jueves, 5 de junio de 2014

56. Fumar no es un placer

Después de las primeras veces, nunca más volví a fumar, y ahora el humo me molesta porque mi garganta se irrita en una reacción alérgica hacia los nocivos componentes del tabaco. En la pubertad tuve en el bolsillo de la camisa un paquete de cigarrillos Pielroja, y en mis dedos un pitillo encendido. No fui capaz de aprender a aspirarlo, no fui capaz de evitar ahogarme con el humo, y no fui capaz de hacer esas elegantes coronas que como nubes salen de la boca y ascienden al cielo: las volutas. Es una palabra que los jóvenes desconocen y hasta se diría que ya no aplican, no porque hayan dejado de fumar, sino que el cigarrillo es para ellos algo mecánico que no conlleva el charm, el cachet, el glamour, el sexi, que alguna vez tuvo el fumar. Pero, además, porque fumar se convierte cada vez más en una actividad vergonzante proscrita en autobuses, taxis, ascensores, oficinas, restaurantes, teatros, recintos cerrados. 

Volutas de humo

Cuando de muchachos íbamos a cine en cualquiera de las funciones de matinal, matiné, vespertina, o noche; surgió un rumor de que en las películas aparecía una cosa que se llamó publicidad subliminal y consistía en que segundos antes del intermedio para el cambio de rollo en el proyector aparecía en pantalla por una fracción de segundo la imagen de una Coca Cola rezumando frescura por la botella, lo que en el inconsciente despertaba la idea de sed con la consecuencia de que al encenderse las luces los muchachos nos precipitábamos a la cafetería para pedir apurados ¡Una Coca Cola! Algo hay de cierto en eso, y en el rumor que escuché sobre las compañías tabacaleras que se hicieron al dominio de los estudios productores de películas de Hollywood y a partir de eso en todas las películas aparece alguien fumando. Es algo que llama mi atención desde la década del sesenta, cuando se escuchaba la sensual voz de Sarita Montiel cantando aquello de que “fumar es un placer, genial, sensual… /y mientras fumo mi vida no consumo /porque aspirando el humo /me siento adormecer”, y medio siglo después sigue ocurriendo. Acabo de confirmarlo con la película “Inocencia interrumpida” que protagonizan Angelina Jolie, Winona Ryder, y Woopi Goldberg. De principio a fin en ese reclusorio siquiátrico, no apagan el cigarrillo. 


Hay excepciones, claro. Robert Redford, el creador del Festival Sundance de cine independiente, no está obligado por contrato con las tabacaleras. En “El señor de los caballos”, la película dirigida y protagonizada por él en compañía de Kristin Scott Thomas y una muy niña Scarlett Johansson, ¡no se ve un solo cigarrillo! Creo que tal cosa no sucede sino con esa película y con Los Simpson, pero de estos no estoy seguro.

En mi niñez había unos agentes gubernamentales policivos, cuya misión era resguardar los intereses alcabaleros de la administración municipal. Los agentes del Resguardo de Rentas estaban atentos a descubrir donde había un estanco de licor clandestino, o un acopio de cigarrillos de contrabando, para caer encima y decomisar la mercancía, aparte de detener a los infractores. Era un delito que se castigaba con la cárcel. Las oficinas del Resguardo quedaban en las amplísimas bodegas del Ferrocarril de Antioquia en el Sector de Cisneros, frente a la Plaza de Mercado de Guayaquil. Estaba prohibido sembrar o tener hojas de tabaco que no estuvieran autorizadas y no hubieran pagado los respectivos derechos de estampillado.


A mi anciana abuela le gustaba fumar tabaco, y le gustaba fumar de sus propios puros o habanos que fabricaba con suma “curia”, como decía ella de hacer las cosas con esmero. Aprendió a fumarlos al revés, con la brasa dentro de la boca, según hacía en su niñez para evitar que la llama de la punta encendida la delatara y sus padres la descubrieran fumando en la oscuridad de la noche. Otras veces simplemente sostenía el tabaco en la boca mientras masticaba la punta incansablemente, sin darse cuenta de que la llama se había apagado, y de tanto en tanto escupía una saliva viscosa de color café que desprendía del cabo o soco, como llamaba a la colilla que entraba en contacto con la lengua.

El asunto de los tabacos era todo un proceso, y yo la acompañé muchas veces desde el primer paso que consistía en asomarse a la caja y darse cuenta de que solamente le quedaban unos pocos. Íbamos entonces a la oficina del Resguardo de Rentas a comprar una planilla de autorización de venta, y con ella nos dirigíamos a un puesto de la Plaza de Mercado donde nos vendían las hojas por kilos. Con ellas nos dirigíamos a casa, y la abuela las rociaba con agua para darles docilidad en la doblada o enrollada. Eran las destinadas al forro o parte externa. Otras era molidas en gránulos o picadura destinada al relleno, y las venas retiradas de éstas servirían luego como alma para armar el tabaco. Una vez enrollada la hoja exterior con el relleno alrededor del soporte, la punta que sobresalía del forro se pegaba con engrudo o pegadera que ella había hecho diluyendo harina de almidón en agua hervida y poniendo la mezcla al fuego hasta que adquiriera una consistencia gelatinosa. Al terminar de secar, era un pegante muy efectivo. Una vez pegada la punta, el alma le era retirada y el hueco que había ocupado esa venita servía de respiradero para que la llama prendiera y se convirtiera en brasa. Nunca pudo mi abuela, o no quiso, aprender a fumar cigarrillo; ni siquiera en los tiempos en que esa no era una actividad vergonzante sino que se consideraba elegante hacerlo. No era mi abuela mujer que se desviviera por asuntos de elegancia. Era ella de origen campesino, de los tiempos en que los arrieros medían los recorridos por tabacos de camino, o sea la distancia caminada mientras se fumaban un tabaco. Un lugar que estuviera a tabaco y medio dejaba a un muchacho de ciudad, como uno, completamente agotado y de cama.


Vienen estos recuerdos a mi mente porque nos regalaron un tabaco habano de la marca Cohiba, que se supone es el non plus ultra para los fumadores; sólo que en casa nadie fuma, ¡Y no conocemos a nadie que fume de esas cosas! Por el momento ocupa en la mesa de centro de la sala de recibo un lugar de exhibición, como las porcelanas; y no sirve sino de adorno, porque ni ceniceros tenemos en casa. Hemos descubierto que no le arriman las moscas, ni lo persiguen las hormigas. Si alguna de mis amigas fuma tabaco, ruego que me informe a tiempo para no volverle a dar un beso ni en la mejilla. Por experiencia con mi abuela sé que esos olores son pegachentos y contagiosos y no los quita ni un baño con soda cáustica.

Volviendo al asunto de mi difunta abuela, muy anciana estaba cuando insistía en bajar al centro a proveerse de materia prima para sus tabacos. A la familia le preocupaba que a su edad pudiera sufrir alguna caída, y le asignó a mi hermano menor como acompañante. Era un chiquillo de unos 9 años que cumplía con esa tarea a desgano. Mi nonagenaria abuela llegó ofuscada a casa: “¡A mí no me vuelvan a mandar con muchachos! No tengo vida tranquila por estar pendiente de que no los vaya a atropellar algún vehículo. Déjenme, que ¡yo me defiendo sola!”. Resolvimos que era mejor correr el riesgo de que la atropellara un camión o un bus de pasajeros, que declararle la minusvalía mental encerrándola en el último cuarto de la casa.

Muchos años lleva de fallecida la abuela, y hace poco celebramos el 88 cumpleaños de mi madre, su hija. Estaba reunida toda la familia compuesta de hijos, cónyuges, nietos, novias, bisnietos. Pasábamos del medio centenar en una animada reunión, al son de vallenatos, en la que yo resulté ser el díscolo de la familia porque fui el único a quien se le ocurrió pedir un aguardiente y tuve que salir a la licorera a comprarlo. Pero no fue tal hecho lo más sorprendente. Lo más sorprendente fue que no se vio en la reunión ¡ni un solo cigarrillo! A juzgar por ese suceso, mi familia no es buena para mirar películas de Hollywood.

Cuando el Sr. Google resolvió homenajear con un doodle al Dr. Albert Szent-Györgyi, me encontré con que yo no lo conocía.  Fue un médico fisiólogo que nació en Hungría hace 118 años (en 1893) y murió a los 93 años en Estados Unidos, en 1986.  Había ganado el Premio Nobel de Medicina en 1937 porque descubrió un remedio eficaz para el tratamiento y prevención del escorbuto, una enfermedad que gracias a él nosotros no conocemos.  El remedio que él descubrió lo conocemos genéricamente como “vitamina C”, y se nos ha dicho que se encuentra principalmente en el jugo de la naranja.  Cuántos productos hay que se anuncian como panacea porque contienen esa “vitamina C” cuyos beneficios él descubrió.

Pero no fue sólo por eso que ganó el Nobel sino por sus estudios sobre la química de la respiración, lo que me lleva a acordarme de un paisano suyo, su contemporáneo, que murió de 86 en Bucaramanga en 1988 o 1989.  Era mi vecino, el barón Laszlo von Majtenyi; hijo, como el Dr. Szent-Györgyi, de un terrateniente húngaro.  Huyó de Europa, como él, por causa de la guerra.  Murió, como él, lejos de la tierra que lo vio nacer.  No le sirvieron al barón Laszlo los descubrimientos de su paisano sobre química de la respiración, porque don Laszlo fue un fumador empedernido que cuando un enfisema pulmonar lo envió a la clínica, se quitaba la mascarilla de oxígeno de la boca para darle un par de chupadas a un cigarrillo. Adicto obsesionado.  “Don Orlandou”, me decía con su marcado acento extranjero, “soy incapaz de dejar el cigarrillo porque el gusto por este vicio me viene en la sangre.  Mi madre se fuma tres paquetes de cigarrillos en el día, y yo estoy convencido de que ese vicio la va a llevar a la tumba”.  Y, ¿qué edad tiene su madre, don Laszlo? “¡93!”.  El cigarrillo no fue capaz de matarla, pero sí la noticia de la muerte de su hijo.  Un infarto se la llevó dos días después de saber que él había muerto lejos de sus caricias maternales.  De estar vivo, al Dr. Szent-Györgyi le hubiera gustado examinar con su microscopio los pulmones de don Laszlo y de su madre, la baronesa.  Sus alvéolos eran, con seguridad, un depósito de alquitrán de esos cavernosos que tan gráficamente reproducen en los museos de cera de Madame Tussaud.

ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)


No hay comentarios:

Publicar un comentario