Pongámonos en el lugar de quien llega a París sin conocer a nadie, y se hospeda en hotel reservado por Internet. Tiene en sus manos un mapa turístico que adquirió en la agencia de viajes, y conoce en la recepción a un viajero procedente de Perú que está en su misma situación. No hablan francés. Aparte de Les Champs Elysses, La Tour Eiffel, Le Musée du Louvre, y Les Ponts du Senna, no creo que sean capaces de ir más allá por las enrevesadas callejuelas sin saber por dónde caminar ni cuál es su destino. Diferente el caso de quien llega a París en similares condiciones y allí le espera alguien que vive hace más de veinte años en esa ciudad. Él sabe dónde ponen las garzas, cuáles son los sitios que vale la pena visitar, cuáles las mejores horas para esa visita, cuáles les meilleurs restaurants, cuáles les petites brasseries, cuáles les cafe bistrot, y puede desenvolverse como Pedro por su casa por las vías de Montmartre. Se las sabe todas (incluido el idioma para poder negociar con los taxistas la tarifa justa y no dejarse envolver en la primiparada turística).
O, para poner otros ejemplos, el caso del amigo que me enseñó a ver una competencia de ciclismo de pista, o los que saben leer un partido de fútbol, o los que entienden cómo es el cuento de una partida de tenis de grand slam con los asuntos esos de los tie break, el set, y el game. Léxico para iniciados como el que usan los sommelier o enólogos vitícolas en las degustaciones de vino que hablan de cosechas, de cuerpo, de aroma, de cepas, de maridajes, y otras palabras de esas que son chino, griego, o sánscrito, para los que no nos gusta el vino ni sabemos con qué se come.
Así es que la vez en que sintonicé un tv canal de arte en el momento en que entrevistaban al tenor Luciano Pavarotti y él explicaba lo que significa cantar el aria “A mes amis” de la ópera “La hija del regimiento” de Gaetano Donizzetti con aquellos exigentes y casi imposibles nueve do de pecho que equivalen “a un trapecista dar el triple salto mortal en la cuerda floja a veinte metros de altura sin malla de seguridad”; con el consiguiente peligro de que el menor error produzca la ruptura de las cuerdas vocales y ¡adiós carrera artística!, no volví a oír esa ópera sin estremecerme por la proeza que significa esa interpretación.
“A mes amis”, aria de la ópera “La hija del regimiento”, de Gaetano Donizzetti, en versión del tenor Luciano Pavarotti.
Estuve reunido con un socio de la Corporación Sonora Matancera de Antioquia, y me sorprendió oírle decir que el tema de Celia Cruz que más admira es “Mi cocodrilo verde”. Habiendo tantos temas que rondan mi cabeza y mis afectos, como decir “Tu voz”, que me encanta; como decir “Dile que por mí no tema”; como decir “La vida es un carnaval”; Como decir “Burundanga”; como decir “El yerberito moderno”; como decir “La negra tiene tumbao”, y tantos, y tantos, y tantos otros; a él se le ocurre gustarle, por encima de cualquier otro, ese extraño y casi desconocido ¡”Mi cocodrilo verde”! Me fue llevando de la mano por ese tema para explicarme algo que yo no habría notado si no fuera porque él supo transmitirme su conocimiento. Para entenderle el cuento habría que empezar por saber que el mapa de la isla de Cuba tiene forma de cocodrilo, y que ése es el apodo que los cubanos le tienen a la isla por el color de la espesa vegetación que se aprecia desde el aire.
“Cocodrilo verde”, bolero cha con letra y música de José Dolores Quiñones en versión del brasileño Caetano Veloso:
“Hombre”, le dije, “ese tema es como un segundo himno de Cuba. Es un clásico. Pero, ¿Por qué es tan de tu gusto?”. Y él, que no es más músico porque su padre le pidió que no lo fuera para no verlo perderse por los vericuetos de la vida bohemia; que pertenece a familia de músicos por los cuatro costados donde los encuentros familiares se animan con piano, violín, tiple, lira, y guitarra; me dio una explicación que insertó este tema en mi corazón para el resto de la vida. “Resulta, Orlando, que en el caso de los que tocan algún instrumento de viento de manera empírica, respiran normalmente ingresando primero aire a los pulmones para expulsarlo luego por la boca. Pero si así lo hicieran los intérpretes profesionales, sólo alcanzarían a tocar unas pocas notas antes de requerir un nuevo llenado de aire en el fuelle pulmonar. Eso sería una complicación, por lo que los trompetistas aprenden a aspirar por la nariz y a expirar simultáneamente circulando el aire por la cavidad bucal”. La explicación es muy clara, pero yo no logro entender todavía cómo lo hacen.
“El caso es que en este tema cantado por Celia Cruz, acompañada por la Sonora Matancera en los años 40, el primer trompetista tiene un sostenido de trompeta que se prolonga por diez segundos, y eso lo hace tres veces durante la grabación. Es una proeza”.
“Cocodrilo verde”, bolero cha con letra y música de José Dolores Quiñones en versión de la cubana Celia Cruz:
No soy trompetista, pero mis oídos ya ponen más cuidado en la primera trompeta que en la voz de Celia, y me admira comprobar lo dicho por mi amigo. Lo he puesto ya tantas veces, que doña You Tube de Google ha empezado a sonar gangosa. Me temo que está a punto de decirme que la pare ya y que nos vayamos a descansar. Todos los días se aprende algo. Esa no me la sabía. Quedé sorprendido.
Ya me había ocurrido antes, en los tiempos de mi adolescencia, cuando usábamos el reloj como cronómetro para medir el tiempo que duraba el cantor argentino Alberto Gómez en la zamba discepoliana “Noche de abril”, sosteniendo la nota durante casi treinta segundos interminables como si un buzo se sumergiera en las profundidades del océano conteniendo la respiración a punto de ahogamiento, sin máscara de oxígeno. Cree uno que va a reventar.
“Noche de abril”, zamba con letra y música de Enrique Santos Discépolo, en versión de Alberto Gómez:
Me seducen estas proezas que le dan un sabor agregado a la degustación de estos platillos musicales.
ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
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