miércoles, 9 de abril de 2014

42 La Gabriela (poema) y don Carlos Coriolano Amador

GABRIELA Y CORIOLANO


Dice don Arturo Mejía Escobar (o Escovar, que viene a ser lo mismo) que:


En la tribu de los Escobar hay cuatro ramas: Siriríes, Pateperros, Despicados, y Hacheros. Nosotros somos de los “pateperros”; por tener el pie con puente curvo y los dedos recogidos; los “siriríes” son la rama de don Lorenzo y de don José; a la primera pertenece Enrique Caballero-Escovar, que no era un `sirirí´sino un pavo real; y a la de don José los Escobares de Fredonia, con el gran cuentista Francisco Gómez-Escobar, don Efe Gómez. Los “hacheros” son los de don Manuel Escobar y doña Micaela Ángel. Los "despicados"se ubicaron en Urrao y Frontino. 


Los hacheros reciben su apodo por el sonado caso de la matanza efectuada en La Aguacatala por Daniel "El Hachero" Escobar.

El “Sirirí”, con S, es un pájaro Tirannus melancholicus cuyo nombre común es onomatopéyico del canto característico, y cuyo nombre científico alude a su carácter melancólico, belicoso, y tirano. Es tan obsesivo en sus ataques, que se dice que es un tormento para las águilas que a pesar de su fiereza se ven fastidiadas por él sin poder hacer nada para quitárselo de encima y de ahí el dicho popular de que “toda águila tiene su sirirí”.



El 12 de diciembre de 1954 un poeta de la familia de los Escobar apodados “Siriríes”, de Titiribí, publicó el romance “Gabriela” que había escrito un pariente suyo cien años antes.  El poema tiene que ver con la vida de un personaje conocido, y aquí reconstruyo la historia y hago algunos análisis para tratar de precisar su veracidad. A esa familia pertenecía un hombre a quien Ñito Restrepo se refirió en su escrito sobre el poeta Gregorio Gutiérrez González al contar que: “Por allá en el año de 1867 estaba yo en un colegio famoso de la rica y muy sonada ciudad de Titiribí, patria de Ricardo Escobar Quijano, que libertó su alma grande de la prisión del cuerpo, imbuido de los dictámenes caóticos de Platón que todavía hacen estragos con sus falaces transmigraciones”. Eufemística manera de Ñito decir que Ricardo Escobar Quijano, sencilla y llanamente, se suicidó.

Por tener que ver con el tema, transcribo unos párrafos del capítulo 6 de mi libro “Buenos Aires, portón de Medellín”, que hacen referencia a un viaje que hizo el poeta Manuel Pombo Rebolledo entre 1851 y 1852 (las notas aclaratorias y cita de fuentes se pueden consultar en el libro):

Fuera de Carl August Grosselman, Agustín Codazzi, Friedrich von Schenck, Charles Saffray y Jean Baptiste Boussingault, que describieron su impresión acerca de Medellín contemplada desde el alto de la salida por el oriente, la ciudad fue visitada en 1851 por el escritor Manuel Pombo, hijo de don Lino y hermano del muy tieso y muy majo poeta Rafael, y al salir se detuvo en el Alto de Santa Elena y dejó un escrito con ese relato. Años después, prologado por Ñito Restrepo, se publicó el libro Viaje en el que don Manuel cuenta que: Di rienda suelta a mi impaciente macho... Pasados los puentes de Junín, La Toma y Bocaná, la ciudad termina y se emprende la subida de Santa Elena, este alto que suelen llamar de La Villa. Tres horas empleamos en trepar esta pendiente y pedregosa cuesta, en cuya cima está la casa de un señor Baena, en gran parte incendiada recientemente por un rayo; con este accidente desaparecieron de sus paredes varios interesantes recuerdos escritos por los viajeros, entre otros unos renglones del filólogo Rufino José Cuervo, otros “A Medellín” del poeta Juan Francisco Ortiz, y los versos “A Medellín” de Gregorio Gutiérrez González.

Ese señor Baena, al que se hace referencia, creo que era el abuelo o bisabuelo de Elena “la Ñata” Baena y sus hermanas, que tuvieron la Panadería de las Baena una cuadra arriba de la iglesia de Buenos Aires, por Ayacucho; y luego la trasladaron a la plazuela de San Roque (Uribe Uribe) en el lugar que hoy ocupa el edificio Nuevo Mundo de Pichincha con Junín. Allí fabricaban los mejores “pasteles de gloria” de la ciudad.

Nada raro que se le hubiera quemado la casa a Baena en aquellos tiempos de cocinar con leña y alumbrarse con velas. Eran paredes de bahareque con estructura de cañabrava y boñiga, combustibles.  

Algo leí sobre ese viaje en que Gutiérrez manifestó su enojo contra sus paisanos. No contra todos, sino contra los gamonales ricos.

Siete años después de publicar José María Samper un artículo en contra de los antioqueños por tener características judías, causando gran indignación, se conoce la poesía “Felipe” de Gregorio Gutiérrez González que produjo en 1851 estupor, críticas y airados comentarios. Don Manuel había sido huésped del poeta Gregorio en Medellín; llegó para casarse con una acaudalada señorita antioqueña llamada Rosita; después de un mes de conocidos, pidió al poeta que tramitara la petición al padre de la joven, quien había pensado que Rosita debería contraer matrimonio con el diputado Braulio, hombre rico, aunque bronco y vulgar. Ante la solicitud, el presunto suegro reaccionó y rechazó la petición: “Vea usted, díjole el viejo al embajador, desengáñese, esos hombres entregados al estudio no sirven para nada ¡Para nada! Serían incapaces de manejar doscientos pesos si por casualidad pudieran ganarlos”. Para terminar le manifestó que la mano de Rosita estaba comprometida a Braulio. Gutiérrez González escribió sus octavas en la pared de la casa de Baena, cuando acompañaba a don Manuel Pombo que regresaba a Bogotá. El día de la marcha (cuenta Gregorio Gutiérrez) resolví acompañar a mi amigo hasta el Alto de Santa Elena. En todo el camino no nos dijimos una sola palabra… mientras preparaban el almuerzo, salimos al corredor que quedaba frente al pintoresco valle. La escena que teníamos a la vista era la misma de otro tiempo; sólo los actores habían variado. Felipe sacó silenciosamente un lápiz de su cartera, y empezó a escribir en la pared:

De una ciudad el cielo cristalino /bulle azul, como el ala de un querube, /y de su suelo, cual jardín divino, /hasta los cielos el aroma sube. /Sobre ese suelo no se ve un espino, /bajo ese cielo no se ve una nube…/En esa tierra encantadora habita /la raza infame de su Dios maldita. /Raza de mercaderes que especula /con todo y sobre todo.  Raza impía, /por cuyas venas sin calor circula /la sangre vil de la nación judía; /que pesos sobre pesos acumula, /el precio de su honor, su mercancía; /y como sólo al interés se atiende, /todo se compra allí, todo se vende. /Allí la esposa esclava del esposo /ni amor recibe ni placer disfruta, /y sujeta a su padre codicioso /la hija inocente…

Se convierte en puta.  En esos tiempos los puntos suspensivos reemplazaban lo que todo el mundo sabía y decía. ¡Qué curioso!, según eso Felipe era otro yo del poeta Gregorio Gutiérrez González y el poeta escribió allí dos poemas: A Medellín  y Felipe, el poema que las llamas devoraron, mis estimados.

Eso afirmó el señor Enrique Otero D´Costa en 1919, Darío: Para mí, Felipe debió ser el mismo cantor, pero Ñito Restrepo afirmó en 1921 que él creía que Felipe era don Manuel Pombo, que también era poeta.  

Daniel Mesa Bernal concluye que en nuestros días se acepta la autoría de Gutiérrez González tanto para el poema Felipe como para el poema A Medellín (desde el Alto de Santa Elena). Ese que dice: Allí está Medellín, la hermosa villa, /muellemente tendida en la llanura /cual una amante, tímida hermosura /reclinada en el tálamo nupcial. / Allí está Medellín, su sol ardiente /la hace ostentar su gala y sus primores /y le da los fantásticos colores /del magnífico Edén del oriental. 

(Hasta aquí la cita de mi libro)

Hago esta larga cita porque el poeta Arcesio Escobar Piedrahita (1832-1867) posiblemente conocía lo sucedido al poeta Manuel y el poema que le inspiró a Gutiérrez González donde afirma de esta tierra que “como sólo al interés se atiende, /todo se compra allí, todo se vende”. Escobar retoma esta idea en su romance ("El mundo es un vil mercado /donde se puede vender /todo, hasta lo más sagrado, /y novios hay que han comprado /para esposa una mujer”).

El romance al que me refiero es el largo poema “Gabriela”, casi como un argumento de zarzuela, que Escobar escribió en 1854 inspirado por lo sucedido a un primo suyo de la estirpe de los Escobar Quijano de Titiribí, familia de locos y llevados de su parecer, a quienes su carácter hizo apodar “Los Siriríes”. Eran una familia prestante, no cualquier zarrapastrosos, aunque no tuvieran demasiada riqueza. Lo que les faltaba en dinero lo tenían en presencia porque las mujeres eran bonitas y los hombres “muy bien plantados”, características que han llegado hasta nuestros días en la sangre de sus descendientes. En el argumento de Escobar, el prometido “don Álvaro de Sanraga”, en connivencia con su suegro, desposa a “Gabriela”, la novia; muy a pesar de “don Carlos”, el frustrado enamorado y verdaderamente correspondido pretendiente. No fue suficiente el cambio de nombres y de circunstancias para despistar a los lectores que inmediatamente asociaron el poema con los conocidos personajes que, ¿Quiénes eran?

Con su pinta de galán, Camilo “el loco” Escobar Quijano era auxiliar contable en la mina de El Zancudo en Titiribí, cuyo principal dueño era un hombre riquísimo, que había sido gobernador: El Dr. José María Uribe Restrepo (de los Uribes Uribes y de los Restrepos Restrepos, prestante por todos lados). El Dr. José María no tuvo hijos en el primer matrimonio y en el segundo tuvo una sola hija, Lorenza Uribe Lema, su heredera, que quedó huérfana de madre muy temprano. Que era bonita, no quepan dudas, pero su principal atractivo era la fortuna de su padre representada en minas, tierras, y diversas posesiones. Eso la hacía botín deseable para muchos, entre ellos varios de sus primos, uno de los cuales había sido nombrado por el Dr. Mariano Ospina Rodríguez para el gabinete en su tercer gobierno (1853-1854). Eran, pues, gente muy bien, “de la jay o de la cren” (high class o creme), como se decía popularmente. En las visitas de la heredera a la mina, el contabilista y la hija del patrón se echaron sus miraditas y posiblemente nació entre ellos una atracción, pero el padre de la muchacha tenía para ella más altas miras. El pretendiente más reconocido y aceptado era otro joven apuesto, bastante rico, que gozaba del favor de su futuro suegro, el Dr. José María, y era su relacionado de negocios: don Carlos Coriolano Amador Fernández. Cuando al loco Camilo Escobar le dio por vestirse de gala y se atrevió a ir hasta la casa de la pretendida a pedir su mano, se encontró con los frustrados primos que no querían tener al loco en la familia y lo amarraron a un poste, semidesnudo, y allí lo apalearon a su gusto, ayudados por la servidumbre de zambos y mulatos. Con todo el cinismo lo sometieron a la vergüenza de firmar un recibo “por los tantos azotes recibidos” y lo lanzaron a la calle vestido sólo con su sangre en coágulos y sus moretones.  

Este hecho tuvo varias repercusiones. La primera, que el loco verdaderamente se enloqueció, perdió la razón. La segunda que Antonio José, su hermano agricultor en Titiribí, sufrió un infarto de la rabia y falleció. La tercera, que Pedro María, otro de sus hermanos, armó un piquete de parentela y se vino de Titiribí a Medellín para tomar venganza contra los apaleadores. En la zambra que se armó, cerca de la iglesia de La Candelaria, recibió una puñalada que le causó la muerte. La cuarta, que el primo Arcesio escribió el romance “Gabriela” y esos versos se volvieron vox populi por esos días en un escándalo popular que sacudió la chismografía local.  La quinta, que otro hermano, Ricardo, que acababa de graduarse de abogado en Bogotá, se vino a cobrar cuentas y al no encontrar a quién cobrárselas se fue a la casa de don Coriolano en Palacé con Ayacucho (el Palacio Amador) y allí se ahorcó.  

De ser así, tal hecho no sucedió en los días del apaleo o, de ser así, en ese momento don Coriolano todavía estaba soltero. Don Coriolano y doña Lorenza se casaron en 1864, diez años después del apaleo, y esto abre la posibilidad de que el suicidio de Ricardo no se hubiera producido como consecuencia del apaleo, sino como consecuencia del matrimonio de la pareja, que revivió la vergüenza y el deshonor sobre los rencorosos Siriríes. Habría que ver cuándo fue el suicidio de este hermano, y con él ya van tres los muertos.  

Veinticinco años después del apaleo, y quince después del matrimonio, don Coriolano y doña Lorenza tenían ya siete hijos –Carlina, Magdalena, Eugenia, Judith (1867-¿?), Raquel, José María (1869-1893) y Alicia (1874-1935)–. Hasta José María tuvieron un hijo por año y Alicia, la última, nació después de un receso de cinco años. Vivían en el llamado “Palacio Amador” de Ayacucho con Palacé (hoy edificio Telecom) que años después, en el siglo XX, se convertiría en Hotel Bristol. Pasaban temporadas en la finca de recreo “Miraflores” en Buenos Aires y hasta allí llegó, a principios del año 1879, el loco Escobar con su manía de querer ver “a su novia”, que ya no sólo era ajena sino madre de siete hijos. Entró atropelladamente en su caballo y don Coriolano, delante de su hija Judith, no tuvo otro remedio que encajarle por la espalda la bala de fusil Remington que tenía destinada a la cacería de venados. Estando el difunto dentro de la finca, la defensa del homicida fue cuestión de coser y cantar para el abogado Pedro Antonio Restrepo Escovar (fundador del municipio de Andes y padre del presidente Carlos E. Restrepo); y los Siriríes, ardidos en su impotencia, la tomaron contra los billetes emitidos por el banco El Zancudo de don Coriolano, y se dieron a quemar con cuzcas de tabaco la efigie del odiado propietario, billetes que empezaron a conocerse como “los quemados”.

Cien años después del apaleo, en diciembre 12 de 1954, otro poeta de la familia, Arturo Escobar Uribe, publica en el Dominical de El Espectador un artículo titulado “Cuando el romanticismo era una pasión”, contando esta historia y la de la bisabuela Dolores Escobar Quijano de Escobar, “La Lora”, hermana de Camilo. Tiene algunas inconsistencias ya que, como vimos, no fue posiblemente el matrimonio de Coriolano y Lorenza el que causó el suicidio de Ricardo o, si lo fue, el hecho ocurrió diez años después del apaleo. Cronológicamente no se pueden juntar los dos hechos. Inserta allí dos cartas cuyas fechas transcritas (enero 26 de 1961 y marzo de 1871) no corresponden con la muerte de Camilo (1879) y es este último el año verdadero. Pero las cartas cruzadas entre doña Lorenza y La Lora, que allí se transcriben, podrían considerarse apócrifas, mientras no aparezcan los originales que, se dice, algún miembro de la familia debe tener guardadas en un baúl. Se trata de una carta en la que doña Lorenza le pide perdón a la familia de La Lora por los perjuicios causados con la muerte de su hermano Camilo, y justificando el hecho de que fue él el que la provocó invadiendo la finca de su esposo; y la carta de respuesta de La Lora en la que le dice que “la perdonan” pero que primero le cantan verdades por haber dado falsas esperanzas de corresponder a los amores de su hermano.  

La carta de respuesta me parece una locura, una “sirirada”, una filípica un poco traída de los cabellos. Llama mi atención el empleo de la expresión “aneurisma en el corazón” por ser un término médico que no sé si fuera de uso común a finales del siglo XIX. Mi mente pervertida también me dice que una persona ajena a la familia puede poner un orden en la relación de los fallecidos diciendo “mi hermano, mi segundo hermano, mi tercer hermano”; pero una hermana sólo emplearía tales expresiones en caso de que se diera la casualidad de que el primer fallecido fuera su hermano mayor, el segundo fuera el que lo sigue en el orden familiar, y el tercero en morir fuera también el tercero de la familia. A mí nunca se me ocurriría nombrar como “mi primer hermano” a uno de los menores, o a uno de los del medio. La redacción en ambas es muy similar, y habría que ver los originales y hacer un peritazgo sobre su autenticidad; sin descartar la posibilidad de que las dos cartas originales sí existan, pero a alguien le hubiera dado por editarlas “corregidas y aumentadas” para insertar lo que el transcriptor quisiera decir y eliminar lo que a él le pareciera inconveniente divulgar. Eso es posible.  

Parece ser que se ha insinuado que don José María Amador Uribe pudiera ser hijo de tales amores frustrados, en cuyo caso la prueba de ADN que hoy se practica dilucidaría esas dudas si llegara a ser necesario. Podría agregarse que don Coriolano era llamado “burro de oro” por las dos incalculables fortunas que acumuló en su matrimonio, pero también por su inmensa cantidad de amantes, incluidas muchachas del servicio, que aseguraban que el apellido “Amador” era acorde con su virilidad asnal. Sus escarceos amatorios, heredados por su hijo José María, le produjeron a éste una tuberculosis que lo llevó a la tumba, y a su padre un gran dolor: el de ver a doña Lorenza perdida de la razón en los últimos tiempos, hasta fallecer en 1920, un año después de él. Cree la descendencia Siriresca que tal locura se debió a la tragedia del amor de la mujer por el tatarapariente de los Escobar, pero eso no hay forma de demostrarlo.  

En resumidas cuentas, una curiosa historia que tiene mucho de real, pero tiene más de fantasía, la del artículo de Escobar Uribe.  

El caso es que encontré que en muchas partes se hace mención al poema “Gabriela” de Arcesio Escobar Piedrahita (1832-1867), pero no el poema en sí; hasta que hallé una transcripción criptográfica del mismo publicada en la página web de la “Revista de Artes y Letras” de Chile, país donde vivió y colaboró con varias revistas. A falta de una versión confiable, he hecho el ejercicio de reconstruirlo con muchos errores de precisión, seguramente, pero con el sentido de lo que el poeta quiso decir en su poema. Más abajo transcribo ambas versiones, haciendo claridad de que en la copia encriptada aparece como fecha del poema el año de 1853. Si así fuera, entonces el poema no se pudo inspirar en los hechos que vinieron a suceder meses después, en 1854; y, a mi modo de ver, el poema vendría a ser premonitorio en caso de que así fuera.

¿Cuáles son esas cartas mencionadas? Aquí las transcribo, copiadas del artículo de Arturo Escobar Uribe en el Dominical de El Espectador (diciembre 12 de 1954):

Señora doña 
Dolores Escobar de Escobar
Titiribí

Muy respetada señora:
Tengo la honra de dirigirme a usted para poner en su conocimiento que el día 22 tuvimos la desgracia de causar la muerte de su hermano Camilo, muy a pesar nuestro, y obligados por el proceder de dicho señor Escobar, pues mi esposo y yo le suplicamos varias veces se retirara de nuestra casa y aun después de que Camilo trató de ahorcar a Coriolano. Más podré decir a usted, y es que mi esposo nos refiere que le hizo el tiro a Escobar con intención de herirlo en una pierna para ver si se asustaba y se retiraba de mi casa; esto lo hizo cuando Escobar, por segunda vez, trató de derribarlo al suelo con el caballo, como lo había hecho poco antes.

El único consuelo que puedo dar a usted es que su hermano murió arrepentido y perdonado, pues el señor cura que acudió a mis gritos le prestó los auxilios de la religión y; de nuestra casa, todo lo que la turbación nos dejó hacer para el cuerpo.

Ahora si usted tiene algún motivo de queja contra nosotros, le suplicamos nos perdone por amor de aquel que murió en una cruz dándonos sublime ejemplo de caridad cristiana.

No había cumplido antes con este deber por el estado de mi salud, que no me lo había permitido.

Me suscribo de usted muy afectísima servidora

(fda) Lorenza Uribe de Amador
Medellín, enero 26 de 1961

La fecha copiada en el artículo, ya lo sabemos, está errada y posiblemente sea “enero 26 de 1879”, supuesto el caso de que la carta hubiera sido escrita apenas cuatro días después de la tragedia.  

A la carta anterior respondió “La Lora” en carta fechada en marzo de 1871, según copia mecanográfica transcrita por tercera mano que pude leer, y tal fecha también está errada, por las mismas razones, pues en un orden lógico debería decir “marzo de 1879”. La carta de respuesta está escrita en los siguientes términos:

Señora doña
Lorenza Uribe de Amador
Medellín

Estimada señora:

Con fecha muy retrasada recibí la muy estimable de usted del 26 de enero último por la cual se sirve comunicarme que el 22 del mismo mes tuvieron la desgracia usted y su esposo de causar la muerte de mi malogrado y querido hermano Camilo, y que por el proceder que adoptó mi hermano, se vio su esposo obligado a tenerlo que asesinar. Como en ella también se concreta a pedirnos perdón, poniéndonos de presente el sublime ejemplo que nos dio el que murió en la cruz, es el caso, pues, señora, que con el más acerbo dolor y con los ojos humedecidos por las lágrimas que he derramado y que derramo aún pase a contestar la suya, pero antes permítame, señora, que abra el libro en que está la triste y enlutada historia de mi desgraciada familia, en donde en cada página se registra una tumba y en cada tumba restos sagrados de un ser querido.

Ya pues, señora que nos facilita el medio para quejarnos directamente permítame usted que entre de lleno a hacerle una acusación justiciera y después la perdonaremos de todo corazón. Pero antes oiga la voz de mi hermano que desde la tumba en donde yace su ensangrentado cadáver y desde el cielo en donde reposa su alma, pide justicia.

Era el año de 1854 cuando mi hermano tuvo la desgracia de enamorarse de usted pretendiéndola por esposa: usted joven, hermosa, rica y de alta posición despreció a mi hermano porque lo calificó de inferior. Mi hermano insistió en enamorarla, porque era engañado por falsos amigos que lo alucinaban para robarlo; y él sencillo, de nombre corazón como lo era, se dejaba fascinar de esos hombres perversos que no solamente lo arruinaron sino que también lo condujeron al sacrificio. ¡Que sobre ellos descienda la maldición del cielo!

Llegó un día terrible fecha memorable para mi familia, en que mi hermano, deseoso de convencerse de la realidad se presentó en su casa en traje de visita y adrede fue aprehendido por un negro, que según su historia no puede ser sino un segundo singo.

Dos ebrios, más un verdugo, y después de ser maltratado por los primeros, fue azotado por el último. Para mayor honra y gloria de mi familia se le exigió un recibo, siendo esto la corona de espinas que la víctima debía llevar sobre su frente. Pero esto no satisfizo todavía la sed de los verdugos; era preciso algo más y ese algo más era el arrojarlo a la calle como objeto de burla para que le sirviera de mofa al pueblo; y así lo hicieron.

El verdugo era primo hermano de usted, y cuando mi hermano era azotado y abofeteado y escarnecido cual lo fue Jesús que nos dio ejemplo de caridad, y usted, que pudo ante este terrible cuadro haber imitado a las hijas de Sión, o al menos a Pilatos para lavarse las manos, no hizo otra cosa que, con la sonrisa en los labios y la dicha en el corazón, contemplar esa “obra de caridad cristiana”.

La culta y piadosa sociedad de Medellín, al enterarse de semejante acontecimiento, se sintió herida, como era natural. Por eso dio el grito de justicia, grito que repercutió en lo más recóndito de las selvas. Mi familia, consternada y herida en lo más profundo de su alma, voló a esa ciudad a vengar tamaño ultraje, y así lo hizo. Y cuando el verdugo en la plaza de esa misma ciudad, expiaba su delito, un primo hermano de usted dio una puñalada por la espalda a Pedro María, mi hermano que cumplía con el deber de castigar al villano. A consecuencia de la herida, mi hermano murió más tarde. A Antonio José, mi segundo hermano, impresionado por la pena de saber a su hermano azotado se le formó un aneurisma en el corazón y esto lo llevó a la tumba. Ricardo, mi tercer hermano, que entonces se encontraba en Bogotá entregado a sus estudios, voló allí a borrar la mancha que había caído sobre su familia y aunque nuestras frentes ya estaban limpias del lodo arrojado de su casa para la mía, no pudo resistir, perdió el juicio, y se ahorcó.

Ya ve usted, señora, que sí tenemos justos motivos para quejarnos de usted ante Dios y ante la sociedad. Porque si usted no amaba a mi hermano, no era necesario vejarlo, azotarlo y escarnecerlo, para decírselo: y mucho más cuando amar como amó mi hermano no era delinquir.

Ahora damos una mirada a Andes, en donde reside una viuda con ocho hijos y pasemos la vista a San Mateo, donde otra con cinco arrastra su viudez y dígame, señora, con la mano puesta en el corazón, si es verdad que si usted no hubiera permitido que mi hermano fuera azotado, aún vivieran los padres de esos huérfanos.

Continúo. Era tan grande, tan sagrado el amor que mi hermano profesaba a usted que ni los tristes desengaños, el tiempo y los acontecimientos lo movieron a desapoderarse de esa pasión: quererla y adorarle eran su delirio; su imagen se le había grabado en su memoria y aunque usted estaba casada, no podía convencerse de ello hasta que usted no le jurara la realidad. Una monomanía se había apoderado de su abatido espíritu, y a pesar de las reflexiones que mi familia y sus amigos le hacían para que prescindiera de esa pasión él decía que todo era inútil que a nadie creería sino a usted y que hasta que no se lo jurara no la dejaría de amar. Por eso la solicitaba con vehemencia, no contra su virtud, ni para mancillar su honor, porque su amor era tan puro como el de los ángeles, porque puro era su corazón; la solicitaba para que de sus labios saliera una palabra caritativa que vendría a ser el bálsamo cicatrizador de su acerada herida. Pero usted, en vez de tener el suficiente valor para decirle: “soy casada, no le he amado”, en vez de tener una chispa de caridad siquiera, no hizo sino huir de él.

Así pasaron las cosas hasta que llegó el nefasto y memorable 22 de enero, en que el velo negro del infortunio volvió a aparecer cubriendo de ancho luto mi familia, y cuando mi hermano indefenso y sin armas, con la conciencia tranquila, se presentaba a su casa, usted y su esposo lo recibieron con la muerte.

Así terminó mi hermano su pasión, sellando con su sangre el suplicio del puro amor que le había profesado, a semejanza de aquel que en el calvario lo selló con su sangre por amor a la humanidad. Ya ve, usted, señora, que sí tenemos justos motivos para quejarnos, pero la providencia que todo lo mira, que todo lo palpa, y que todos los hechos los pesa en la balanza de la justicia y que así como permite que el infeliz mendigo toque las puertas del poderoso para pedir un pan, también permite a veces que el poderoso se incline humilde ante las puertas del desgraciado para pedir perdón. Por eso, usted, sintiéndose herida por una chispa eléctrica que ha hecho vibrar las fibras de su corazón, depone su orgullo ante las aras del cristianismo, para descender humilde desde su dorada mansión hasta las puertas de mi triste y enlutado hogar.

Nosotros, que recordamos que somos cristianos y que por nuestras venas circula sangre noble, no podemos ni debemos permanecer insensibles ante la voz de la conciencia. Ella nos dice: perdonemos, y nosotros por eso, perdonamos a usted, mucho más cuando recordamos aquellas palabras suaves, tiernas y llenas de caridad, cuando el redentor del mundo expiró diciendo: “Perdónalos, Señor”.

Por eso, pues, perdonamos a usted, siguiendo el sublime ejemplo del crucificado y pedimos al cielo paz y tranquilidad para su hogar.

Soy de usted, Afma. Y S.S. 
Dolores Escobar de Escobar
Titiribí, marzo de 1871

Aquí están, pues, consignados el poema “Gabriela” y las “Cartas de La Abuela Lora”, tesoros históricos y de interpretación acomodada que la descendencia Escobar de los “Siriríes” guarda celosamente en un baúl.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
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GABRIELA
(Arcesio Escobar Piedrahita, 1854)

I
EL BAILE

No de Medellín muy lejos,
de una colina a la falda,
cercada de verdes árboles
existe una hermosa casa
donde una noche serena
alegres gentes bailaban
en medio de la arboleda,
bajo de las verdes ramas
en que alumbraban flotantes
bellas y lucientes lámparas
que levemente mecían
los céfiros con sus alas.

En el azul firmamento
también la luna brillaba
alumbrando aquella fiesta
con su débil luz de plata.
Y entre los revueltos giros
de la caprichosa danza,
flotaba como una sombra
una bella joven, pálida,
en cuya frente lucía
de azahar una guirnalda,
pendiente de sus cabellos
un blanco manto de gasa.

Sus lánguidos ojos negros,
bajo las largas pestañas,
eran dos astros lucientes
al través de nubes blancas.
Su talle, erguido y flexible;
su boca, color de grana;
y su voluptuoso seno,
diáfano cendal guardaba;
tan pura, como un ángel;
y tierna, como una lágrima;
dulce, como una caricia
de la mujer adorada,
cuando balanceaba el talle
en la grave contradanza,
o cuando en valse ligero
flotaba, cual nube blanca,
todos fijaban en ella
con avidez la mirada,
contemplando su belleza
y arrobados por su gracia.

Era Gabriela su nombre,
y su traje revelaba
que era la novia del baile,
y de aquella fiesta el alma.
Pero tal vez la afligía
alguna pena callada,
porque nublaba su frente
la sombra de la desgracia
y, a pesar de la alegría,
del contento y de la zambra,
su mirada indiferente
tenía un no sé qué de vaga,
como si algún pensamiento
su cabeza calcinara,
o su corazón tuviera
alguna secreta llaga.

A veces se sonreía,
mas, con expresión amarga;
y después de la sonrisa,
enjugábase una lágrima.
Suspiraba con zozobra,
y al menor ruido temblaba
cuando en las hojas se oía
el susurro de las auras.
Y es que la tristeza tanto
nuestro valor amilana,
que vemos siempre peligro
en cada sombra que pasa.
Las sonrisas, son suspiros;
y los cantos, son plegaria;
todos los ruidos, son quejas;
las ilusiones, fantasmas.
Por eso fue que Gabriela,
cuando un cárabo cantara,
sacudiendo entre los árboles
con ruido sus pardas alas,
lanzó conmovida un grito
e, inmóvil como una estatua,
creyó escuchar en su canto
un augurio de desgracia.

Pero, ¿qué pesar oculto
el corazón le desgarra
en la noche de su boda

y en medio de fiesta tanta?
¿Será que ha dado su mano,
en aquella noche infausta,
a un hombre por quien no siente
del amor la dulce flama
y obedeciendo de un padre
a la voluntad tirana
ha sido de la avaricia
sacrificada en las aras?

Nada se sabe; mas, dicen,
que Gabriela es desgraciada
porque esa noche se ha unido
con un hombre a quien no ama.
Además, que hay un mancebo
de figura muy gallarda
para quien Gabriela ha sido
el porvenir y esperanza,
y a quien ella desde niña
su existencia consagrara
con todas sus ilusiones
y toda la fe de su alma.

Mas, el padre de Gabriela
Se opuso a que se casara
con aquel honrado joven
que era de fortuna escasa
y hoy la ha dado en matrimonio
a don Álvaro de Sanraga,
hombre de inmensas fuerzas
y posición elevada.

Todo esto en aquella fiesta
los danzantes conversaban
después de dar parabienes
a la hermosa desposada.
Pero era ya media noche,
y mientras se descansaba
de la agitación del baile,
en dulces y alegres pláticas,
van a la mesa contentos
en bulliciosa algazara
a renovar la alegría
con los humos del champaña.

II.
EL FESTÍN

De alegre mesa alrededor sentada
la comitiva de la boda está,
bajo de una alameda perfumada
de naranjos cubiertos de azahar.

Allí se ve a don Álvaro contento,
de vanidad henchido el corazón;
y a Gabriela agobiada de tormento,
perdida su esperanza y su ilusión.

Alza alegre don Álvaro la copa
y brinda por el triunfo de su amor,
mientras Gabriela, entre su blanca ropa
una lágrima oculta, de dolor.

¡Pobre Gabriela! El sol de sus amores
en una noche eterna se apagó.
Hoy entra en una senda de dolores
donde su avaro padre la lanzó.

¿Por qué don Álvaro no mira
de Gabriela el inmenso padecer?
¿Por qué cuando ella con afán suspira,
él se embriaga de júbilo y placer?

Quizás juzga que aquella pesadumbre
es de una virgen natural temor;
que es la duda cruel, la incertidumbre,
de una novia en la noche de su unión.

Mas, de repente, el lánguido sonido
de una blanda guitarra se escuchó,
como el eco lejano de un gemido
errante de la noche entre el rumor.

Y oculto, tras un árbol corpulento,
con aire en el semblante de dolor,
hay un joven que pulsa el instrumento
y a su compás entona esta canción:

"El mundo es un vil mercado
donde se puede vender
todo, hasta lo más sagrado,
y novios hay que han comprado
para esposa una mujer”.

"Pero, en esposa comprada,
no se puede tener fe;
que una mujer desgraciada,
si está de otro enamorada,
puede ser, tal vez, infiel".

Y como si este canto
un rayo hubiera sido
que hiriera a los esposos
en medio del festín,
quedaron un momento
confusos, sin sentido,
sin comprender, entonces,
lo que pasara allí.

La vista de Gabriel
cubrió, de llanto, un velo
y en lánguido desmayo
su frente se inclinó;
cual tímida paloma
que en medio de su vuelo
oyera de repente
el grito del halcón.

Don Álvaro, rabioso,
alzóse del asiento
y quiso con arrojo
lanzarse hacia el cantor;
pero al ver a Gabriela,
inmóvil, sin aliento,
tomóla entre sus brazos
convulso de dolor.

A la inmediata estancia
llevóla presuroso,
un pomo de perfumes
haciéndola aspirar
y, desatando el traje,
del seno voluptuoso
quedó cubierto apenas
con diáfano cendal.

Los ojos de don Álvaro
fijáronse anhelantes
sobre los blancos pétalos
de aquella tierna flor,
y ardiente en fuego impuro
miró algunos instantes
aquel turgente seno
del ángel de su amor.

Pero una carta oculta
doblada sobre el pecho
entonces, con asombro,
su vista descubrió.
Tómala tembloroso
y lleno de despecho,
con ávida mirada,
don Álvaro leyó.

III
LA CARTA

"Te vas a unir a un hombre con vínculo
que la muerte, no más, desatará.
Mas, al jurar amor a ese hombre, pérfida,
tu labio balbuciente mentirá”.

“Tu corazón, al parecer purísimo,
por otro hombre se abrasa en loco amor;
y así en el ara jurarás impávida
entregar a tu esposo el corazón”.

"Tu triste suerte, compasión inspírame,
tu perjurio, me causa indignación;
¡Pobre mujer de la avaricia víctima,
manchada con estigma de baldón!”.

"Hoy ya son vanos, tus esfuerzos débiles;
tu orgullo, no te deja retractar;
y con un juramento atroz, sacrílego,
vas a insultar a Dios en el altar”.

"Mas, mereces perdón porque eres tímida,
y ante la fuerza tu valor cejó;
que tu padre cruel, por un vil cálculo,
la promesa maldita te arrancó”.

"Cuando te miro, siempre melancólica,
revelando tu angustia y tu dolor,
te me pareces a la amante tórtola
que llora, viuda, su perdido amor”.

"Dios puso, por castigo de los crímenes
de la conciencia, el fiero torcedor;
y tú ya sientes que esa horrible víbora
te muerde, sin cesar, el corazón”.

"Por eso está tu faz marchita, pálida,
tus ojos apagados sin fulgor;
y una sonrisa convulsiva, trémula,
tus labios pone en triste contracción”.

"Cuando te pida tu presunto cónyuge
una caricia, un beso quemador;
se lo darás como la esclava mísera
que agasaja, obediente, a su señor”.

"Y esas caricias y esos yertos ósculos
no tendrán la ternura del amor,
y serán para ti martirio crónico
que agostará tu juventud en flor”.

“Alguna vez, quizá, indiscreta lágrima
quemante rodará sobre tu faz,
y expresará así que un sentimiento impúdico
no deja que haya en tu conciencia paz”.

"Mas, por doquier tendrás que ser hipócrita
y tu pena fatal ocultarás.
Que cuando el llanto es criminal, adúltero,
una esposa no puede ni llorar”.

"Peor será tu suplicio que el de Tántalo,
sin poder apagar su ardiente sed,
porque tú siempre beberás el tósigo
y nunca, nunca, acabarás con él”.

"Y más horrible aún y muy más hórrido
beber eternamente amarga hiel,
que ver el agua murmurante, límpida,
y no poder calmar la ardiente sed”.

"Entre algazara y bullicioso júbilo
a la iglesia, mujer, te llevarán;
y tus verdugos maldecidos, réprobos,
el sacrificio atroz consumarán”.

"Después vendrá la comitiva, espléndida,
con faz risueña a darte el parabién;
mas, en medio de los brindis y los plácemes,
fiebre terrible quemará tu sien”.

"Aquella boda para ti quimérica,
visión será de pesadilla atroz;
que martiriza tu afligido espíritu
y tortura tu débil corazón”.

"Pero, ¡Dios Santo!, nada habrá fantástico;
todo será, por tu desgracia, real;
será el festín con que, infelice víctima,
disfrazas tu aparato funeral”.

"Flor ofrecida a la avaricia sórdida,
que sacrifica al oro la virtud;
en aras de un mandato cruel, despótico,
ofrendaste tu amor, tu juventud”.

"Ojalá puedas oponer santísima
resignación a tu fatal dolor;
porque, si no, profanarás tu tálamo
con la mancha de eterno deshonor”.

"Ofender puede tu virtud angélica
esta horrible y cruel suposición.
Pero, ¡ay!, el crimen es el triste término
donde acaba el exceso del dolor".

Al leer esa carta, nublóse su frente;
un fuego en sus ojos siniestro brilló;
rompióla en seguida, con mano tremente;
y luego, postrado, cayó en un sillón.

Apoyó en las manos la sien palpitante,
acaso queriendo su afrenta ocultar,
y en hondo silencio sumido un instante
sintió en su cabeza terrible volcán.

Y viendo perdida, quizá, la esperanza
de ser de Gabriela feliz poseedor;
buscando, agitado, sangrienta venganza
salió de la estancia, con paso veloz.

Gabriela, entre tanto, siguió desmayada
y un hondo suspiro del pecho exhaló
diciendo, anhelante, con voz apagada:
"Perdóname, Carlos, es tuyo mi amor".

Las gentes huyeron después, con espanto;
la casa, en silencio, trémulo quedó;
y allá en la arboleda de un sirirí el canto
cual triste avecilla de dolor calló.

IV
EL DUELO

Como un torbellino el río crecido rueda
desde la montaña de elevada loma,
y a cada instante más veloz arrastra
las turbulentas y agitadas ondas.

Así corrió don Álvaro, furioso;
el frenesí creciendo, de su cólera;
va en busca del amante de Gabriela,
para vengar su mancillada honra.

Va en un caballo de color retinto,
de sus pesebres la primera joya,
que largo tiempo preparado había
para estrenar en su deseada boda.

Rápido cruza la arboleda espesa
do antes sonaba música sonora,
y donde luego solamente se oye
el murmullo del viento entre las hojas.

Pero se encuentra, en su camino, un hombre
que camina con marcha perezosa;
y al pie, en aperos de orejón, cabalga
un corcel blanco de gallardas formas.

Flotante ruana de sus hombros cuelga,
sobre zamarros de una piel lustrosa;
y en el estribo de metal resuena
el casquillejo de su espuela corva.

Fuerte retranca de la silla pende
que los ijares del caballo adorna,
y de éste, en la cerviz, luce galana
una amarilla jáquima reinosa.

Bajo de las corazas de la silla
enroscada se ve la dócil soga,
y entre los dos bordados cojinetes
luce un par de magníficas pistolas.

Era el cantor. — Don Álvaro, irritado,
lanzó sobre él una mirada torva;
reconociendo a Carlos, el amante,
a quien Gabriela, enamorada, adora.

D. Alva.:
El nocturno trovador
que canta como un jilguero,
Sostendrá cual caballero
Sus serenatas de amador.

D. Car.:
Aunque, a decir la verdad,
mi canción es verdadera;
(Y ojalá fuera quimera,
por vuestra felicidad.)

El que esta noche ha cantado,
entre la arboleda oculto;
os responde del insulto
que juzguéis os ha irrogado.

D. Alva.:
El insolente cantor
ha de saber pronto como
una mordaza de plomo
yo le pongo a un trovador.

Y veré con dicha suma
si aparece tan ufano
con una pistola en mano
como con liviana pluma.

Porque debéis entender
que aquella infamante esquela
que mandasteis a Gabriela,
yo la tengo en mi poder.

Y ahora mismo, sin tardanza,
vos me daréis de ella cuenta,
porque he jurado mi afrenta
borrar con pronta venganza.

D. Carl.:
Estamos solos y el punto
tan a propósito está,
que muy pronto se sabrá
cual de los dos es difunto.

Yo tengo aquí preparado
de pistolas un buen par
con que, no más conversar…
D. Alva.:
Pronto estaréis castigado.

Después el ruido se oyó
de dos tiros y, postrado,
en propia sangre bañado
don Álvaro allí cayó.

Y luchando con la muerte
que le preparó el destino
dijo a Carlos: "¡Asesino!"
y quedó exánime, inerte.

Carlos se alejó de allí
diciendo con triste voz:
"Gabriela, un crimen atroz
hoy me alejara de ti".


V
LA MONJA

Es de noche. En la celda de un convento,
al pié de un crucifijo arrodillada,
reza sobre el humilde pavimento,
solitaria, una monja desgraciada.
Su pecho exhala, a veces, un lamento
que le interrumpe la oración sagrada;
porque sus ojos, con tristeza, lloran;
mientras sus labios, balbucientes, oran.

De la celda se ve por la ventana,
a la luz de la luna temblorosa,
de una colina en la extensión lejana
una casa de campo, silenciosa.
Y una guirnalda de árboles, galana,
la cubre con su sombra misteriosa.
Hace dos años, ya, que se danzaba
cuando esta monja, entonces, se casaba.

De su boda las galas se han trocado
por un sayal, remedo de un sudario;
su blanco cuello de marfil, torneado,
no tiene más adorno que un rosario;
el corazón, que a un hombre había entregado,
se ha ofrecido por don en el santuario;
y a través de la toca se revela
que aquella monja es la infeliz Gabriela.

Pero, entregada a horrible desconsuelo,
por sus tristes memorias afligida,
cuando dirige su oración al cielo
por el perdón de su pasada vida,
escucha en la alta noche, en su desvelo,
una queja tristísima perdida,
y los vientos murmuran a lo lejos
de esta canción los desmayados dejos:

"Ay! ¿Para que te vi, desventurado,
si no puedo llegar nunca hasta ti?
¿Si un muro entre nos se ha levantado,
y que nunca por mí será salvado,
mujer hermosa, ¿para qué te vi”.

"Si eres sólo la sombra de un misterio
o la imagen de un sueño, para mí;
si del mundo no estás bajo el imperio,
flor del jardín de un santo monasterio,
mas, flor vedada, ¿para qué te vi?”.

"Si has de pasar tu solitaria vida
entre esos muros encerrada, así;
perdida al mundo y al placer perdida,
cual la violeta tímida, escondida
entre las zarzas, ¿para qué te vi?”.

"Si al verte yo, guardada entre prisiones,
he de esperar para mi amor un sí;
si no tienes mundanas ilusiones,
si sólo saben santas oraciones
tus labios pronunciar, ¿por qué te vi?”.

"Si hay amor en tu pecho, y si guardados
tienes tesoros de ternura allí;
si esos tesoros dulces, deseados,
sólo a Dios los tienes consagrados,
¿Por qué, bella mujer, por qué te vi?”.

"Mas, si escondieras bajo el santo velo
de algún secreto amor el frenesí;
si le rogaras por un hombre al cielo,
y fuera yo el objeto de tu anhelo,
¡Oh!, yo sería feliz, feliz porque te vi".

Junto al convento un hombre misterioso
esta canción, lloroso, repetía.
Y su acento afligido y quejumbroso
en el espacio inmenso se perdía;

Y mientras de la noche en el reposo
aquel desventurado así gemía;
Gabriela, sin pensar en sus dolores,
delira con imágenes de amores.

Al escuchar aquella voz lejana
exhaló de su pecho hondo lamento;
pensando, triste, en la pasión mundana
que viene a recordarle aquel acento;
pues no han matado su pasión insana
dos años de dolor y sufrimiento;
y aunque hoy es ya, para su amor, muy tarde,
aquel sensible corazón aún arde.

VI
CONCLUSIÓN

Desde la cima de elevado monte
se ve de Medellín el verde llano,
sus torrentes, su cielo de verano,
sus montañas de forma colosal.
Es la llanura un árabe mosaico
matizado de mieses y de flores
y de un sol tropical los resplandores
bañan de luz el panorama ideal.


Y a Medellín, en la mitad del valle,
como una virgen sobre verde alfombra,
de palmas y de sauces a la sombra
y bajo un cielo hermoso de cristal;
entre juncos, y cañas, y maizales,
el Aburrá destrenza su corriente
como cinta de plata reluciente
enredada en las cañas y el juncal.

Y hay en el valle fuentes que murmuran
arrastrando sus aguas entre flores,
y hay pájaros pintados de colores
que entonan cantos a su dulce amor.
Hay selvas y sábanas de esmeralda,
y brisas perfumadas, y jardines,
y bosques de naranjos y jazmines,
y un horizonte azul, encantador.

Y en aquella ciudad, y en aquel valle,
de Carlos y Gabriela no hay memoria;
que se olvidó su desgraciada historia
al transcurso del tiempo que pasó.
Gabriela, entre el misterio del convento,
al mundo le ocultó su desventura;
Y devorando, a solas, su amargura;
consumida de amor, por fin, murió.

Carlos huyó a las selvas abrumado
por la carga fatal de su destino,
y entre ásperas montañas peregrino
murió también, en triste soledad.
Nadie lloró su muerte, porque hay seres
a una eterna desgracia condenados,
que viven y mueren olvidados
en medio del dolor y la orfandad.

Arcesio Escobar Piedrahíta
Medellín— 1854.
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