, que no era amigo mío todavía, sino de mi padre. Esto ocurrió a principios de los años 70, cuando el joven profesor de Filosofía del Derecho -que ya había sido Decano de su Facultad, a los 32 años- fue destituido de su cátedra (junto con más de cien profesores) por un rector reaccionario de la Universidad de Antioquia. Yo era apenas adolescente y recuerdo que la junta del sindicato se reunía en la biblioteca de nuestra casa. Carlos y mi papá presidían la Asociación de Profesores y en las reuniones se decidía la estrategia de la huelga que estaban haciendo para oponerse a esa destitución y a un “estatuto docente” que eliminaba la libertad de cátedra. Recuerdo que, pese a todo, en esas reuniones había mucha más risa que angustia. Pensaban tomarse la universidad una tarde, y hasta dormir allá el tiempo que fuera necesario, y las esposas de los profesores serían las encargadas de llevarles de noche los alimentos. Mi mamá y María Cristina Gómez (la esposa de Carlos) se ocuparían de esta última parte. Después no recuerdo bien qué pasó. El resultado de esa huelga y de esa destitución colectiva dependía de las elecciones presidenciales: si ganaba Álvaro Gómez Hurtado, el candidato conservador, los profesores echados no volverían jamás a las aulas. Si en cambio ganaba el candidato liberal, López Michelsen, el destituido sería el rector y los profesores volverían a la cátedra. Lo que ocurrió fue esto último y durante más de diez años Carlos y mi padre vivieron una tregua de libertad y pudieron seguir enseñando en la Universidad.

Luego viene el primer nudo de memoria con Carlos. Lo nombran miembro del Tribunal Russell en Roma y allá se reúne, entre otros, con Julio Cortázar, para analizar las detenciones ilegales y los crímenes de las dictaduras de América Latina. Como Cortázar era el ídolo de mis lecturas juveniles, más que preguntarle por los crímenes de la dictadura militar brasileña me recuerdo interrogando a Carlos por la manera de ser del autor de Rayuela. ¿Era en la vida tan divertido, luminoso y tierno como en sus libros? Aunque las reuniones de Roma eran más políticas que literarias, Carlos me confirmaba la intuición de todos los que hemos leído a Cortázar sin conocerlo. A partir de entonces nuestras conversaciones fueron más de lecturas que de política, más de libros que de conflictos sociales.

Pasan los años. El nudo siguiente se refiere al momento más duro de nuestras vidas, cuando a los profesores de la Universidad de Antioquia ya no los destituyen sino que los matan. En Medellín empiezan a matar los grupos paramilitares y mi papá y Carlos están no solo amenazados, sino descorazonados, desesperados: ya hay más angustia que risa en sus encuentros semanales. Desde el Comité para la Defensa de los Derechos Humanos tratan de detener con palabras y protestas la masacre, pero no lo consiguen. Después del asesinato de mi padre le ruego a Carlos que se vaya del país, pues si no él va a ser la víctima siguiente, y Carlos viaja a Argentina donde pasa un par de años en el exilio. Salva su vida y es un milagro que haya sobrevivido casi 30 años más, ayudando a hacer menos salvaje a Colombia, primero desde la cátedra y luego con sus revolucionarias sentencias en la Corte Constitucional. Cuando trato de pensar en Colombia con optimismo recuerdo que Carlos pudo haber muerto asesinado en la década de los 80 del siglo pasado y en cambio vivió hasta el año 15 de este siglo, y que murió en la cama, después de haber ayudado a mejorar en algo este país atrasado.

Un nudo más: a principios de los años 90, cuando yo vivo todavía en Italia, gracias a Carlos consigo publicar mi primer libro. Es un esmirriado e inseguro volumen de cuentos que, gracias a él, me publican en la editorial de la Universidad de Antioquia. Él mismo escribe la nota de la contratapa. No solo eso: me anima a volver a Colombia y hasta me consigue trabajo para reemplazar a Juan José Hoyos en la dirección de la revista Universidad de Antioquia. A mi regreso la amistad se estrecha aún más: lo siento como un amigo heredado de mi padre, y en cierta medida como un padre sustituto. En vista de que su esposa, María Cristina, es pedagoga, y había fundado guarderías y colegios inspirados en las ideas libertarias de Russell y del mismo Carlos, mis hijos estudian en esas escuelas. Aunque quizá era más lo que gozaban que lo que aprendían, mis hijos tienen de ese colegio memorias de felicidad y agradecimiento. Era como ir a una finca toda la semana, recuerdan todavía.

Un nudo más: nos volvemos compadres. Estando en vacaciones en la finca de mi familia en Támesis, La Inés, Carlos, que es agnóstico, me pide que deje de ser intransigente y que le dé un gusto indoloro a mi mamá: que bauticemos a mi hijo en la iglesia de la aldea cercana, Palermo. Por él accedo a pasar por alto mi fanatismo anticlerical y Carlos es el padrino de mi hijo. En adelante seremos compadres y de algún modo siento que mi hijo ha heredado la bondad y el ánimo ecuánime de su padrino. Era Carlos una especie de no creyente que sin embargo practicaba las mejores normas morales del cristianismo: si hubiera purgatorio, no lo probaría.

Ha llegado el momento de mencionar otro nudo importante, el de las obras y los hijos. “Por sus frutos los conoceréis”, dice una de las partes más citadas del Nuevo Testamento. La vida de Carlos fue ejemplar en todo sentido, pero si lo fuéramos a juzgar por sus obras y sus hijos, saldría aun mejor librado que por su propia vida. Ana Cristina, Natalia, Juan Carlos y Ximena son ciudadanos intachables y seres humanos extraordinarios. Son los frutos de una educación en la que se conjugan la libertad responsable con la imaginación. Doy un detalle de esta última: contaba Carlos que a él le daban pereza los juegos infantiles que implicaban demasiado movimiento físico. Cuando sus hijos le proponían jugar a los escondidijos, Carlos aceptaba, pero los escondites debían ser mentales y no había que ir a buscar a nadie por toda la casa: bastaba pensar en donde se escondía cada uno, y tener la honestidad de aceptarlo, si lo encontraban: detrás de la cortina de la sala, no; debajo de la cama de la mamá, no; en el horno, detrás de la nevera, en el baño de abajo. En fin, los lugares mentales para esconderse eran incluso más numerosos que los reales y el juego se volvía más interesante, casi infinito.

Los imbéciles (que nunca faltan), se han atrevido a llamar a Carlos Gaviria marihuanero y drogadicto, por su sentencia ejemplar sobre la autonomía humana y la despenalización de la dosis personal de drogas. La vida de Carlos podría examinarse con lupa, y también la de sus hijos, para darse cuenta de la imbecilidad de esas acusaciones. Lo que pensaba está en su obra, hecha de ensayos, artículos y sentencias. En sus hijos y en su obra no hay más que ejemplos de sobriedad e inteligencia.

Otro nudo básico de nuestra amistad fueron Borges, la poesía en lengua española, y en general la lectura. Siempre que nos veíamos o cuando hablábamos por teléfono, hacíamos un recuento de nuestras últimas lecturas. Nos recomendábamos autores, nos dábamos regalos de libros. Conservo sin leer los dos tomos de una de sus obras fundamentales: “La decadencia de Occidente” de Spengler. Pero en cambio, gracias a Carlos, llegué a leer y a admirar otros de sus libros más queridos: la Apología de Sócrates y algunos de los Diálogos de Platón. Varias obras de Bertrand Russell y de Isaiah Berlin. Sobre el célebre ensayo de este último, “El erizo y la zorra”, recuerdo haber hablado con Carlos varias veces. Marx era el típico zorro que todo lo reducía a una gran idea económica. ¿Era zorro Carlos en este sentido marxista? No lo era, pues sus convicciones eran mucho más complejas, abiertas, liberales y libertarias. Sin embargo, en su práctica política, y para intentar mantener unido al Polo Democrático (quizá su nombre era el único que conseguía juntar casi todas las tendencias de la izquierda colombiana), a veces parecía más el erizo que no era que el zorro que genéticamente se inclinaba a ser.

Acabo de mencionar algunos libros de historia o de filosofía. En realidad, en general, hablábamos mucho más de literatura que de ideas abstractas. Los grandes autores de Europa Central eran nuestra más amada pasión común, una patria de judíos en lengua alemana: Joseph Roth, Franz Kafka, Stefan Zweig, Elias Canetti, Karl Kraus… Hay muchos otros nudos intelectuales y vitales en el hilo de mi memoria con Carlos Gaviria: la música clásica y popular, la comida, el vino, los atardeceres, las conversaciones peripatéticas por el campo, las historias privadas sobre la mezquindad de algunos líderes de la izquierda colombiana, pero el espacio no es ilimitado ni la ocasión propicia para todo. Estoy viendo los rostros de sus peores detractores (de derecha y de izquierda), pero no vale la pena mencionarlos. Uno a quien salvó del suicidio acogiéndolo fraternalmente en su casa, se dedica al asqueroso oficio de calumniarlo.

Llego, entonces, a la punta más próxima del hilo, cuando mi amigo Carlos se enferma. Un día, a principios de este año, recibo una llamada suya. “Tengo que informarte -me dice- que por primera vez en 77 años de vida estoy en un cuarto de hospital.” Siempre había tenido buena salud, pero esta vez lo habían internado en una clínica en Medellín. Lo que más lo exaspera es el desacuerdo de los médicos. “A veces la medicina no parece una ciencia sino un arte adivinatorio”, me dice. No se ponen de acuerdo en los motivos de su neumonía: “criptogénica”, dicen, es decir, de origen críptico, oscuro. No saben si lo que tiene es lupus, cáncer, fibrosis pulmonar, o alguna otra enfermedad autoinmune o degenerativa. Le prescriben cortisona. Se siente mejor y se va a Bogotá, que es la ciudad donde ha vivido en los últimos años, aunque la altura no le conviene. Planea un viaje a Argentina para mediados de año, a descansar. Las noticias de corrupción sobre Pretelt y la Corte Constitucional lo deprimen mucho; también la muerte de Nicanor Restrepo lo desanima. Se siente mal después de una conferencia y vuelven a internarlo, esta vez en Bogotá. Ya no saldrá del hospital.

Recuerdo la última conversación larga que tuvimos, en su apartamento de Medellín, convaleciente. Hablamos de nuestras lecturas recientes: yo, novelas para un premio del que era jurado; él, un libro que le fascina sobre el romanticismo. Me confiesa que nunca ha podido saber si él es un ilustrado o un romántico, pero que cada vez se inclina más por esta última definición. Intenta que su razón contenga sus emociones, pero la belleza de la vida, el misterio de la ética, el arrebato del arte y de la música, lo sacan de sí mismo.

Hablamos de la muerte, de su posible muerte. Me dice que ha vivido todo lo que esperaba vivir y que no siente apego por nada. Que está dispuesto a morir con toda serenidad. Yo pienso en Sócrates, su maestro más lejano, y su actitud me parece igual de serena. Le digo que en todo caso no hay afán y que yo preferiría conversar muchas más veces con él, siquiera hasta los noventa. Por supuesto no sé que esta será nuestra última conversación. Está vestido impecablemente, y, si bien un poco pálido, tiene la pulcritud y calidez de toda la vida.

La última vez que lo veo ya está en cuidados intensivos. Incluso sedado se ve sereno y pulcro. No me impresiona. Tomo su mano, y como yo no rezo, le recito unos versos de Borges que él mismo le leyó a mi padre en una reunión del Comité para la Defensa de los Derechos humanos, hace 30 años. Se trata de “Los justos”, un poema que empieza así: “Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire. / El que agradece que en la tierra haya música…” Algunos versos más y termina: “El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho. / El que prefiere que los otros tengan razón. / Estas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.” No sé si los médicos van a salvarlo o no; no sé si me oye o no; no sé si he venido a visitarlo, simplemente, o a despedirme para siempre. Tomo su mano un rato, y me voy. Respira, sigue siendo pulcro hasta en su último trance. Cuando la familia debe decidir si -fieles a su sentencia sobre la muerte digna- deben desconectarlo, él mismo deja de respirar, sin obligarlos al “homicidio por piedad” que él mismo despenalizó en Colombia.
Hay una la palabra con la que me gusta definirlo y con la que lo voy a recordar toda la vida: pulcritud. Cuando fue candidato a la presidencia de la república me di cuenta de que Carlos, precisamente por su limpieza, no podía llegar a ser presidente. Si bien con él muchos tuvimos el sueño -que no dudo en calificar de platónico- de que un filósofo gobernara la república, ese sueño se estrelló con una realidad muy mezquina: a los electores no los convence solamente la calidad de los argumentos ni la ausencia de promesas imposibles; en la república real, no en la utópica, sino en la república tal como ella es, la aquí presente en este país tropical, no siempre gana el mejor, ni el más sabio. En general gana el más rabioso o el más astuto.

Pero todos, en el fondo, empezando por el mismo Carlos (que leía a su amado Platón con ojo crítico), teníamos la duda de que el filósofo pudiera ser el mejor gobernante. Para empezar, según Maquiavelo, es muy conveniente que quien gobierne sepa mentir, y Carlos Gaviria jamás practicó el arte de la mentira; debe saber traicionar, y él nunca tuvo este defecto; y el gobernante, sobre todo, debe ser capaz también de matar, y en esto nuestro filósofo sí era el más retrasado de todos los alumnos. Démosle gracias a Apolo, entonces, y a todos los dioses griegos a quien Sócrates rendía culto en solemnes holocaustos, de que Carlos Gaviria no haya llegado a ser presidente de esta república. Habría tenido que ensuciarse con el ejercicio del poder y ensuciar la virtud que es su mayor herencia: la pulcritud. Nos queda la memoria de su honradez y de su decencia. Es verdad que hoy de Carlos solo quedan sus cenizas, pero mientras sus ideas sean recordadas y respetadas, esas cenizas, como en el verso de Quevedo, tendrán sentido. La vida limpia y sabia de Carlos Gaviria debería ser recordada siempre como un gran ejemplo para Colombia.

Por mi parte ya no podré volver nunca más a conversar con el querido amigo. Seguiré su ejemplo de los escondidijos mentales y trataré de seguir hablando con él en el pensamiento.

Héctor Abad Faciolince
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Carlos Gaviria y el tango


Por Andrés Nanclares Arango


“Y yo me hice en tangos,
me fui moldeando en barro,
en miseria,
en las amarguras que da la pobreza,
en llantos de madre,
en la rebeldía del que es fuerte
y tiene que cruzar los brazos
cuando el hambre llega”.
(Celedonio Esteban Flores)
                                                                 
No todo el mundo supo del fervor con que Carlos Gaviria sentía y pensaba el tango. Y pocos son testigos, asimismo, de cómo exaltaba la baja grandeza que descubría en las letras de ese género musical, gestado en los predios amargos de gauchos desplazados a la capital y de inmigrantes expulsados por las guerras eternas de sus países europeos de origen.

Y apenas unos cuantos de los que lo escucharon ayer,  recuerdan hoy que el profesor Gaviria le confería al tango una fuerza moldeadora de igual o superior eficacia, por oposición, a la que transmiten en materia de valores esas urnas de cristal, asépticas y acríticas, en que los gobiernos tibios y timoratos de este lado del mundo se han empeñado en convertir las universidades.

A escondidas del catecismo constitucional, era un deleite oírlo disertar en torno al origen de esa canción que se entona para no llorar, según dice Gardel en Milonga sentimental, y de las batallas que tuvo que ganar este baile de conventillos y lugares de mala fama antes de ser admitido en sociedad.

Sabía mucho de letras y de intérpretes y de compositores el doctor Gaviria. En este sentido, juntaba aguas con Borges, Sábato y Ferrer. Su erudición sorprendía. Pero  lo encantador era escucharle el discurso que desplegaba en torno a la bronca poesía hallada por él en algunos tangos, en los suyos, en los que recorrían los laberintos de su corazón, y lo grato también  que era  extasiarse ante las palabras que les dedicaba a las honduras metafísicas ocultas detrás de las partituras y  las voces atormentadas de los autores de su preferencia.

En el embalurde del cuchifai, o sea en la angustia del hombre de la calle y del café convertida en tango, Gaviria encontraba trazas de la poesía cruel de su Borges, su Whitman y su García Lorca, entre otros, y  más allá declaraba, sin las pesadeces del sabihondo, que en estos ritmos podía palparse en concreto una  categoría universal equiparable a la geworfenheit que analiza Heidegger en el Ser y la Nada y otros de sus abstrusos libros de filosofía.

Nuestro respetado y apreciado constitucionalista, tenía claro que el dolor del recuerdo es la esencia de la canción de los seres inadaptados. Pero cuando se sentaba a pensar en voz alta en los tangos y milongas de su devoción,  no lo hacía para revivir la felicidad perdida. Lo suyo no era la nostalgia por la nostalgia. Su gusto lo hallaba en adentrarse, a la manera de un topo con gafas, en la sal primigenia de la queja de la canción ciudadana y en desentrañar el desasosiego de unas vidas enceguecidas por la grisura de su destino y heridas por los hados de la tragedia.

Pero también inquietaban al abogado Carlos Gaviria, aparte de esas razones y sinrazones musicalizadas, los deslumbramientos poéticos salidos de esos versos sin rienda ni freno que daban cuenta de las peripecias existenciales de compadritos y  malevos. No en vano, desde esa perspectiva, le gustaba leer con aplicación a Borges, a Sábato y a Cortázar, especialmente su Rayuela, “tango de 635 páginas”, según el tangólogo Joaquín Roy.

La biografía de Evaristo Carriego, la de Borges, era uno de los referentes de Carlos Gaviria en sus conversaciones alrededor de estos pensamientos tristes que se bailan.

No compartía la postura mordaz de Borges, dicha muchas veces hasta en la misma boca del lobo, en torno a que el advenimiento del tango canción, el de Gardel y sus contemporáneos, había propiciado el inicio de la decadencia de esa mitología de puñales que era el tango verdadero, el tango milonga, expresión de la cultura de negros y esclavos.

Esa visión de Borges, empero, la discutía el catedrático Gaviria por puro divertimiento intelectual. Sentenciaba que este poeta brujo, este impertinente muchacho de ochenta años, no obstante su crítica extravagante, también había caído, por decirlo así,  en el tango canción, en el llamado tango decadente.

Así lo delata la letra que Borges escribió para Astor Piazzola en 1965. Ese poema, titulado “El Tango”, le parecía a Carlos Gaviria, cuando lo tarareaba, una de las letras cantadas que con mayor destreza y finura se acercaba al desciframiento del inefable sentido de la vida. De sus quince estrofas, destacaba las dos últimas: “Esa ráfaga, el tango, esa diablura, /Los atareados años desafía; /hecho de polvo y tiempo, el hombre dura/ menos que la liviana melodía, /Que sólo es tiempo./ El tango crea un turbio pasado irreal que de algún modo es cierto /El recuerdo imposible de haber muerto /peleando en una esquina del suburbio”.

Y de este fragmento, el profesor Gaviria deducía, asustado, que la verdad es que no sabemos aún, después de tanto leer y preguntar, si de verdad somos seres que existen en la realidad, o si somos entes que sueñan que están vivos, como lo sugiere Borges en su obra.

Era fácil percibir cómo el profesor Gaviria encontraba más zumo en el texto de los tangos que en su música. En la memoria, guardaba una serie de versos atangados que  equiparaba en altura literaria a los de Almafuerte y Leopoldo Lugones. Y acudía a algunos ejemplos para soportar su aserto. Si la poesía es ese ajedrez misterioso dotado de un tablero y unas piezas que aparecen y desaparecen como en un sueño, según una de las definiciones de Borges, Carlos Gaviria concluía que la fascinación de ese juego de luces y sombras era el que hacía de Malena, el tango de Homero Manzi, uno de los más poéticos.

De esta canción, el profesor Gaviria extraía, y los repetía en tono declamatorio, unos cuantos versos: “Tal vez, allá en la infancia, su voz de alondra/ tomó ese tono oscuro de callejón. / Malena canta el tango con voz de sombra, /Malena tiene pena de bandoneón/ Tus ojos son oscuros como el olvido; / tus labios, apretados como el rencor; /tus manos, dos palomas que sienten frío.

Expresiones como “tono oscuro de callejón”,  “con voz de sombra” y esa que evoca los imposibles  “ojos oscuros como el olvido”, le parecían confirmatorias de que el duende de la poesía había puesto su mano de viento en la gestación de esa melodía fatal. Nadie podrá desconocer, lo afirmaba con énfasis nuestro elocuente sofista de los nuevos tiempos, que estas imágenes están hechas con la masa inasible de los sueños y escritos con la mano zurda de la diosa blanca.

Y estas observaciones, a los ojos de Gaviria, no se las merecían únicamente las letras de Borges y Homero Manzi.  Al sensible abogado del pelo cano y al docto conocedor de los recovecos de la ley madre, también unos versos de Sábato le servían de soporte para disertar emocionado. En Alejandra, poema de Sábato musicalizado por Aníbal Troilo, el ojo agudo del profesor encontraba la esencia última y real de lo que el escritor no había podido expresar a través de la prosa de “El Túnel”, su obra capital.

Y por eso susurraba, evocando a Troilo, estos versos de esa cadenciosa composición de maravilla: “Mis ojos nublados te buscan en vano. /Después de diez años he vuelto aquí, solo, /soñando aquel tiempo, oyendo aquel barco. /El tiempo y la lluvia, el viento y la muerte/ya todo llevaron, ya nada dejaron”.

No sólo la poesía oculta en las letras del tango, dije, electrizaba el nervio arisco de nuestro singular habitante de este país del trabalenguas institucional y el autismo ciudadano. También lo conmovía, y con qué entusiasta vitalidad, esa metafísica subyacente en las frases sangrantes de estas canciones que siguen clamando contra la soledad y el absurdo.

Las letras y las músicas de Enrique Santos Discépolo, cada vez que las escuchaba, le movían el piso, como se estila decir, a nuestro socrático profesor de derecho. Tuvo claro que Discepolín no fue un loco maluco ni un desarraigado sin mapa ni un derrotista elemental, según han dicho de él quienes se hacen cruces de espanto cada vez que oyen cualquiera de sus tangos.

Gaviria supo que el dolor visceral de Discépolo era el mismo de un filósofo de semáforo y asfalto, descarnado y hecho trizas por fuerza de su sufrir y su obsesiva manera de echarle cabeza a la absurda finitud de su existencia.

Supo el maestro Gaviria que la angustia de Discepolín era de una intensidad similar a la que hizo de Barba Jacob y Antonín Artaud un par de individuos atropellados por la tempestad y el infortunio.

Y puso de presente nuestro conferencista, siempre tan diestro en el arte de la palabra, que la agonía de Santos Discépolo no era la misma, desodorizada y seca, de cualquier filósofo de sistema y  cuadraturas aristotélicas.

A  este hombre, lo asumía el humanista Gaviria  de la manera como se aborda el examen de las posturas de un metafísico sucio que para expresarse eligió el rugido melodioso del bandoneón, en lugar del frío racionalismo del tratado filosófico, o la cantinela sin fondo de los filosofólogos de jaula o cafetería.

Y por eso, porque sentía en carne propia la fuerza sanguínea de sus compases y sus ritmos, lo tenía entre uno de esos seres signados por la autenticidad que él tanto apreciaba.

"¿Qué vachaché?" y “Tormenta”, dos de los cantos universales de Discépolo, desataban en Carlos Gaviria el más festivo y lúcido de los discernimientos. Le parecía que entre esos dos textos y otros dos de Barba Jacob,  Futuro y Canción de la vida profunda, había identidad cromosomática. Hallaba en ellos el mismo grito pelado y un idéntico misterio. Creía ver en Barba Jacob un gemelo de Santos Discépolo. Hasta semejanza física les encontraba, aunque el primero parecía un fantasma, según lo dijo Mejía Vallejo, y el segundo era la inconfundible estampa de un espartillo que piensa.

De ¿Qué vachaché? destacaba su violenta y ácida crítica a la moral social cultural imperante en nuestro medio y alzaba su voz para resaltar el poder punzante de uno de sus versos: “¿Pero no ves, gilito embanderado, que la razón la tiene el de más guita?/ ¿No ves que la honradez la venden al contado y a la moral la dan por moneditas?/ ¿No ves que no hay ninguna verdad que se resista frente a dos pesos moneda nacional?/ Vos resultás, haciendo el moralista, un disfrazao sin carnaval”./ 

Al elocuente y picante doctor Gaviria, este tango le parecía apropiado para convertirlo en símbolo patrio de Colombia.  En sus versos, veía el reflejo de lo que a su juicio una sociedad de tercera categoría puesta de revés, exactamente como la nuestra, hace de sus gentes y de sus maneras de ver el mundo y la vida. A los hombres y a sus mujeres, los vuelve indignos y tramposos. Los torna viles e incapaces de nobleza.  Los pone a hociquear en las cloacas. Les reduce a la nada su estética del vivir. Los abellaca. Los acanalla. Y es en ese sumidero de aguas negras donde nace, crece y se reproduce, sin ley ni tatequieto, esa clase de funcionarios a quienes su alma de forajido y sus maneras de sheriff, o las modosas del sacerdote virtuoso,  los mueven a convertir los estrados judiciales en mercadillos de autos y sentencias al menudeo, elaborados al gusto del mejor postor.

A la profundidad metafísica del poema Tormenta, hecho tango por Julio Sosa, el profesor Gaviria le rendía culto. Y tenía muy en la punta de la lengua su texto. Y de vez en cuando, entre contertulios, lo entonaba y lo hacía saboreando las palabras. Pero enfatizaba que ese himno,  propio del ateo, no era el suyo, el del agnóstico que no niega ni afirma la existencia de dios, por cuanto su mundo no era el de la fe sino el de la razón y la experiencia.

Y luego de esta advertencia, entraban en escena Discépolo y Sosa, émulos en materia de tribulaciones, esta vez interpretados por la voz desgarrada del musicante Carlos Gaviria: “¡Aullando entre relámpagos, /perdido en la tormenta/ de mi noche interminable, Dios /Busco tu nombre!/ No quiero que tu rayo/ me enceguezca entre el horror;/ porque preciso luz para seguir./ ¿Lo que aprendí de tu mano, Dios, no sirve para vivir?/¿Cuál es el bien/ del que lucha en nombre tuyo, /limpio, puro?/ ¿Para qué?

Pues bien. A todas estas, queda en el aire la idea de que la afición del doctor Gaviria por los tangos era la de alguien a quien  sólo le atraían los que se compusieron y se cantaron entre 1920 y 1940. Su cercanía era con Celedonio Flores, Rivero y Pugliese y otros cantores de ese estilo. El tango que vino después, el de Piazzola y Horacio Ferrer, no parecía conmoverlo. Se notaba en él cierta desconfianza en torno a la validez sonora y a la capacidad de penetración de estos ritmos asaltados en mala hora por el surrealismo. Les reprochaba su imaginismo y los oía con desgana.  Canciones del corte de El hombrecito blanco o La última grela, le parecían baladas imitativas y las tildaba de sinfonías alejadas de la armonía y el compás del tango tradicional.

Quizás uno solo de los tangos de Astor Piazzola, Adiós Nonino, despertaba en él cierta inquietud. Solía decir que en esa pieza, como en los tangos hijos de la victrola, había un dolor esencial y sereno. Y añadía que esa canción, una verdadera elegía, condensaba el sentimiento de quien al borde del precipicio despide a su padre o a su maestro antes de su partida hacia los nebulosos territorios de la muerte.

Y es por eso que le gustaba su letra cifrada y lo atraía el imán de su ambigüedad entre luces y lo tramaba el misterio de sus resonancias. Y es también por eso, si nadie se opone,  que se hace oportuno recordar por estos días, a manera de homenaje a la  hidalguía del profesor emérito, una de las estrofas de este tango.

A quienes le reconocieron su magisterio, a  quienes exaltaron su capacidad para crear esperanzas y a quienes elogiaron en el doctor Gaviria la tenacidad del sembrador de semillas a lo largo de los caminos de este país estéril, no les habrá de pesar la lengua para volver sobre el Adiós Nonino de Piazzola, ese himno a la gratitud,  y decir: “Soy la raíz del país/ que amasó con su arcilla./ Soy la sangre y la piel/ de aquel que me dio la semilla. / Soy el afán de aquel que sembró/ de esperanza el camino”.

Andrés Nanclares Arango
Correo: nanclaresarango@hotmail.com                  


 

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