domingo, 30 de marzo de 2014

38 Contra el destino nadie la talla

No sé si ya les había contado estas anécdotas. No lo recuerdo. No importa, volveré a contarlas.

Le gustaba a mi padre reunirse con sus amigos de barra y jugar billar, o jugar cartas. Alguno de ellos era seleccionado para hacer de garitero o tallador, lo que consiste en recibir el monto de las apuestas y entregarlo al ganador haciendo de árbitro en las jugadas discutidas. Palabra de garitero es palabra de tallador o juez, y su decisión es inapelable, como inapelables son las decisiones del destino.

Siempre me pareció oír a Gardel cantar en este tango “Contra el destino, nadie la talla”, pero es apenas recientemente cuando creo escuchar que lo que dice es: “Contra el destino, nadie batalla”. Esto no pasa de ser una curiosidad de oído, porque no se desvirtúa la esencia de lo que la letra de ese tango quiere decir.

Tenía mi padre 86 años cuando murió, después de unos meses de postración en cama; pero su mente ya había muerto cuatro años antes, cuando se le declaró el mal de Alzheimer que había empezado a sufrir años atrás, sin que nosotros nos percatáramos. Vinimos a notarlo cuando volvía a contarnos una historia que ya nos había contado cientos de veces. Sus amigos de barra y farra de toda una vida, que preguntaban por él constantemente, resolvieron visitarlo cuando llegó uno de ellos que llevaba muchos años viviendo en los Estados Unidos. Los tres octogenarios se acercaron a su cama, pero no los reconoció. No me extraña. Él ya no reconocía ni a sus hijos. Tal vez la primera en percatarse de su Alzheimer fue mi madre que me dijo alguna vez: 

Su papá está muy cambiado. Una conoce a su hombre. Algo le pasa”. 

¿Por qué lo dices, madre?”, le dije sorprendido.

Me miró, imperturbable. 

Porque se ha vuelto muy cariñoso. Él no era así”.

Así no era. El siguiente hecho que ella notó fue cuando la tomó de la mano y se quedó mirándola con fijeza y con ternura en la mirada, mientras le decía: 

Después de mi mujer, la que más he querido es a usted”. 

Ella le contestó: 

Eso ya lo sabía. No da ni rabia”. 

Después de 62 años de haber salido de la iglesia prendida del brazo de ese hombre, y de haberle dado 14 hijos, y de haber soportado años de años de dimes y diretes, ya nada podía sorprenderla.

No le gusta a mi madre hablar de eso, y tiene ahora la edad que él tenía cuando murió. Ella está lúcida, aunque me preocupa. Suele contarme historias que ya me había contado. Así empezó mi padre, y les comuniqué a mis hermanos esa inquietud. “No tiene nada de raro, Orlando. A vos te pasa lo mismo”. Mal me fue con mis hermanos, pero peor me fue con los amigos de barra de mi padre cuando nos encontramos y se quedaron mirándome como quien ve un espanto: 

Hombre, Orlando, se nos fue el viejo pero quedaste vos… ¡Vos como te parecés a tu papá!”.


Sonó el teléfono en la tarde del sábado, mientras yo tenía las manos embadurnadas con jabón. Me sequé las manos como pude para contestar rápidamente. Me dijo mi madre que había estado viendo en la televisión el programa “Camino al barrio… Gerona”, y que le había gustado verme salir en la pantalla hablando sobre la historia de ese barrio. 

Pero tuvo un error, mijo, porque el nombre del hijo de don Bonifacio Gaviria no era Roberto sino Humberto” –me dijo. 

Qué bueno que me hubieras visto, madre, y qué bien que te acuerdes del nombre de él” –le respondí. 

Cómo no voy a acordarme si era mi pretendiente y me propuso matrimonio. A su abuela no le gustaba porque aunque era rico, e hijo de rico, tenía por oficio ser cantinero; y mi mamá no quería verme en la trastienda de una cantina lavando trastos en el lavaplatos. Apareció su papá, que era obrero de Coltejer, y yo cumplí con mi destino de ser pobre”. 

¿Qué habría sido de mi vida si mi madre no se casa con mi padre sino con aquel dueño que fue de la cantina de El Cambray? Sólo Dios sabe. Tal vez yo no existiera, o tal vez me hubiera tocado heredar el destino de tener que lidiar con borrachos y con caprichos de meseras, y de tener que lavar montañas de loza. Quién sabe.

Bueno, madre, tengo que colgar el teléfono. La Negra duerme la siesta después de almuerzo, y yo tengo que lavar una pila de trastos que tengo en el fregadero de la cocina. Otro día hablamos”.


Me fui al lavaplatos tarareando el tango de Sanders y Vedani que interpreta Gardel: “Adiós muchachos, ya me voy y me resigno: contra el destino, nadie batalla”.


ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)




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