lunes, 24 de marzo de 2014

36. Alicia Pernicia, braveándole a la muerte

La realidad muchas veces supera a la ficción. A Colillas le gustaba apagar cigarrillos en la piel de sus víctimas, que le gustaba ver morir lentamente, pero a él le tocó morir de rapidez en un abaleo con el bando enemigo, en cercanías del barrio Sucre de Belén. La ambulancia lo llevó a la sala de urgencias de un hospital, aún con vida, pero cuando los dolientes llegaron a preguntar por él su cadáver se encontraba en el quirófano por no haber sobrevivido a la extracción de las balas. Se gestionaba autorización para convertirlo en donante de órganos y tejidos. La familia la dio, pero los compinches del difunto conminaron perentoriamente a los cirujanos: “Tienen un cuarto de hora para sacar lo que tengan que sacar y nos lo entreguen, o de lo contrario entramos a la sala de cirugía y disparamos contra todo lo que se mueva”. Las armas en la pretina no daban lugar a discusión, y los experimentados cirujanos destazaron el cuerpo con bisturíes y escalpelos, y medio arreglaron lo sobrante, justo a tiempo para entregarlo en el plazo previsto. Son tan expertos, que los trasplantados ya les tienen apodo: “Los gallinazos”. El apodo no es despectivo, sino de admiración por la facilidad que tienen para hacer la tarea de destripar en menos que canta un gallo.


El duelo a sablazos, espada, florete, cuchillo, o puñal, es propio tal vez de todas las culturas; y su destreza es un arte coreográfico de fintas, ochos y filigranas dibujados en el aire, a la espera de esa milésima de segundo en que las costillas dejan entrever el camino que conduce al corazón. El armenio Aram Kachaturian compuso el ballet "Gayaneth" del que hace parte su famosísima "Danza del sable".

http://www.youtube.com/watch?v=2FXvRTM50GE

Recordemos lo que era una buena pelea de dos hombres enfrentados a puñal, con su coreografía de lances de cuchilladas con la finalidad de cortar el cuello del contrincante o ensartar el arma en su corazón hasta la cacha. A pesar de su belleza coreográfica de ochos dibujados en el aire, no eran un juego esas peleas sino enfrentamientos de vida o muerte que casi siempre segaban una vida y muchas veces cobraban dos muertes. Casos hubo en que los peleadores se envolvían el brazo con una ruana afelpada para detener el filo del contrincante, y se agarraban de la punta de un pañuelo para asegurarse de que ambos estarían a distancia de cuchillo. Ninguno quería someterse a la vergüenza y acuse de pérdida de virilidad que suponía soltar la punta del pañuelo. Nadie quería ser tildado de cobarde. Era un asunto de honor.

El machete es un sable corto, de hoja ancha y un solo filo, que usan los campesinos para cortar la caña o desmontar rastrojos, cuando se necesita; o para defenderse de un enemigo, cuando se requiere. Una pelea a machete es una variante de la pelea a cuchillo, y parte del juego intimidatorio consiste en rastrillar el machete contra el cementado piso para sacarle chispas que equivalen al grito de guerra de un gorila en la selva. Se trata de asustar al otro, o de azuzarlo para que demuestre cuál de los dos es más valiente para la lucha.

Mi abuela era la macha para tirar machete”, me dijo la nieta de Alicia "Pernicia", hablando de ese arte que ha desaparecido por culpa de las técnicas de la muerte fácil que ha traído consigo la cultura del dinero fácil, ahora que cualquiera puede contratar con un sicario asesino la muerte de un enemigo, sicario que ejerce el oficio a bala por tarifas que bajan hasta $50.000 por finado porque “la plata está muy difícil de conseguir y, como el negocio está competido, hay que echar mano de cualquier oportunidad”. 

La abuela vivía en la zona rural de una población del Bajo Cauca, y llegó el momento en que todos sus hermanos e hijos habían emigrado a Medellín, la capital, quedando ella sola con su hija menor que a sus doce años tenía el cuerpo embarnecido y ya apuntaba más para mujer que para niña. Alicia, la abuela, era apodada “Pernicia” a sus espaldas; con un apodo que tanto se había convertido en vox populi que ya había llegado a sus oídos. Resolvió no luchar contra lo inevitable, y lo aceptó como quien se cala un sombrero. Tenía Pernicia 53 entradas a la cárcel por diferentes motivos, entre ellos el haber dado muerte a algún vecino en defensa del honor. Debió ser agraciada la púber chiquilla para que el matón del pueblo se acercara a la abuela con cara agria y pretendiendo ser amable, y de una le espetara “Cuídeme la muchacha, suegra, y no me la deje mirar de nadie que esa muchacha tiene que ser mía”. La abuela tenía siempre el machete amarrado al muslo y tapado con la bata de ruedo a la rodilla, pero calculó que el alto hombrón que tenía al frente era un hueso duro de roer, por lo que echó mano de las dos cuchillas de afeitar que guardaba para esos casos de necesidad y los camufló entre los dedos, saltándole al cuello como una fiera y cortándole la vena yugular. El pretendido yerno cayó al piso desangrándose, y la sociedad se libró de otro matón. De tantas pasadas por la cárcel la abuela se había hecho amiga del jefe de policía que le dijo: “Yo te quiero mucho a vos, Pernicia, y sé que tuviste toda la razón en quitarte a ese enemigo de encima, y quitarme a mí un problema que me mantenía ocupado mucho tiempo; pero si te perdono ésta me matan. Te doy esta noche de plazo para que te volés del pueblo y no te quiero volver a ver por estos lados”. Fue así como Pernicia evitó la 54 entrada a la cárcel, y se convirtió en desplazada de ciudad.

Llegó la abuela con su hija menor al barrio Sucre en Belén, donde sus familiares ocupaban ya varias casas en éste y en el barrio de Zafra que queda más arriba, hacia la loma. “Por estos lados casi todos somos familia Rúa”, me dijo su nieta muchos años después. “Mamá creció y se mantenía tomando y jugando cartas en el kiosko que había enseguida de la casa”, me contó. La casa, bien la recuerdo, era de estilo campesino y situada a borde de carretera, con su amplio corredor; y recuerdo el kiosko cantina con sus interminables fiestas de amanecida de fin de semana con trago, baile, y jugarreta; que sólo se terminaban cuando se armaba la pelea y aparecía un muerto o un herido, porque sin show el espectáculo no valía la pena. La abuela daba permiso al vago aquel con cara de buena gente de que durmiera en el corredor después de que las luces se hubieran apagado. “Duerma ahí, mijo, pero no estorbe. A las cuatro de la mañana prendo el bombillo, y es hora de que usted se vaya a dormir en otro lado”, fue la condición que le puso. El hombre, y eso no tenía por qué saberlo ella, se convirtió en jíbaro o proveedor para los fumadores de marihuana, y escondía la mercancía a un lado de la casa de la abuela. Llegó a oídos de la policía, y una noche hizo su aparición una patrulla para allanar la casa por tenerla identificada como plaza de vicio. “Yo tenía 9 años y hacía poco había hecho la primera comunión, y me había hecho la promesa de no volver a sentir rabia”, me dijo la nieta, “pero cuando vi a esos policías que zarandeaban a mi abuela, entré en furia y me les fui encima. Uno de ellos me tomó del pelo y me arrastró para ponerme contra la pared”. ¡Qué me han dicho! La abuela que ve tal cosa y se le subió la sangre caliente a la cabeza. Sacó el machete de su escondite en el muslo, y tomó el policía a planazos a los gritos de “¡con mi muchacha no se meta, porque el que se mete con mi muchacha me tiene que matar a mí primero, ya que yo soy capaz de matar y comer del muerto!…”. Se requirió del refuerzo de otra patrulla de policía para controlar a la vieja, que así completó su entrada número 55 a la cárcel, esta vez por sospecha de venta de estupefacientes, porte de arma blanca, e irrespeto a la autoridad. “Mi abuela era una mujer de armas tomar, hasta que un día se levantó a las 4 de la mañana para hacer las arepas en callana y fogón de leña, porque así le gustaban a ella. Mi madre sintió un golpe sordo en el piso, y era un infarto que se había llevado a la abuela sin acabar de prender el fogón. Murió de 104 años, como casi todos mis tío abuelos que murieron por los alrededores de esa edad”. 

La hija quedó a cargo de la casa, y había heredado el temple de la abuela, temple que transmitió a sus hijas: “Como la vez en que una banda de milicianos secuestró a mi primo y mandó razón de que teníamos que pagar yo no sé cuánta plata para que lo soltaran. Mi madre y mi hermana se armaron de machete y se fueron para el morro a hijueputiar a los milicianos, y de allá volvieron con el muchacho sin haber pagado ni un solo peso. Ellas también son de armas tomar”. 

Los tiempos han cambiado. La casa y el kiosko desaparecieron para dar paso a un edificio que hace las veces de guardería infantil municipal. Se dice que una avenida pasará por allí, pero han amenazado tanto tiempo con lo de la avenida que parece que nunca se va a lograr. “Cómo van a lograrlo, si para eso nos tienen que sacar de allí. No pueden sacarlo a uno de donde ha vivido toda la vida y donde se diría que todos los vecinos somos familia. Si ya nos desplazaron del campo, no irán ahora a desplazarnos de la ciudad”. 

Los vivientes de ahora son una nueva generación que ha vivido momentos de zozobra. “Ahora está seguro, pero ha habido tiempos en que uno no puede ni arrimar. O sí puede, pero los tiene que bravear”. La madre con su familia se fue a vivir a otra casa más arriba, tirando para la loma. Se establecieron fronteras invisibles de que los unos no pueden pasar para el lado de allá, ni los otros pueden pasar para el lado de acá. Se paga con la vida. “Colillas era un matón el hijueputa, que había matado a varios, y me salió con el cuento de que yo quién era y para dónde iba, y que para ir allá tenía que tener permiso de él y cosas de esas”. No iban a salirle a una nieta de Pernicia con esos cuentos. “¿Usted es que se está embobando, o qué? ¡Cómo así que no puedo ir a visitar a mi mamá, si yo he sido de por estos lados desde que nací!”. Ya se había armado el escándalo y bajó la madre con el machete heredado de la abuela. “Vea, Colillas, usté podrá tener muchas pistolas y metralletas, pero si se va a meter con mi familia las va a tener que sacar prendidas porque yo soy capaz de hacer estragos con el machete”.

Colillas las dejó quietas, por el momento, pero al pasar los días se vio enfrentado con otro miembro de la familia porque “al fin y al cabo por aquí casi todos somos familia”. Desapareció un hijo del tío, y primo de la nieta, y su familia lo buscó por cielo y tierra. No aparecía, y les llegó mensaje por el correo de las brujas de que “no lo busquen más, que él está muerto”.

Entonces en esas, y sin saberse cómo, apareció un video. La banda de asesinos, comandados por Colillas, había filmado el hecho y se reían, como si se tratara de hacer un documental, mientras lo torturaban y descuartizaban vivo cortándole con una sierra primero un pedazo de pierna y luego otro; un pedazo de mano, luego el otro. “Mi primo gritaba horrorosamente porque eso lo hacían a sangre fría”. Fue una muerte atroz, lenta en llegar.

El tío no podía parar de buscarlo, y la policía no sabía qué hacer con ese tío que los tenía hasta la coronilla con el cuento de que “a mi muchacho lo tienen que encontrar”. La ayuda llegó del cielo, que era de donde menos la esperaban. La madre del muchacho lo vio en sueños, y vio que le señalaba un lugar en lo alto del morro, por lo que ella se despertó con la piel erizada y sudando frío. Acudió a la policía y les dijo con mucha seguridad: “Vengan, los llevo, yo sé en donde está”. La cabeza estaba enterrada donde ella dijo, y los otros miembros los buscaron por donde el difunto señaló en sueños. “Estaba vestido con una bata blanca y tenía el cuerpo resplandeciente”, contó su madre acerca del sueño y su premonición clarividente, “Y me dijo no se preocupe, mamá, que aquí estoy bien”. Menos mal que aparecieron los restos, porque así pudieron descansar sus dolientes.

Ya mataron a Colillas. Fue un asesino infame. Hablemos mejor de otra cosa, que usted me hizo poner sentimental”, me dijo la nieta de la abuela Pernicia, y se enjugó un par de lágrimas con el delantal.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)


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